Con Julio II muerto y enterrado, veinticinco cardenales se reunieron en cónclave para designar al nuevo ocupante de la silla papal. Por primera vez en muchos años, todos estaban de acuerdo. No querían un pontífice como el anterior, sólo dispuesto a ceñirse la armadura y guerrear. Así que no tardaron en encontrar un favorito. Su nombre era Giovanni de Médicis.
Tan sólo tenía una pega: el rico florentino era excesivamente joven —tenía 37 años—, y aquello eliminaba las opciones de los cardenales más ancianos de poder alcanzar ellos el papado algún día. Por el contrario, el joven Médicis no gozaba de muy buena salud, y aquello tranquilizó lo suficiente a los cardenales, que se decantaron definitivamente por él.
Y así fue como el hijo de Lorenzo el Magnífico, señor de Florencia, obtuvo la tiara y fue consagrado como León X.
Un niño en la jerarquía
Giovanni había sido preparado desde su más tierna infancia para triunfar en la carrera eclesiástica. Con sólo siete años ya había recibido la tonsura. Un año después, ya era abad de Fount-Douce (Francia), a los nueve de la de Panigano, y a los once de la célebre abadía de Montecassino. Evidentemente, aquella sucesión de cargos se los debía a los empeños de su padre. El broche final llegó en plena pubertad de Giovanni.
Lorenzo presionó al papa Inocencio VIII para que su imberbe retoño fuera nombrado cardenal con catorce años. Y efectivamente, así fue, aunque con la condición de que no pudiera ingresar en el colegio de cardenales hasta los diecisiete, una edad que consideró más prudente.
Cuando Giovanni cumplió por fin el requisito impuesto por el Papa, se desplazó hasta Roma para incorporarse a sus nuevos quehaceres. Se convertía así en el cardenal más joven de la historia de la Iglesia. No era más que un muchacho, pero muy pronto aprendió las reglas del juego político. Durante su etapa como cardenal tuvo una actuación bastante digna. Como Papa las cosas serían muy distintas…
Lujo y despilfarro
El día de su coronación resultó ser un buen aviso de lo que sería su mandato. Fue un exceso de lujos y despilfarro que superaba incluso a la que en su día celebró Rodrigo Borgia. Para ser exactos, toda aquella ostentación de riqueza y poder costó 100.000 ducados. Para que el lector se haga una idea, aquella cifra suponía la séptima parte de lo que había recaudado su antecesor durante todo un pontificado de victorias bélicas. No era mal comienzo. Tampoco es de extrañar por tanto, que una de sus primeras frases poco después de ser elegido fuera: «Disfrutemos del papado, pues Dios nos lo ha dado».
A partir de ese momento León X se dedicó a llevar una vida de placer y esparcimiento, dejando desatendidas sus labores eclesiásticas. Su pasión favorita eran los deportes —a pesar de que los tenía prohibidos por las leyes canónicas—, especialmente la caza.
El derroche que había visto Roma el día de su coronación continuó siendo la tónica general de su pontificado. Formó una corte que contaba con 683 personas, una cifra cuatro veces mayor que la de su antecesor. Pero no sólo él se dedicó a tales excesos. Los ricos comerciantes y banqueros florentinos, paisanos del Papa, no dudaron en agasajarle como era debido esperando, eso sí, ser justamente recompensados. Y para ello no escatimaron en gastos, celebrando espléndidas y suntuosas fiestas de grandes festines y, donde no faltaba la presencia de bellas cortesanas, de cuyas atenciones también disfrutó el Papa.
León fue también un pontífice plagado de caprichos y excentricidades, que gustaba de favorecer a cualquiera que llamase su atención de alguna forma. Aquel Médicis era un verdadero apasionado de la antigüedad —cuyo estudio se había puesto muy de moda en su época—, y fue concediendo cargos a cualquier personaje que destacara en ese campo. Además de con los intelectuales, escritores y poetas de distinta calidad, León se mostró especialmente generoso con Pietro Aretino, un célebre escritor del momento que estaba especializado en cuentos pornográficos.
Evidentemente, toda aquella agitada vida social le dejaba poco tiempo para dedicarse a temas relacionados con su cargo.
El triunfo del nepotismo
Los pecados del papa León no se limitaron sólo a disfrutar sin freno de todos los placeres que su posición y su riqueza le ponían al alcance de la mano. También, al igual que la mayoría de sus más recientes predecesores, no dudó en practicar un descarado favoritismo hacia su familia.
