Nicolás Boccasino, fue —para su desgracia— lo que hoy llamaríamos un «Papa de transición», aunque seguramente a él le habría gustado disponer de más tiempo para enderezar el lamentable estado de la institución que le tocó en suerte dirigir. Boccasino, que hasta el momento de su designación había ocupado el cargo de cardenal-obispo de Ostia, había sido uno de los dos cardenales que permanecieron al lado de Bonifacio VIII durante su arresto a manos de Nogaret y sus esbirros.
Después de la penosa muerte de Bonifacio, 18 cardenales le eligieron por unanimidad como la nueva cabeza de la Iglesia. El 27 de octubre de 1303, apenas dos semanas después de la desaparición de su antecesor, fue consagrado y adoptó el nombre de Benedicto XI. Aunque había sido fiel al nefasto papa Gaetani, el nuevo pontífice fue todo lo que el anterior nunca llegó a ser: honesto, piadoso y misericordioso.
Inspirado por un auténtico deseo de dar un giro radical al rumbo que llevaba la Iglesia, Benedicto XI intentó solucionar todos los problemas que, como herencia, le dejó su antecesor. Felipe el Hermoso proclamó su obediencia al nuevo pontífice, y este retiró la excomunión que aún pesaba contra el monarca francés. Aun así, su bondad le impidió perdonar a Guillaume de Nogaret y a Sciarra Colonna, contra quienes inició un proceso legal.
Sin embargo, su tibieza lo convirtió en objetivo fácil para el resto de corruptos cardenales, que buscaban a toda costa un «Papa-títere» a quien manejar. Acosado por los vengativos e incansables miembros del clan Colonna, Benedicto XI se vio obligado a escapar precipitadamente de la Ciudad Eterna y se refugió en Parma.
Allí le alcanzó la muerte, víctima de un higo envenenado, que al parecer le sirvió una falsa monja —en realidad una asesina a sueldo disfrazada— enviada por otro de sus enemigos, el mezquino Guillermo de Nogaret. Su pontificado había durado exactamente un año y un día…