1. SAN PEDRO

No podríamos abordar una obra como esta, dedicada a repasar la vida y obra «prohibida» de algunos de los papas más sorprendentes de la historia de la Iglesia Católica sin detenernos con cierto detalle en la figura de quien, supuestamente, fue su cabeza inicial: San Pedro.

Su vida —en especial tras la muerte de su amado Jesús— supone una auténtica incógnita y representa un apasionante desafío para los teólogos, historiadores e incluso arqueólogos que han intentado desentrañar sus misterios.

Las implicaciones que se derivan de tales interrogantes son de suma trascendencia, no sólo a nivel histórico, sino sobre todo en lo que se refiere a los cimientos mismos de la Iglesia de Roma…

¿Quién fue Pedro?

Parece ser que Pedro [1] —su verdadero nombre era Simón BarJonah, es decir, «Simón hijo de Jonah»— nació en la población de Bethsaida, a orillas del lago Tiberíades, en Galilea. Aunque se desconoce la fecha exacta de su nacimiento, debió ser en tiempos bastante próximos a los de su maestro. Pedro se dedicaba a la pesca en el mar de Galilea, labor que realizaba junto a su hermano Andrés, quien fue también uno de los primeros discípulos de Jesús. Ambos hermanos estaban asociados en dicho negocio a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan. Es casi seguro que los cuatro fueron discípulos de Juan el Bautista, y a través de él llegaron a conocer a Jesús.

Ignoraremos aquí el periodo de la vida de Pedro que coincide con la del rabí de Galilea, ya que la damos por sobradamente conocida por todos a través de los escritos recogidos en el Nuevo Testamento.

Tras la muerte de Jesús y transcurrido un período inicial de desconcierto y miedo —cosa por otro lado lógica—, Pedro y el resto de los apóstoles se reúnen en Jerusalén, primero para esperar el regreso de su maestro, y más tarde para comenzar a predicar tímidamente la resurrección de Jesucristo.

Poco más se sabe con certeza sobre Simón Pedro. Sabemos, eso sí, que realizó viajes por Palestina, que visitó Antioquía, donde según la tradición habría ejercido como primer obispo de la ciudad y que sus relaciones con San Pablo no fueron todo lo amigables que deberían haber sido.

Pero apenas sabemos nada más sobre la vida de Pedro. Los Hechos de los Apóstoles lo mencionan por última vez en el capítulo XII. En ese pasaje, Pedro está encerrado en una cárcel de Jerusalén, donde es liberado gracias a la intervención de un ángel. A partir de ese momento, fechado en el año 44 d. C., el apóstol favorito de Jesús se esfuma sin dejar rastro…

Si preguntamos a uno de los 1.000 millones de católicos que hay en la actualidad acerca de la muerte y posterior enterramiento de San Pedro, seguramente nos contestará que el apóstol murió martirizado en Roma y que fue enterrado allí, justo en el lugar en el que hoy se levanta majestuosa la Basílica de San Pedro del Vaticano.

Y, efectivamente, esto es exactamente lo que ha ido transmitiendo la tradición. Un relato piadoso que es tomado por la mayoría como un hecho cierto y rigurosamente histórico. Pero ¿realmente es así? ¿Existen pruebas de que Pedro predicó en Roma, fue martirizado durante la persecución de los cristianos y posteriormente enterrado en la ciudad?

¿Estuvo realmente San Pedro en Roma?

Durante siglos, una piadosa tradición ha asegurado que San Pedro llegó a Roma en tiempos del terrible emperador Nerón, y que fue martirizado tras la persecución lanzada por este contra los cristianos en el año 64 d. C. Según este relato, Pedro habría sido condenado a morir crucificado —él pidió que lo hicieran cabeza abajo, ya que no se creía digno de morir como su maestro— en el Circo de Nerón. Junto a él, otros condenados a muerte ardían como antorchas humanas iluminando el terrible espectáculo. Tras su muerte, sus seguidores habrían enterrado sus restos muy cerca de allí, en la Colina Vaticana.

Sin embargo, y por mucho que pueda sorprender, no existe una sola prueba documental que demuestre que Pedro visitó alguna vez Roma y, por lo tanto, tampoco de que muriera y fuera enterrado allí tras ser martirizado.

Como ya hemos dicho, la pista de Pedro desaparece en Jerusalén, según lo recogen Los Hechos de los Apóstoles.

Existen dos epístolas atribuidas a San Pedro, pero la mayor parte de los expertos coinciden en señalar que son falsas casi con total seguridad. La primera de ellas [2] contiene una alusión a su estancia en «Babilonia», que al parecer podría identificarse con la ciudad de las siete colinas. Sin embargo, el texto recoge ideas que parecen ajenas al propio Pedro, y que según algunos exégetas, es posible que incluso pudiera haberla escrito el mismo Pablo. Al parecer, la carta está escrita en un griego excelente, lo que hace difícil que surgiera del puño y letra de Simón Pedro [3], un sencillo galileo de escasa cultura. Los defensores de su autenticidad han sugerido que pudo ser redactada por un tal Silvano, que habría ejercido de secretario personal de Pedro. Sin embargo, más tarde se averiguó que el tal Silvano fue en realidad un personaje más cercano a Pablo de Tarso.