Poco después de obtener la tiara había concedido el cargo de cardenal a su primo Giulio, incurriendo con ello en otra grave falta: la de perjurio. Giulio era hijo ilegítimo [77], por lo que fue necesaria la redacción de un documento falso en el que se aseguraba que sus padres sí estaban casados. Además de la púrpura, León otorgó a su primo el cargo de Vicecanciller y le cedió el título de Señor de Florencia, feudo de la familia.
A su hermano Giuliano, que prefería seguir siendo laico, le consiguió el matrimonio con una princesa francesa. De ese modo un Mediéis se unía por primera vez a una familia real.
La boda de su hermano fue una excusa perfecta para hacer de nuevo lo que más le gustaba: rodearse de lujo y gastar oro sin control. La «factura» de aquella celebración, con sus numerosas fiestas, empleados, trajes y demás parafernalia alcanzó una cifra incluso superior a la de su coronación: 150.000 ducados.
El Papa tenía más planes para su amado Giuliano, como concederle algún territorio más aparte de los que ya le había concedido como regalo de bodas. Pero no tuvo oportunidad de hacerlo, ya que su hermano falleció apenas dos años después.
Desaparecido su familiar más cercano, ya sólo le quedaba favorecer a su sobrino Lorenzo, hijo de su otro hermano, también fallecido. Lorenzo tenía ya dieciocho años, así que León pensó en concederle algún regalo. Tal vez un ducado. Y pensó que la mejor elección para el joven Lorenzo era la ciudad de Urbino. Sólo había un problema: la ciudad ya contaba con un señor, Francesco Della Rovere, quien a su vez había sido sobrino del anterior Papa.
Aparte de aquel «pequeño» detalle, no había mayor impedimento. Como Sumo Pontífice que era, León poseía la autoridad para destituir a cualquiera de sus vasallos que le pareciera poco adecuado. Por desgracia para Della Rovere, sobraban faltas a las que agarrarse, ya que eran muchos sus pecados.
El sobrino de Julio II se rebeló ante tal injusticia y traición [78], pero aquel gesto sólo le sirvió para ser excomulgado. Con ayuda de tropas francesas y pontificias, un Lorenzo de Médicis adolescente entró triunfal en Urbino el 8 de agosto de 1516.
Pero no quedaron ahí las cosas. El defenestrado Francesco reunió un nuevo ejército y se dispuso a contraatacar. Mientras, León X pidió grandes créditos para hacer frente a los costes de la nueva guerra que se avecinaba. En un ingenuo gesto diplomático, el ex duque de Urbino envió a uno de sus hombres para negociar y proponerle a Lorenzo que acabaran con la disputa entre ellos dos, a modo de duelo. El joven Médicis debió pensar que era absurdo arriesgar el pellejo cuando ya tenía soldados de su tío para hacerlo por él, así que mandó al embajador a Roma para que se presentara ante el Papa. Este aprovecho la oportunidad y, como el miserable que era, torturó al enviado de Della Rovere hasta que confesó la estrategia militar que este pretendía utilizar en la contienda.
Finalmente, el Papa y su sobrino Lorenzo obtuvieron la victoria, aunque las arcas vaticanas —y el apoyo de su propio colegio cardenalicio— quedaron seriamente resentidas. El papa Médicis se había convertido en todo aquello que habían querido evitar los cardenales cuando lo eligieron: guerrero, simoniaco, despilfarrador, caprichoso y entregado a un inmoral favoritismo. Y lo peor es que aún no lo habían visto todo…
Crimen y castigo
Como ya dijimos al comienzo de este capítulo, la salud de León X no era precisamente de hierro. Entre sus muchas dolencias, el Papa sufría una molesta y dolorosa úlcera anal. Y fue esta enfermedad la que casi le lleva a la tumba, y no precisamente porque sufriera un empeoramiento de ella.
