3. ALEJANDRO VI (1492-1503), EL NEFASTO PAPA BORGIA

Durante toda su vida, Alejandro VI no hizo otra cosa que engañar al mundo. Nadie dominó como él el arte de la pillería. Nadie confirmó sus promesas con juramentos más sagrados, pero tampoco nadie le dio nunca menos importancia a sus juramentos. Siempre consiguió abusar de las gentes porque nadie conocía mejor que él el lado flaco de los hombres.

Maquiavelo.

Rodrigo de Borja nació un 1 de enero de 1431 en la localidad valenciana de Játiva. Su futura trayectoria estuvo marcada desde un principio por la elección como Papa de su tío materno, Alonso Borja, quien tomó el nombre de Calixto III. Poco después de conseguir la tiara, este otorgó a su joven sobrino el cargo de notario apostólico el 10 de mayo de 1455. A partir de ese momento tuvo una fulgurante carrera. Unos meses después, en febrero de 1456, y con sólo 25 años, conseguía la púrpura cardenalicia. Finalmente, en 1457 recibía el grado de vicecanciller de la Iglesia de Roma, un puesto más o menos equivalente al del Secretario de Estado Vaticano en la actualidad.

Rodrigo de Borja —conocido ya en aquel momento de su vida con el apellido con el que pasaría a la historia, Borgia— todavía tuvo que esperar unos años para ocupar el trono de san Pedro. Sin embargo, no desperdició el tiempo. Durante los cinco pontificados que tuvo la ocasión de contemplar durante su estancia en Roma, el astuto y ambicioso Rodrigo acumuló un cargo tras otro además, claro está, de una de las mayores riquezas de la época [71].

Durante todo este tiempo, y a pesar de su condición de «hombre de Dios», el célebre Borgia había llevado una vida que, siendo más que generosos, calificaremos de licenciosa. Sobrado como estaba de dinero, no le importó traer a este valle de lágrimas a una considerable sucesión de vástagos. Primero fueron Isabel, Pedro-Luis y Jerónima, cuya madre nos es desconocida. Más tarde se añadirían a esta lista los pequeños Juan, César, Lucrecia y Jofré, fruto de sus pecaminosas relaciones con la que fue su amante favorita: Vanozza de Catanei.

El 11 de agosto de 1492 Rodrigo Borgia obtuvo finalmente la tiara papal. Eso sí, tras previo pago de los más de 80.000 ducados que tuvo que desembolsar para comprar los votos que le otorgarían el poder absoluto [72]. Tomó el nombre de Alejandro VI, en recuerdo a su admirado Alejandro Magno.

Al día siguiente a su coronación celebró una lujosa ceremonia digna del más poderoso emperador romano, y aquello era simplemente una muestra de lo que era capaz de realizar.

Desde el primer momento de su pontificado se lanzó a ejercer un desvergonzado nepotismo. Con sólo 18 añitos, su hijo César obtenía el cargo de cardenal. A Juan logró conseguirle una ventajosa dote, al casarlo con María Enríquez, prima de Fernando el Católico, lo que le valió convertirse en duque de Gandía. Por su parte, Jofré tomó la mano de una nieta del rey de Nápoles. En último lugar, su amada Lucrecia —la favorita entre todos sus descendientes— se desposó a los trece años con Juan Sforza, años más tarde con Alfonso de Biscegli, y finalmente con Alfonso d’Este. También otorgó diversos favores a otros familiares cercanos, nombrando cardenales a cuatro de ellos.

Roma invadida

Estos escandalosos favoritismos no escaparon a la crítica. En 1494, el cardenal Giuliano della Rovere [73] tuvo que pedir asilo y ayuda en la corte de Carlos VIII, rey de Francia, tras haber encabezado una oposición contra Alejandro VI por este motivo.

Aquel fue el comienzo de una alianza entre Della Rovere, Ludovico Sforza —regente de Milán— y el monarca francés en un intento de derrocar al papa Borgia. Sus intenciones pasaban, además, por atacar Nápoles y recuperar así el trono perdido por los Anjou. El monarca francés, que según todas las crónicas no contaba con muchas luces, accedió encantado.

