CAPÍTULO I

ASESINATO MISTERIOSO

—¡Socorro!

—¡Mil bombas! ¿Quién ha caído al agua?

—Nadie, señor Collin —respondió una voz desde la cofa del palo de mesana.

—¿Estoy yo sordo, acaso?

—Habrá sido el timón, que tiene las cadenas enmohecidas. —No es posible, gaviero.

—Entonces habrán sido los tigres, que rugen de un modo capaz de asustar a cualquiera.

—No; te repito que era una voz humana.

—Pues yo no veo nada, señor Collin.

—De eso estoy seguro. Sería preciso tener ojos de gato para distinguir algo en esta oscuridad.

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A través del ensordecedor ruido de la tempestad y de los mugidos de las olas, que el viento elevaba a gran altura, se oyó nuevamente un grito que no parecía proceder ni de las fieras de que había hablado el gaviero, ni de los hierros del timón. El segundo Collin, que estaba agarrado a la barra del timón, teniendo los ojos fijos en la brújula, se volvió por segunda vez diciendo:

—Alguien ha caído al mar. ¿No has oído un grito, Jack?

—No —contestó el gaviero.

—¡Pues esta vez no me he engañado!

—Si se hubiera caído algún hombre de la «Nueva Georgia», los que están de cuarto se hubieran dado cuenta en seguida de la desgracia.

—¿Entonces?…

—¿Habrá algún pez de nueva especie por estas aguas?

—No conozco ningún pez del Océano Pacífico que pueda lanzar un grito semejante.

—¿Será un náufrago?

—¿Un náufrago aquí, a doscientas leguas de Nueva Zelanda? ¿Has visto tú por aquí algún buque antes de que se pusiera el sol?

—Ninguno, señor —respondió el gaviero.

—¡Socorro!

—¡Por mil diablos! —exclamó el segundo, mordiéndose los largos y rojizos bigotes que adornaban su rostro, bronceado por los vientos del mar y los calores ecuatoriales—. Un hombre sigue a nuestro buque.

—Sí, es verdad, señor Collin. Yo también he oído el grito.

—¡Asthor!

Un viejo marinero, con larga barba gris y formas toscas y fuertes que demostraban una robustez excepcional, atravesó balanceándose el puente de la nave y se acercó al segundo.

—Aquí estoy, señor —dijo el lobo de mar.

—¿Dónde está el capitán?

—A proa, mi segundo.

—¿Has oído un grito?

—Sí, y venía del mar.

—Ten la barra, piloto.

El señor Collin dejó el timón, y agarrándose al cordaje y a cuantos objetos había sobre cubierta, para no ser arrastrado por los violentos golpes de mar, que de cuando en cuando cubrían la cubierta con fuertes mugidos, se dirigió a proa. Un hombre de alta estatura, largas y fornidas espaldas y miembros musculosos daba órdenes con voz llena y acostumbrada al mando a un grupo de marineros que intentaban desplegar una vela del palo trinquete, que el fuerte viento abatía sin cesar.

—¡Capitán! —dijo.

—¿Qué deseáis, Collin? —respondió el gigante, volviéndose.

—Tenemos un náufrago en estas aguas. He oído dos veces pedir socorro.

—¿Cuándo?

—Hace poco.

—¡Un náufrago aquí! ¡No hay que perder tiempo! Virad de bordo. Mi hija no me perdonaría el no salvar a un desgraciado.

—¡Es que el tiempo es horrible, señor!

—¡No importa! ¡Hay que intentarlo todo por salvarle! ¡Haced virar de bordo!

Collin llamó con el pito a los marineros dispersos por el puente y les dio órdenes para la maniobra, mientras el piloto Asthor, que seguía en la barra del timón, hacía un poderoso esfuerzo para que la nave virase.

El momento no era el más a propósito para realizar dicha maniobra, y mucho menos para intentar un salvamento.

El Océano, desmintiendo, como ocurre muchas veces, el nombre de Pacífico, dado por Magallanes, que lo atravesó la primera vez, estaba en plena revuelta. Montañas de agua coronadas de espuma y negras como si hubieran sido de alquitrán, alzábanse con inaudita rabia en todas direcciones, ora formando abismos que parecían no tener fin, ora levantándose hasta el cielo con tremendos mugidos.