En 1517, fecha del siguiente episodio, los cardenales ya estaban más que hartos del Papa al que habían aupado en el último cónclave. Y algunos estaban más arrepentidos que otros…
El joven cardenal Alfonso Petrucci —tenía sólo veintisiete años—, por ejemplo, tenía sobrados motivos para odiarle. Las posesiones de su familia en Siena habían sido confiscadas por las autoridades papales después de que la facción de la ciudad partidaria de la familia Médicis, a la que pertenecía el Papa, derrocara al hasta entonces señor de la urbe, que era casualmente el hermano de Petrucci. Y así, pronto comenzó a germinar en su cabeza la idea de eliminar a León y cobrarse una justa venganza.
Al final, y tras pensarlo con detenimiento, Petrucci ideó el plan perfecto —al menos eso pensaba él—, para acabar con el Papa sin levantar sospechas y coronar al cardenal Riario. Se las apañó para que el médico habitual del pontífice no acudiera el día que le correspondía, y en su lugar trajo a otro que iba a seguir sus instrucciones: tenía que incluir veneno en la pomada destinada a tratar la dolorosa úlcera. El plan era perfecto: limpio, sin armas ni sangre de por medio y, sobre todo, difícil de detectar.
Pero la suerte no sonrió al conspirador. León X se sintió incómodo y reticente a mostrar sus excelentísimas posaderas a un médico que no era el habitual, y se negó a que le realizara las curas correspondientes.
En aquel momento el Papa no supo o no quiso ver las extrañas circunstancias que habían rodeado a aquel episodio con el médico «suplente». Pero el joven e inexperto Petrucci demostró tener una boca demasiado grande y una lengua excesivamente inquieta para alguien que pretendía derrocar mediante el asesinato a tan poderoso enemigo como era el papa Médicis. De modo que al final, la existencia de aquella trama terminó por llegar a los oídos del pontífice, y el indiscreto y poco cuidadoso cardenal tuvo que poner tierra de por medio y escapar de Roma.
Puede que Petrucci hubiera dado muestras de cierta imaginación al idear un asesinato como aquel, mediante el uso de un ungüento envenenado, pero desde luego no gozaba de una gran inteligencia, o pecaba en exceso de ingenuidad. Sea como fuere, lo cierto es que cuando León X le ofreció el salvoconducto para regresar a Roma, Petrucci lo aceptó. No debió pensarlo fríamente, ya que de lo contrario quizá hubiera recordado cómo el Papa, el mismo que ahora le hacía la promesa de que podía regresar sin temor a represalias, había faltado a su palabra en una circunstancia demasiado similar, cuando apresó al embajador del ex duque de Urbino.
Pero como decíamos, Petrucci aceptó igualmente y regresó a la Ciudad Eterna, quizá con la esperanza de ser perdonado. Nada más lejos de la realidad. Una vez puso un pie en Roma, fue arrestado por las fuerzas pontificias y arrojado a la más oscura de las celdas de la fortaleza de Sant’Angelo.
Aquella nueva muestra de desprecio hacia su propia palabra fue duramente criticada por muchos, especialmente por el embajador español, que había dado su promesa al iluso Petrucci de que no sufriría daño alguno. Pero León no atendió a sus reproches, y se limitó a contestar: «No es necesario mantener la palabra dada a un envenenador».
A partir de este momento comienza la segunda parte de la trama, cuando el Papa se propone averiguar hasta dónde llega la conspiración dirigida contra su sacrosanta persona. La fortaleza de Sant’Angelo, que tenía ya una larga y terrible tradición como prisión de los personajes más ilustres, contaba asimismo con un excelente y entregadísimo equipo de torturadores. León X ordenó que aplicaran sabiamente sus conocimientos para sacar de Petrucci hasta la última letra del último nombre de todos implicados en la conjura.
Y como era de esperar, Petrucci, que ya había demostrado tener una lengua excesivamente vivaracha en circunstancias normales, cantó como un ruiseñor, animado por el dolor de las torturas. Lo que salió de sus temblorosos labios sorprendió al propio Papa. Las redes de la trama llegaban más lejos de lo que había imaginado en un principio: hombres como el cardenal Riario, el más veterano del Colegio Cardenalicio, Adrián de Corneto —que gozaba de las simpatías de León—, Soderini o De Saulis estaban implicados en aquella oscura historia.
El papa Mediéis no lo pensó dos veces y pasó a la acción. Lo más urgente era quitarse de en medio a quien había sido elegido para sucederle si la treta del veneno hubiera resultado exitosa: Riario.
