2. JUAN PABLO II

Cuando los cardenales se reunieron de nuevo en cónclave por segunda vez en un mismo año, nadie imaginaba que iba a ser un desconocido polaco el que ocuparía el trono de Pedro para suceder a Juan Pablo I. Pero finalmente, el 14 de octubre de 1978 la fumata blanca anunció que Karol Wojtyla se había hecho con el solio pontificio y tomaba el nombre de Juan Pablo II.

Su candidatura fue promocionada por los cardenales Kóning —arzobispo de Viena— y el estadounidense Krol [83], arzobispo de Philadelphia. Para convencer al resto de electores utilizaron el argumento de que Wojtyla no era un hombre de política. Sin embargo la decisión final aún se hizo esperar, ya que fueron necesarias ocho votaciones para llegar al acuerdo que todos conocemos. Aquel sería el comienzo del pontificado del primer «no italiano» que accedía al poder papal después de más de 450 años de claro dominio de súbditos del país transalpino. Karol Wojtyla tenía 58 años y un largo pontificado por delante…

Marcado por la muerte

Karol Wojtyla nació en la localidad polaca de Wadowice, muy cerca de la frontera con la República Checa, el 18 de mayo de 1920. Se crio en una familia católica muy humilde, junto a sus padres y su hermano. Muy pronto tendría que enfrentarse con la tragedia. Cuando tenía sólo 10 años su madre, Emilia Kaczorowska, murió de un repentino ataque el corazón. Sólo dos años más tarde, en 1932, fallecía también su hermano mayor Edmund, un joven médico que había contraído la escarlatina.

Así que el joven Wojtyla se quedó sólo con su padre, un antiguo militar que había servido en el ejército austríaco. Cuando el futuro Papa cumplió los 18 años, en 1938, él y su padre trasladaron su vivienda a Cracovia para que el joven pudiera proseguir sus estudios en la universidad.

Ya entonces había comenzado a demostrar sus dotes como actor, aunque durante un tiempo había rondado por su cabeza la posibilidad de hacerse sacerdote. De cualquier forma aquella idea seguramente había quedado apartada de su mente cuando conoció en esa misma época a una joven judía de la que llegó a enamorarse.

Pero la tragedia había decidido no apartarse todavía de su vida. En 1939 los nazis invadieron Polonia, y poco después comenzaron las terribles atrocidades, llevándose a los judíos a los campos de concentración y de exterminio. Entre aquellos desdichados judíos estaba la muchacha a la que Karol Wojtyla había comenzado a amar.

Dos años después, cuando regresaba de trabajar, encontró a su padre muerto en casa. El joven polaco se había quedado sólo, y aquella antigua idea de hacerse sacerdote volvió a cobrar fuerza en su mente y en su corazón.

Algún tiempo atrás Karol había conocido a un personaje un tanto extravagante, Jan Leopold Tyranowski, un sastre con fama de profetice y visionario, pero también ultranacionalista. Fue él quien ejerció de guía espiritual a Wojtyla en esos años.

Cuando murió su padre, Karol comenzó a frecuentar el seminario clandestino de Cracovia, que había sido organizado por el arzobispo de la ciudad, el cardenal Stephan Sapieha, durante la ocupación nazi. Sapieha jugó un importantísimo papel en la carrera eclesiástica del futuro Papa, y fue él mismo quien lo ordenó sacerdote en noviembre de 1946.

Doce años más tarde, tras haber cursado estudios de teología en Roma, fue nombrado obispo de Ombia por el papa Pío XII. Tenía sólo 38 años. Más tarde le llegaría el arzobispado de Cracovia, en 1964, y finalmente, la púrpura cardenalicia tres años después.

Durante la celebración del Concilio Vaticano II —en el que fue el obispo más joven— participó en el grupo más conservador, oponiéndose a las grandes reformas progresistas y avanzando lo que sería su pontificado en determinadas facetas.

