Al antipapa Bonifacio VII le siguió el pontífice Juan XV, que fue elegido por Crescendo II y ocupó el trono durante once años, dejando tras de sí un reinado caracterizado por la codicia y el favoritismo hacia sus familiares y amigos. Tras morir en el año 996, Otón III —que en aquel momento tenía sólo 16 años— designó como Papa a su primo Bruno, que era capellán de la corte imperial. Veinte días después de ser consagrado, Gregorio V devolvió el favor a su pariente, y colocó sobre su cabeza la corona de emperador.
El nuevo Papa padeció los mismos problemas que sus antecesores. Una vez que Otón III abandonó Roma, Crescendo II regreso a la ciudad, causando la huida del Papa a finales de ese mismo año. Poco después escogía a un nuevo Príncipe de los Apóstoles: Juan Filagato, obispo de Piacenza. Filagato, bajo el nombre de Juan XVI, tuvo la genial idea de intentar enemistar a las tropas griegas contra el joven emperador. Este, al igual que tuvieron que hacer años atrás los primeros «Otones», su padre y su abuelo, regresó a Roma con la intención de poner las cosas en orden y castigar a los sublevados. Y a pesar de su juventud, a Otón III no le tembló la mano al hacerlo. Crescendo y los nobles que le habían prestado su apoyo tuvieron suerte y fueron decapitados y sus cadáveres expuestos como escarmiento para el populacho en la fortaleza de Sant’Angelo. Digo que tuvieron suerte porque, visto lo que más tarde le ocurrió al antipapa Juan XVI, cualquiera hubiera deseado seguir el destino del ambicioso y arrogante Crescendo.
Juan XVI había logrado escapar en un principio, pero acabó siendo detenido por los soldados del emperador. Es muy posible que estos estuvieran ya cansados de tanto ir y venir, y decidieron aplicarle un castigo ejemplar: primero le sacaron los ojos, costumbre que como ya hemos podido ver anteriormente parecía agradar mucho en aquella convulsa época; después le cortaron la nariz de un tajo y finalmente hicieron lo mismo con las orejas y la lengua…
Con ese horrible aspecto, con las cuencas vacías y las fosas nasales al descubierto, el usurpador fue llevado ante Gregorio V. Este le despojó de los atributos pontificios y, para mayor escarnio, lo subieron de espaldas a un burro y lo pasearon por toda la dudad. Aunque parezca increíble, Juan todavía sobrevivió quince años más, que los pasó encerrado en un monasterio. Como puede verse, el legítimo Papa no contaba entre sus virtudes con la piedad, el perdón ni la misericordia…
De cualquier forma Gregorio V no llegó a ver el nuevo milenio. El 18 de febrero de 999 pasaba a mejor vida. Unos dicen que por culpa de la malaria tan frecuente en aquellos días, y otros que murió «gracias» a la acción de un potente veneno…