Tras la conversión de Constantino y la adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio en 312, los papas se convirtieron en personajes con creciente poder, y no sólo en el terreno espiritual. No se trataba todavía de una potestad como la que alcanzarán los pontífices siglos más tarde —y en especial a partir de la época de Carlomagno—, pero empieza a vislumbrarse lo que está por llegar.
Y es en el siglo IV, precisamente, cuando comienzan a producirse los primeros episodios violentos relacionados de forma directa con las luchas de poder que empezaban a despuntar ya entre los candidatos a sucesores de san Pedro y sus distintos partidarios. El caso de Dámaso y su rival Ursino es un buen ejemplo de ello.
Aunque nació en Roma en el año 302, se considera a Dámaso como el primer Papa español, ya que al parecer sus padres procedían de Hispania, y más concretamente de la zona ocupada por la actual Galicia. Cuando era todavía un niño, su padre quedó viudo y decidió dedicar su vida al sacerdocio, llegando a ser presbítero de la parroquia de San Lorenzo en Roma. Esa circunstancia sin duda dejó huella en el joven Dámaso, ya que cuando alcanzó la edad suficiente, él mismo entró a formar parte del clero, y lo hizo además en el mismo templo que servía su padre. Más tarde fue diácono con el papa Liberio, y cuando este fue depuesto y condenado al exilio por orden del emperador Constancio, Dámaso le acompañó.
Tras la muerte de Liberio, y ya de vuelta en Roma, fue elegido nuevo Papa el 10 de octubre del año 366, con el apoyo de buena parte del clero y de los fieles cristianos [15]. Sin embargo, no todo el mundo estaba de acuerdo con aquella elección. Otro diácono, llamado Ursino, logró convencer al obispo de Tívoli para que le ordenase a él como obispo de Roma. Con dos papas reclamando para sí la autoridad pontificia, el clero y los fieles se dividieron en dos bandos, y comenzaron una serie de violentos enfrentamientos callejeros protagonizados por los seguidores de ambos rivales.
Pero Dámaso contaba con el grupo más poderoso, formado en buena parte por bravos y duros fossores [16] romanos, y los seguidores de Ursino se llevaron la peor parte. En un principio los enfrentamientos se habían cobrado alguna víctima, pero se trataba de revueltas callejeras sin excesiva repercusión. El choque más sangriento se produjo cuando, cierto día, los seguidores de Dámaso acorralaron a los partidarios del antipapa en el interior de la iglesia de Santa María de Trastevere. Tras derribar las puertas entraron con gran violencia y causaron una auténtica masacre: 137 seguidores de Ursino perdieron la vida —aunque otras fuentes aumentan la cifra hasta las 160 víctimas.
Más tarde sus contrincantes le acusaron de adulterio y asesinato, y Dámaso tuvo que enfrentarse a un tribunal, aunque resultó absuelto. Por su parte, Ursino fue desterrado por el emperador Valentiniano, quien reconoció de forma oficial como pontífice a Dámaso.
El ahora legitimado Papa demostró con creces que era capaz de emplear la fuerza para sofocar «conductas inapropiadas». Y esa misma firmeza la empleó en la lucha contra las numerosas herejías que hacían peligrar al «verdadero» cristianismo en aquellos tiempos. En especial, Dámaso trató de erradicar el arrianismo [17] que invadía Roma en los años de su mandato, para lo que contó con la ayuda del emperador. Y también condenó especialmente el priscilianismo, que tanto éxito estaba teniendo en España, así como a los apolinaristas y a los macedonianos.
En cuanto a su relación con la Iglesia de Oriente, Dámaso se consideraba claramente por encima de ella. De hecho, en sus cartas a los obispos de las ciudades de estas lejanas tierras, el obispo de Roma no se dirige a ellos como «hermanos», sino que les denomina «hijos», en una forma en la que deja clara su posición de superioridad. Con Dámaso, por tanto, se va afirmando ya la idea de la primacía del obispado de Roma sobre los demás.
Los terribles sucesos ocurridos durante su enfrentamiento con el diácono Ursino son, a pesar de las numerosas víctimas registradas, simples escaramuzas. Por desgracia, comparadas con lo que sucederá en siglos venideros, estas «escaramuzas» casi parecen cosa de niños.