2. URBANO VI (1378-1389), EL PAPA ENAJENADO

Todo parecía solucionado, pero el nuevo Papa iba a causar uno de los periodos más lamentables de la historia del papado…

Según el secretario del pontífice, Dietrich Von Niem, Urbano era «un hombre devoto y humilde, que mantuvo sus manos limpias de todo regalo, enemigo y perseguidor de los simoníacos, amante de la justicia y la caridad…». Pero el carácter de aquel hombre iba a cambiar radicalmente tras recibir la tiara papal. Conociendo lo que sucedería tras su elección, cualquiera diría que el espíritu santo les había jugado una broma de mal gusto a los cardenales al inspirarles la elección de un hombre que, en adelante, iba a comportarse como un completo enajenado…

Durante su alocución inaugural, en un arranque que calificaríamos de locura, Urbano atacó a quienes le habían elegido, los cardenales. Ennegrecida su razón por el odio acumulado hacia ellos durante todos los años pasados en Aviñón, el pontífice les dedicó una dura y violenta crítica. Cada uno de ellos recibió su respectiva reprimenda, acusándoles de su escandalosa riqueza, de simonía, inmoralidad, etc… Aquella ofensa, por supuesto, no podía quedar sin respuesta. Roberto, el cardenal de Ginebra, respondió:

No has tratado hoy a los cardenales con el respeto que recibieron de tus predecesores. Te digo en verdad que si tú rebajas nuestro honor, nosotros rebajaremos el tuyo [63].

Pero el nuevo Papa hizo caso omiso de aquellas advertencias y, no contento con haber ridiculizado a los cardenales, se dispuso a hacer lo propio con el resto de aquellos que él creía lo merecían. Insultó a los embajadores enviados por la reina Juana de Nápoles, que era una aliada, y también insultó a su marido Otón durante un banquete oficial. Pero no acabaron ahí las ofensas del nuevo Sumo Pontífice. Urbano siguió en sus trece hasta que, finalmente, llegó incluso a la agresión directa del cardenal de Limoges.

Hastiados de tal comportamiento, los cardenales fueron saliendo de forma discreta de la Ciudad Eterna, y se dirigieron a Anagni. Allí, en la ciudad donde se había refugiado en su día Bonifacio VIII, comenzó a gestarse una conjura contra Urbano VI.

Los cardenales discutieron si el Papa podía ser depuesto, ya que al haber sido elegido bajo coacción, quizá no era legítimo… Urbano se enteró y ofreció someterse a un Concilio que determinara la validez o no de su elección. Aquel gesto no importó a sus cardenales, que ya habían decidido escoger a un nuevo candidato: el elegido no fue otro que el «Carnicero de Cesena», el «cardenal-guerrero». Roberto de Ginebra.

Escogió el nombre de Clemente VII

En respuesta, aunque ya tarde, Urbano creó un Sacro Colegio paralelo, formado por cardenales italianos. El Cisma de Occidente ya era una realidad…

Además de una división en la Iglesia, el Cisma creó también dos bandos en las monarquías europeas, ya que los países se posicionaron con una u otra facción. Así, Escocia y Francia se aliaron con Clemente, mientras Inglaterra e Italia hacían lo propio con Urbano. Catalina de Siena puso a disposición de Urbano a Alberico da Barbiano, un joven noble que dirigía a un grupo de duros mercenarios italianos. Estas tropas interceptaron a Clemente y destruyeron su ejército. Las tropas francesas que se encontraban en Sant’Angelo se rindieron, y Clemente se vio obligado a huir a Aviñón.

En el primer momento de Cisma, Urbano había recibido la ayuda de Juana, la reina de Nápoles, a pesar de que poco antes había sido vejada por el Papa «legítimo». Sin embargo, tras la primera victoria sobre Clemente Juana cambió de idea, ayudó y acogió a Clemente antes de su partida hacia Aviñón. Urbano, napolitano de nacimiento, no olvidaría nunca semejante ofensa…

Para vengar el atrevimiento de Juana, buscó a alguien que acabara con ella. El elegido fue Carlos de Durazzo, familiar de Andrés, el marido asesinado de Juana [64], que también deseaba vengar la muerte de su pariente. Claro que, además de venganza, también esperaba cobrarse la corona de Nápoles. Urbano también buscaba otro beneficio: su sobrino Francesco Prignano recibiría algunos territorios de aquel reino. Carlos cumplió la primera parte de su promesa, y asesinó a Juana a pesar de que se había rendido. Al parecer utilizó el mismo método que habían empleado con Andrés, su familiar, estrangulando a la reina con una cuerda de seda, y después la humilló colocando su cadáver a modo de escarmiento en mitad de la plaza del mercado.

Pero Carlos no cumplió la segunda parte de su promesa, y el papa Urbano VI quiso acudir a Nápoles para solucionar aquella afrenta. Sus cardenales intentaron evitarlo, explicándole que los romanos se alzarían en cuanto vieran que el Papa y sus cardenales abandonaban la ciudad. Urbano estaba decidido, y en abril de 1383 puso rumbo a Nápoles acompañado por un ejército de mercenarios pagado con las arcas pontificias. Poco podía imaginar el Papa que tardaría cinco años en regresar…

Cuando llegó a Nápoles, Urbano fue retenido brevemente por Carlos de Durazzo, quien rechazó con sorna sus reclamaciones. Después fue totalmente ignorado. Pudo entrar en Nápoles, pero sin los honores que había imaginado recibir. Antes había enviado como avanzadilla al cardenal Sangro, quien se encargó de eliminar a los partidarios de Clemente que había en la ciudad. Con semejante presentación es lógico que el pueblo de Nápoles no saliera a recibirle con una amplia sonrisa…

Más grave a los ojos de sus paisanos fue la afrenta cometida por el sobrino del Papa. Francesco había secuestrado a una bella muchacha de la ciudad y la violó repetidas veces, protegido como estaba por los aceros de los mercenarios de su tío el Papa. Cuando los parientes de la joven se presentaron ante Urbano VI para exigir explicaciones, este disculpó a Francesco con una vergonzosa frase: «No es más que un muchacho…».

