Pero además de las que tuvieron como escenario a Tierra Santa, hubo otras cruzadas que fueron igualmente sangrientas e injustas. Dos de las más importantes tuvieron lugar —una en Francia y la otra en Constantinopla— durante el pontificado del Vicario de Cristo que conoceremos a continuación.
Lotario di Segni llegó al mundo en la localidad de Anagni en el año 1160. Cuando era sólo un muchacho, inició los estudios de teología en la Universidad de París, que más tarde completaría con los de derecho en Bolonia. Pero además de una sólida formación, Lotario tenía otras «virtudes» que le empujarían hasta la silla de san Pedro años más tarde.
En especial, fue su tío, el papa Clemente III (1187-1191) quien le abrió las puertas del éxito, al concederle la distinción púrpura en 1189, cuando tenía sólo 29 años. Fue también gracias a él que dispuso de una inmejorable escuela sobre las intrigas y los entresijos de la curia, lo que le sería de gran ayuda una vez consagrado Papa.
Esto último ocurrió en 1198, y decidió adoptar el nombre de Inocencio III. Poco después de tomar el poder, el nuevo pontífice se lanzó a restaurar la autoridad papal en Roma y los Estados Pontificios. La mejor forma de protegerse ante posibles agresiones era adueñándose de los territorios colindantes, y así lo hizo.
Sin duda alguna, durante su gobierno el poder del Papa llegó a sus cotas más altas, e Inocencio no dejó pasar ninguna oportunidad para dejarlo bien claro. En cierta ocasión, con motivo de una misiva al patriarca de Constantinopla, Inocencio se expresó en estos términos: «Cuando Jesús dijo a Pedro “Apacienta mis corderos”, no le pidió sólo que guiara su Iglesia, sino que gobernara todo el Universo». ¡Ahí es nada…! Inocencio III quiso dejar muy claro que la autoridad del Papa estaba por encima de cualquier hombre, fuera este monarca o emperador. Proclamó una bula papal, De contemptu mundi, donde plasmaba toda su doctrina teocrática: como representante de Dios sobre la tierra, el papa tiene poder sobre cualquier hombre, rey o emperador, y posee la potestad de coronar o deponer a su antojo.
Al igual que algunos de sus antecesores en el trono, Inocencio también quiso pasar a la historia como un Papa promotor de Cruzadas, y liberador de Tierra Santa. Así que no dudó en predicar la Cuarta Cruzada (1202-1204), que en un principio tenía como finalidad el ataque contra territorios egipcios. Sin embargo, los venecianos —auténticos patrocinadores de aquella empresa— desviaron las tropas y se dirigieron a Constantinopla, provocando una de las mayores atrocidades en nombre de Dios —en este caso del dios dinero— que se recuerdan. En un principio Inocencio condenó aquella descontrolada acción, pero luego decidió aprovecharla para intentar la sumisión de la Iglesia griega.
La masacre de los hombres buenos
Pero sin lugar a dudas, el suceso más célebre vinculado con el derramamiento de sangre motivado por las decisiones de Inocencio III tuvo lugar en territorio francés.
Ya desde el momento de su elección, el Sumo Pontífice emprendió una clara política destinada a imponer la supremacía de la Iglesia frente a las diversas herejías que amenazaban a la «verdadera» doctrina.
A mediados del siglo XII había comenzado a destacar de forma especial una «nueva» herejía en diversas partes de Europa, aunque con mayor fuerza en varias regiones del sur de Francia, y que acabaría cobrando especial importancia ya entrado el siglo XIII: el catarismo.
Pero antes de adentrarnos en los sucesos históricos que ocurrieron en el sur francés, y en los que jugó un papel principal el papa Inocencio III y sus inmediatos sucesores, es necesario que conozcamos, aunque sea brevemente, las bases del pensamiento cátaro.
