1. URBANO II (1088-1099), LA PRIMERA CRUZADA: «¡DIOS LO QUIERE!»

En el año 1095, una multitud inquieta esperaba junto a la iglesia de la localidad francesa de Clermont. En su interior, cardenales, obispos, nobles y el mismísimo papa Urbano II celebraban un Concilio cuyas decisiones iban a cambiar para siempre el curso de la historia… Una vez acabadas las deliberaciones, el pontífice se asomó a la rebosante plaza y, en medio de un gran silencio, proclamó:

Lo que nos ha reunido aquí es el inminente peligro que os amenaza, no sólo a vosotros, sino a todos los fíeles. De los confines de Jerusalén y de la ciudad de Dios… han invadido las tierras de aquellos cristianos y las han despoblado con la espada, el pillaje y el fuego. [34]

Urbano II continuó su discurso enumerando los atroces delitos cometidos por las hordas turcas: la profanación y saqueo de iglesias, la violación de mujeres y el asesinato y tortura de los hombres. Explicó además, de manera explícita, algunas de las supuestas salvajadas cometidas por los infieles, que incluían hacer un agujero en el ombligo y, tras sacar parte del intestino, se ataba a un palo y se hacía correr al sufrido cristiano, de modo que se le salían las tripas por completo…

El pontífice terminó su exaltada arenga animando al populacho:

¿A quién, pues, incumbe vengar estas injurias y recobrar estas tierras sino a vosotros? Tomad el camino del Santo Sepulcro, arrancad aquellos lugares del poder de esa malvada raza y queden bajo vuestro dominio…

El pueblo, enfervorecido por el discurso del pontífice, contestó con gritos unánimes: ¡Dieu U volt! «¡Dios lo quiere!». Este sería, a partir de ese mismo momento, el grito de guerra «oficial» contra el enemigo infiel. Urbano estableció además que todos los cristianos que participaran en la lucha santa debían llevar sobre su manto o túnica el símbolo de la cruz. Dicen las crónicas que muchos de los presentes hicieron jirones con sus ropas y, en ese mismo momento, improvisaron una cruz sobre sus vestimentas.

Así nacía la Primera Cruzada, y miles de personas abandonaron la vida que llevaban hasta ese momento para unirse y dirigirse hacia Ultramar [35].

Origen de las Cruzadas

El germen de la Primera Cruzada surgió de la amenaza existente contra Constantinopla por parte de los turcos selyúcidas. En el año 1071, estos habían derrotado a un poderoso ejército bizantino durante la batalla de Manzikert, y después iniciaron una imparable marcha hacia Asia Menor que despojó a Bizancio de más de la mitad de sus posesiones.

Estos hechos llevaron al emperador Miguel VII a pedir ayuda a la cristiandad de Occidente dos años después, en 1073, cuando apenas habían transcurrido veinte años desde la separación de las iglesias de Occidente y Oriente. El entonces papa Gregorio VII atendió amablemente a los emisarios enviados por el emperador, pero no pudo satisfacer sus peticiones ya que él mismo se enfrentaba a graves problemas causados por los adversarios de la reforma de la Iglesia.

Mientras, los turcos continuaban imparables su avance contra los dominios de Bizancio. Otro emperador, Alejo Comneno pidió de nuevo ayuda al pontífice correspondiente, Urbano II, destacando la necesidad de arrojar al peligroso islam de los territorios tradicionalmente cristianos.

Fue así como, finalmente, Urbano decidió convocar el Concilio y poner en marcha todos los preparativos para ayudar a Bizancio y liberar los Santos Lugares. Es evidente que, además del motivo piadoso de recuperar Jerusalén y el resto de territorios sagrados, el papa y los nobles que participaron en la Cruzada tenían también en mente las inmensas riquezas que les esperaban en Ultramar.

