VII – El Papado de Aviñón y el Gran Cisma de Occidente

Después de que Clemente V muriera en 1314 —quien sabe si víctima realmente de la maldición lanzada por Jacques de Molay—, la cristiandad vio como la sede pontificia quedaba vacante durante el excesivamente largo periodo de dos años y tres meses. Las diferencias entre los dos bandos del colegio cardenalicio —formado por diecisiete franceses y tan sólo siete italianos— obligaron a posponer la celebración del cónclave durante todo ese tiempo hasta que finalmente, se celebró en la ciudad de Lyon.

De allí salió coronado —gracias a las intrigas del cardenal Orsini y los reyes de Nápoles y Francia— el cardenal Jaime Duesa, que adoptaría el nombre de Juan XXII y sería apodado con el sobrenombre de «El Banquero de Aviñón». Este Papa fue uno de los mayores exponentes de la simonía, ya que no dudó en poner precio a los distintos puestos eclesiásticos con tal de enriquecer las arcas pontificias. Tras su elección quiso regresar la corte pontificia a Roma, pero las presiones de sus cardenales le obligaron a permanecer en Aviñón.

Ese gesto sería repetido por sus sucesores, Benedicto XII —a quien le persiguió hasta la tumba su fama de borracho empedernido—, Clemente VI —un fornicador y derrochador incansable [61]—, Inocencio VI y Urbano V.

Durante más de setenta años —desde que Clemente V trasladara la sede a la localidad francesa— los papas y su corte estuvieron radicados en Francia. Aquella negligente decisión causaría tremendos quebraderos de cabeza a la propia Iglesia y a buena parte de Europa.