Tras la muerte de Gregorio V, el emperador Otón III eligió nuevo Papa al parecer aconsejado por el abad de Cluny, Odilón. El afortunado fue Gerbert d’Aurillac, quien tomaría el nombre de Silvestre II. Gerbert había nacido en la región francesa de Auvernia [31] a mediados del siglo X, y realizó sus primeros estudios en el monasterio de Aurillac. Sin embargo, pronto viajó a España, concretamente a Cataluña, para estudiar matemáticas y ciencias naturales. Después visitaría otros lugares de la península, incluso aquellos bajo dominio musulmán, donde también adquirió valiosos conocimientos de los sabios árabes.
El ya entonces brillante muchacho llamó la atención del obispo Attón de Vich. Este lo llevó en el año 970 a Roma, donde el papa Juan XIII le presentó al emperador Otón II. A partir de ahí su carrera fue fulgurante. Se convirtió en afamado profesor en Reims, y en el año 983 fue nombrado abad del monasterio de Bobbio. Tras perder el obispado de Reims frente a Arnulfo, hijo de Lotario, en 996 se retiró a la corte de Otón III, donde fue acogido con gran simpatía y amabilidad. El propio emperador le nombró arzobispo de Rávena y, poco después le subió hasta el trono de San Pedro, el 2 de abril del año 999.
Sin embargo, Silvestre II tuvo la mala suerte de vivir también tiempos difíciles en todos los sentidos. Además de lidiar con las numerosas supersticiones que atemorizaban a buena parte de la población por la proximidad del año 1000, que se relacionaba con el fin del mundo, el Papa tuvo que enfrentarse a los seguidores del partido nacionalista autónomo que había dirigido el difunto Crescendo II y que se oponían a la autoridad del Vicario de Cristo.
De este modo, en el año 1000 Silvestre II se vio amenazado por los romanos, y tuvo que pedir ayuda al emperador Otón III. Este acudió para auxiliarle e intentó poner las cosas en orden, castigando al pueblo que se había sublevado. Sin embargo las cosas no resultaron tan fáciles como había imaginado, y ambos, pontífice y emperador, tuvieron que huir juntos al norte. Cuando llegaron desde Alemania las tropas que Otón había solicitado, intentó en vano recuperar el control de Roma. Sin embargo todo fue en vano, y tuvo que guarecerse, acompañado por Silvestre, en el pequeño castillo de Paterno. Allí le alcanzó la parca. El Papa le administró la extremaunción, y el 23 de enero de 1002 Otón III dejó este mundo.
Este Papa fue un erudito y a él debemos, por ejemplo, la introducción en el mundo cristiano de los números árabes, los que utilizamos todos hoy en día. Era además un auténtico sabio en materias como la astronomía, la astrología y las matemáticas, conocimientos estos que habría adquirido durante sus visitas a Córdoba y Sevilla, donde conoció a los mayores genios árabes del momento. Junto a estos conocimientos ortodoxos, el papa Silvestre poseía otros que le valieron el apodo de «papa mago». De hecho, sus contemporáneos llegaron a difundir la leyenda o rumor de que Silvestre había alcanzado tal grado de conocimiento por sus tratos con el diablo.
Lo cierto es que tanto el Liber Pontificalis como otras obras mencionan extraños episodios que parecen evidenciar que el pontífice «del año 1000» poseía conocimientos que iban más allá de lo puramente ortodoxo. Según el Liber, Silvestre había diseñado, «utilizando secretos árabes, una cabeza fundida en cobre en el momento en que los cuerpos celestes estaban al principio de su curso». Dicha cabeza, según el libro de los Papas, tenía la misión de servirle en todo lo que el pontífice desease. Además, tenía la virtud de contestar afirmativa o negativamente a las preguntas que se le planteaban, y era capaz de prever el futuro de los que se hallaban presentes.
Oficialmente, el papa Silvestre falleció en el año 1003 víctima de la malaria o incluso —según otras versiones—, asesinado. Sin embargo, existe una tradición, quizás originada en esa vasta sabiduría que algunos atribuían al diablo, según la cual la muerte le llegó de otra forma, y antes de la cual habría realizado una extraña confesión. Según dicha versión, Silvestre II se encontraba celebrando una misa en el templo de la Santa Croce, en Roma, cuando comenzó a sentirse muy mal. Advirtiendo que se estaba muriendo, pidió que lo tumbaran en el suelo de la capilla de Jerusalén y confesó a los cardenales que, cuando era sólo un adolescente, había tenido un encuentro con el mismísimo diablo, con el que habría realizado un pacto. Siguió confesando que había seguido tratando con el maligno a lo largo de su vida y pidió que su cadáver fuera transportado en un carro tirado por dos mulas, y que fueran estas las que decidieran dónde debía ser enterrado, al detenerse en algún punto. Así fue enterrado en la basílica del Luterano.
Hoy en día todavía persiste una tradición, que volvió a estar de actualidad durante la agonía de Juan Pablo II, según la cual el cenotafio que recuerda a Silvestre II se humedece cuando el Papa en el poder está a punto de morir. Sin embargo, al menos que se sepa, el monumento siguió seco antes y tras la muerte de Karol Wojtyla.
En la actualidad los historiadores coinciden en señalar que, casi con total seguridad, los rumores y leyendas sobre el «lado oscuro» de Gerbert d’Aurillac proceden de su fascinante sabiduría y, en especial, de sus desavenencias políticas con algunas facciones del pueblo romano. De hecho, un cronista contemporáneo, Bennó d’Osnabrue, intentó desprestigiar al sucesor de Silvestre asegurando que el nuevo pontífice había sido discípulo del «papa mago», y que al igual que este había tenido tratos con Satanás.
¿Qué ocurrió con la supuesta «cabeza parlante» de Silvestre II? ¿De dónde surgió aquella extraña historia? Resulta difícil contestar a estas cuestiones. Algunas versiones aseguran que la cabeza «mágica» fue destruida tras la muerte del Papa. Otras mantienen que pasó de mano en mano e incluso acabó siendo propiedad de Roger Bacon.
Lo cierto es que la descripción del busto parlante y su supuesta vinculación con el diablo nos hacen recordar a otra efigie similar, el baphomet, un ídolo en forma de cabeza que habrían adorado los caballeros del Temple. De hecho, se sabe que los miembros de la citada Orden honraban la memoria de Gerbert, y en alguno de sus documentos se incluía una alusión a la «Iglesia del verdadero Cristo en tiempos del papa Silvestre…».