Tras la muerte del bienintencionado Benedicto XI, el Vaticano mostró el emblema de «sede vacante» durante diez largos meses. Los veinticinco cardenales reunidos no conseguían ponerse de acuerdo, entre otras cosas porque las familias Orsini y Colonna seguían enfrascadas en sus oscuras intrigas. Finalmente, el rey Felipe el Hermoso —tomando parte por esta última familia— ejerció su influencia y acabó decantando la balanza a favor de Bertrand de Gotte, arzobispo de la ciudad francesa de Burdeos.
Las primeras acciones del nuevo Papa, coronado con el nombre de Clemente V, iban a estar dirigidas a lo que sería la tendencia de su pontificado: beneficiar al monarca francés, a quien mostraría un repugnante servilismo. De hecho, Clemente ya había dado muestras de su sumisión al exigir que le coronaran en la ciudad de Lyon, bajo la directa mirada del rey. Tres semanas más tarde, el Sumo Pontífice nombraba a diez cardenales franceses, cuatro de ellos próximos a Felipe IV.
Por otra parte, Clemente V no se sentía dispuesto a regresar a Roma, y aquello generó una situación inestable en la ciudad, que durante cierto tiempo vivió asolada por el terror y los crímenes cometidos por las familias más importantes. En 1308 el Papa, controlado como una marioneta, tomó la decisión definitiva: trasladaría la Santa Sede a Aviñón, iniciando así un periodo que duraría 70 años y que más tarde tendría consecuencias terribles.
Mientras, Felipe el Hermoso se frotaba las manos ante el éxito obtenido. Aquel traslado le permitiría dirigir aún con mayor facilidad a su nuevo «juguete». Pero para los romanos aquel cambio de sede suponía algo mucho más grave. Casi toda la economía de la ciudad dependía de los gastos realizados por el clero y los habituales peregrinos. Para mayor desgracia, Clemente V se desentendió de todo y dijo a los romanos que se gobernaran como mejor quisieran. El abandono del pontífice sumió a la Ciudad Eterna en la anarquía, lo que trajo nuevas luchas entre los nobles romanos —los Colonna y los Orsini seguían enfrentando sus aceros y puñales—, ruina y desolación.
Felipe el Hermoso estaba dispuesto a sacar todo el provecho que le fuera posible de aquella sumisión. No contento con haber causado la caída de Bonifacio VIII, quiso que «su» Papa iniciara un proceso contra el que había sido su enemigo, acusándole de herejía. Quizá fue esta la única cosa que no consiguió de Clemente, que logró ir alargando dicho juicio hasta que finalmente el monarca se cansó [56].
La traición a los templarios
A pesar de esta cesión, Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, aún tuvo otra ocasión de mostrar toda su vileza mientras exprimía, por última vez, al manejable Clemente V. En esta ocasión, si creemos a la leyenda, su villanía iba a costarle la vida. Pero no adelantemos acontecimientos.
Las arcas del monarca estaban en números rojos desde hacía tiempo a causa de los prolongados conflictos bélicos con Inglaterra y Flandes. Le urgía encontrar pronto una solución a ese problema, y Felipe no tardó en hacerlo.
En aquella época, la Orden de los caballeros templarios [57] había regresado ya a Europa tras la pérdida frente a los musulmanes de los últimos territorios en Tierra Santa. Este hecho puso muy nerviosos a los monarcas europeos, y a Felipe IV de forma especial. La función primordial de la Orden del Temple —la defensa del reino cristiano de Oriente— ya no tenía razón de ser, así que tenían las manos —y las espadas— libres para dedicarse a otros menesteres. Teniendo en cuenta el gran poder con el que contaban, no resulta extraño que los monarcas comenzaran a verlos con malos ojos.
Pero el rey francés tenía además otra poderosa razón para sentirse incómodo con aquellos monjes guerreros: los templarios —auténticos precursores de la banca actual— le habían concedido en préstamo importantes sumas de dinero para sufragar sus numerosos gastos.