Torturas a sus cardenales

Las relaciones entre el Papa y De Durazzo fueron empeorando, y Urbano decidió salir de Nápoles, aunque tampoco regresó a Roma. En su lugar dirigió sus pasos hacia la ciudad de Nocera, lo que causó un notable desagrado en buena parte de sus cardenales. Dos de ellos, Sangro y un inglés llamado Adam Easton intentaron convencer al Papa de la necesidad de regresar a la capital de los Estados Pontificios. Sus recomendaciones cayeron en saco roto, y las conspiraciones regresaron. De nuevo llegaron a oídos de Urbano aquellas intrigas, y seis cabecillas fueron arrojados a una cisterna hasta decidir su destino final.

Dietrich von Niem se convirtió en un excepcional cronista de aquellos hechos, entre otras cosas porque recibió la orden de interrogar a aquellos cardenales sublevados junto a otros funcionarios y al inefable Francesco. Temiendo unos interrogatorios excesivamente crueles, Dietrich pidió a Urbano que tuviera piedad de ellos, sino quería perder el apoyo de los cardenales que todavía le eran fíeles. En mala hora…

Urbano no sólo desoyó las recomendaciones del joven alemán, sino que entró en cólera, lanzando exabruptos e imprecaciones. Y como temía Dietrich, los «interrogatorios» fueron terribles. El cardenal Sangro recibió un castigo ejemplar, al ser castigado a padecer el strappado: lo levantaron hasta el techo y cuando estaba en lo más alto, lo dejaron caer violentamente hasta el duro suelo. El proceso se repitió en tres ocasiones, y a pesar de que Dietrich intentó convencerlo de que confesara para evitar más tormentos, Sangro se negó. Aquello era demasiado para la conciencia del honesto Dietrich, y escapó sigilosamente del castillo en dirección a Nápoles.

Poco después la guerra entre Urbano y Carlos era ya totalmente abierta. El Papa lo excomulgó y puso a Nápoles bajo interdicto, con la intención de coronar a su sobrino como nuevo rey. Durazzo contestó al Papa rodeando la residencia de Urbano, y las tropas ofrecieron 10.000 florines por la entrega del pontífice, vivo o muerto, como si fuera un cuatrero del salvaje Oeste. Este respondió envalentonado, y asomándose a una ventana del castillo, maldijo al ejército de Carlos y realizó una excomunión «en masa».

Hasta en esa situación que parecía insalvable para su gaznate, tuvo suerte el pontífice. En el último momento, un señor local retiró su lealtad a Carlos y sacó a Urbano de la ciudad asediada valiéndose de sus tropas. La corte papal puso rumbo de nuevo, en esta ocasión a la costa, donde el dux de Génova había prometido enviar unas galeras para rescatarle. Urbano se llevó a los cardenales díscolos, con la intención de continuar los «interrogatorios». A uno de ellos incluso lo mató durante el camino, para espanto del resto.

Cuando el séquito llegó a la costa comprobaron disgustados que las galeras prometidas no habían llegado, y cayeron en la cuenta de que al estar Nápoles en manos enemigas, habrían tenido que atracar en la costa adriática. Así que tuvieron que ponerse de nuevo en marcha, cruzando media Italia. Finalmente fueron recogidos por las embarcaciones y llevados a Génova.

Allí estuvieron año y medio más, para desesperación de sus anfitriones. Los genoveses tuvieron que llamar la atención a Urbano para que mantuviera a raya a sus descontroladas tropas de bárbaros mercenarios. Además, sus salvadores le recordaron que amén del pago de 130.000 florines por el alquiler de las galeras, el Sumo Pontífice había prometido dejar en libertad a los cardenales torturados, cosa que no había cumplido.

Cuando un grupo de valerosos genoveses intentó liberar a los desgraciados cardenales que quedaban con vida, Urbano ordenó asesinar a cinco de ellos. Las fuentes mencionan dos finales distintos —aunque igualmente terribles— para aquellos pobres diablos: según unos habrían sido enterrados vivos y, para otros, fueron metidos en sacos y arrojados al mar. El sexto cardenal, el inglés Adam Easton, tuvo la suerte de salvar el pellejo gracias a la presión ejercida por su rey, Ricardo II.

Al día siguiente de la ejecución cardenalicia, Urbano puso de nuevo pies en polvorosa. En esta ocasión su destino era Perusa, donde ya se estaba reuniendo un nuevo ejército para tomar Nápoles. Pero aquella nueva «cruzada» terminó en el mayor de los ridículos. A mitad de camino los mercenarios renunciaron a la empresa, ante la falta de fondos. El Papa se quedó «compuesto y sin tropas», únicamente acompañado por un centenar de incondicionales.

Para colmo de males cayó víctima de unas fiebres que le produjeron alucinaciones en las que veía a san Pedro ordenándole volver a Roma. Y así lo hizo ¡por fin!, después de peregrinar por media Italia durante cinco años. Urbano entró en Roma en septiembre de 1388. Un año más tarde pasó a mejor vida, acompañado en su agonía por el cronista Dietrich…