El 16 de diciembre del año 955, a los 18 años de edad, Octaviano obtenía por fin la tiara papal y adoptaba el nombre de Juan XII. Con él se instauraba la tradición —vigente hoy en día— de que el pontífice cambie de nombre al ser elegido. Pero además de Sumo Pontífice, el joven muchacho poseía también el poder político, ya que había sido nombrado príncipe tras la muerte de su padre. Para desgracia de la historia, el jovencísimo «papa-rey» heredó las peores facultades que habían demostrado poseer sus abuelos, la temible Marozia y el ambicioso Hugo. Por el contrario, no ocurrió lo mismo con la inteligencia y sabiduría que mantuvieron a su padre en el poder durante 22 años.
Todos los cronistas e historiadores coinciden en señalar que el nuevo Papa estaba más interesado en llevar a la práctica todas sus desviaciones sexuales que en el ejercicio del poder. Las «actividades» en las que empleaba su tiempo el inmaduro Papa eran tan lascivas, desviadas y pecaminosas que habrían hecho ruborizar incluso a su abuela. Entre otras muchas lindezas, Juan XII convirtió el palacio Laterano en un auténtico harén formado por las damas más hermosas de la ciudad, y al que acudían a servirse los miembros de la nobleza de Roma además, claro está, del propio Papa.
Juan XII pasaba sus días entre aquel burdel, las carreras de caballos, las apuestas y la caza.
El obispo Liutprand de Cremona cuenta que el Papa «estaba tan ciegamente enamorado de una concubina que la hizo gobernadora de varias ciudades, y hasta le dio personalmente las cruces y las copas de oro de San Pedro».
El mismo Liutprand añade: «Ninguna dama honrada se atrevía a mostrarse en público, porque el papa Juan no tenía respeto por las muchachas solteras, mujeres casadas o viudas; era seguro que serían desfloradas por él, incluso sobre las tumbas de los Santos Apóstoles, Pedro y Pablo».
Según el libro The Popes, de Eric John, y el Liber Pontificalis, Juan XII no hacía ascos a ningún tipo de tendencia sexual, y además de las bellas mancebas «le gustaban también los adolescentes jóvenes, lindos y musculosos, a muchos de los cuales premió por sus proezas en la cama dándoles obispados selectos y muy provechosos».
Seguramente fruto de su inexperiencia y juventud, Juan XII tuvo algunas actuaciones «audaces». Jugando a guerrero y conquistador, intentó aumentar los territorios pontificios mediante la conquista de Capua y Benevento, zonas pertenecientes a un señor feudal llamado Berengario. Como era previsible, a este no le hizo ninguna gracia el atrevimiento del joven Papa, por lo que dispuso sus tropas en dirección a Roma, para darle un merecido escarmiento al pontífice.
Viéndose amenazado, Juan XII tuvo que pedir ayuda al rey germano Otón el Grande, a quien prometió la corona imperial si le sacaba del aprieto. Con aquel llamamiento de auxilio se recuperaba una antigua tradición de los tiempos de Pipino y Carlomagno, por la cual el pontífice solicitaba ayuda militar a los monarcas. Y así fue. Otón venció a Berengario y entró triunfalmente en Roma.
El 2 de febrero de 962, Otón I —acompañado por su mujer Adelaida— fue coronado emperador del Santo Imperio Romano. Durante su estancia en Roma, el Papa aceptó todas las exigencias de Otón. Los líderes romanos le habían rogado al emperador que exigiera al pontífice que cambiase su vida poco virtuosa y este aceptó, al menos aunque fuese a regañadientes y por miedo a las represalias.
Además, el Papa también se sometió a una norma que establecía que el emperador tenía la última palabra en la elección de un nuevo sucesor de San Pedro y que este debía jurarle fidelidad una vez elegido. A cambio, Otón I reafirmó las gracias otorgadas por Pipino y Carlomagno en cuanto a las posesiones y territorios de los Estados Pontificios.
Sin embargo, una vez el recién coronado emperador inició el camino de vuelta a su patria, y en un gesto insólito, Juan XII comenzó a tramar en su contra con Adalberto —el hijo de Berengario—, los húngaros e incluso los bizantinos con la intención de eliminarle.