Así que Felipe puso a los bravos caballeros en su punto de mira. Si desaparecían los templarios, su deuda desaparecería con ellos.
En realidad, el monarca francés ya había intentado acabar con los templarios durante el mandato de Bonifacio VIII, y llegó a instigar al Papa contra ellos. Pero como ya hemos visto en el capítulo anterior, la relación entre el rey y el Papa era pésima, por lo que Bonifacio rechazó de pleno aquella maniobra.
Pero con Clemente las cosas iban a ser muy distintas. El nuevo pontífice era un simple vasallo del rey, por lo que sus intenciones iban a resultar mucho más fáciles de cumplir.
Y así, en 1307, Felipe comenzó a sembrar acusaciones contra la Orden del Temple. Durante una visita al mismo, el Hermoso dejó caer unos sibilinos comentarios acerca de rumores terribles que había escuchado sobre los caballeros. Sin embargo, los templarios gozaban de una gran consideración, y en un primer momento Clemente V rechazó aquellas terribles acusaciones, manifestando que eran Incredibilia, impossibilia, inaudita —«increíbles, imposibles, inauditas».
A pesar de aquel primer fracaso, Felipe el Hermoso no se rindió, y comenzó a exprimir sus buenas relaciones con el Santo Oficio francés [58]. La Inquisición se había convertido en otro de los enemigos naturales del Temple, ya que este había criticado en numerosas ocasiones las caprichosas y temibles actuaciones del Santo Oficio. Así que el rey francés no tuvo demasiados problemas en ganarse su apoyo en esta nueva causa.
Mientras, las acusaciones que le atribuían Felipe y sus esbirros habían llegado ya a oídos del Temple por mediación del Papa, y estos exigieron que el monarca explicara cuáles eran exactamente los terribles pecados que se les atribuían. En este momento entró otra vez en escena el inefable Guillaume de Nogaret. Siguiendo órdenes de su señor, el de Nogaret comenzó a tejer nuevamente sus artimañas.
Y de este modo, recopiló una serie acusaciones que aludían —de forma especial— a la ceremonia de iniciación que tenían que realizar los aspirantes a templarios. Según Nogaret se obligaba a los candidatos a escupir sobre la sagrada cruz y a renegar de Dios. Además, los templarios fueron acusados de sodomía y otros actos «impuros» e inmorales, y fueron asimismo acusados de adorar un ídolo con forma de cabeza, el célebre baphomet.
Como ya habrá apreciado el lector, esta maniobra de difamación recuerda poderosamente a la que utilizó en su momento el monarca contra su anterior enemigo, Bonifacio VIII, a quien también se acusó de prácticas de brujería y otras blasfemias.
Una vez recopiladas todas aquellas acusaciones, Nogaret preparó un detallado informe y lo hizo llegar a las más altas autoridades de la Inquisición francesa. La conjura contra los templarios era ya imparable. Pocos días después, el 22 de septiembre de 1307, Felipe IV nombró a Nogaret nuevo ministro de Justicia de la corona, otorgándole plenos poderes para llevar a cabo sus vergonzosos planes.
La detención de los templarios
El 13 de septiembre de 1307 comenzaba la detención de todos los caballeros templarios presentes en suelo francés, y se procedió a confiscar todos sus bienes —ingresos de la Orden incluidos—, último y verdadero motivo de aquel complot iniciado por el rey.
La acción cogió por sorpresa a los caballeros, que fueron llevados a prisión y separados unos de otros. A partir de ese momento se pusieron en marcha los interrogatorios, con la intención de obtener la confesión de los templarios acerca de las acusaciones que habían recibido. Como es lógico, aquellos aguerridos caballeros que habían luchado en terribles batallas en Tierra Santa no cedieron ante los secuaces del rey. Así que fue necesaria la presencia de la Inquisición para lograr las confesiones aunque fuera mediante el empleo de la tortura.
Los historiadores cifran el número de caballeros templarios en Francia en unos 4.000, pero sólo existe constancia documental de interrogatorios a un millar [59]. Del resto de caballeros no se sabe si lograron escapar o murieron en la cárcel.