Un viento impetuoso empujaba las oscuras nubes que ennegrecían el firmamento y que huían en fantástica carrera por aquel cielo sombrío, hacían oscilar la brújula en todas direcciones y silbaban en roncos tonos por la arboladura de la nave, produciendo, además, desgarrones en las velas y rompiendo cuerdas y palos.

La «Nueva Georgia», no obstante aquel asalto del aire y el agua, ésta en montañas que se precipitaban por sus bordes, y el viento produciéndole violentas oscilaciones, realizó la arriesgada maniobra que había mandado el capitán. Vuelta hacia el viento, se lanzó por el camino que acababa de recorrer, dando valientemente frente a los enfurecidos elementos.

El capitán y el segundo, colocados a proa junto al bauprés, escudriñaban atentamente el mar buscando al náufrago, que por dos veces había pedido socorro. Los marineros, por su parte, preparaban los cinturones salvavidas y las cuerdas de auxilio y disponían la ballenera para arrojarla al mar, si era preciso.

—¿Veis algo, señor Collin? —preguntó el capitán después de algunos minutos.

—Nada, capitán, y eso que ya estamos en el sitio de donde salía la voz del náufrago.

—¿Se habrá ahogado?

Iba el segundo a dar su opinión, cuando un joven marinero, de aire picaresco e inteligente, dijo, volviéndose al capitán:

Miss Ana está sobre el puente.

—¡Mi hija aquí! —exclamó el capitán vivamente—. ¿Dónde?

—Aquí estoy, padre mío —respondió una voz armoniosa y tranquila.

Una joven avanzaba hacia proa, agarrándose a las cuerdas para no ser arrastrada por las enormes masas de agua que con mil mugidos inundaban la tolda. Podría tener dieciséis o diecisiete años; era una graciosa muchacha, alta, esbelta, con abundante cabellera de un rubio dorado, ojos azules, grandes, profundos, tez blanca rosada, no curtida aún por las brisas marinas y los rayos del sol ecuatorial.

En sus ojos, en la expresión de su rostro, en sus labios finos y bermejos se adivinaba que aquella joven, no obstante su aparente delicadeza y debilidad, era de una tenacidad y una audacia que están muy lejos de poseer las jóvenes de su edad, y sobre todo las europeas.

Aunque la tempestad era violentísima y el buque, de sólida construcción y perfectamente tripulado, corría un serio peligro, aquella criatura no parecía espantada ni mucho menos, sino que sonreía tranquilamente, como si se encontrase a sus anchas entre los elementos desencadenados.

—¿Tú aquí, Ana? —repitió el capitán, aterrado.

—Sí, padre mío —respondió, acercándose, la valerosa joven.

—Pero ¿no ves que una ola puede envolverte y arrojarte al mar?

—La hija de un capitán de buque no debe ser menos que su padre. Además, ¿crees que puedo estar tranquila ahí abajo, cerca de esas feroces fieras que aúllan horrorosamente? ¡Ah, padre mío! ¡Hay que confesar que llevamos un cargamento demasiado peligroso!

—Las jaulas son sólidas, y el cuadro de popa no tiene comunicación con la estiba.

—Lo sé. Pero ¡qué rugidos lanzan esos animales!… Pero ¡calla! ¡La «Nueva Georgia» ha variado de ruta!… ¡Y están preparando un bote!… ¿Qué quiere decir esto, papá?

—No te inquietes, Ana —respondió el capitán—. Hemos virado de bordo para buscar un náufrago.

—¿Ha caído al mar alguno de tus marineros?

—No, a Dios gracias. Se trata de un desconocido que hace pocos minutos pedía socorro.

—¿Dónde?

—Todavía no lo sabemos.

—¿No le habéis visto?

—No, pero el segundo y el piloto le han oído gritar.

—¡Pobre hombre! ¡Es preciso salvarle a toda costa!

—Eso estamos intentando.

En aquel instante, en medio de las olas que chocaban unas contra otras, produciendo un ruido ensordecedor, se oyó una voz gritar repetidamente:

—«Help! Help!» (¡Socorro! ¡Socorro!).

—¡El náufrago! —exclamó el señor Collin, precipitándose hacia la amura de babor.

—¡Atención, timonel! —gritó el capitán—. ¡Vira en redondo!

El buque viró, poniéndose a través del viento y sin alejarse mucho de aquel punto. El capitán, el segundo, miss Ana y los marineros, inclinados sobre la borda y sujetos a las cuerdas, miraban ansiosamente al mar, que apenas se distinguía: tan espesas eran las sombras.

