EL NÁUFRAGO
La «Nueva Georgia» había dejado el puerto japonés de Yokohama el 24 de agosto de 1836 con dirección a Australia, donde contaba tomar un cargamento de «trepang», especie de moluscos cilíndricos, bastante coriáceos, pero que son muy estimados por los glotones del Celeste Imperio. Llevaba además en sus bodegas una partida de sedas y porcelanas japonesas y diez grandes jaulas conteniendo doce soberbios tigres de la India, pertenecientes al propietario de un circo de Yeddo, el cual, después de haber ganado una fuerte suma, había resuelto desembarazarse de sus peligrosos huéspedes, cediéndolos a un negociante en ferias domiciliado en Melbourne. Aunque ya contaba quince años, la «Nueva Georgia» era todavía una hermosa nave, que pasaba por ser de las mejores de la Marina mercante americana.
Podía decirse que era el más grande velero que en aquel tiempo cruzaba las aguas del Océano Pacífico, puesto que desplazaba dos mil toneladas y llevaba la arboladura completa de una verdadera nave, con velas en el trinquete, en el palo mayor y en el de mesana.
Destinada en un principio a servir de crucero a la Marina republicana, fue luego vendida al capitán James Hill, de Boston, que buscaba a la sazón un sólido buque para ejercer el tráfico en el Océano Pacífico, tráfico bastante peligroso y difícil, aunque muy ventajoso, especialmente en aquella época.
El capitán Hill, un verdadero marino en el más alto sentido de la palabra, y que había dado catorce veces la vuelta al mundo, era todo lo audaz que pueda imaginarse, fuerte como un toro y resuelto ante todos los peligros. Llevaba consigo a su propia hija, miss Ana, huérfana de madre. El segundo, antiguo compañero suyo, y veinte marineros muy bien escogidos, formaban la tripulación, y con ella se había aventurado entre las islas de la Polinesia y de la Melanesia, sin sentirse inquieto ante la triste fama que tienen los isleños de ser grandes aficionados a la carne humana en todas las salsas.
Había hecho ya siete viajes afortunados, y a la sazón comenzaba el octavo, con aquel peligroso cargamento, que estaba seguro de conducir hasta Melbourne, así como las sederías destinadas a vestir a las bellezas australianas.
El Destino, como veremos muy pronto, había resuelto otra cosa…
* * *
Llevado el náufrago de la balsa al cuarto de popa, el capitán bajó con su hija, en tanto que el segundo subía otra vez al puente para seguir luchando con la tempestad que desde hacía dos días descargaba furiosa contra el gran velero.
El viejo Asthor frotaba vigorosamente los miembros del desconocido con un trozo de lana empapado en aguardiente, y procuraba introducir en la boca de aquél, fuertemente cerrada, algunas gotas de vino de España. Obstinábase el náufrago en no dar señales de vida, aunque su corazón seguía latiendo débilmente, lo que hacía esperar una pronta vuelta de su conocimiento.
—El pobre hombre ha estado en un gran peligro —dijo el capitán—. Déjeme pasar, Asthor, que quiero reconocerle.
El náufrago podía tener de cuarenta a cuarenta y cinco años. Era de mediana estatura, aunque fuerte y musculoso, y demostraba poseer una fuerza poco común. Su piel, blanca en algunos puntos y bronceada en otros, ostentaba algunas manchas rojizas, algo así como un extraño tatuaje, no muy diferente al que se suelen aplicar algunos marineros.
Su rostro era poco simpático. Tenía las facciones duras, la nariz gruesa y colorada como la de un gran bebedor, la frente deprimida como la de un delincuente por naturaleza, la barba larga, inculta y de color rubio cobrizo.
En el cuello, hacia el lado derecho, se le veía una herida recientemente cicatrizada, y más abajo otra señal que parecía haber sido hecha por un cuchillo. En la cara tenía otra herida de la que salían aún algunas gotas de sangre.
—¿Son heridas graves? —preguntó miss Ana.
—No, hijo mía —respondió el capitán—, porque el hierro que las ha producido no debía de ser muy cortante.
—¿Quién será? ¿Un marinero?
—No te lo sé decir, pero ¡calla! ¿Qué significan estas señales que tiene en las muñecas?
—¿Señales?
—Sí, y muy marcadas.
—¿Producidas por qué cosa?
El capitán no respondió; pero arrugó la frente y movió varias veces la cabeza.
—¿Por ligaduras, tal vez? —volvió a preguntar miss Ana.
—¡Quién sabe si por grilletes! —respondió el capitán con voz grave.
—¿Será un forzado evadido de alguna penitenciaría?
—Quizá.
—¿De la isla de Norfolk?
—No puedo decírtelo; pero pronto este hombre recobrará los sentidos y algo habrá de decir.
—Parece que vuelve en sí.
—Sí, hija mía.
El capitán no se engañaba.
