2. BONIFACIO VIII (1294-1303), LA BESTIA NEGRA

Sin duda alguna, el ascenso de Bonifacio hasta lo más alto habría sido imposible de no contar con el apoyo de Carlos II de Nápoles, quien anteriormente también había jugado un papel importante en el nombramiento de Celestino V. Sin embargo, tras conseguir la mitra papal, Bonifacio inició una política que le alejaba de la influencia de Carlos II. Tomó la decisión de trasladarse a Roma, donde fue coronado el 23 de enero de 1295. Iniciaba así una carrera en la que, cada vez más, iba a sentirse ebrio de poder y gloria.

Desde el comienzo de su gobierno, Bonifacio se lanzó a la práctica indiscriminada de la simonía y el nepotismo. Pretendía enriquecerse todo lo posible para beneficiar a su familia, los Gaetani. Para ello comenzó a usar el oro del Estado Pontificio para comprar tierras que más tarde regalaba a su familia. El Papa no estaba preocupado por tales actividades, ya que «estaba convencido de que un pontífice no podía, por definición, cometer simonía, pues él era la Iglesia y la Iglesia era él, y todo lo que poseía la Iglesia estaba a su disposición» [52].

Y así siguió Bonifacio, comprando más y más tierras para sus familiares, hasta que dicha práctica entró en conflicto con otra de las familias más importantes de Roma. Los territorios que poseía el clan de los Colonna habían quedado «atrapados» entre las tierras adquiridas por el Papa para sus sobrinos. Por si fuera poco, los enemigos naturales de los Colonna, los Orsini, estaban acercando posiciones a la familia del Papa, los Gaetani, que cada vez se hacían más poderosos.

Los miembros del clan Colonna —con los cardenales Pietro y Jacopo a la cabeza— decidieron escoger sus propios aliados. Y los encontraron en los seguidores del malogrado Celestino. Entre estos destacaba su líder, Jacopone da Todi, quien no dudó en acusar al pontífice de haber usurpado el trono que ocupaba el pobre eremita. Además, condenaba abiertamente los pecados del mismo: la simonía y la avaricia.

El enfrentamiento directo entre el Papa y los Colonna saltó definitivamente el 3 de mayo de 1297, cuando uno de los miembros del clan atacó —sin mucha inteligencia por su parte—, una caravana papal cargada de oro para comprar nuevas tierras.

Bonifacio solicitó la presencia de los cardenales Colonna y les obligó a devolver el dinero robado y a entregarle al miembro de la familia causante del atropello, un joven llamado Esteban. Además, el pontífice les imponía un castigo todavía peor: sus ciudades estarían vigiladas a partir de entonces por destacamentos militares del Estado Pontificio.

Los Colonna no podían aceptar semejante humillación, y tras convocar a toda la familia en Palestrina, su ciudad-bastión, hicieron circular por toda Roma un manifiesto en el que denunciaban las irregularidades del nombramiento del pontífice.

En respuesta, Bonifacio respondió con una bula, In excelso throno, mediante la cual excomulgaba a los dos cardenales y a toda la familia. A su vez, los Colonna volvieron a responder, esta vez acusando directamente al Papa de haber asesinado a Celestino.

Lo que vino después fue mucho peor… El Papa lanzó otra excomunión, pero esta vez declaró a sus enemigos herejes, con lo que se convertían en proscritos. Bonifacio organizó una «cruzada» contra ellos y, durante un año, se produjo una guerra que fue conquistando los territorios de los Colonna uno a uno. Cada plaza que era lograda resultaba saqueada y sus bienes, distribuidos entre la familia del Papa. Pero Bonifacio no se contentó con asesinar a los miembros de la familia, sino que hizo lo mismo con todos los campesinos que trabajaban en sus tierras. Mujeres, ancianos y niños fueron atravesados por el acero de las tropas papales. Más de seis mil personas perdieron la vida durante los ataques. Finalmente, los Colonna tuvieron que refugiarse en su sede familiar, Palestrina. Allí, bajo los mandos de Sciarra Colonna, un avezado hombre de batalla, se habían reunido todos los miembros de la familia. La ciudad era una fortaleza inexpugnable, y disponían de víveres para sobrevivir de forma indefinida. De modo que las tropas pontificias se vieron incapaces de romper aquella defensa.