Afortunadamente, disponemos de un fantástico relato de lo que sucedió a continuación que procede de un testigo privilegiado de lo sucedido: el maestro de ceremonias pontificio, París de Grassis. Al igual que su antecesor en el cargo, el alemán John Burchard, De Grassis también llevaba un diario personal en el que recogía los hechos más significativos ocurridos en la corte. Pero dejemos que sea este [79] quien nos relate lo que vieron sus ojos aquel 21 de mayo de 1517:
El Papa mandó llamar después al cardenal de Ancona, con quien estuvo más de una hora. Como todos nos sorprendimos de tan larga entrevista, miré a través de la puerta entreabierta, y vi en la cámara del Papa al capitán de la guardia y a dos soldados que estaban esperando completamente armados. Temí alguna circunstancia adversa, pero permanecía en silencio. Sin embargo, al ver a los cardenales Riario y Farnese entrar en la cámara del Papa con gran júbilo, llegué a la conclusión de que el Papa los había llamado para consultar con ellos la promoción de cardenales, de lo cual había hablado aquella mañana. Pero apenas hubo entrado el cardenal Riario, el Papa —que usualmente caminaba con gran cuidado entre dos de sus chambelanes— salió rápidamente de la habitación y, cerrando las puertas tras él, dejó al cardenal Riario con los guardias. Muy asombrado ante aquellas prisas, le pregunté al Papa las razones de ellas y también si pensaba entrar al consistorio sin su estola. Le colocamos la estola. Estaba pálido y muy agitado. Entonces me ordenó, con un tono más enérgico que el habitual, que echara a todos los cardenales del consistorio, y a continuación, en voz todavía más alta, que cerrara la cámara consistorial. Obedecí, y ya no me quedó ninguna duda de que el cardenal Riario había sido arrestado. Los otros asistentes y yo empezamos a hacer conjeturas sobre las causas de aquel proceder, pero el Papa se las explicó personalmente poco después.
Con Riario también entre rejas, León X siguió ejecutando su plan para «limpiar» el Sacro Colegio. Su siguiente paso consistió en convocar un nuevo pleno con los cardenales para el día 8 de junio. Cuando llegó el día, con aire apenado, el Papa dirigió un disgustado y dolido discurso a sus cardenales, durante el cual les preguntó qué había hecho para merecer ese trato.
Lo cierto es que, echando la mirada atrás, la pregunta se respondía sola, pero evidentemente nadie abrió la boca. Luego comenzó el interrogatorio y todos los cardenales fueron «invitados» a decir sí eran inocentes o culpables. León jugaba con ventaja, ya que contaba con la confesión de los detenidos, así que fue arrinconando a los incriminados: Soderini, Corneto… Cuando reconocieron su culpa, León adoptó un tono falsamente misericordioso y —ante la sorpresa general—, declaró que a pesar de la gravedad del delito, los culpables sólo sería multados y recibirían su perdón.
Y el papa Médicis cumplió su palabra… Bueno, en realidad sólo en parte. La Iglesia no podía verse salpicada con la sangre de la ejecución, así que entregó al «cerebro» de la trama, Petrucci, al elegido para sucederle, Riario, y a De Saulis a las autoridades civiles para que dieran buena cuenta de ellos. Por su parte, los cardenales Corneto y Soderini fueron más desconfiados que el ingenuo Petrucci, y a pesar de la promesa de perdón, decidieron no arriesgarse y huyeron de Roma mientras todavía tenían aliento para correr.
Al final sólo se dio muerte a Petrucci y sus ayudantes —médico «sustituto» incluido—, ya que el resto de cardenales no implicados en la trama obligaron al Papa a cumplir su promesa; así que Riario y De Saulis salvaron el pellejo. Como decíamos, Petrucci y compañía no tuvieron tanta suerte y, tras ser torturados brutalmente con hierros ardientes, les obsequiaron con una bonita corbata de soga.
Incluso en una situación como aquella, en la que su vida había corrido un grave peligro, León X supo sacar un beneficio económico. Antes de terminar aquel ajetreado mes, el Papa nombró 31 nuevos cardenales —todos ellos afines a él—, cuyos puestos fueron espléndidamente obtenidos mediante el pago de grandes sumas de dinero. Además del beneficio económico, León se aseguraba así que no volviera a suceder nada similar a aquella sublevación. Y de hecho, así fue. Hasta su muerte, León no volvió a sufrir el peligro de la conspiración.