Tras la muerte de Juan XIII en 972 su hermano Crescendo, que había sido nombrado duque por el mismísimo emperador Otón, poseía ya un poder nada desdeñable. En su mente rondaba la idea de conseguir el trono para su favorito, el diácono Franco. Por desgracia, todavía no era todo lo influyente que deseaba, así que tuvo que esperar en segundo plano su oportunidad, que no tardaría en llegar…
Mientras, el escogido para suceder al papa Juan fue el cardenal-presbítero de San Teodoro, que sería consagrado con el nombre de Benedicto VI. Poco después, en mayo de 973, llegó la ocasión para Crescendo y sus seguidores: el emperador Otón el Grande había fallecido. Su hijo, el jovencísimo Otón II, se estaba enfrentando a una grave situación en Alemania, así que Crescendo aprovechó que todo estaba a su favor. Secuestró a Benedicto VI y lo encerró en la fortaleza de Sant’Angelo. «Eliminado» el Papa, el diácono Franco, su favorito, se colocó de manera indigna la tiara pontificia. Su primera actuación como Príncipe de los Apóstoles consistió en ir hasta Sant’Angelo y, una vez allí, le rebanó el cuello a su antecesor. Sin duda un buen comienzo para el que sería recordado en la historia como Bonifacio VII.
Pero no tuvo mucho tiempo para seguir cometiendo atrocidades. Seis semanas después del asesinato de Benedicto, el pueblo de Roma —asqueado e indignado por semejante crimen—, se levantó en armas contra el nuevo pontífice.
Temiendo ser apaleado y ajusticiado por la multitud, Bonifacio se refugió temporalmente en Sant’Angelo. Después consiguió escapar —llevándose consigo buena parte del tesoro de la Iglesia— y se trasladó a Constantinopla. Por desgracia para los romanos, aquella no sería la última vez que tendrían la ocasión de ver su rostro. Bonifacio sólo se había retirado temporalmente, a la espera del momento propicio para regresar y recobrar el lugar perdido.
El obispo de Sutri y conde de Túsculo, afín al emperador, fue el escogido para suceder al Papa legítimo asesinado por Bonifacio. El nuevo pontífice tomó el nombre de su legítimo antecesor, y pasó a llamarse Benedicto VII. Tras un digno papado de nueve años falleció en julio de 983.
La sede pontificia estuvo vacante varios meses hasta que en el mes de diciembre fue designado Pedro Canepanova, obispo de Pavía e igualmente partidario del emperador. Pero Juan XIV —ese es el nombre que escogió—, tuvo mala suerte. Apenas unos días después de su consagración, Otón II, el joven emperador que le protegía falleció, dejándole completamente desamparado.
Aquella era la ocasión que el terrible Bonifacio VII estaba esperando desde hacía diez largos años. Su paciencia se había visto recompensada por un capricho del destino, y en cuanto tuvo noticia de la muerte de Otón II se puso en marcha, camino de la Ciudad Eterna. Bonifacio alcanzó las murallas de Roma en abril de 984. Con la ayuda de Crescendo II [30], volvió a repetir la misma jugada que ya había empleado con Benedicto VI: encerró al papa Juan en el castillo-fortaleza de Sant’Angelo, cuyos muros habían sido testigos ya de numerosos encierros de personajes notables. En esta ocasión Bonifacio no quiso mancharse las manos de sangre, y escogió un final más cruel para Juan XIV. En agosto de ese año, el verdadero Papa moría de hambre tras varios meses de cautiverio.
A pesar del asco y odio que generaba entre el pueblo romano, Bonifacio VII consiguió ocupar el trono de San Pedro por espacio de un año. Hasta que en verano de 985 le llegó su hora. En junio de aquel año recogió lo que había estado sembrando durante toda su vida. Murió asesinado y recibió un humillante pero ejemplar castigo: desnudaron su cadáver, que antes había sido terriblemente mutilado, y lo arrastraron por las calles de Roma. El tirano había sido depuesto…