La «Cruzada de los Pobres»

Urbano II y los nobles organizaron una expedición oficial, formada por tropas de distintos territorios. Sin embargo, hubo otra «cruzada», más popular, organizada por Pedro, un ermitaño de Amiens. Pedro el ermitaño logró convocar a miles de personas, especialmente franceses y alemanes, que siguieron sus arengas. Se calcula que unas 50.000 personas —familias enteras incluidas— secundaron la llamada del ermitaño. Pero las ansias de liberar al mundo de los infieles se escapó de las manos de Pedro de Amiens, convirtiéndose en una matanza descontrolada. En Alemania, algunos aspirantes a cruzados pensaron que la mejor forma de entrenarse e ir probando sus aceros pasaba por eliminar a los judíos de ciudades como Maguncia, Spira o Worms. Y así lo hicieron… Miles de judíos fueron linchados en Colonia, a pesar de que el arzobispo de la ciudad intentó evitarlo cobijándolos en su propio palacio [36].

Las atrocidades no quedaron ahí. Durante el camino, los miembros de la «cruzada del pueblo» consideraron que los ricos labriegos de Hungría también tenían aspecto de infieles, así que mataron a cuatro mil de ellos en un sólo día, y expoliaron sus posesiones. Los que sobrevivieron, eso sí, tomaron justa venganza mientras los cruzados dormían al calor de las hogueras, y envenenando los pozos cercanos arrojando reses muertas en su interior.

Pese al «arrojo» y el fervor mostrado por los cruzados de Pedro el Ermitaño, el duro y peligroso camino que tenían por delante pudo con muchos de ellos. La gran mayoría sucumbió a las enfermedades y el cansancio, y sólo unos pocos alcanzaron Constantinopla en el año 1096. Alejo Comneno, el emperador, vio que aquella descontrolada turba podía ser peligrosa, así que se los quitó rápidamente de encima embarcándolos en dirección a Asia Menor, donde los turcos dieron buena cuenta de ellos con gran facilidad. La llamada «Cruzada del Pueblo o de los pobres» había sido un completo y absoluto desastre…

No ocurrió lo mismo con la Cruzada «oficial», organizada por el papa Urbano II y los nobles cristianos. En 1097, las tropas francesas, alemanas, flamencas, provenzales, sicilianas y normandas confluyeron en Constantinopla. A finales de ese mismo año ya habían recuperado para Alejo los territorios de Asia Menor, y los cruzados se dirigieron al sur para conquistar en beneficio propio las grandes ciudades de Edessa, Antioquía y Trípoli.

La sangrienta toma de la Ciudad Santa

La plaza más importante, Jerusalén, tuvo que esperar un poco más. Hasta que el 1.5 de julio de 1099, tras un asedio de cinco semanas, los guerreros cristianos comandados por Godofredo de Boullion y su hermano Balduino de Bolonia entraban a la fuerza en la Ciudad Santa.

En medio de un calor sofocante, los musulmanes que defendían Jerusalén observaron incrédulos una insólita escena. Tras realizar oficios en el Monte de los Olivos, desarmados y haciendo sonar trompetas, los cruzados iniciaron una procesión solemne en torno a las murallas de la Ciudad Santa [37]. Como es lógico, aquel sorprendente gesto no tenía ninguna probabilidad de éxito. La procesión ceremonial pretendía reproducir el prodigio bíblico de Josué, cuando, siguiendo las instrucciones de Yahvé, el celoso Señor de los Ejércitos de Israel, consiguió derribar milagrosamente las altas y orgullosas murallas de Jericó.

En el caso de los cruzados, el rito no obtuvo el mismo resultado. Sin embargo, sí alimentó su fiera determinación. Los ejércitos cristianos construyeron torres improvisadas y se lanzaron al asalto de la ciudad. El 15 de julio una avanzadilla comandada por Godofredo de Boullion y su hermano consiguió aproximar su torre a la muralla para tender un puente y traspasarla. Eran apenas medio centenar de hombres, pero lograron llegar a una de las puertas y permitieron la entrada del grueso de la tropa.