Como último recurso, Bonifacio recurrió a una vil artimaña. Prometió el perdón y la restitución de sus dignidades a los cardenales Colonna. Confiados, creyeron que la palabra de aquel Papa era la palabra de un hombre de honor. Así que se rindieron. Y efectivamente, dejó libres a Pietro y Jacopo Colonna. Pero Bonifacio no había dicho nada de la ciudad. Palestrina fue arrasada hasta sus cimientos como castigo. Lo único que quedó en píe fue la catedral.

Al verse engañados, los Colonna se rebelaron de nuevo contra el malvado pontífice, lo que originó una nueva persecución, y tuvieron que huir de Roma. Eso sí, antes juraron vengarse…

Bonifacio, «el amo del mundo»

No contento con su «hazaña», y totalmente «borracho» de poder, Bonifacio VIII comenzó a verse como futuro gobernante del mundo. En sus sueños de grandeza, el pontífice aspiraba a unir en amistad a todos los reinos cristianos, y llevarlos en Cruzada contra los turcos. Se vio asimismo como mediador de conflictos entre los distintos monarcas y reinos, pero fue incapaz de cumplir sus ansias de grandeza. Uno de estos monarcas cristianos, el rey Felipe el Hermoso de Francia, iba a interponerse en sus planes…

El largo y penoso conflicto entre Francia e Inglaterra había llevado a la extenuación las arcas de ambos países. De modo que Felipe el Hermoso decidió instaurar unos impuestos a clérigos y monasterios. Bonifacio vio aquel movimiento como un ataque a su poder y, en especial, a los beneficios de la propia Iglesia. Fue así como escribió la bula Clericis laicos [53], por la que prohibía a los príncipes seculares imponer al clero cualquier tipo de impuestos sin contar con el permiso papal. Felipe no se echó para atrás y contestó a la bula papal cerrando sus fronteras a la salida de oro y expulsando a todos los extranjeros, lo que incluía a los recaudadores romanos.

Viendo que su estrategia inicial había chocado contra un sólido muro, Bonifacio trató de mejorar las relaciones con el monarca francés, por lo que permitió al clero entregar sus diezmos. Poco después, por si fuera poco, canonizó a Luis IX. El Sumo Pontífice, tan arrogante y autoconvencido de su poder en un inicio, parecía estar empezando a doblegarse. Sin embargo, aún dispuso un momento de gloria cuando, en 1300, proclamó el Año Santo Jubilar y cientos de miles de peregrinos atiborraron las calles de Roma, dejando tras de sí pingües beneficios en las arcas pontificias. Pero aquello no sólo llenó los bolsillos papales, sino también su ego. Algo, como veremos, que acabó siendo muy perjudicial para él…

Pocos meses más tarde, Felipe el Hermoso movió una nueva ficha con la detención del obispo de Pamiers, Bernardo de Saisset, a quien acusó de trabajar como espía para su temible rival: Inglaterra.

Bonifacio VIII no estaba dispuesto a aceptar una ofensa semejante, y no tardó en redactar una nueva bula con cierto tono irónico y paternalista, la Ausculta, fili —«Escucha, hijo»— en la que exigía la liberación del obispo y solicitaba la presencia de Felipe en Roma, acompañado de los obispos franceses para ser sometido a juicio por su atrevimiento.

Sin embargo Felipe IV el Hermoso no se amedrentó, sino que por el contrario, secuestró la bula e hizo publicar una respuesta que dejase en ridículo al pontífice. Más o menos, dicha contestación se expresaba en los siguientes términos:

Felipe a Bonifacio, a quien mucho se guardará de saludar. Tu desmesurada simpleza debería saber que en los asuntos temporales, no nos sometemos a nadie… y quien lo entendiera de otro modo sería un tonto.

A partir de ese momento los sucesos se desencadenaron con gran rapidez. Felipe, junto a numerosos obispos, proclamó la independencia del monarca francés el 10 de abril de 1302 en la catedral de Notre-Dame de París. Por su parte, Bonifacio logró atraer a su causa a más de treinta obispos galos, que acudieron a Roma, quebrantando una prohibición expresa realizada por Felipe. Durante aquel histórico sínodo se redactó la célebre bula Unam Sanctam, que fue promulgada el 18 de noviembre de aquel mismo año. El documento papal terminaba con las siguientes palabras de Bonifacio VIII:

Nos decimos, declaramos, definimos y proclamamos que es absolutamente necesario a toda criatura humana someterse al pontífice romano para salvar su alma.

