CAPÍTULO III

LA ISLA DE SANTA CRUZ

El archipiélago de Santa Cruz, porque era aquél, en efecto, como lo había supuesto el capitán, es la continuación del gran semicírculo de islas que, extendiéndose desde la costa oriental de Nueva Guinea, llega hasta la Nueva Caledonia, formando con la costa australiana aquel temido mar que se llama del Coral.

Está situado entre el archipiélago Salomón y el de las Nuevas Hébridas, y se compone de gran número de islas, descubiertas en 1605 por el navegante español Quirós, y visitadas luego por Mendaña, que había ido a las islas de Salomón, descubiertas por él el año anterior.

Santa Cruz es la mayor de esas islas, siendo su extensión de ocho leguas, y de tres su anchura. Está situada a 10° 46’ de latitud meridional, y 163° 34’ de latitud oriental. Viene después el grupo de las Perusas, tristemente célebres por el naufragio del infeliz almirante francés La Perouse, en 1788, grupo compuesto de Vanikoro, Tevai, Manevai y Nanuna; en seguida la isla Ticopia, con un circuito de cuatro o cinco millas, y cuyos habitantes, caso verdaderamente extraño, son hospitalarios y de buenas costumbres, mientras todos sus vecinos son antropófagos. El grupo Danks, compuesto de cuatro islas bastante altas y muy pobladas; Mitra, así llamada porque a cierta distancia afecta la forma de una mitra; el grupo Leuff, compuesto de once islas; las Chemedy, habitadas por salvajes ferocísimos; Tinacoro, que es un pico volcánico de dos millas de circuito, coronado por un cráter en ignición; el grupo Mendaña, formado por nueve islas bajas y selváticas, y algunas otros conocidas sólo de nombre, pero que no tienen importancia alguna por su poca extensión.

Todas estas islas están habitadas por polinesios, de aspecto poco agradable, estatura proporcionada, color oscuro, que varía en algunos isleños hasta el aceitunado, color propio de los malayos. Tienen los labios gruesos y colgantes, como los africanos; la nariz achatada y los cabellos crespos, lo que hace suponer que son originarios de la lejana Papuasia.

En general gozan de pésima reputación, y no son ciertamente de envidiar las tripulaciones que naufragan en aquellas costas.

El capitán Hill, que, como hemos dicho, no ignoraba esto, se apresuró a alejarse de la isla vista desde el barco y que, según sus cálculos, debía ser una del grupo de Mendaña o Tinacoro, que son las primeras que se encuentran viniendo del Norte. El huracán, que no cesaba de soplar, aunque tendiendo poco a poco a calmarse, podía arrojarlo sobre aquella inhospitalaria costa, y esto hubiera significado la muerte segura para todos, pues la experiencia enseñaba a Hill que cuantos han naufragado en tales islas fueron devorados por los indígenas.

La «Nueva Georgia» seguía luchando con los desencadenados elementos, subiendo y bajando con vertiginosa rapidez por las montañas de agua que la rodeaban por todas partes, ora anegándola por babor, ora por estribor, no obstante la habilidad del viejo Asthor, que se mantenía siempre aferrado a la barra.

A las siete de la mañana el sol pudo romper una masa de nubes y, a través de los desgarrones, inundó de luz el Océano, y como si aquello hubiera sido una señal de paz, el viento moderó su violencia, y la lluvia, que hasta entonces había caído en abundancia, cesó por completo.

El capitán Hill y el teniente Collin aprovecharon aquella tregua, que prometía ser duradera, y bajaron a popa para ver cómo estaba el náufrago, que hasta entonces había permanecido abandonado a sí mismo.

El pobre hombre dormía tranquilamente, como si se hubiera encontrado en una cómoda y segura alcoba; pero al oír entrar a sus visitantes, se despertó en seguida.

—¿Cómo va, amigo? —le preguntó el capitán.