En realidad la herejía catara, aunque medieval, sentaba sus bases muchos siglos atrás, en tierras de Oriente. Su origen parece estar en el zoroastrismo, una de las creencias más antiguas que se practicaron en Oriente Próximo. Podemos seguir su rastro en el maniqueísmo surgido siglos después, hacia el siglo III a. C., cuando el persa Maní gestó una nueva filosofía heredera del zoroastrismo. El maniqueísmo supuso un peligro para el cristianismo primitivo, aunque también influyó en buena medida a la hora de alimentar y desarrollar algunas de sus creencias. Incluso el célebre filósofo san Agustín, uno de los mayores teólogos que ha dado el cristianismo, bebió en sus inicios —aunque más tarde lo rechazara— de los preceptos maniqueos.
Tras la definitiva imposición del cristianismo y su adopción como religión oficial del Imperio Romano, el maniqueísmo y otras corrientes gnósticas parecieron ir diluyéndose, aunque en realidad su semilla seguía germinando lentamente en algunos lugares. Y es así como en la Baja Edad Media empiezan a despertar nuevamente estas ideas, y aparecieron los llamados bogomilos [40], herederos de aquella doctrina, que se extendieron rápidamente por los territorios del Imperio Bizantino a principios del siglo XI. Ya entonces sufrieron la persecución de Roma, y muchos de ellos acabaron quemados en la hoguera por herejes. Cuando algún tiempo más tarde el territorio de la actual Bulgaria —donde también tenían una importante presencia— se desgajó del imperio de Bizancio, sus líderes declararon el credo católico como oficial, y los bogomilos que allí vivían sufrieron una nueva y cruenta persecución.
Oprimidos por la intolerancia, aquellos hombres tuvieron que emigrar forzosamente, y comenzaron un nuevo periplo que les llevó a tierras de Occidente a finales del siglo XI. Y así se establecieron en territorios europeos como la Lombardía (Italia) y especialmente el Languedoc, que sería el escenario de los hechos que relataremos un poco más tarde.
Y fue así como esta filosofía fue extendiéndose por dichos territorios, muchos de cuyos habitantes fueron adoptando de buena gana aquella creencia.
Como explica Jesús Ávila Granados [41], la nueva doctrina tuvo una gran aceptación en esas tierras debido especialmente a dos elementos: la Iglesia de la época era extremadamente rica, y sus mandatarios y ministros no predicaban con el ejemplo. Además, el feudalismo del momento suponía una tiranía sobre el campesinado, la clase más pobre y perjudicada.
La doctrina cátara
Los seguidores de esta herejía comenzaron a ser conocidos como albigenses —debido a que muchos de ellos se encontraban reunidos en la ciudad de Albi—, aunque a sí mismos preferían llamarse cátaros —del griego kazaros, «puro».
Los cátaros defendían la existencia de dos principios supremos: el Bien, creador de los espíritus, y el Mal, creador de todo lo material.
A partir de esta dualidad, el cátaro admite un mundo de mezcla en el que las almas celestes, seducidas por el Principio o ángel del Mal, se encuentran aprisionadas por la materia de la que no podrán salir, sino a través de sucesivas purificaciones en una incesante reencarnación [42].
Tras la muerte, el alma se ve liberada de esa terrible cárcel que es el cuerpo material, y será trasladada al reino celeste por el propio espíritu.
Los Bons Hommes —«hombres buenos»—, como también se conocía a los cátaros, aborrecían el consumo de carne y lácteos, carecían de bienes y no podían guerrear ni jurar. Estas prohibiciones se daban especialmente en el caso de los Perfectos, cátaros en los que, según su creencia, el espíritu había tomado dominio del alma durante la vida terrena. El resto de cátaros —denominados Creyentes— no habían alcanzado todavía ese grado, por lo que no se veían sujetos a normas tan estrictas, pudiendo comer carne y poseer bienes privados, además de que se les permitía la unión matrimonial y las relaciones sexuales. Lo que sí compartían tanto Perfectos como Creyentes era el rechazo a la matanza de animales, la pena de muerte y la guerra.
En lo doctrinal, los cátaros no creían que Jesús fuera un Dios, ni tampoco que hubiera muerto realmente en la cruz, ya que aseguraban que era en realidad un ángel con cuerpo aparente y por lo tanto no podía morir. Esto excluía su supuesta resurrección. Sí aceptaban, por el contrario, que tras el nacimiento de Jesús la humanidad se había visto liberada del principio del mal. A pesar de estas peculiaridades doctrinales, los cátaros se consideraban cristianos —«buenos cristianos»— y leían el Nuevo Testamento.