Y como decía, la Inquisición hizo acto de presencia y se esmeró en sus torturas. Lógicamente, las confesiones terminaron por llegar, animadas por los dolores infligidos durante los interrogatorios. Muchos caballeros reconocieron las graves acusaciones que pesaban sobre ellos, pero todas estas confesiones se produjeron bajo tortura.
Mientras esto sucedía, Clemente V todavía no había tenido conocimiento de la encarcelación de los monjes-guerreros. No fue hasta la detención del visitador general de Francia, Hugues de Pairaud, que el pontífice tuvo conocimiento por fin de lo ocurrido. De todos modos, su actuación para salir en defensa de los caballeros fue nula. Por el contrario, cuando finalmente de Molay sucumbió a la tortura y acabó aceptando parte de las acusaciones, la marioneta que era Clemente promulgó la bula Pastorales praee-minentiae, por la que ordenaba a los monarcas de la cristiandad la detención de todos los miembros pertenecientes al Temple, y la confiscación de sus bienes. Además, es posible que en el fondo el Papa no se sintiera tan a disgusto con aquella situación. También él veía con recelo el poder que ostentaba la Orden, y de hecho había intentado —sin éxito— fusionar a los templarios con los caballeros de otra Orden, los del Hospital, como forma de reducir la influencia que los caballeros templarios disfrutaban en aquel momento.
Disolución de la Orden
El siguiente episodio de esta dramática historia tuvo lugar el 16 de octubre de 1311, cuando Clemente V convocó un Concilio en la catedral de san Mauricio para poner fin a la Orden de los caballeros del Templo de Salomón. Rodeado por Felipe el Hermoso y un grueso contingente de soldados, el Papa se vio obligado a ceder ante los intereses del ambicioso y despreciable monarca. Clemente intentó retrasar la sentencia todo lo que pudo, pero ante la insistencia de Felipe, tuvo que ceder. Y así, durante el Concilio de Viena el 3 de abril de 1312, el papa proclamaba la bula Vox Clamantis y el Temple quedaba disuelto.
A esta primera medida le siguieron otras, como la publicación de la bula Ad Providam Christi Vicaria mediante la cual los bienes de los templarios —los que todavía no había robado Felipe el Hermoso, claro está— pasaban a manos de los hospitalarios. Como es lógico, aquella decisión no agradó nada a Felipe, que perdía así una oportunidad de oro —nunca mejor dicho— para recuperar su todavía maltrecha economía. El disgusto debió ser importante, ya que tan pronto tuvo conocimiento de la medida, escribió una venenosa carta al pontífice en la que se dejaban ver sus mezquinas intenciones:
En vista de que hace poco (…). Vuestra Santidad tuvo cuidado (…) de abolir el estatuto y el nombre de la antigua Orden del Temple, y que nosotros consentimos que Vuestra Beatitud, al transferir los bienes de la antigua Orden del Temple a una Orden militar nueva o antigua, disponga de ellos según lo que le parecerá a Vuestra Santidad ventajoso para Dios y para ayuda de Tierra Santa; en vista de la decisión final, tomada (…) consistió en que los bienes de la susodicha Orden, junto con los honores y cargas que lleva consigo, fueran transferidos a los hermanos y a la Orden de San Juan de Jerusalén (…) considerando que los susodichos bienes, sin embargo situados en nuestro reino, se encuentran colocados bajo nuestra custodia y jurisdicción especial y que el derecho de patronato mediato e inmediato sobre ellos nos pertenece, plenamente (…). Que, en cuanto a todos los bienes susodichos, se trabaje en destinarlos a la ayuda de Tierra Santa, hecha la deducción de los gastos necesarios para su custodia y administración [60].