Pero no contaban con la inteligencia de Alejandro VI. Viéndose en peligro y tras comprobar que ninguna monarquía cristiana pensaba acudir en su ayuda, el Papa pidió ayuda al sultán Bayaceto, quien irónicamente era su enemigo. Parecía una idea descabellada, pero el Borgia contaba con una baza importante: todavía custodiaba a Djem, el hermano de Bayaceto prisionero de varios papas a cambio de dinero, y que suponía un peligro para el poder del sultán.

Así que Alejandro tramó una enorme —pero efectiva— mentira. Explicó al sultán que el ejército dirigido por el rey francés tenía como objetivo final liberar a Djem y alzarlo en el trono. El Papa le pidió que convocara a las tropas de sus amigos venecianos y, de paso, que le enviara los 40.000 ducados que le debía. Pero Alejandro no esperaba la respuesta que le llegó a través del emisario del sultán: le pagaría 300.000 ducados —y no 40.000—, pero era más cómodo matar a Djem y dejarse de guerras inútiles.

La tragedia parecía inevitable, mientras las tropas francesas avanzaban hacia la Ciudad Eterna.

Finalmente las tropas enemigas entraron en Roma el último día del año 1494. El papa se refugió en la fortaleza de Sant’Angelo —ya habitual en este tipo de situaciones—, llevándose con él a Djem. Y dieron comienzo las negociaciones… Aunque parezca increíble, Alejandro VI salió bien parado. Carlos se conformó con exigir un puesto de cardenal para uno de sus colaboradores, la custodia de Djem y la entrega de César Borgia como muestra de buena voluntad. Al final el papa Borgia tuvo tanta suerte que el rey francés tuvo que contentarse con llevarse a César. Bueno, en realidad ni siquiera eso… Cuando acababa de salir de Roma, el hijo del Papa se escapó y no pudieron atraparle. En cuanto a Djem, el pobre perdió la vida en extrañas circunstancias. Según el maestro de ceremonias papal, John Burchard, «de algo que comió a pesar suyo».

Falsas promesas

El 15 de junio de 1497, el papa Borgia tuvo que enfrentarse a uno de los momentos más difíciles de su vida. Aquel día, el cadáver de su hijo Juan apareció flotando en las aguas del Tíber. Había sido asesinado [74]. Parece ser que este terrible suceso afectó hondamente al Santo Padre, que interpretó la muerte de su vástago como un castigo del cielo. Alejandro VI hizo propósito de enmienda y prometió enderezar su vida y dedicarse a la reforma de la Iglesia [75]. Pero por desgracia, como señaló Maquiavelo, las promesas de Borgia no valían mucho…

Las críticas que recibía el pontífice no se limitaban, para su desgracia, a las lanzadas por el cardenal Juliano Della Rovere. Ya desde antes de alzarse con el trono de Pedro, Alejandro había estado recibiendo duras críticas por parte de un fraile florentino un tanto exhaltado llamado Savonarola. Ya nombrado Vicario de Cristo, Alejandro VI no dudó en conseguir que eliminaran a semejante molestia. El 23 de mayo de 1498, Savonarola moría ahorcado. El cadáver del fraile fue incinerado, y sus cenizas arrojadas con desprecio al río Amo.

Tampoco le temblaba la mano al pontífice a la hora de encarcelar, torturar e incluso asesinar a cualquier cardenal o noble que se interpusiese en su camino y que, sobre todo, tuviera algo que él quisiese poseer.

Como es lógico, no tardó en surgir un sentimiento de odio y desprecio hacia toda la familia, y se produjeron levantamientos populares en su contra. Incluso los Orsini y los Colonna, dos clanes de la nobleza romana que habían sido tradicionalmente enemigos, pactaron con el fin de acabar con el poder de la terrible familia. Como forma de protección, el papa Borgia decidió que lo mejor era fortalecer el poder de la familia emparentando a sus hijos. Así, invalidó el matrimonio de Lucrecia con Sforza y la casó de nuevo con un hijo del rey de Nápoles, Alfonso II. También hizo que su hijo César renunciase a su puesto cardenalicio para casarse con Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra. De este modo se ganó también el apoyo de la monarquía francesa.

Llenas las arcas pontificias con las indulgencias vendidas a los peregrinos que acudieron en masa al jubileo romano de 1500, y con la venta de los puestos cardenalicios, César, convertido en gonfalonero —capitán general de las tropas pontificias— y su padre organizaron un poderoso ejército. Paralelamente, el vástago aventajado de los Borgia asesinó al marido de su hermana Lucrecia, dejándole el camino libre para casarse de nuevo.

