El Renacimiento supuso para el arte y el conocimiento un periodo brillante, glorioso, mágico, que echaba la vista a lo mejor de las grandes culturas de la humanidad. Por el contrario, la historia del papado en este periodo es uno de los más nefastos y vergonzosos que puede recordar la Iglesia. Prácticamente sin excepción, la mayoría de los Sumos Pontífices que tuvieron la oportunidad de guiarla en este periodo se abandonaron a los mayores pecados imaginables.
Fiestas, lujo, orgías, escandalosos favoritismos, venta de cargos eclesiásticos, asesinatos, guerras, intrigas… Fue esta época y no otra, la que vio aparecer a un pontífice como el español Alejandro VI, el papa Borgia, que ha tenido el dudoso honor de pasar a la historia como icono del mal encarnado en la Iglesia.
En el descargo de todos ellos podemos decir que la suya no era una condición única y exclusiva de la jerarquía eclesiástica, sino algo propio de gran parte de la nobleza y la burguesía europea. Al menos —algo hemos de agradecerles—, la gran mayoría de ellos fueron grandes mecenas de artistas que han dado placer a nuestras retinas, financiado a hombres geniales como Rafael, Miguel Ángel, Leonardo y tantos otros.
Finalmente, ese degradado comportamiento hizo surgir también una crítica feroz que tendría en Lutero a su máximo exponente.
Suena a tópico, pero es la absoluta verdad. Después del nefasto gobierno de estos papas, la Iglesia y el papado nunca volvieron a ser lo mismo.