Al morir Sixto IV el 12 de agosto de 1484, había dos pretendientes en pugna por obtener la tiara: el español Rodrigo de Borgia y Giuliano della Rovere. Ambos eran sobrinos de sendos pontífices; el primero de Calixto III y el segundo, del recién fallecido Sixto. Eran los favoritos y, sin embargo, ninguno de ellos se sentó en la silla de san Pedro. Giuliano se dio cuenta muy pronto de que los cardenales no tenían intención de otorgarle su voto, así que hizo lo único que pudo en ese momento: evitar que saliera elegido su adversario y mover sus fichas para que el nuevo Papa fuera uno de sus hombres.
Y así fue. El colegio cardenalicio escogió al cardenal Giovanni Battista Cibo, hijo de un senador romano que se había educado durante su juventud en la corte de Nápoles y en las universidades de Roma y Padua.
Si Sixto IV había despejado cualquier duda sobre su pecaminosa actitud, el nuevo Papa, Inocencio VIII, tampoco defraudó en este aspecto. Antes de recibir la mitra papal había traído al mundo a dos hijos: Franceschetto y Teodorina. En este asunto hay que reconocerle al Papa su honestidad. Hasta aquel momento la mayoría de los papas o cardenales que tenían hijos bastardos solían esconder su condición concediéndoles el menos escandaloso apelativo de «sobrinos». Pero Inocencio no creyó necesario aquel protocolo hipócrita, y reconoció abierta y públicamente a sus hijos ilegítimos.
Y al igual que su predecesor, Inocencio tampoco dejó escapar la oportunidad de beneficiar a los suyos. Franceschetto recibió como regalo el casamiento en una fastuosa boda con Magdalena de Médicis, hija de Lorenzo el Magnífico; un año más tarde hacía lo propio con su nieta Battistina, la hija de Teodorina, a quien casó con el nieto del rey de Nápoles, Luis de Aragón.
El papa Della Rovere había dejado las arcas pontificias totalmente exhaustas después de sus continuas batallas y los regalos a sus sobrinos, por lo que Inocencio VIII heredó unas cuentas en números muy rojos. Para intentar paliar aquella penosa situación tampoco dudó en empeñar la tiara, la mitra y parte de los tesoros papales, según iba siendo necesario. Pero aquello era sólo una solución temporal, así que comenzó a estrujar las amplias posibilidades que otorgaba la venta de cargos eclesiásticos al mejor postor.
Otra fuente de ingresos, esta bastante fuera de lo común, la obtuvo tras llegar a un curioso acuerdo con el sultán Bayaceto II. A cambio de unos 40.000 ducados anuales, Inocencio se comprometía a «custodiar» a un hermano del sultán, llamado Djem. Al parecer, este resultaba demasiado molesto por su desenfreno con las mujeres del harén de su hermano y, sobre todo, por el peligro que suponía como aspirante al trono.
Caza de brujas
Entre las decisiones más negativas de este Santo Padre se encuentra la proclamación de la bula Summis Desiderantis Affectibus, mediante la cual se daba carta blanca a la «caza de brujas». Y no era una metáfora. Aquel documento hizo que se multiplicara la fiebre contra aquellas mujeres que, supuestamente, tenían tratos con el maligno.
Fueron dos inquisidores alemanes de la Orden de los dominicos, Heinrich Kraemer y Jacob Sprenger, quienes tras pedir ayuda a Inocencio en su lucha contra las hechiceras publicaron en Estrasburgo el que se convertiría en libro de cabecera de todos los inquisidores de Europa: el Malleus Malleficarum, también conocido como «Martillo de Brujas». El libro disfrutó del apoyo pontificio, e incluía en sus primeras páginas la bula de Inocencio. Aquel manual del «perfecto inquisidor» se convirtió, tristemente, en un best-seller de la época que hasta el siglo XVIII sirvió para llevar a miles de mujeres inocentes a la hoguera…
Inocencio VIII nunca gozó de muy buena salud. En sus ocho años de papado tuvo diversos achaques, y más de una vez se pensó que estaba a punto de pasar a mejor vida. En una de estas ocasiones en las que Inocencio parecía estar con un pie en el otro lado, su hijo Franceschetto tuvo la genial idea de robar el tesoro pontificio y escapar con él. Para su desgracia, el Papa se recuperó y tuvo que regresar y devolver lo robado.
Cuando finalmente se acercó su verdadero final, y siguiendo indicaciones de su médico, hizo que «sangraran» a tres jóvenes para recibir una transfusión, en la creencia de que aquel remedio le devolvería la salud. Por desgracia, ni él ni aquellos inocentes sobrevivieron al tratamiento.