Con ayuda de las tropas francesas, el ejército comandado por Alejandro VI y su hijo César derrotó a los hombres de la familia Colonna. Mientras su padre estaba fuera de Roma, Lucrecia ejerció como «papisa» en funciones, controlando la Iglesia. Más tarde la hija del Papa se casaría con Alfonso d’Este, enojando a la otra familia en conflicto con los Borgia, el clan de los Orsini, quienes comenzaron a urdir una nueva trama para acabar con Alejandro VI. Sin embargo nada de esto sirvió. El papa Borgia encarceló al cardenal Orsini, se quedó con todas sus posesiones y ordenó que le ejecutaran.

Padre e hijo se dispusieron a imponer su autoridad en los Estados Pontificios. No fueron pocos los éxitos obtenidos en estas campañas militares, aunque como ocurre en toda la historia de esta familia, tampoco faltan aquí comportamientos poco honrosos. Siguiendo la pauta de todo su pontificado, Alejandro VI no dudó en favorecer a sus familiares, «regalando» todos aquellos territorios que iban conquistando. El descaro del Papa llegó hasta tal punto que incluso concedió el ducado de Sermoneta a su nieto, el hijo de Lucrecia, que por aquel entonces tenía tan sólo dos años.

Una vida «licenciosa»

En cuanto a su vida privada, antes de ser elegido Príncipe de los Apóstoles, Rodrigo Borgia se había entregado por completo al desenfreno, las fiestas, excesos y actividades nada apropiadas para un miembro destacado de la Iglesia.

Ya en 1458, el por entonces papa Pío II tuvo que reprenderle con dureza públicamente [76], a causa de la vida poco apropiada que llevaba. Todo parece indicar que no abandonó tales prácticas tras convertirse en el sucesor de Pedro. En el mismo año de su elección como pontífice, Alejandro VI compartía lecho con una de sus amantes en el mismísimo palacio pontificio. Entre otras de sus conquistas —a pesar de contar ya con una edad avanzada— estaba una bella joven llamada Julia Farnesio, esposa de un miembro de la familia Orsini. «Julia la Bella», como también era conocida entre la jet romana de la época, fue pronto considerada como «concubina del Papa». Todo parece indicar, aunque nunca se ha podido saber con seguridad, que de esta relación nació el pequeño Juan Borgia, también conocido como el «infante romano». En 1501 se publicaron dos bulas, contradictorias entre sí. En una de ellas se afirmaba que el pequeño Borgia era hijo del propio Papa, mientras que en la otra se sostenía que este era descendiente de César, y por lo tanto su nieto.

A pesar de los anteriores episodios, existe un suceso que demuestra sin lugar a conjeturas el tipo de vida disoluta que llevaba el papa Borgia. Los historiadores poseen una inmejorable fuente de información sobre este y la vida de la época gracias al diario que, entre 1483 y 1508, escribió Juan Burchard, maestro de ceremonias de la casa del pontífice. Gracias a sus páginas se ha hecho célebre un episodio que ha ayudado en buena medida a alimentar la nefasta leyenda de Alejandro VI y los Borgia en general. En el diario de Burchard se lee que, durante la noche del 31 de octubre de 1501, se celebró una impresionante orgía en la que participaron el Papa, sus hijos Lucrecia y Cesar, y otros familiares. Imagínese el lector la increíble escena: cincuenta prostitutas, procedentes de los mejores burdeles romanos, bailaban desnudas para regocijo de todos los presentes. Se celebraron «concursos» que premiaban la potencia sexual de los participantes, que competían por ver quién lograba satisfacer a más meretrices. Estas también competían, según el relato de Burchard, en una singular pugna que consistía en coger castañas del suelo sin usar las manos ni la boca y estando, por supuesto, totalmente desnudas.

La historia oficial de la Iglesia asegura que el Sumo Pontífice, Alejandro VI, murió el 18 de agosto de 1503 a consecuencia de unas fortísimas fiebres producidas por la malaria.

Sin embargo, son muchas las fuentes que, por el contrario, defienden que su muerte se produjo por envenenamiento. El hecho de que su hijo César enfermara al mismo tiempo y el estado que presentaba el cadáver poco después de su muerte parecen dar la razón a los que defienden la teoría del asesinato. Si fue así, Borgia podría haber muerto víctima de la caniarella, el célebre veneno que su familia y él mismo pusieron de moda.