2. JUAN XIX (1024-1032)

Su nombre era Romano, y era el hermano de su antecesor en el pontificado, Benedicto VIII. Ambos eran descendientes de la despreciable familia de Teofilacto, Marozia y demás prole. Y de nuevo, aquellos genes corruptos volvieron a hacerse notar…

Romano era un laico que, al ser un hijo de los condes de Túsculo, ostentaba ya el poder político de Roma. Al igual que ya sucediera con el antipapa Constantino II, y con León VIII, el 4 de mayo de 1024 se le otorgaron de una sola vez todas las órdenes sagradas, convirtiéndose en el nuevo Príncipe de los Apóstoles. Eso sí, el nombramiento no le salió barato. Pero él no tuvo inconveniente en pagar moneda a moneda el gran puesto que el destino le había reservado. Además, ¿qué importaba un desembolso como ese, aunque fuera muy grande, si una vez en el trono podría recuperar con creces lo invertido? Por ejemplo, poniendo a la venta los puestos eclesiásticos.

Sus enfrentamientos con el patriarca de Constantinopla aumentaron aún más la cada vez mayor brecha entre las Iglesias de Oriente y Occidente. De hecho, a partir del reinado de Juan XIX, Constantinopla dejó de incluir el nombre de los pontífices romanos en los Dípticos, todo un símbolo de desunión.

En marzo de 1027 el infame Juan XIX coronó emperador a Conrado II. Este, aunque parezca increíble, tuvo que encargarse de los asuntos eclesiásticos que el Papa ignoraba olímpicamente.

Si con Juan XIX papado y simonía se convirtieron en sinónimos, con su sucesor, su sobrino Teofilacto —futuro Benedicto IX—, la cosa sería aún mucho peor.