Sin embargo, eran muy críticos con la Iglesia Católica y su poder temporal y con todos aquellos sacramentos materiales y su imaginería de cruces y esculturas, y la consideraban la «gran Babilonia, la cortesana, la basílica del diablo y sinagoga de Satán» [43].
Sin duda, ese fue para Roma el punto más inaceptable de toda la herejía catara…
El enfrentamiento
Como ya hemos dicho, la nueva filosofía recibió una buena acogida en la región occitana. Esta zona del sur de Francia, que fue casi con total seguridad la más culta de la época, disfrutó además de una especial permisividad por parte de los señores feudales de la zona. Y en ocasiones algo más que eso, como ocurría con Raimundo IV de Toulouse, que se hacía acompañar siempre de un grupo de Perfectos por si necesitaba que estos le administraran el consolamentum [44] en momentos de peligro. Otros miembros de la nobleza, como las damas Esclaramunda y Filipa, hermanas de Ramón Roger de Foix, fueron conocidas defensoras y practicantes de la doctrina de los hombres buenos.
Es en este contexto en el que comienzan las primeras actuaciones de la Iglesia frente a la cada vez más influyente herejía.
En 1119, el papa Calixto II proclamó la celebración de un Concilio en Toulouse, cuya finalidad era la de condenar aquella incómoda e insultante herejía. De aquel Concilio surgieron las primeras persecuciones contra los cátaros, y fue la primera ocasión que tuvo un Papa de mancharse las manos con la sangre de los albigenses. Sin embargo, la represión no tuvo el efecto esperado. Más bien ocurrió todo lo contrario, ya que, al igual que había sucedido con los primeros cristianos, aquella persecución sirvió para reforzar aún más su fe en sus creencias.
La siguiente iniciativa vino de la mano del papa Eugenio III. En 1145 envió a su legado, el cardenal Alberico de Ostia, para que pusiera fin al desarrollo de la herejía en el Languedoc. Tampoco tuvo éxito, por lo que hubo de recurrir a la ayuda del célebre fundador del Císter, san Bernardo de Claraval. El santo viajó hasta la zona con la intención de convencer a los herejes que sus creencias eran equivocadas. Lo máximo que consiguió fue una promesa de que regresarían a la ortodoxia, pero aquello no se cumplió…
Algunos años más tarde, en 1163, el papa Alejandro III convocó un Concilio en la ciudad de Tours, donde hizo especial referencia al «problema» cátaro [45]. Allí se organizaron las primeras medidas, y los obispos de la zona recibieron la orden de anatemizar a todos aquellos que dieran cobijo a los «terribles» herejes.
Durante los años sucesivos, la Iglesia envió nuevas misiones para atajar el problema, pero los cátaros eran testarudos y de firmes convicciones, y no estaban dispuestos a ceder ante aquellas presiones llegadas desde la corrupta Iglesia de Roma. Hasta que Inocencio III llegó al poder en 1198…
El nuevo pontífice encomendó a los monjes cistercienses —encabezados por Pierre de Casteinau, Raoul de Fonfroide y Arnaud Almaric— que acabaran con los cátaros mediante la predicación, aunque su empeño cosechó escasos éxitos.
Más tarde, entre 1203 y 1205, son los españoles Domingo de Guzmán [46] y Diego de Osma los elegidos para continuar la tarea. Estos eligieron la predicación y el debate directo con los Perfectos cátaros, acompañando su discurso de un aspecto de austeridad y pobreza, que creían más afín a aquellos herejes. Incluso llegaron a organizar charlas con la intención de dejarlos en ridículo dialécticamente y traerlos de vuelta al «redil». Pero todo fue en vano. Paralelamente, se había intentado convencer a los señores feudales para que actuasen con mano firme contra la herejía, pero la mayoría, como Raimundo IX, se negaron a ello.