—Estoy muy bien, aunque me siento débil —respondió el náufrago—. Os debo mucho, señor, por haberme salvado en medio de tan terrible temporal. Otro capitán no hubiera comprometido su nave por socorrer a un desconocido.

—No hablemos de eso. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo o, por lo menos, lo hubiera intentado.

—¿Acabó la tempestad?

—Está concluyendo.

—Y ¿os dirigís a la isla Fidji?

—Ya he modificado mi ruta.

—¿Dónde estamos ahora?

—Ante el archipiélago de Santa Cruz.

—¿Dentro de pocos días, pues, llegaremos a la isla?

—Si Dios lo permite.

—Gracias, señor.

—¿No sabíais dónde os encontrabais cuando os recogimos?

—No; pero suponía hallarme en el archipiélago de las Salomón.

—Y ¿adónde ibais?

—Trataba de buscar socorro hacia la costa australiana; pero el huracán me arrojó hacia el Este. Había decidido entonces ganar el archipiélago de las Salomón, con la esperanza de tropezar con alguna nave procedente de las islas Marianas y en ruta para Sidney, cuando vosotros me recogisteis.

—¿Además de vos, iba sólo en la balsa el indio a quien matasteis?

—Sí, capitán.

—Y ¿por qué partisteis los dos solos?

—Porque disponíamos de poquísimos víveres.

—¿Quién mandaba vuestro buque?

Ante aquella pregunta el náufrago pareció dudar un momento, como si buscara un nombre en su memoria. Después dijo:

—El capitán James Welcome.

—¿Lo habéis oído nombrar, señor Collin? —preguntó al segundo.

—Nunca; pero somos tantos… —respondió el interpelado.

El náufrago miró a los dos jefes del buque, y su frente se plegó con una especie de inquietud; pero aquello duró lo que un relámpago, y se serenó en seguida.

El capitán Hill y el segundo subieron a cubierta, después de recomendar al desconocido un reposo absoluto.

—¿Qué opináis de ese hombre? —preguntó a Collin el capitán, que parecía haberse quedado pensativo.

—Es un tipo poco simpático, señor. ¿Tenéis alguna sospecha al hacerme esa pregunta?

—No; pero me parece que no se explica francamente; y si debo decirlo todo, añadiré que tengo siniestros pensamientos.

—¿Cómo? ¿Quién creéis que pueda ser? En este desierto Océano sólo pueden encontrarse desgraciados marineros.

—O forzados, señor Collin —añadió el capitán.

—¿Creeríais…?

—Por ahora, no creo nada; pero vos sabéis que la penitenciaría de la isla Norfolk no está muy lejana, y que todos los años se evaden buen número de sus peligrosos huéspedes en simples canoas, que roban a las naves, o en ligeras balsas.

—Pronto lo veremos, capitán.

En aquel momento, el marinero de guardia en la cofa del palo mayor señaló otra isla, que aparecía a unas doce millas al Este.

El capitán, aprovechando el sol que brillaba, tomó el sextante e hizo el cálculo para conocer la posición y la ruta del buque. Iba ya a concluir, cuando una voz dulce y melodiosa le preguntó:

—¿Estamos todavía muy lejos?

—¡Ah! ¿Eres tú, Ana? —dijo aquél, mirando a la joven.

—Sí, yo, que vengo a preguntarte si estamos todavía lejos de la isla de los náufragos.

—¡Qué impaciencia, hija mía! Si el viento se mantiene así, bueno, y el fuerte oleaje cesa, llegaremos a ella dentro de cinco o seis días.

—¡Oh! ¿Una isla ante nosotros?

—Una mala tierra, hija, que goza de pésima fama, no tanto en América como en Francia.

—¿Cómo se llama?

—Vanikoro.

—Y ¿qué tiene de particular?

—Que esa isla, con la de Teval, Manevai y Nanuna, forma el grupo de La Perouse.

—¿El grupo de las Perusas? ¡Ah! ¿A estas islas va unido el nombre del almirante La Perouse, el infeliz marino desaparecido tan misteriosamente con sus naves y tripulaciones?