A lo largo de los 26 años que ostentó el título de Vicario de Cristo viajó a 129 países, recorriendo en total más de un millón de kilómetros. Su periplo viajero comenzó tan sólo cuatro meses después de ser elegido, cuando visitó México, República Dominicana y las Bahamas. Entre los países que más veces visitó —además de su amada patria— están EE. UU., Francia, España o Portugal.

¿Una conspiración dentro del propio Vaticano?

Sin duda alguna, uno de los momentos clave de la vida de Juan Pablo II tuvo lugar el 13 de mayo de 1981, cuando estuvo a punto de perder la vida a manos de un terrorista turco, Ali Agca, quien le disparó varias veces en la mismísima plaza de San Pedro del Vaticano.

Todavía hoy, 24 años después de aquel intento de magnicidio, persisten numerosos interrogantes acerca del crimen. ¿Hubo una conspiración de alto nivel, procedente de las mismas entrañas de la Iglesia, para tratar de matar a Juan Pablo II?

Aquel 13 de mayo de 1981 la plaza de San Pedro rebosaba de fieles que, como tantas otras veces, querían saludar a Juan Pablo II. Unas 30.000 personas ocupaban en aquel momento el lugar, con motivo de la audiencia general que tenía lugar ese día. Eran casi las cinco y media de la tarde, y nada hacía presagiar que algo terrible estaba a punto de suceder.

De pronto, entre el gentío que se agolpaba en la plaza para ver al Papa comenzó a moverse un hombre de tez morena, que permanecía agazapado entre la gente en dirección al lugar por el que iba a pasar Juan Pablo II con su característico papamóvil. El turco Mehmet Ali Agca se aproximó todo lo que pudo a las vallas de protección y, tras apuntar con su arma, descerrajó cuatro disparos a poca distancia de Wojtyla.

Afortunadamente, sólo dos de los proyectiles alcanzaron su objetivo, con diferente resultado. Mientras una de las balas simplemente causó una herida superficial en un brazo, la otra resultó mucho más peligrosa, al atravesarle el abdomen, afectando a varios órganos vitales. El Papa tuvo que ser operado de urgencia, y la delicada intervención se prolongó por espacio de cinco horas. Aquel fue un duro golpe para el hasta entonces sano y fuerte Karol Wojtyla. Su salud nunca volvería a ser la misma.

En cuanto a Agca, la justicia italiana le condenó ese mismo año a cumplir cadena perpetua por su intento de magnicidio. Este joven de 23 años e ideología de extrema derecha ya tenía experiencia en este tipo de crímenes, ya que dos años antes, en Turquía, había terminado con la vida del director del diario turco Milliyet, Abdi Ipekei, un militante de izquierdas.

A lo largo del juicio que le llevó a la cárcel italiana, Agca insistió una y otra vez en que había actuado completamente sólo, guiado por un ímpetu religioso mediante el cuál quería «redimir al Islam» eliminando a la cabeza del catolicismo. La policía encontró entre sus pertenencias una carta [84] que parecía confirmar esta postura.

Sin embargo, había varios puntos «oscuros» en toda aquella historia. Agca había sido detenido en Turquía tras el asesinato del periodista de izquierdas, y encerrado en prisión. Sin embargo, a finales de noviembre de 1979, y coincidiendo —casualmente— con una visita del Papa a Turquía, Alí Agca consiguió fugarse de la cárcel que le retenía. Una de las primeras cosas que hizo fue escribir una carta al diario Milliyet, para avisar de que tenía intenciones de asesinar a Juan Pablo II.

A pesar de todas estas «llamadas de atención», y de que al policía turca facilitara fotografías y copia de las huellas dactilares del joven turco a la Interpol, Agca no tuvo ninguna dificultad en pasar de país en país, viajando por toda Europa —España incluida—, hasta que finalmente alcanzó Italia en 1981.