Comienza la Cruzada
No sabemos si esta situación se habría prolongado durante mucho tiempo más, pero lo cierto es que un oscuro suceso vino a desencadenar los hechos, dando lugar a una terrible barbarie. Pierre de Casteinau, el legado pontificio, fue asesinado en 1208, después de que tratara de convencer —sin éxito— al noble Raimundo VI de Toulouse de que iniciara una cruzada contra sus vasallos cátaros. Todavía hoy existen dudas acerca de la autoría del crimen, y algunos autores han llegado a sugerir que el asesinato pudo ser inspirado por la propia Iglesia o por nobles del norte para servir de excusa a la acción armada.
De cualquier modo, aquella muerte supuso el detonante definitivo para que el Papa decidiera abandonar la salida pacífica y diplomática y se decantará por la vía de las armas.
Inocencio III llamó a la Cruzada al rey de Francia y los nobles del norte, además de a todos los obispos y arzobispos. El Papa prometió a aquellos que participasen en ella el derecho de saqueo, por el cual podrían quedarse con las tierras de los vencidos, además de beneficiarse de las habituales indulgencias plenarias. De modo que la guerra contra los herejes cátaros no sólo despertó el fervor religioso, sino también el material, ya que la Cruzada era una oportunidad perfecta para los señores y nobles del norte de adueñarse de las tierras más ricas del sur francés.
Y así fue como la sangre bañó aquellas tierras… En verano de 1209 un numeroso contingente [47] de cruzados alcanzó las tierras del Languedoc. La leyenda ha atribuido al legado pontificio, el cisterciense Arnaud Amalric la célebre frase: «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos», en respuesta a la pregunta de uno de los cruzados que quiso saber cómo iban a reconocer a los católicos de los herejes.
Si no fue exactamente así, debió ser algo muy parecido, ya que unas 30.000 almas se perdieron durante el saqueo de Béziers el 20 de julio de aquel año. 7.000 de ellas fueron asesinadas durante la quema de la iglesia de la Magdalena. Después los cruzados se abandonaron a una orgía de sangre, destrucción y saqueo, hasta que no quedó nadie a quien atravesar con el acero de las espadas.
Tras la barbarie de Béziers, el segundo bastión cátaro en sufrir el azote de los cruzados fue la ciudad fortificada de Carcassone. Aunque no ofreció tantas facilidades como la anterior población, finalmente los ejércitos convocados por Inocencio III y dirigidos por el noble Simón de Monfort, acabaron alzándose con la victoria tras un penoso asedio. La ciudad se rindió, pero los cruzados no cumplieron con el trato acordado y, tras arrasar aquellas tierras, los nobles del norte se repartieron la «tarta» a su antojo.
El terror no terminó allí. Las tropas de Monfort, acompañadas por el no menos sangriento y despreciable Arnaud Amalric, siguieron cometiendo atrocidades allí por donde pasaban. Ya entonces comenzó una práctica que se institucionalizaría tiempo después: la quema de herejes en grandes hogueras.
De modo que el cátaro que no tenía la «suerte» de perecer atravesado por una espada, acababa muriendo entre terribles tormentos. En la localidad de Minerve, en el año 1210, fueron consumidos por el fuego justiciero 140 cátaros. Sesenta más perdieron la vida en idéntico castigo en Cassis, y 400 aullaron de dolor abrasados por las llamas en la población de Lavour.
En 1213, durante la batalla de Muret, perdía la vida a manos de las tropas de Monfort el rey Pedro II de Aragón, que había acudido en defensa de sus parientes. Poco después caería Toulouse…
El siguiente gesto de Inocencio III se produjo en 1215, con la celebración del IV Concilio de Letrán, el más importante de los medievales, y que representó la máxima expresión de la teocracia pontificia. Allí se produjo la condena definitiva del catarismo, además de confirmarse la confiscación de las posesiones del conde Ramón IV de Toulouse y la condena de la doctrina mística de Joaquín da Fiore…
Un año después, en 1216, Inocencio III dejó este mundo. Su sustituto, Honorio III, continuará la terrible labor iniciada por su antecesor en la cruzada contra los cátaros.