—Sí, Ana; mira esa isla de tan triste celebridad.

Vanikoro estaba todavía perfectamente visible. Esta isla tiene un circuito de cerca de diez leguas y está erizada de picos cónicos, el más alto de los cuales lleva el nombre de Monte-Capoyo. El interior consiste en un espeso bosque, donde se padece el paludismo, por lo que es muy insalubre. En la costa hay dos bahías, llamadas Vana y Pain, que serían accesibles a los buques si no las hiciera peligrosas la cintura de escollos coralíferos que las defienden de los ataques de las olas.

Sus habitantes son, sin duda, los peores que se encuentran en las islas de la Polinesia, tanto por su estado de salvajismo como por su ferocidad. No se puede imaginar nada más repugnante y odioso que esos seres, con rostro de monos, formas angulosas y miembros de tísicos cubiertos de suciedad de toda especie.

Ana, que observaba detenidamente la isla con el anteojo de su padre, llamó la atención de éste acerca de un extraño monumento que no debía de ser obra de aquellos salvajes. Parecía un obelisco descansando sobre una base cuadrangular y de dos metros de altura.

—¿Qué significa ese monumento? —preguntó la joven.

—Un recuerdo dedicado por el capitán Dumont d’Urville a la memoria de La Perouse y de sus desgraciados compañeros.

—Pero ¿fue en esta isla donde se perdieron los navíos de aquel infortunado marino?

—Sí, en esta misma isla, Ana.

—¿Se salvó entonces del naufragio algún marinero?

—Ninguno, o, al menos, los navíos que acudieron a socorrer a los náufragos no encontraron ni uno.

—Explicadme eso.

—En seguida. «La Perouse», como sabrás, había desaparecido con sus dos barcos después de hacer numerosos descubrimientos y de haber dado a entender que se hallaba en el Océano Pacífico. Las requisitorias que luego se hicieron para encontrarle no dieron resultado alguno, por más que el capitán D’Entre-casteux, que vino a tal fin por estos mares, pasó a corta distancia de Vanikoro, a la que por esta causa llamó la isla de la Indagación. Ya habían pasado cuarenta años desde que desaparecieron las naves, cuando en 1826 el capitán inglés Lillon, visitando las islas de este archipiélago, vio en poder de algunos isleños de Ticopia objetos de hierro de procedencia europea y un medallón de plata, en el que aparecían grabadas dos iniciales, que correspondían al nombre de La Perouse.

»Deseoso de conocer algo acerca de aquel naufragio, que conmovió a dos mundos, dedicóse a buscar a dos marineros alemanes que trece años antes habían desembarcado en la isla y encontrándolos al fin, todavía vivos, les interrogó acerca de la procedencia de aquellos objetos.

»Supo entonces que habían sido llevados allí por algunos indígenas de Vanikoro, los que a su vez manifestaron que cuarenta años antes naufragaron allí dos grandes buques, una de cuyas tripulaciones fue asesinada y devorada, y la otra, después de permanecer algunos meses en aquel sitio, se hizo a la mar en una pequeña nave que construyeron los mismos náufragos, algunos de los cuales quedaron en tierra.

»Además, el reyezuelo de Ticopia dijo que cinco años antes vio en Vanikoro dos hombres que, por su color, debían de ser marineros de los buques naufragados.

»No pudiendo Dillon disponer de mucho tiempo, siguió su viaje hacia la India, y en Calcuta informó al secretario de la Compañía de Indias acerca del descubrimiento que había hecho.

»En seguida se dispuso una expedición para explorar Vanikoro, y en julio de 1827 desembarcó en dicha isla.