Por si todo esto fuera poco, otras fuentes dignas de crédito aseguraron tiempo después que varios servicios secretos de distintos países estaban al tanto de que «algo» se estaba tramando en contra del pontífice. Alexandre de Mareche, jefe de los «espías» franceses en la época del atentado, cuenta en su libro Dans le secret des punces que ellos tenían información sobre un posible atentado, y así lo informaron al servicio secreto Vaticano [85]. Si la inteligencia vaticana estaba al tanto de aquello, ¿por qué no se tomaron medidas? Durante el primer juicio, como dijimos, Agca juró una y otra vez que había actuado completamente solo. Sin embargo, a partir de la celebración del proceso de apelación en 1986, Agca comenzó a cambiar sus declaraciones iniciales, causando el desconcierto de las autoridades y la policía. El terrorista dijo entonces que había actuado siguiendo las directrices de una operación mucho mayor, en la que estaban involucradas varias personas de nacionalidad búlgara.

Esa era, precisamente, la tesis que defendía el periodista turco Ugur Mumcu, quien propuso por primera vez lo que se dio en llamar «la pista búlgara». Según los defensores de esta hipótesis, existía una conspiración urdida por los servicios secretos soviéticos y de la Alemania del Este —la temible Stasi—, para acabar con el Papa, a causa del peligro que este suponía para el comunismo. Se llegó a investigar la posible implicación de varias personas de esta nacionalidad, pero finalmente fueron puestas en libertad por falta de evidencias que las relacionaran con los hechos.

Y así hasta el año 2000, fecha en la que Agca fue indultado y salió de la prisión italiana en la que estaba retenido. Sin embargo, no quedó en libertad, ya que tenía pendientes todavía dos causas en su país, el asesinato del periodista y un robo a mano armada. Poco después de llegar a Turquía para cumplir con su condena, Agca hizo unas declaraciones que volvieron a poner de actualidad la teoría de la conspiración: según sus palabras, los verdaderos «cerebros» del atentado estaban dentro del mismo Vaticano. Una nueva versión que defendió nuevamente el 31 de marzo de 2005, cuando declaró que había actuado solo, aunque con la ayuda de miembros de la jerarquía vaticana. ¿Pero quién podría estar interesado, dentro del Vaticano, en eliminar a Karol Wojtyla? ¿Quizá los mismos que habrían terminado con la vida de su antecesor, Juan Pablo I?

Muchos de los hechos que rodearon al atentado siguen siendo toda una incógnita para las autoridades y la policía, por lo que no es extraño que el Parlamento italiano haya decidido reinvestigar el caso de nuevo, en busca de más pistas que permitan esclarecer los puntos oscuros.

Juan Pablo II y el Tercer Secreto de Fátima

Cuando el Papa se recuperó del atentado perpetrado por Agca, no tardó en atribuir el hecho de que se había salvado a una intercesión de la Virgen María. Wojtyla llegó a asegurar que no se había convertido en mártir «porque la Virgen había desviado la bala del autor del atentado». Juan Pablo II fue durante toda su vida un devoto de la Madre de Jesús; nunca ocultó su gran pasión por la Virgen polaca de Czestochowa, la de Lourdes y, más especialmente, la de Fátima.

De hecho, el atentado que sufrió en San Pedro tuvo lugar el 13 de mayo, fecha de la festividad de esa Virgen, lo que seguramente alimentó aún más su convencimiento de que se había salvado por la intervención mariana. Casi un año después, el 12 de mayo de 1982, un sacerdote español, el exaltado Juan Fernández Krohn, intentó acabar con la vida del Papa armado con una bayoneta, aprovechando que Juan Pablo II se encontraba en Fátima para dar gracias a su benefactora. Krohn no logró cumplir su objetivo, y aquel nuevo suceso aumentó aún más la estrecha vinculación entre Wojtyla y la Virgen de Fátima. Tanto es así que en 1984 hizo que llevaran al santuario portugués la bala que los médicos de la clínica Gemelli le habían extraído del intestino.