El náufrago abrió la boca como para respirar más libremente, y sus párpados se levantaron. Sus ojos grisáceos y de falso mirar se fijaron bien pronto en el capitán y en la joven, expresando estupor.
—¿Cómo os sentís? —le preguntó el capitán.
El desconocido, sin responder al pronto, se sentó lentamente, y luego dijo con voz opaca:
—¿Dónde estoy?
—En un camarote de la «Nueva Georgia» —respondió el capitán.
—¿Una nave… inglesa?
—No, americana.
El náufrago lanzó un suspiro que parecía de satisfacción.
El capitán Hill lo notó, y después de hacer señas a su hija de que se retirara, preguntó al desconocido:
—¿Quién sois?
—Bill Hobbart…, un pobre náufrago; pero ¿y Sangor?
—¿Sangor? ¿Quién es?
Hizo el interpelado un gesto de admiración y después se mordió los labios, como arrepentido de haber dejado escapar aquel nombre.
—¿Quién es ese Sangor? —volvió a preguntar el capitán.
—Un compañero de desgracia.
—Al que habéis asesinado.
—¿Yo? —exclamó el náufrago, poniéndose pálido y apretando los puños.
—Os he visto hace poco, cuchillo en mano, luchando como dos tigres sobre la balsa.
—Es verdad; pero fue el indio el primero en acometerme.
—¿Por qué?
—La balsa iba a zozobrar bajo nuestro peso, pues las olas se habían llevado ya muchas tablas. Sangor, entonces, ciego de miedo, trató de deshacerse de mí con la esperanza de salvarse él; pero en la lucha llevó la peor parte y cayó al mar.
—¿Es cierto todo lo que me decís?
—Lo juro —dijo el náufrago.
—¿Y cómo os encontrabais en pleno Océano sobre aquella endeble balsa?
—Pertenecíamos a la tripulación de un buque naufragado hace dos meses cerca de las islas Fidji.
—¿Cómo se llamaba ese buque?
—El «Támesis».
—¿Una nave inglesa, entonces?
—Sí, señor.
—¿Y os salvasteis los dos solos?
—No —respondió el náufrago, en cuya mirada brilló un extraño relámpago—. En la isla Fidji hay otros siete compañeros que esperan vayan a salvarlos.
—¿Os mandaron a vosotros en busca de auxilio? —preguntó el capitán.
—Sí, señor.
—¿En qué condiciones se encuentran?
—En situación desesperada, porque los dejé medio muertos de hambre y con la proximidad de los antropófagos.
—¿Creéis que estén todavía vivos?
—Lo espero, porque todos van armados y son hombres resueltos.
—¿Cuántos días hace que dejasteis la isla?
—Trece. Decidme, capitán: ¿trataréis de salvar a esos desgraciados?
—Todo depende de una contestación vuestra —respondió el capitán, mirándolo fijamente, como si quisiera leer en el fondo de su corazón.
—Hablad, interrogadme, señor.
—Decidme: ¿por qué tenéis en las manos esas profundas señales?
El náufrago, ante esta pregunta, que de seguro no esperaba, se estremeció; pero reponiéndose en seguida, respondió con calma:
—Me las han producido las cuerdas, pues me hice atar a la barra del timón durante la tempestad que ocasionó nuestro naufragio. El mar saltaba a bordo con tanta furia, que sin aquella precaución me hubiera arrastrado.
—Estoy satisfecho de vos —dijo el capitán al náufrago, tendiéndole la mano, que éste estrechó vigorosamente—. Ahora no penséis más que en dormir y en reponeros de vuestra peligrosa aventura.
—Pero mis compañeros de desdicha…, ¿no los salvaréis? —insistió el náufrago.
—Apenas cese la tempestad pondré proa hacia la isla Fidji.
—¡Gracias, gracias, señor!
—Ni una palabra más. Ahora, descansad.
El náufrago se recostó en la litera; pero apenas se vio solo se alzó con un movimiento de tigre receloso y en sus labios delgados apareció una extraña sonrisa, una especie de mueca que habría dado que pensar a quien la hubiera visto.
Miss Ana esperaba a su padre en el camarote próximo, impaciente por interrogarle acerca de su conversación con el desconocido. Apenas supo lo que éste había dicho, el alma generosa de la joven sólo tuvo un pensamiento: salvar a los infelices que corrían el peligro de ser devorados por los antropófagos.
—¿Lo harás, papá? —preguntó la generosa muchacha.
—Sí, hija —respondió el capitán—. Iremos a salvar a esos pobres marineros.
—¿Conoces tú esas islas?
—Las he visto una sola vez y me ha bastado para juzgarlas.
—¿Están, pues, habitadas por salvajes feroces?
—Antropófagos de los más terribles, hija mía, pues se vuelven locos por la carne humana, que dicen tiene un sabor semejante a la de la mejor ternera.
—¿Has perdido tú allí algún marinero?
—He visto a tres caer en las manos de aquellos feroces caníbales, mientras preparaban el «trepang», a pocos centenares de metros de mi buque.
