1. CELESTINO V (1294), EL PAPA EREMITA QUE DIMITIÓ

La de Celestino V es, sin duda, una de las historias más conmovedoras, llamativas y a la vez terribles de la historia del pontificado.

Tras la muerte del papa Nicolás IV (1288-1292), la elección de un nuevo pontífice se hizo esperar. Durante espacio de dos años, el trono de san Pedro estuvo vacío. La causa se encontraba en los intereses de cuatro facciones distintas, encarnadas por los Orsini, los Colonna, Carlos II de Anjou y la parte más espiritualista de los franciscanos que, con su enfrentamiento, imposibilitaban la elección de un nuevo Vicario de Cristo. Las dos grandes familias aspiraban a ver dignificados sus apellidos con la elección de un familiar; Carlos II buscaba la designación de un Papa que le permitiera llevar a cabo fácilmente sus pretensiones: entre ellas, la reconquista de Sicilia; por su parte, los franciscanos —que representaban a la mayor parte de la cristiandad—, querían a un hombre santo verdaderamente preocupado de los asuntos del alma, y no de la política y las conjuras mundanas.

El de Anjou intuyó que el candidato franciscano se adaptaba perfectamente a sus pretensiones: un hombre santo, ajeno a las intrigas, sería más fácil de manipular a voluntad. Así, con el apoyo de Carlos II de Anjou, los franciscanos lograron finalmente elegir a su favorito. El pobre anciano, alejado del mundo, ni siquiera podía imaginarse lo que estaba a punto de venírsele encima. Pero ¿quién era el elegido para gobernar los designios de toda la cristiandad?

Pietro Angelari de Murrone, había nacido en Isernia —Apeninos Italianos—, en el seno de una familia humilde. Siendo todavía un adolescente ingresó en la Orden de los benedictinos y su recogimiento espiritual le llevó a hacerse eremita en el desierto del monte Maiella, entre los Estados Pontificios y la región de Nápoles. Llevó una vida ascética, teniendo la costumbre de ayunar a diario —exceptuando los domingos—, y cuatro veces al año tenía por costumbre someterse a una penitencia de cuarenta días, tres de los cuáles los pasaba únicamente a pan y agua. Ya en aquella época causó la admiración en numerosos monjes, y fueron muchos los que quisieron seguir su ejemplo, por lo que fundó la Orden de los Celestinos, que fue aprobada por Urbano IV en 1264.

Ese era el hombre a quien tuvieron que encontrar los cardenales encargados de anunciarle la feliz noticia. Y digo encontrar porque los prelados tuvieron que escalar una de las cumbres de los Abruzaos para dar con él. Finalmente, cuando alcanzaron el lugar en el que se guarecía Pietro desde hacía medio siglo, apenas pudieron entrever, a través de una pequeña abertura, un rostro barbudo y demacrado y escuchar una voz que les rogaba que se dejaran de bromas pesadas. En un principio Angelari se negó a atender sus peticiones, pero los cardenales insistieron, recordándole los grandes servicios que había prestado a la Iglesia, la congregación de benedictinos que había creado… Nada de lo anterior parecía persuadirle, hasta que los encargados de su búsqueda mencionaron acertadamente una profecía secular que anunciaba a un misterioso papa «angélico». Le señalaron la curiosa coincidencia de que él, precisamente, se apellidaba Angelari.

Finalmente el anciano eremita cedió, y decidió acompañar a los emisarios. Poco después entraba, montado en un asno a la manera de Jesús el Domingo de Ramos, en la ciudad de Aquila, donde fue consagrado nuevo pontífice con el nombre de Celestino V.

Carlos II de Anjou no quiso esperar para comenzar su juego político y comenzó a mover sus fichas: convenció al recién nombrado Papa de que estaría más seguro y protegido junto a él, en Nápoles. Poco a poco Carlos II fue manipulándole, y días después logró que Celestino nombrara doce cardenales, todos ellos amigos del monarca y, siete de ellos, de nacionalidad francesa. También le urgió a que nombrara un nuevo obispo de Toulouse; casualmente, el propuesto por el monarca para ocupar el cargo no era otro que un joven llamado Luis, hijo del propio Carlos II.

El pobre Celestino comprendió en seguida el juego al que estaba siendo sometido. Pronto se sintió incapaz de corresponder como era debido a las exigencias de su cargo: el trono de san Pedro le quedaba realmente grande. Además echaba terriblemente de menos su vida anterior y, para colmo de males, muchas noches, mientras rezaba en su humilde celda, Celestino escuchaba una voz que decía ser la del Altísimo y que le instaba a renunciar a su cargo [50]. Finalmente, agobiado por la presión y deseoso de volver a su tranquila vida de eremita, el 13 de diciembre de 1294 Celestino V leyó, ante todos los cardenales reunidos, su acta de abdicación [51], una decisión tomada por: «…el deseo por humildad, por una vida más pura, por una conciencia inmaculada, las deficiencias de mi fortaleza física, mi ignorancia, la perversidad de la gente, el anhelo de mi vida anterior…».

Once días más tarde, el 24 de diciembre de 1294, la cristiandad «disfrutaba» ya de un nuevo Papa: el cardenal Gaetani, que había ayudado al anterior pontífice a redactar su renuncia, era designado sucesor bajo el nombre de Bonifacio VIII.

Pero el pobre Celestino, pese a sus íntimos deseos, no pudo regresar a su plácida y sencilla vida anterior. El nuevo pontífice, temiendo que los partidarios de Celestino no aceptaran la abdicación y acabara convirtiéndose en antipapa, no lo dudó ni un momento, y para desolación de este ordenó que se trasladara con él hasta Roma para tenerlo así controlado. Sin embargo, el anciano eremita logró escapar durante el viaje. A sus ochenta años, Celestino se echó a la montaña —aquella que tanto amaba— en un intento por escapar a sus perseguidores.

Sin embargo, el eremita sabía que Bonifacio no iba a descansar hasta dar con él, por lo que se dispuso a cruzar el Adriático, quizá con la esperanza de huir a Grecia o a Dalmacia. Logró zarpar en una embarcación, pero la suerte no parecía acompañarle, ya que unos fuertes vientos en contra le obligaron a regresar a la costa. Allí fue apresado de nuevo por los emisarios del Papa, quienes le encarcelaron en la fortaleza de Fumona. Al parecer, la celda en la que fue recluido era todavía más angosta que su eremitorio en las montañas, ya que para descansar Celestino tenía que apoyar la cabeza en un pequeño escalón de un altar colocado por orden de Bonifacio VIII.

Allí, entre los muros de Fumona, acabó sus días aquel sencillo y piadoso eremita, meses después, víctima de las intrigas de las que nunca quiso formar parte…