El episodio más significativo en esta curiosa relación entre el Papa y Fátima se produjo el 13 de mayo del año 2000, cuando Juan Pablo II acudió de nuevo al santuario portugués para beatificar a Francisco y Jacinta Marto, los pastorcillos que junto a su prima Lucía —la única superviviente en aquel momento [86]— habían protagonizado las supuestas apariciones marianas en el ya lejano año de 1917.

Según el testimonio de los tres niños, la Virgen les había transmitido un secreto dividido en tres partes durante su tercera aparición, el 13 de agosto de 1917. Las dos primeras partes de aquel secreto se habían divulgado ya en 1942 [87], pero la tercera permaneció oculta, a pesar de que debía haberse dado a conocer en 1960.

En realidad, esa tercera parte del secreto seguía en la memoria de Lucía dos Santos, que se había convertido en religiosa tras vivir las supuestas experiencias milagrosas. Y hasta el año 1944, fecha en la que la vidente se encontraba en una congregación de religiosas de Tuy —Pontevedra—, el célebre Tercer Secreto no fue puesto por escrito. Aquel misterioso texto permaneció custodiado en un sobre hasta que, en 1957, el papa Pío XII pidió que se lo entregaran. Él no se atrevió a abrirlo para conocer su contenido. Su sucesor, Juan XXIII, sí lo hizo, en agosto de 1959. Pero el Papa Bueno se negó a revelar lo que decía, argumentando lo siguiente: «No quiero ser profeta de tanta desgracia».

Meses después se hizo otro comunicado a la prensa, en el que se informaba que el secreto no iba a ser publicado, «y quizá nunca sea revelado». Así comenzó un secretismo que se iría prolongando con los años, y las especulaciones sobre el contenido del texto aumentaron cada vez más. ¿Era tan terrible lo que allí se decía que no podía ser divulgado? Pues bien, como decía antes, el papa Wojtyla acudió a Fátima con la intención de beatificar a los dos pastorcillos, que habían muerto poco después de las apariciones. Pero además, buena parte de los más de 500.000 asistentes estaban convencidos de que Juan Pablo II iba a aprovechar la ceremonia para dar a conocer el contenido del famoso Tercer Secreto. Y efectivamente, el Papa hizo varias menciones durante la misa a los temas que recogía el mensaje, pero no reveló nada.

Cuando terminó la ceremonia, fue el Secretario de Estado Vaticano, Angelo Sodano, quien tomó la palabra para decir:

El Sumo Pontífice me ha encargado haceros un anuncio. Como es sabido, su objetivo aquí ha sido la beatificación de los dos pastorcillos. Sin embargo, quiere atribuir a esta peregrinación el valor de un renovado gesto de gratitud hacia la Virgen por la protección que le ha dispensado durante su pontificado, y que parece guardar relación con la tercera parte del secreto de Fátima… que el Papa ha confiado a la Congregación para la Doctrina de la Fe con la tarea de hacerlo público.

A pesar de aquella declaración pública, aún hubo que esperar hasta el 26 de junio de 2000 para ver publicado el contenido íntegro del secreto. El Vaticano dio a conocer un facsímil del documento manuscrito por Lucía, acompañado por una serie de comentarios realizados por la Congregación para la Doctrina de la Fe. La parte que más nos interesa decía así:

Y vimos (…) a un Obispo vestido de blanco —hemos tenido el presentimiento de que fuera el Santo Padre—. También a otros Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas subir una escabrosa montaña, en cuya cima había una gran Cruz de troncos toscos como si fueran de alcornoque con la corteza; el Santo Padre, antes de llegar a ella, atravesó una gran ciudad medio en ruinas y medio tembloroso con andar vacilante, apesadumbrado de dolor y de pena, rezando por las almas de los cadáveres que encontraba por el camino; llegando a la cima del monte, postrado de rodillas a los pies de la gran Cruz fue muerto por un grupo de soldados que le dispararon varios tiros y flechas(…).