El Papa debió sentir, al menos momentáneamente, algunos remordimientos en su interior por aquella falta de auxilio a los inocentes caballeros, y prometió tratar con benevolencia a los ex mandatarios de la Orden. Pero olvidó sus promesas rápidamente, ya que siguió amilanándose ante el rey francés, y terminó por publicar otra bula más, titulada Considerantes, mediante la cual se lavaba las manos en el asunto. En enero de ese mismo año de 1313, el Papa delegaba en tres subordinados para fueran ellos quienes decidiesen la suerte que habían de correr los dirigentes del Temple. Se había consumado la traición…
La maldición de Molay
Y así, finalmente, el 18 de marzo de 1314 el proceso contra los templarios llegaba a su fin. Los cuatro caballeros más destacados de la Orden, Jacques de Molay —su Gran Maestre—, Hugues de Pairaud, Geoffroy de Gonneville y Geoffroy de Charney fueron llevados hasta un estrado colocado para la ocasión frente la catedral de Notre-Dame de París.
Viendo que estaba todo perdido y que Clemente jamás movería un dedo por ayudarles Jacques de Molay tomó la palabra y ante un público asombrado proclamó:
Es justo que en un día tan terrible y en los últimos momentos de mi vida descubra toda la iniquidad del engaño y haga triunfar la verdad. Así pues, declaro a cielo y tierra, y confieso aun a costa de mi vergüenza eterna, que cometí el mayor de los crímenes, pero no ha sido más que por conveniencia de los que acusan con tanta maldad a nuestra Orden. Yo atestiguo, y la verdad me obliga a atestiguar, que es inocente. No he hecho la declaración contraria sino para interrumpir los excesivos dolores de la tortura y para conmover a los que me los hacían padecer. Conozco los suplicios infligidos a todos los caballeros que tuvieron la valentía de revocar una confesión parecida; pero el horroroso espectáculo que se me presenta no es capaz de hacerme confirmar un primer engaño con un segundo: en una condición tan infame, renuncio de buena gana a la vida.
De este modo, el Gran Maestre de los templarios retiraba la validez de su confesión, arrancada mediante la vil tortura y confirmaba su inocencia y la de los suyos. Hasta ese momento se enfrentaban a una cadena de por vida en prisión, pero por desgracia aquel gesto les convertía inmediatamente en relapsos, lo que justificaba su condena a muerte.
Los cardenales no sabían qué hacer, y decidieron escribir a Clemente V para que tomara una decisión ante aquellos sucesos. Pero Felipe IV, llenó de ira por los nuevos acontecimientos, no estaba dispuesto a esperar ni un minuto más. Tenía la excusa perfecta, y no iba a dejar escapar la sabrosa oportunidad. Así que ordenó que se preparara una hoguera sin pérdida de tiempo, que fue colocada en una pequeña isla del Sena conocida como «isla de los judíos».
Y fue así como Jacques de Molay y Geoffroy de Charney fueron ajusticiados ante el pueblo de París, devorados por las llamas de una hoguera, del mismo modo en que habían muerto los cátaros algunos años atrás.
Pero los templarios no dieron el último gusto a Felipe. Murieron con valentía y manteniendo su inocencia, para mayor disgusto del monarca.
Antes de expirar —según la leyenda— de Molay lanzó una terrible maldición contra aquellos que habían causado la desaparición de la Orden: el papa Clemente V y el rey Felipe el Hermoso fueron emplazados por el Gran Maestre templario a presentarse ante el juicio del Altísimo antes de un año.
Y así fue… El malvado monarca murió al caerse de su caballo pocos meses después. Al pontífice que traicionó a los templarios no le esperaba un destino mejor: una agresiva infección intestinal se lo llevó al otro mundo en medio de fuertes dolores. Su enfermedad había comenzado poco después de que De Molay expirara en la hoguera.
Clemente V pasó a la posteridad como un pontífice que se rindió a los deseos de un ambicioso monarca. Su curriculum se completa con la venta de cargos eclesiásticos, el vergonzoso favoritismo que mostró con muchos familiares y, no lo olvidemos, por trasladar la sede papal a Aviñón, algo que tendría graves consecuencias en los años que estaban por venir.