Una vez abierta la brecha, los cruzados se lanzaron —ahora sí— a reproducir el drama de Jericó. Bajo el Sol de fuego se entregaron a una matanza inmisericorde. No bastó el degüello de los defensores. Imitando la hazaña de Josué, los cruzados se entregaron a una masacre feroz de la población, sin distinguir musulmanes de judíos, ni hombres armados de ancianos, mujeres y niños de pecho. No fue esta la victoria de un amable y dulce Jesús, sino la de un cruel y vengativo Yahvé bíblico, que reiteradamente había ordenado el genocidio sistemático de los pueblos asentados en Palestina, sin respetar sexo ni edad.

El cronista Raymond d’Aguilers dejó constancia por escrito de aquella terrible escena:

Incontables sarracenos fueron decapitados; otros fueron sometidos a tormento durante días, para entregarlos finalmente a las llamas. En las calles se amontonaban las cabezas, las manos y los pies cortados, y apenas se podía avanzar sin saltar sobre cadáveres de caballos y seres humanos…

Además de estas atrocidades, los cronistas también relatan cómo los cristianos abrían en canal los cadáveres de los musulmanes, para comprobar si, como se decía, había oro en su interior. Al no encontrar tan preciado material, decidían consolarse asando su carne, que los textos describen como «más sabrosa que la de la pavo con especias».

Aquel gusto por tan exótica «gastronomía» no fue algo exclusivo de la toma de Jerusalén. El año anterior, tras el asedio y la posterior toma de la ciudad de Maarat (Siria), los cruzados habían dado muestras de ser unos imaginativos gourmets. Así lo relató el cronista Raoul de Caen en sus textos:

En Maarat, los nuestros cocían a los paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados.

Si alguien duda de la veracidad de tales sucesos, sólo tiene que consultar las propias misivas enviadas por los oficiales cristianos a la Santa Sede [38].

Un hambre terrible asaltó al ejército en Maarat y lo puso en la cruel necesidad de alimentarse de los cadáveres de los sarracenos.

No se puede culpar directamente al papa Urbano II de todas estas tropelías, pero sin duda el ofrecimiento de la indulgencia plenaria —el perdón de todos los pecados cometidos hasta el momento— a quienes participaran en la «santa y justa» contienda atrajo a todo Upo de criminales, asesinos y personajes de la más variada calaña [39]. Todos ellos encontraron el lugar y la excusa perfecta para liberar sus más bajos instintos en nombre de Dios y la cristiandad. De lo que sí se puede culpar a Urbano II, quien más tarde sería hecho santo por la Iglesia, es de haber iniciado una serie de contiendas que causaron la muerte a decenas de miles de personas, cristianos y musulmanes, en nombre de una «causa justa».

Él no vivió lo suficiente, sin embargo, para saber que la Cruzada que había organizado culminó con éxito su misión, la conquista de la Ciudad Santa de Jerusalén.

Las otras Cruzadas

Si la Primera Cruzada pudo considerarse todo un éxito, no podemos decir lo mismo de las siguientes acciones emprendidas por las tropas cristianas en años posteriores. Si en la primera acometida los cristianos parecieron contar con la ayuda «celestial», dicho apoyo se esfumó en lo venidero.

En 1187, Saladino y su ejército recuperaron Jerusalén para el islam, tras una victoria a los cristianos en la batalla de Hattin. A pesar de los esfuerzos de Ricardo Corazón de León de Inglaterra, noble y valeroso guerrero, la Tercera Cruzada no consiguió expulsar a los infieles de la ciudad de Jerusalén.

La Cuarta Cruzada (1202-1204) fracasó estrepitosamente, como la Quinta, a pesar de la participación de Luis IX de Francia. Los condados y principados cristianos se desmoronaron tras el fin del Reino de Jerusalén. Antioquía cayó en 1268, Trípoli en 1289, y con la derrota de los templarios en Acre (1291), tocó a su fin la presencia militar europea en los territorios de Ultramar…