Según Sodano, el texto era una visión simbólica sobre «la lucha de los sistemas ateos contra la Iglesia y los cristianos, y describe el sufrimiento de los testigos de la fe del último siglo del segundo milenio». Pero además, la visión del «Obispo vestido de blanco» había sido interpretada como una visión profética del atentado que sufrió Karol Wojtyla en 1981, concretamente el 13 de mayo, fecha de la festividad de Fátima.

Sin embargo aquella interpretación no convenció a casi nadie, y las críticas no tardaron en llegar: si el Tercer Secreto hacía mención al atentado de Juan Pablo II y al sufrimiento de los creyentes por el ateísmo, ¿por qué se mostraron tan reticentes los papas Pablo VI y Juan XXIII en darlo a conocer? ¿Es lógico que el Papa bueno hubiera quedado aterrado por su contenido, no queriendo ser «profeta de tanta desgracia»?

Las acusaciones de ocultación no se hicieron esperar, y varios estudiosos de las apariciones de Fátima y los misteriosos «secretos» barajaron la posibilidad de que el Vaticano hubiera facilitado tan sólo una parte del pretendido mensaje profetice de la Virgen. Para algunos, este podría hacer alusión a un hecho mucho más terrible que el atentado contra Karol Wojtyla: el fin de la Iglesia de Roma…

¡Santo Súbito!

Poco después de la muerte del Papa polaco, los medios de comunicación de todo el mundo recogieron la noticia: el proceso de beatificación de Juan Pablo II ya estaba en marcha.

Así lo anunció su sucesor, Benedicto XVI, el 13 de mayo de 2005. No fue, evidentemente, una fecha elegida al azar. Ese día se cumplían 24 años desde el atentado sufrido por Karol Wojtyla en la plaza de San Pedro, cuando fue tiroteado por Ali Agca.

Pero además, y lo que resulta incluso más significativo, es que se trata de la fecha del 88 aniversario de la primera de las apariciones de la Virgen en Fátima en Cova de Iría, cuya importancia en la vida de Juan Pablo II acabamos de comentar. Al respecto de la elección de tal fecha, monseñor Saraiva, prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos y de los Beatos, declaró a la prensa: «No puede hablarse de coincidencia de fechas, sino de Providencia» [88].

Benedicto XVI realizó el anuncio durante la visita a la basílica de San Juan de Letrán, donde leyó una comunicación en latín en la que anunciaba lo siguiente:

Bajo la petición del cardenal Ruini, el Sumo Pontífice Benedicto XVI, consideradas las peculiares circunstancias expuestas en la audiencia concedida al cardenal Vicario General el 28 de abril de 2005, ha dispensado el tiempo de cinco años de espera después de la muerte del siervo de Dios Juan Pablo II —Karol Wojtyla—, Sumo Pontífice, para que la causa de beatificación y canonización de este siervo de Dios pueda comenzar lo antes posible. A pesar de cualquier cosa en contra. [89]

La medida —aunque de forma legal ya que el Papa tiene autoridad para hacerlo— se «salta» las normas del derecho canónico, que estipula al menos un periodo de cinco años [90] tras la muerte del candidato a beato antes de iniciar un proceso de estas características. En el caso de Juan Pablo II sólo habían pasado cuarenta días desde su muerte, por lo que Benedicto XVI dio muestras de tener un interés muy especial por iniciar el proceso. Apenas unos días después de la muerte de Wojtyla, el entonces todavía cardenal Joseph Ratzinger había puesto en marcha una recogida de firmas entre sus colegas con el fin de entregársela al que fuera elegido nuevo pontífice, solicitando que se iniciara el proceso de beatificación de Juan Pablo II.