Pero Juan XII no tuvo buena suerte y los hombres de Otón interceptaron algunas de las misivas en las que el Papa le traicionaba abiertamente. El recién coronado emperador no daba crédito a lo que leían sus ojos. Pero así era. Aquel insolente y malcriado Papa había intentado traicionarle después de que él le había ofrecido su ayuda.
A pesar de todo, Otón demostró ser un hombre de honor —y también muy ingenuo—, y pensó que sería capaz de enderezar a aquel muchacho al que, por alguna extraña razón, había comenzado a mirar con cierto paternalismo. Así que por el momento decidió no actuar, esperando que Juan recapacitara y cambiara de actitud.
Pero aquella no fue una decisión acertada. Cuando llegó a oídos de Juan la aparente permisividad del emperador, el depravado pontífice aún dio más rienda suelta a su pecaminoso comportamiento.
Mientras tanto, Otón había decidido enviar al obispo Liutprand, que trabajaba para él como cronista oficial, a que vigilara la evolución del papa Juan. Cuando llegó a Roma quedó horrorizado y no tardó en regresar junto a su señor para informarle de lo que había visto. Otón no tuvo otro remedio que volver a la Ciudad Eterna para castigar al Papa.
Una venganza brutal
Así que Juan tuvo que huir como el cobarde que era para no ser castigado por el emperador a quien él mismo había coronado. Eso sí, se llevó consigo todo lo que pudo amasar del tesoro pontificio y se refugió en Tívoli.
Cuando Otón I llegó a Roma y encontró la ciudad sin pontífice decidió convocar un sínodo para juzgar al libertino Papa. Cincuenta obispos italianos y alemanes se reunieron en San Pedro y coincidieron en acusar a Juan XII de asesinato, simonía, perjurio, profanación de iglesias, adulterio, violación a peregrinas en la mismísima Basílica de San Pedro y de haber «invocado a dioses paganos y otros demonios». En lugar de acatar la decisión de aquel sínodo, el Papa rechazó su validez y como respuesta emitió una sentencia de excomunión contra los miembros presentes en la citada asamblea.
Finalmente los obispos contrarios a Juan, con el consentimiento del emperador, acordaron su deposición el 4 de diciembre de 963, y dos días después eligieron como nuevo pontífice a León VIII, un laico [29] que hasta entonces había desempeñado el puesto de encargado general de los archivos pontificios.
Creyendo que ya había dejado todo atado y bien atado, Otón regresó una vez más a su patria, acompañado por la mayor parte de sus tropas. Sin embargo, algunos líderes romanos todavía eran fieles a Juan XII, y pusieron al pueblo en contra de los partidarios del emperador, alimentando los temores de que estaban bajo el mando de un monarca extranjero. En febrero de 964 Juan XII regresó a Roma buscando vengarse de los traidores que se habían aliado con el emperador. El papa León VIII pudo escapar a tiempo y salvó el pellejo, pero algunos de sus partidarios no tuvieron la misma suerte y sufrieron un horrendo castigo: al cardenal-diácono Juan fue castigado con la amputación de la mano derecha y el obispo Otgar de Speyer fue azotado en todo el cuerpo hasta abrirle las carnes. Peor parte se llevó, por lo visto, un alto funcionario, a quien Juan ordenó que le cortaran las orejas y la nariz…
Para aplacar sus inagotables ansias de venganza, Juan XII convocó un nuevo sínodo el 26 de febrero en el que fueron anulados todos los decretos del anterior, convocado por sus adversarios. Además, el pontífice excomulgó a León VIII y a todos aquellos que le habían elegido. Baste decir que, el obispo de Ostia, que había consagrado al antipapa, fue despojado de sus dignidades de por vida.
Cuando Otón I se enteró de lo ocurrido, se puso de nuevo en marcha hacia Roma —imaginamos que hastiado ya de las impertinencias del pontífice— con la intención de darle su merecido al insolente Juan XII. Pero no tuvo ocasión de hacerlo.
Fiel a sus vicios y costumbres, el pontífice sufrió una parálisis mientras yacía junto a una dama desposada de nombre Stefanetta. Ocho días después se dirigía ya hacia las celestes puertas de San Pedro. Otra versión asegura, sin embargo, que el Papa murió a consecuencia de la brutal paliza que le propinó el marido deshonrado cuando los descubrió in fraganti… Si fue así, seguro que aquel marido engañado acabó convertido en un héroe por los romanos.