»Sus indagaciones hicieron plena luz en la desaparición misteriosa de la expedición La Perouse, toda vez que pudo verse a una de las naves sumergidas incrustada entre los bancos de coral, y además los expedicionarios visitaron el lugar donde los náufragos construyeron el pequeño barco. Los indígenas, por su parte, negaron haber asesinado y devorado a una de las tripulaciones; pero sí debieron de cometer tales excesos, pues sobre el techo de una cabaña llamada la «Casa de los Espíritus» se hallaron cráneos de las víctimas.

»Dillon recogió gran número de objetos: áncoras, cuerdas, pedazos de instrumentos geográficos y astronómicos, una campana fundida en Brest, varios objetos de plata y de hierro y, por último, varias otras cosas, algunas de las cuales regaló a Carlos X, entonces rey de Francia, y que ahora se encuentran en el Museo de la Marina.

»Más tarde, Dumont d’Urville recogió en Vanikoro un cañoncillo, un áncora y dos pedreros, que fueron unidos a las primeras reliquias de aquel tremendo naufragio».

—¿Entonces los dos navíos encallaron en la costa? —preguntó Ana, contemplando la isla.

—Sí, y por lo que se calcula, en una noche tempestuosa y oscurísima.

—Y ¿qué sucedió a los hombres que embarcaron en la nave construida por ellos mismos?

—No se ha vuelto a tener noticias de ellos, pero un capitán inglés aseguró haber visto distintamente hacia el 1811, en un estrecho brazo de mar de la isla Salomón, una especie de mástil, provisto de todos sus accesorios, que sobresalía de las aguas.

—¿Naufragaron otra vez?

—Así debió de ocurrir.

—¿Y no se hicieron indagaciones en la isla de Salomón?

—Ninguna.

—Sin embargo, alguno pudo salvarse y vivir aún…

—No sería imposible que algunos que entonces fueran jóvenes vivieran todavía.

—¡Desgraciados! —murmuró Ana—. ¡Quién sabe cuántos de ellos serían comidos por los antropófagos!

—Muchos, sin duda, porque los isleños de Vanikoro tienen muy mala fama.

—¿Son muy feroces?

—Mucho, Ana.

—Y ¿cómo pudieron vencer a los marineros de La Perouse, yendo éstos armados de fusiles y cañones?

—Con flechas envenenadas.

—¿También conocen los venenos estos monstruos?

—Sí, los que usan son incurables. Los que son, aunque sea muy ligeramente, heridos por una flecha envenenada, mueren sin remisión, después de tres días de una agonía atroz, sin que haya remedio que pueda salvarlos.

—También creo que usan lanzas.

—Sí; pero la punta no es de hierro, pues no poseen ese metal, sino de astillas de huesos humanos, que maceran durante algunas semanas en agua del mar.

—¡Qué abominables salvajes, padre mío! ¡No quiero caer en sus manos!

—¡Bah! Tenemos una tripulación excelente que nos es muy adicta; un buen buque y armas en tal cantidad que podríamos hacer frente a mil polinesios reunidos.

En aquel momento se oyó en la estiba un ruido tan espantoso, que el barco retembló, haciendo tambalearse a los marineros. El mismo capitán, no obstante su probado valor, se puso pálido y su diestra cogió la culata de la pistola que siempre llevaba a la cintura.

Eran gritos roncos, rugidos sofocados, maullidos potentes, acompañados de golpes sordos, que parecían producidos por cuerpos pesados al chocar con una pared de madera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ana, que instintivamente dio un paso hacia el cuadro de popa.

—¿Habrán los tigres roto los jaulas? —preguntó el capitán, dirigiéndose al segundo de a bordo, que acudía con un hacha en las manos.

—Es imposible, señor —respondió—. Los hierros son muy sólidos.

—Vamos a verlo.

Los dos hombres se dirigieron a la entrada de la bodega, que había sido abierta, y miraron hacia adentro. Ante las doce jaulas, dentro de las cuales rugían furiosamente y saltaban con rabia doce soberbios tigres reales, vieron a un hombre que los miraba con profunda atención y sin demostrar el menor miedo ante aquellas demostraciones de ferocidad.

Aquel hombre era el náufrago.