—Y ¿se los comieron?
—Al día siguiente, al entrar en un pueblo abandonado, vimos los esqueletos de aquellos infelices.
—¿Resistirán, entonces, los desgraciados compañeros del náufrago?
—Lo creo, Ana, porque Bill Hobbart me ha dicho que están armados, y los salvajes temen mucho a las armas de fuego.
—¿Están muy lejos esas islas?
—En seis o siete días podremos llegar a ellas, si la tempestad no nos lanza mucho hacia el Oeste.
—¡Quiera el Cielo que encontremos a esos infelices!
—Esperemos que así suceda, hija mía. Ahora vuelve a tu camarote, que sobre cubierta no se puede estar sin peligro.
—¿Me dejas?
—La tempestad no parece calmarse y mi presencia es necesaria en el puente. Tú sabes que navegamos por un Océano sembrado de islas, islotes y bancos coralíferos, y que de un momento a otro podríamos encallar. Vé, Ana, y no temas nada, que yo velo atentamente y nuestro buque es sólido.
El capitán besó en la frente a la joven y subió rápidamente a cubierta, a pesar de que el huracán violentísimo hacía balancear terriblemente a la nave.
El Océano estaba aún en plena tempestad y el viento no tenía trazas de calmarse tan pronto. Las nubes, sin embargo, comenzaban a ser menos densas, y a través de sus desgarrones aparecían ya algunas estrellas. Por más que el peligro no había cesado aún, era fácil comprender que el huracán acabaría pronto.
Ya era tiempo, porque la tripulación, cansada de una lucha que duraba tres días, sin haber podido dormir, ni mucho menos encender fuego, no podía resistir más. La misma «Nueva Georgia», aunque construida sólidamente y acostumbrada a luchar con el Océano, se hallaba en un estado deplorable. Sus flancos resistían siempre a los furiosos asaltos de las olas, sin haber sufrido avería alguna; pero la arboladura estaba en completo desorden. Las velas, rasgadas en muchos sitios, no ofrecían la debida resistencia al viento: el cordaje estaba roto; las maniobras habían resultado ineficaces, pues el temporal desvirtuaba el trabajo de la marinería y, además, un trozo de la amura de babor había cedido, dejando franco el paso a las montañas de agua.
Apenas estuvo en el puente, el capitán Hill se acercó al segundo, que se mantenía siempre cerca del timonel, a fin de que el velero no se apartase del buen camino, y le dijo:
—¿Tenemos alguna tierra a la vista?
—No, capitán —respondió el oficial.
—Sin embargo, si mis cálculos son exactos, debemos hallarnos cerca del archipiélago de Santa Cruz.
—¿Creéis que la deriva nos haya llevado tan al Oeste?
—Hace tres días que el viento nos lleva al grupo de las islas de Salomón, y a esta hora debemos navegar a lo largo del ciento ochenta y dos grados paralelo.
—Pues, entonces, estamos ante un nuevo peligro. Las islas Salomón no gozan de muy buena fama, capitán.
—Ni mejor ni peor que todas las otras islas que surgen en este lado del Océano Pacífico; pero pasaremos sin caer en el peligro de los escollos.
La oscuridad es tan profunda, que no se podría ver una tierra situada a dos «gomenas» de distancia.
—Ya nos la mostrarán las olas y los relámpagos. Pero ¡callad! ¡No me había engañado!
—¡Tierra a sotavento! —gritó en aquel instante un marinero que estaba a proa.
—¡En guardia, Asthor! —dijo el segundo, volviéndose al viejo marinero que sostenía la barra del timón.
—No temáis, señor —respondió el lobo de mar, orzando la barra—. Los salvajes, al menos por esta vez, no tendrán el gusto de devorar con sus dientes mi carne coriácea.
El capitán Hill, que no sabía exactamente dónde se encontraba, a causa del mucho tiempo que llevaban luchando con el temporal, por lo que no había podido en tres días hacer una sola observación que le diera la longitud y latitud, fue a proa para ver con sus propios ojos la tierra anunciada.
Al fulgor de un relámpago pudo descubrir, a menos de dos millas de proa, una isla que emergía de las espumosas ondas. Fijando bien la atención, le pareció ver que en la playa brillaban algunos puntos luminosos.
—Esa canalla de salvajes nos han visto y tratan de atraernos a tierra —murmuró—. Pero, mis queridos tragones, el capitán Hill os conoce muy bien para no dejarse engañar.
En seguida, volviéndose al viejo Asthor, gritó con voz tonante:
—¡Eh, viejo lobo, orza la barra y viremos a lo largo!… ¡La astucia de los antropófagos no nos engaña a nosotros!
Ante aquella orden, los marineros ejecutaron la maniobra, y la «Nueva Georgia» giró a lo largo con una magnífica bordada, dejando a la izquierda aquella primera isla que indicaba la proximidad del archipiélago de Santa Cruz.