Ese sentir de Ratzinger tenía su reflejo entre los fíeles. Los días que siguieron a su muerte, y en especial durante la celebración de su funeral el 7 —¿8?— de abril, ya pudimos ver a miles de fieles en la plaza de San Pedro que pedían su beatificación. Carteles y gritos que rezaban «¡Santo Súbito!». —¡Santo ya!— inundaban la plaza de San Pedro.

Algunos días después, el arzobispo polaco Stanislaw Dziwisz secretario personal de Wojtyla y uno de los personajes más influyentes del Vaticano durante los últimos años, representó el papel más importante en la propuesta de beatificación de Wojtyla. Dziwisz informó que el número de casos milagrosos atribuidos al anterior Papa «es tan numeroso que se guardan en un informe especial en la Secretaría de Estado del Vaticano» [91].

Y eso es precisamente lo que necesitaba la causa abierta a favor de Juan Pablo II para conseguir su beatificación: milagros.

Lo cierto es que supuestos casos milagrosos atribuidos a su persona no le faltaban. Entre los casos recopilados por el arzobispo Dziwisz se encontraba el de un multimillonario estadounidense, que además era judío, que aseguraba haberse curado de un tumor cerebral tras asistir a una misa privada ofrecida por Juan Pablo II en su residencia de Castelgandolfo en 1997. El enfermo estaba desahuciado por los médicos —según explicó Dziwisz—, pero tras recibir la forma consagrada directamente de manos del Papa, se curó de forma milagrosa e inexplicable «en el curso de unas pocas horas».

Más conocido gracias a la difusión que recibiera en los medios es el del niño mexicano Herón, aquejado de una leucemia y que tras ser besado por el Papa durante su viaje a México en 1990 también se curó por completo de forma misteriosa. Cuando se produjo el encuentro el niño tenía sólo 4 años, y era uno más entre los miles de personas que habían acudido al aeropuerto de Zacatecas para ver al pontífice. Seis meses después de aquello ya estaba completamente curado.

Pero en la larga lista de supuestos beneficiados por los dones curativos del Santo Padre no sólo había laicos. Incluso miembros de la curia fueron bendecidos por los milagros de Juan Pablo II. Uno de estos hombres era el cardenal Francesco Marchisano, un anciano de 75 años que aseguraba haber recuperado el habla después de que Wojtyla le acariciara. Marchisano explicó que perdió la voz tras una operación de carótidas, y tras recibir la visita de Juan Pablo II comenzó a hablar.

Y así podríamos continuar hasta completar la lista de supuestos milagros atribuidos a Wojtyla, que es cada vez mayor. De cualquier forma, se necesita demostrar —según el Código de Derecho Canónico— la existencia de algún milagro por intercesión de Juan Pablo II después de su muerte el 2 de abril de 2005.

A la vista de estos hechos —y del fervor popular que arrastrara siempre tras de sí—, cualquiera diría que, en efecto, Karol Wojtyla fue un hombre santo. Sin embargo, como ser humano de carne y hueso, el Papa polaco también tuvo su «lado oscuro»…

Los pecados de Juan Pablo II

Ya hemos visto sus virtudes y sus supuestos milagros, así que ahora es el momento de conocer sus errores.

Los pecados de Karol Wojtyla no tuvieron nada que ver con aquellos terribles crímenes cometidos siglos atrás por sus predecesores, y que mancharon de sangre el trono y las vestiduras pontificias. Tampoco se abandonó a la práctica del nepotismo, la simonía o a prácticas poco decentes. Aquel tipo de pecados fueron más propios de otros épocas.

Por el contrario, sus faltas fueron las de la inflexibilidad, el machismo, el anacronismo, la intransigencia, el miedo a la reforma o el castigo al ostracismo de aquellos que demostraban poseer sentido crítico.