—¡Valor! —gritó el capitán con el altavoz—. ¡Vamos en vuestro auxilio!

—¡Socorro!… ¡Me ahogo! —repitió la misma voz de antes, que parecía salir de debajo de las olas.

—¡Lo tenemos a sotavento! —dijo el segundo de a bordo.

—¡Sí, sí! —confirmó el viejo piloto.

—¡Malditas tinieblas! —exclamó el capitán—. No se ve nada a tres metros de distancia.

—Esperemos un relámpago —dijo miss Ana.

—Y entretanto hagamos alguna señal —añadió el segundo—. ¡Eh, Harry, trae una mecha!

Un marinero partió como una flecha a través de las cuerdas, cadenas y demás objetos que embarazaban la cubierta, descendió al cuadro de popa y volvió en seguida, trayendo una mecha, que encendió al punto. Brilló una luz humeante, oscilando a causa de las ráfagas de aire que hacía saltar de ella multitud de chispas con reflejos de un azul brillante. Casi al mismo tiempo, y como si el cielo hubiera tenido envidia de aquella luz, un relámpago lo hendió de Poniente a Levante, iluminando como en pleno día el revuelto Océano.

Ante los ojos de la tripulación se ofreció un terrible espectáculo, que seguramente no esperaba.

A media «gomena» de la nave una pequeña balsa, casi destrozada, con un palo roto en el que aún se veía un trozo de vela, luchaba desesperadamente con las olas, que la invadían por todas partes. Dos hombres, uno blanco y otro negro, hallábanse cerca del palo estrechamente abrazados y como si lucharan ferozmente. En sus manos se veían brillar objetos que levantaban y bajaban con rapidez y que parecían cuchillos o puñales.

—¡Dios mío! —exclamó miss Ana, retrocediendo vivamente.

—¡Mil millones de rayos! —exclamó el capitán—. ¿Qué es lo que está pasando en aquella balsa?

Un grito agudo, estridente, como lanzado por un hombre a quien acaban de asesinar, se alzó de las aguas seguido de otro grito que parecía de triunfo.

—¡Allí se acaba de cometer un asesinato! —exclamó Ana, poniéndose pálida—. ¡Dos hombres se están matando mientras la muerte les amenaza!… ¡Padre mío, huyamos de aquí!

—No, es preciso salvarlos.

—Pero uno de ellos estará muerto a estas horas.

—Salvaremos al vivo.

—¡Un asesino!…

—¿Quién puede afirmar que sea un asesino? Tal vez se haya defendido del otro. Por ahora, al menos, no podemos saber ciertamente lo ocurrido.

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En aquel instante se oyó a babor un chapoteo violento, y casi al pie de la nave una voz que gritaba:

—¡Salvadme!… ¡Ah, los de la nave!…

—¡Soltad cabos! —ordenó el capitán.

Siete u ocho «gomenes» fueron arrojados al punto y atados a ellos algunos cinturones salvavidas. A pesar de la profunda oscuridad, cerca de babor se veía la zatara que acababa de saltar en pedazos y entre éstos a un hombre que luchaba con desesperación para no hundirse.

—¡Izad! —gritó el náufrago.

—¿Estáis bien sujeto? —preguntó el capitán.

—¡Sí!

—¡Izad!

Los marineros retiraron el cabo, a cuyo extremo se había agarrado el náufrago. Una cabeza que desapareció bajo las aguas salió a flote después de algunos instantes. El capitán cogió al desgraciado por los hombros y levantándole, como si hubiera sido un niño, lo depositó en el puente.

El desconocido permaneció algunos momentos en pie, mirando con ojos de espanto a todo lo que le rodeaba; en seguida articuló con apenas inteligible voz la palabra «gracias», y cayó entre los brazos del segundo, que estaba a su lado.

—¡Muerto! —exclamó miss Ana.

—No, su corazón late —respondió Collin.

—Llevémosle a popa.

—Sí, miss.

—Y ¿el otro? —preguntó un marinero—. En la balsa había dos hombres.

—Busquémosle —dijo el capitán.

Los marineros se lanzaron a las bordas; era demasiado tarde. La balsa, destrozada contra los flancos del buque, había desaparecido con el segundo náufrago.