Giuliano Della Rovere había soñado con ocupar el trono de san Pedro desde que era joven, cuando su propio tío se convirtió en el papa Sixto IV. Aquel hecho supuso un cambio notable en su vida y en la de su familia, ya que hasta entonces habían sido muy pobres.
Pero a partir de entonces, con un familiar en lo más alto del poder de Roma, las cosas iban a dar un giro radical. El mismo año del nombramiento de su tío como Papa, Giuliano fue nombrado obispo de Carpentras. Dos meses después, en diciembre de 1471, recibía la púrpura y se convertía en cardenal de San Pietro ad Vincola. No quedó ahí la cosa. Su tío Sixto le benefició también con el regalo del arzobispado de Aviñón y otros ocho obispados. Su carrera eclesiástica no dejó de crecer en influencia a partir de ese momento, incluso tras la muerte de su tío y ya con el nuevo papa Inocencio VIII en el trono.
Por desgracia para Giuliano, la privilegiada situación que había logrado, y sobre todo la influencia que había adquirido se redujeron notablemente con la adquisición —nunca mejor dicho— del papado por parte del inefable Alejandro VI. Giuliano veía indignado el nepotismo y la simonía practicada por el papa Borgia —en especial porque ambicionaba para sí ese puesto—, por lo que dirigió duras críticas al «toro español». Como era de esperar, y como ya mencionamos brevemente en el capítulo anterior, Alejandro VI no encajó nada bien aquellos reproches, y Giuliano tuvo que huir en 1494 para no perder el pescuezo, y se refugió en la corte de Carlos VIII, el rey francés.
Pero la historia y los romanos no verían el verdadero rostro de «El Terrible». Della Rovere hasta que este no se hizo con el solio pontificio.
A la muerte del papa Borgia, le sucedió brevemente Pío III, quien habría aguantado menos de un mes, y que desapareció del mapa también bajo rumores de envenenamiento.
Aquel era el momento que Giuliano había estado esperando, y no dejó escapar la oportunidad que se le presentaba. Así que inició sus maniobras, sobornando aquí y allá, haciendo promesas solemnes, siempre con dinero de por medio, con el fin de asegurarse la elección como nuevo pontífice. Sus gestiones demostraron ser muy efectivas, y tuvieron una rápida respuesta, ya que el cónclave duró menos de un día. Della Rovere consiguió así lo que había estado soñando durante tantos años. El 26 de noviembre de 1503 tomaba la tiara y escogía el nombre de Julio II, en honor a su admirado Julio César, y como premonición de la que sería su característica principal.
Sus primeras acciones como pontífice ya mostraron que iba a ser un Papa con vicios y debilidades tan despreciables como algunos de sus predecesores. No mostró el menor reparo ni asomo de vergüenza cuando decretó, por ejemplo, que a partir de su mandato todo que aquel que usara el dinero para comprar cualquier cargo sería depuesto de inmediato. Fue toda una demostración de cinismo, sobre todo viniendo de un Papa como él, que había destinado buena parte de su fortuna para hacer exactamente eso mismo.
Julio tampoco desaprovechó la oportunidad de sacar provecho de la venta masiva de indulgencias. De hecho, llevó esta práctica a sus límites, cediendo buena parte de dichas indulgencias a la banca, para que fuera directamente ella quien las vendiera.
El soldado de Dios
Sus preocupaciones como Vicario de Cristo, más que religiosas o sacerdotales, fueron eminentemente estratégicas y políticas. Así, uno de sus principales intereses fue construir unos Estados Pontificios sólidos y libres de los yugos de monarcas extranjeros. Para lograr su objetivo primero recuperó los territorios que el papa Borgia se había adueñado para él y su familia. Después echó mano de las provechosas uniones matrimoniales, y desposó a una de sus hijas —sí, Julio II tampoco se libraba, a pesar de su condición, de tener varios descendientes— y a un sobrino con miembros del clan Orsini, y a otra de sus sobrinas la casó con un Colonna.
Pero estas inteligentes maniobras no fueron suficientes en algunos casos, y el Papa tuvo que hacer uso de las armas. El mismo, protegido por una resplandeciente y hermosa armadura, dirigió a los ejércitos que recuperarían Perugia y Bolonia en 1506. Aquella no fue la única ocasión en la que Julio II empuñó un arma y mató enemigos para cumplir sus pretensiones. Por algo se le conoce en la historia por los apelativos de «El Terrible» y «el soldado de Dios». Tanto desde el punto de vista de la Iglesia como el del poder temporal las actuaciones de Julio II resultaron bastante positivas ya que, si bien todo su papado fue una enorme campaña militar, el poder del Vaticano resultó fortalecido.
Tras haber recuperado las ciudades de Bolonia y Perugia, Julio II se dispuso a recuperar algunos territorios de la Romana que estaban en manos de los venecianos. Así, en 1509 se formó la Liga de Cambrai, mediante la que ganó la alianza del emperador Maximiliano I, Fernando el Católico, y el rey francés Luis XII. Gracias a su ayuda el Papa recobró aquellos territorios.
Sin embargo, la alianza había sido sólo temporal. Cuando el Papa vio cumplida su ambición de reunir y reforzar los Estados Vaticanos, quiso liberar a toda Italia del yugo y la presencia extranjera, sobre todo si esta era francesa. Aquello no agradó nada al monarca francés, y en respuesta organizó en 1510 un sínodo de obispos galos en la ciudad de Tours. Allí se decretó que el pontífice no tenía potestad para guerrear con ningún monarca extranjero y, si a pesar de eso se atrevía a hacerlo, el monarca podría invadir los Estados Pontificios. Aquello era sin duda una amenaza en toda regla.
Un año después, Luis XII convocó un concilio en Pisa con la presencia de nueve cardenales contrarios al Papa y el apoyo de Maximiliano I. Julio II respondió a su vez convocando otro concilio para el año siguiente, y logró que España, Inglaterra y Venecia se unieran a él en la Santa Liga frente a las tropas francesas. Más tarde se les unió también Maximiliano, y Luis XII fue derrotado. Poco después, en febrero de 1513, Julio II dejaba este mundo.
Además de su faceta de guerrero, hay que reconocerle que dejó a la humanidad un importante legado cultural gracias a su mecenazgo a grandes artistas del Renacimiento como Bramante, Rafael y, sobre todo, a Miguel Ángel, con quien tuvo graves enfrentamientos y a quien encargó, además de su tumba, las maravillosas pinturas que decoran los techos de la Capilla Sixtina.