1. SIXTO VI (1471-1484). UN GOBIERNO PODRIDO POR EL NEPOTISMO

Fue el primero en demostrar todo lo que un Papa era capaz de hacer y cuántas cosas, que algún día serían condenadas como faltas, podía disculpar con su augusta autoridad.

Maquiavelo.

Francesco Della Rovere había nacido en una familia muy pobre, hasta el punto de que sus padres, incapaces de mantenerlo debidamente y de facilitarle una educación, cedieron su custodia a un convento de los Hermanos Menores.

El pequeño Della Rovere tenía dotes para el estudio, y sus maestros consideraron oportuno que ampliara sus conocimientos en las ciudades de Pavía y Bolonia. Su pasión por el estudio acabaría haciendo de él un buen profesor que impartió sus conocimientos en las ciudades más importantes de toda Italia. Y cuando cumplió los cincuenta años, fue elegido nuevo superior de la Orden que le había acogido y educado en su niñez. Sólo tres años después ya era cardenal.

El 9 de agosto de 1471 se convirtió en el nuevo pontífice, Sixto IV. Nada más poner el pie en el Vaticano se lanzó a practicar el que sería su mayor pecado. Tanto Francesco como su familia habían pasado muchas penurias, rodeados por la pobreza, así que el recién nombrado Papa seguramente pensó que sería justo compensar aquella injusticia. Y así comenzó un escandaloso y desenfrenado favoritismo.

Primero inundó con riquezas a sus seis hermanos. Después nombró cardenales a varios sobrinos. Uno de ellos, Giuliano, se convertiría con los años en otro Papa, Julio II «El Terrible», de quien nos ocuparemos a su debido tiempo. Además de la púrpura, Giuliano recibió también seis obispados y varias abadías. Con otro de sus sobrinos, Pedro Riario, fue aún más generoso: además de nombrarle cardenal, le regaló varios obispados, y le concedió una asignación de 2.400.000 francos y el patriarcado de Constantinopla. Por desgracia para él, Pedro no pudo disfrutar mucho de aquellos bienes. Su vida inmoral y desordenada se lo llevó a la tumba. Así que fue su hermano Jerónimo quien heredó todas sus pertenencias. Mejor hubiera sido que acabara como su hermano Pedro.

Jerónimo no se sentía satisfecho con aquellas riquezas. Poseía el título de conde y estaba casado con la duquesa de Milán, Catalina Sforza. ¿Pero por qué conformarse con eso si podía ser príncipe con la ayuda de su tío? Y así fue como Sixto IV se vio mezclado en uno de los episodios más negros de su época: la conjura de los Pazzi. Jerónimo se alió con esta rica familia de banqueros con la intención de tramar un complot que acabase con sus más acérrimos enemigos, los Médicis, y hacerse con el control de su ciudad, la hermosa Florencia. Y así, el 26 de abril de 1478 la conjura se puso en marcha y triunfó… a medias. Giuliano de Médicis fue asesinado, pero Jerónimo y los Pazzi no lograron hacerse con Florencia. Se inició entonces una guerra entre la ciudad y el papado. La consecuencia fue la excomunión directa de Lorenzo de Médicis y la ciudad de Florencia.

La Iglesia tiene un precio

Como es lógico, aquella dedicación exclusiva a los asuntos temporales le impidió ejercer su papel como cabeza de la Iglesia y dirigir sus asuntos. Sixto IV fue un príncipe temporal, uno más entre los muchos que había en Italia en aquellos años.

Además, tenía a sus sobrinos exprimiendo las arcas pontificias [68], así que tuvo que ingeniárselas para encontrar nuevas formas de beneficio. Sólo precisó echar la vista atrás y ver lo que habían hecho la mayor parte de sus antecesores. Aumentó los impuestos y le dio un nuevo impulso al mercado de indulgencias. En 1475 proclamó el séptimo Jubileo, lo que atrajo a miles de peregrinos y con ellos sus muy provechosas limosnas. De hecho la visita de fieles debió ser muy productiva, ya que Sixto decidió prolongar el Jubileo hasta el año siguiente.

Tampoco tuvo ningún problema en ponerle precio a los cargos eclesiásticos. Además, si hacía falta siempre podía aumentarse el número de cargos de la curia. Y de hecho lo hizo, alcanzando los 625, una cifra que no sería superada hasta la llegada del papa Borgia. Tampoco despreció Sixto IV los ingresos procedentes de los impuestos que, por ejemplo, pagaban «religiosamente» las casas de placer de sus Estados.

El concilio que nunca se celebró…

Antes de acceder al papado, Francesco della Rovere no era un cardenal especialmente rico, así que no pudo comprar el cargo mediante sobornos. De modo que tuvo que lograrlo mediante promesas y la aceptación de varias condiciones. Una de estas consistía en la celebración de un concilio. Con su mano sobre la Sagrada Biblia, Francesco juró solemnemente que aquel concilio tendría lugar. Sin embargo, parece que una vez consiguió la tiara sufrió un instantáneo y selectivo ataque de amnesia, ignorando lo prometido.

Quien no olvidó la promesa del Papa fue el arzobispo de Munster, Andrés Zamomitic, que al ver que el concilio no llegaba nunca, decidió convocarlo él mismo en marzo de 1482. Sixto, rabioso, lanzó la excomunión contra la ciudad de Basilea, donde se había refugiado el arzobispo tras el enfado papal, y exigió su entrega inmediata. Pero Basilea se negó en redondo, y aquella situación se prolongó durante dos años, hasta que Zamomitic se quitó la vida, quizá por temor al terrible castigo que le esperaba si caía finalmente en las garras del pontífice.

En 1478 Sixto IV había tomado otra de sus decisiones nefastas: otorgó una bula mediante la que concedía permiso a los Reyes Católicos para que establecieran la Inquisición en España y que dicha institución estuviera directamente al cargo de las de la Corona, y no de la Iglesia. Sólo tres años después, en 1481, tenía lugar el primer Auto de Fe contra los judaizantes sevillanos.

Para rematar aquella decisión, el Papa publicó otra bula en 1483 mediante la cual el dominico español fray Tomás de Torquemada se convertía en inquisidor general. Sólo vamos a reseñar brevemente algunas de las atrocidades cometidas por el Gran Inquisidor bendecido por el mismísimo Papa. Durante el mandato de Torquemada, «los tribunales inquisitoriales mandaron a la hoguera a unas 8.800 personas, 6.500 más fueron quemadas en efigie —por no haber comparecido o por haber muerto ya en las cárceles secretas— y hubo 90.004 reconciliados mediante diversas penas» [69].

Sus sucesores no se quedaron atrás. Sólo un ejemplo que, por cierto, nos viene de perlas para nuestro repaso a los papas indignos: Adriano de Utrecht, obispo de Tortosa y años después Papa bajo el nombre de Adriano VI [70] (1522-1523), condenó personalmente a la hoguera a 1.344 personas, 672 en efigie y «reconcilió» a 26.214. Bonitas cifras para un sucesor de san Pedro y supuesto predicador de un mensaje de amor al prójimo.

Eso, claro está, sin olvidar que sólo catorce años después de su nacimiento, aquella Inquisición permitida y legalizada por obra y gracia de Sixto IV protagonizó uno de sus más vergonzosos episodios: la injusta y denigrante expulsión de miles de judíos de la Península.