2. EL FRAUDE DE LOS PRIMEROS PAPAS

Vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le respondió: «Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».

Mateo XVI, 15-19.

Si todos los detalles que poseemos sobre la presencia y martirio de Pedro en la ciudad de Roma proceden de la tradición, algo muy similar ocurre con los primeros sucesores del Príncipe de los Apóstoles.

Lo único que los historiadores saben con certeza es que, en torno al año 180, ya existe una importante tradición sobre los primeros «papas». En esas fechas, San Ireneo de Lyon ya menciona una lista de obispos de Roma en su obra Contra los Herejes [11]. En ella, Ireneo establece una sucesión directa entre Pedro y San Eleuterio, el obispo de Roma de aquel momento, enumerando a los distintos papas intermedios.

Pero como decíamos, no existe forma de demostrar la realidad de los datos que aparecen reflejados en tal lista. Esta sucesión de nombres al menos hasta San Aniceto (155-166), procede única y exclusivamente de la piadosa tradición.

Una evidencia de que tal sucesión de obispos ha sido creada ex profeso la encontramos al analizar la figura de uno de los Sumos Pontífices mencionados por el propio Ireneo. El sexto sucesor de Pedro se llama, sospechosamente, Sixto, y su festividad se celebra el 6 de abril… ¿casualidad?

Por otro lado, el número de sucesores de Pedro incluyendo al contemporáneo de Ireneo —Eleuterio— suma doce, la misma cantidad de apóstoles que siguieron a Cristo. Parece que todo cuadra demasiado bien para deberse a una simple casualidad. Más bien al contrario, parece que la lista está destinada a sugerir una idea muy concreta. Del mismo modo, llama la atención también que los relatos piadosos aseguren que Pedro murió crucificado —al igual que su amado maestro Jesús—, mientras que San Pablo fue decapitado, como le ocurrió a Juan el Bautista. Parece que alguien se hubiera tomado la molestia de establecer unos notables paralelismos entre dichas figuras, de modo que sirviera en cierta forma para legitimizar aún más su papel.

Pero además, existe otra objeción a la veracidad de la lista de los llamados primeros papas. La figura del obispo de Roma —los primeros papas, con autoridad sobre el resto de obispos, no surgirán hasta unos siglos después— no aparece hasta bien entrado el siglo II, de forma más tardía que en el resto de comunidades cristianas. Hasta ese momento, parece ser que la comunidad de Roma estaba gestionada por el grueso de creyentes, y no existía una figura de presbítero jefe, obispo o cabeza de la comunidad, de modo que difícilmente podría elaborarse una lista de «papas» u obispos cuando ni siquiera existieron realmente.

El propio Pablo, en su Carta a los Romanos, datada en torno al año 57, además de no mencionar a Pedro entre sus conocidos, como vimos antes, tampoco hace referencia alguna a jerarquía de ningún tipo.

Por otro lado, la carta de Clemente Romano —precisamente uno de los supuestos papas— a los cristianos de Corintio, y que como dije antes estaría fechada en el año 96, no está escrita en su nombre, actuando como líder de la Iglesia, sino que todo parece indicar en ella que la redacta a modo de «secretario» de la comunidad romana. Otra epístola dirigida a los romanos, esta vez escrita por un obispo de Asia Menor, Ignacio de Antioquía, hacia el año 107, tampoco menciona para nada a ningún obispo, lo que viene a confirmar nuestras sospechas.

Ni siquiera Los Hechos, como ya vimos, hacen referencia a su presencia en Roma y, mucho menos, a que transmitiera su «posición» de líder de la Iglesia a ninguna persona en particular.

Pero entonces, si la lista de Ireneo no se ajusta a la realidad —al menos no totalmente—, ¿por qué se inventó?

Hay más de una respuesta, pero todas ellas parecen explicar satisfactoriamente no sólo el hecho de que se inventara una falsa lista de sucesores de Pedro, sino también la propia tradición de la presencia del apóstol en Roma.

En aquella época en la que surge la tradición, el cristianismo se ve amenazado por otras muchas prácticas religiosas. Además de «competir» con doctrinas paganas como el culto al dios Mitra —especialmente adorado por los legionarios romanos—, existen en aquel momento una multitud de herejías que hacen peligrar a la «verdadera» doctrina. Personajes como Tatiano, Marción [12]; o Valentino campaban a sus anchas por Roma difundiendo y defendiendo una visión del Evangelio totalmente distinta a la «ortodoxa». ¿Cómo hacer frente a tantos enemigos?

Muy sencillo, estableciendo una sucesión directa entre Eleuterio —el obispo de Roma en aquel momento— y Pedro, primera «piedra» de la Iglesia, supuestamente colocada por el propio Jesús, como vemos en el pasaje de Mateo que abre este capítulo. Y para crear tal sucesión ininterrumpida, hacía falta una lista de obispos que es la que recoge Ireneo.

Esto explicaría también la tradición sobre San Pedro. Si Pedro creó la Iglesia en Roma y transmitió su poder a través de sus sucesores —a los primeros los habrían consagrado personalmente Pedro y Pablo, según Ireneo y la tradición—, se conseguían dos cosas: primero afianzar la doctrina frente a las herejías y segundo establecer una primacía del obispado de Roma frente al de las demás comunidades, ya que el obispo de la ciudad era ahora sucesor directo del elegido por Jesús para fundar la Iglesia.

Ireneo «apuntala» aún más esta idea al mencionar en su obra a Roma como «grande e ilustre iglesia», que «por su posición de preeminente autoridad, tiene que estar de acuerdo toda la Iglesia, o sea, la totalidad de los fieles del mundo entero». Y fue de este modo como se fue gestando, ahora sí, una auténtica jerarquía en Roma.