Felipe no podía quedar impasible ante semejante ofensa, si no quería verse deslegitimizado ante sus súbditos. Era su trono lo que estaba en juego. Y así, sin dudarlo un momento, puso en marcha una estrategia que le dio muy buen resultado y que, como veremos en páginas posteriores, volvería a utilizar más adelante: al año siguiente organizó una asamblea en la que se formularon gravísimas acusaciones contra el pontífice. Concretamente, Felipe el Hermoso acusó a Bonifacio de herejía, simonía, y prácticas de brujería. Además, el Papa también habría sido el causante de la muerte de su antecesor, el bueno de Celestino V, no creía en la inmortalidad del alma y, lo que era peor de todo: estaba poseído por el demonio [54].

Como ya vimos antes, algunas de estas acusaciones eran totalmente fundadas. No eran pocos los pecados de este nefasto y poderoso pontífice y algunos cronistas de la época dejaron registradas célebres frases que Bonifacio no tuvo reparo en pronunciar delante de numerosos testigos. «El darse placer a uno mismo, con mujeres o con niños, es tanto pecado como frotarse las manos», había declarado en una ocasión. Otras eran incluso más graves —desde el punto de vista religioso— tratándose del máximo dirigente de la Iglesia:

El hombre tiene tanta esperanza de sobrevivir después de la muerte como ese pollo asado que hay sobre la mesa del banquete.

La efectista jugada de Felipe obtuvo su respuesta en forma de respaldo de la nobleza y la burguesía para que el monarca francés detuviera y sometiera a juicio al «oscuro» pontífice. El siguiente movimiento consistió en ordenar a su canciller Guillaume de Nogaret que capturara al Papa. Nogaret fue igualmente astuto, y no tardó en llegar a un acuerdo con Sciarra Colonna, el guerrero de la familia que había sido expoliada y vejada por Bonifacio tiempo atrás. Ahora podrían cobrarse la venganza que tanto deseaban.

«Morirás como un perro…»

Por su parte, viendo que la situación no era nada halagüeña, Bonifacio huyó a cobijarse en su residencia de Agnani, su ciudad natal. El 7 de septiembre de 1303 Nogaret llegaba hasta el refugio papal acompañado por trescientos caballeros franceses y las tropas de la familia Colonna.

Parece ser que todos los miembros de la curia que habían acompañado a Bonifacio —a excepción de los cardenales Bocassino y Pedro— escaparon como alma que lleva el diablo, dejando al pontífice «sólo ante el peligro». Así fue como Nogaret y sus aliados encontraron a Bonifacio sentado en su trono, ataviado con los atributos papales y dispuesto a recibir la muerte a manos de sus enemigos. Pero Nogaret —a pesar de las quejas de Sciarra— se conformó, por el momento, con su detención. Durante los tres días que estuvo encarcelado, el Papa se negó a beber ni comer, por temor a ser envenenado.

Sin embargo su prisión no duró mucho. El pueblo de Agnani se levantó en armas, logrando la liberación de su insigne paisano.

De todos modos, y para desgracia de Bonifacio VIII —a quien Dante sitúa en uno de los infiernos de su Divina Comedia con el apodo de «Bestia Negra»— su suerte ya estaba echada. El 25 de ese mes de septiembre se trasladó a Roma, donde falleció pocos días después, el 11 de octubre de 1303.

Existen ciertas discrepancias entre los autores que mencionan la muerte de Bonifacio VIII. Unos señalan que fueron las fuertes fiebres sufridas a consecuencia de los graves episodios que le tocó vivir las que le llevaron a la tumba. Otros estudiosos, sin embargo, aseguran que Bonifacio perdió el juicio tras la humillación recibida de sus enemigos, y que un día, en un brote de furia, se golpeó la cabeza contra la pared y se mordió los brazos hasta morir.

El terrible final que le había tocado en suerte vivir confirmaba de manera asombrosa la «profecía» que su antecesor, el eremita Celestino, habría pronunciado tras su detención en la prisión-fortaleza de Fumona: «Has entrado como un zorro, gobernarás como un león… y morirás como un perro»[55].

Felipe el Hermoso había ganado su particular guerra contra el papado…