Wojtyla fue, como hemos visto, un fervoroso devoto de la Virgen María. Y sin embargo, a pesar de aquella adoración a la feminidad, Juan Pablo II consideró siempre a las mujeres como criaturas de segunda clase. Dentro de la Iglesia les negó el derecho a ejercer el sacerdocio, y a las laicas que defendían el uso de anticonceptivos las «acusó» de promover la «cultura de la muerte». Por un lado pedía a los Estados que devolvieran a la mujer «el pleno respecto a su dignidad y su papel», como hizo durante la Conferencia de Pekín en 1995, mientras por otro les negaba la libertad de decidir sobre su maternidad, prohibiendo duramente el aborto y los anticonceptivos.

Tras su muerte, algunos medios recordaron una triste anécdota sobre su machismo, ocurrida en uno de los viajes a Estados Unidos. Durante un encuentro con monjas norteamericanas, la hermana Theresa Kane, una destacada religiosa, aprovechó la presencia del pontífice para criticar el escaso papel otorgado a la mujer dentro de la Madre Iglesia. Cuando terminó su improvisado discurso, Wojtyla se acercó a ella y le dijo: «No se olvide nunca, hermana, de que el lugar preferido de la Virgen fue de rodillas a los pies de la Cruz» [92].

Esa curiosa contradicción fue algo recurrente a lo largo de su pontificado, como ha hecho notar numerosas veces uno de sus mayores críticos —y víctimas—, el teólogo alemán Hans Küng.

Juan Pablo II mostró siempre dos caras y dos formas de actuar. Una que enseñaba al mundo y otra, la que realmente tenía, dentro de la Iglesia. Sólo así se entiende que un Papa como él, que se presentaba a sí mismo como defensor y luchador por los derechos humanos en todo el mundo, negase estos a los miembros de su institución.

Fue un enemigo acérrimo de quienes pedían el derecho al matrimonio de los sacerdotes y, al mismo tiempo, intentó que la Iglesia acallara el escándalo de la pedofilia en su seno. Eso sin olvidar que Juan Pablo II tampoco disimuló nunca su rechazo hacia los homosexuales.

En lo que suponía una triste involución, se negó a compartir su poder con los obispos, retrocediendo varios pasos respecto a los avances conseguidos en el Concilio Vaticano II, y se comportó en muchos aspectos como un verdadero monarca absoluto.

El mismo Wojtyla, que se decía enemigo de la pobreza en el Tercer Mundo, negó a aquellos pobres herramientas para luchar contra el imparable crecimiento demográfico o la plaga del sida, prohibiendo algo tan simple y a la vez beneficioso como el uso del preservativo. Y todo por su inmovilismo en materia de dogma y moral. No se puede decir que el Papa matara directamente a nadie, pero con seguridad una postura más tolerante y abierta habría salvado miles de vida.

¿Y qué decir de su cruzada contra la llamada Teología de la liberación? Religiosos como Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez o Ignacio Ellacuría, que criticaban la pobreza y las injusticias sociales generadas por el capitalismo sufrieron pronto el azote de Wojtyla. En 1984, Juan Pablo II estampó su firma en el texto elaborado por su lugarteniente Ratzinger, y la Teología de la Liberación quedaba condenada de inmediato.

Con aquel documento comenzó el largo camino hacia el ostracismo de todos aquellos religiosos que habían defendido una Iglesia en la que los pobres y los desfavorecidos representaban el papel principal.

Pero si los partidarios y defensores de la esta fueron duramente reprimidos, todo lo contrarío ocurrió con el Opus Dei. La polémica organización católica recibió una gracia extraordinaria: su elevación a la categoría de prelatura personal, mediante la cual la Obra quedaba únicamente bajo la autoridad papal —y la divina, se sobreentiende—, algo que causó un gran malestar en todos los sectores de la Iglesia, incluso en la propia curia. En resumen, y recogiendo de nuevo la opinión de Küng, el papado de Juan Pablo II, «a pesar de sus aspectos positivos, se revela a fin de cuentas como un desastre».