1. GREGORIO XI (1370-1378). UN DESAFORTUNADO REGRESO AL «HOGAR»

Gregorio fue el último de los papas, antes de que se produjera el Cisma, que tuvo su residencia en Aviñón. La responsable de que cambiara Francia por Italia fue —en gran medida— Catalina de Siena, una joven monja con fama de milagrera y adivina [62].

Unos meses antes de la llegada de Catalina a la corte papal, buena parte de Italia se había levantado contra el papado, con los florentinos como principales instigadores, y la ciudad se encontraba bajo excomunión. La misión de aquella «santa» joven era conseguir el perdón del papa. Cuando el pontífice la recibió, Catalina aprovechó la oportunidad para rogarle que abandonara Francia y volviera a la convulsa Italia, argumentando la degradación a la que había llegado la sede de Aviñón.

Gregorio quedó fascinado por el porte y las supuestas dotes adivinatorias de Catalina, y finalmente accedió a su petición.

Y así, el 13 de septiembre de 1376 la corte de Gregorio se ponía en marcha, rumbo a la Ciudad Eterna. Poco tardarían en surgir los problemas…

En el mes de febrero de 1377, la ciudad de Cesena se levantó en armas como protesta por los terribles actos de unos mercenarios bretones que habían llevado el caos a la población. Como respuesta, el Papa envió al cardenal Roberto de Ginebra y a sus temibles mercenarios para acallar la revuelta. El cardenal era un hombre cruel y sanguinario, y sus mercenarios acabaron con la vida de unas cuatro mil personas. En lugar de terminar con la rebelión, aquel desproporcionado castigo hizo que todas las regiones del norte del país se alzaran en contra del papado.

En medio de este ambiente enrarecido le alcanzó la parca a Gregorio, que dejó escapar su alma estando en Roma. Las leyes sobre el cónclave eran muy estrictas: el nuevo Papa debía ser elegido en la misma ciudad en la que hubiera muerto el anterior.

En aquel momento Roma contaba con la presencia de dieciséis cardenales, que se repartían de la siguiente forma: diez eran franceses —repartidos en los bandos «francés» y «limousin»—, cuatro eran italianos, uno español —Pedro de Luna, que mantuvo una posición neutral— y el último, «el Carnicero de Cesena», el temible cardenal de Ginebra, que estaba aliado con el bando «francés». Todo parecía indicar que el nuevo Papa sería francés, pero el destino es caprichoso y los miembros del Sacro Colegio no imaginaron lo que iba a ocurrir. Multitud de romanos violentos se echaron a la calle, exigiendo la elección de un pontífice romano o, en su defecto, uno que al menos fuera italiano. Según el cronista francés Jean Froissart, el pueblo de Roma fue muy claro:

Dadnos un Papa romano… o haremos que vuestras cabezas sean más rojas que vuestros sombreros.

Los cardenales no quisieron arriesgar sus pellejos, así que decidieron escoger a un italiano. Sin embargo, los cardenales italianos no cumplían las expectativas: uno era demasiado viejo —el cardenal romano—, a otro le ocurría todo lo contrario, ya que era un Orsini demasiado joven y ambicioso, y los otros dos procedían de territorios levantados contra el papado. Así que decidieron elegir a alguien ajeno al colegio cardenalicio, y el escogido fue Bartolomeo Prignano, arzobispo de Bari. El 18 de abril fue consagrado y tomó el nombre de Urbano VI.