La segunda carta está incluso mejor escrita, y su estilo es marcadamente diferente a la anterior. Ha sido datada por los expertos en torno al 150 d. C., por lo que de ninguna forma pudo ser obra del galileo.

Tampoco menciona San Pablo [4], en ninguno de sus escritos, que Pedro estuviera en Roma. Y este dato es especialmente importante en el caso que nos ocupa. En la Epístola a los Romanos desde Corintio, el de Tarso saluda a varios amigos romanos, y sin embargo no hace ninguna referencia a San Pedro. ¿No sería lógico que si Simón Pedro se encontraba en Roma, Pablo le hubiera dedicado también un saludo? Tampoco encontramos referencia alguna en Los Hechos cuando describen la llegada del apóstol San Pablo a la Ciudad Eterna en el año 60.

Muy acertadamente, el historiador español Antonio Ramos-Oliveira [5] se hace la siguiente pregunta: Si Pedro no estaba en Roma en el año 58 —fecha de la Epístola a los Romanos— ni del 60 al 62 —presencia de Pablo en Roma—, y según la tradición fue crucificado en el 64, tras varios años de predicación, ¿cuándo y desde dónde llegó?

La primera referencia a una posible presencia de San Pedro en Roma la encontramos en una carta escrita por Clemente Romano [6], uno de los supuestos sucesores de Pedro, en el año 96 d. C. Sin embargo, los críticos han destacado que se trata de menciones muy vagas y que no se conoce el contexto exacto al que se refieren.

Las siguientes menciones son aún más tardías y podrían servir únicamente como prueba de que, en la época en la que fueron escritas, existía ya la creencia de que Pedro estuvo en la ciudad y que murió allí.

Así, por ejemplo, Eusebio de Cesárea [7], recoge la historia de un presbítero llamado Gaio —o Cayo— que vivió a finales del siglo II y principios del III, y que menciona las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo:

También lo afirma, y no con menor certidumbre, un varón eclesiástico llamado Gaio, que vivió durante el obispado en Roma de Ceferino. Este Gaio, en una disputa escrita con Proclo, jefe de la secta de los Catafrigios, habla acerca de los lugares donde se hallan los santos restos de los apóstoles que hemos mencionado, y dice lo siguiente: «Pero yo puedo mostrar los trofeos de los apóstoles. Pues si deseas ir al Vaticano o al camino de Ostia, verás los trofeos de aquellos que fundaron esta iglesia».

Otros autores que también se hacen eco de la tradición que ubicaba en Roma al apóstol —todos ellos ya muy avanzado el siglo II— son Lactancio, Ireneo de Lyon, Dionisio de Corinto o Tertuliano [8]. Algunos de estos autores no sólo mencionan la presencia de Pedro, sino que hacen coincidir a este con Pablo de Tarso. Otra fuente de gran utilidad, el Liber Pontificalis —«Libro de los Papas»—, va aún más lejos, y menciona incluso el lugar en el que habría vivido Pedro: la cima del monte Esquilmo, donde erigió un oratorio.

Como vemos, lo único que se puede afirmar con rotundidad tras examinar las fuentes documentales y los escritos de los primeros Padres de la Iglesia es que a finales del siglo II existía ya una tradición bien asentada entre los cristianos sobre la presencia del pescador de Galilea en la capital del Imperio Romano.

Algún tiempo después, el emperador Constantino levantaría una basílica en honor al apóstol sobre su supuesta tumba, ubicada en la colina vaticana.

¿Está Pedro realmente enterrado en Roma?

Ha quedado claro que la documentación histórica no resulta suficiente para demostrar, fuera de toda duda, la presencia de Pedro en Roma. Sin embargo existía otra posibilidad mediante la cual confirmar lo defendido por la tradición: la presencia de la supuesta tumba del apóstol —y por lo tanto sus restos— bajo los cimientos de la actual basílica del Vaticano.

Hasta el siglo XX, poco se pudo hacer para tratar de aclarar las incógnitas existentes. Pero en 1939 [9], poco después de su consagración, el papa Pío XII nombró un equipo de estudio con la finalidad de que realizaran excavaciones arqueológicas bajo los cimientos de San Pedro y resolvieran el enigma de una vez por todas. Eso sí, debían mantener el mayor de los secretos…

El equipo encargado de la investigación estaba formado por los especialistas Enrico Josi, Antonio Ferrúa, Engelbert Kirschbaum y Bruno Ghetti, todos ellos religiosos. Además, sus pesquisas y descubrimientos fueron supervisados en todo momento por un estrecho colaborador del pontífice, monseñor Ludwig Kaas.

Los primeros trabajos certificaron la existencia de una necrópolis del siglo I d. C. bajo el suelo de la basílica, lo que venía a confirmar parte de lo que aseguraba la tradición. Se encontraron numerosos nichos paganos y también algunas de las primeras tumbas de fieles cristianos. Los arqueólogos descubrieron también que el antiguo templo construido por el emperador Constantino parecía estar especialmente diseñado para destacar una parte concreta de la necrópolis. Justo en esta zona se produjo un interesante hallazgo: una tumba con aspecto de Trofeo que parecía coincidir en su ubicación y características con el monumento descrito por el presbítero Gaio y que podría datar, según los expertos, del año 165.

Finalmente, en 1951 el equipo de Ferrúa publicó los informes oficiales con los resultados de su investigación. A pesar de que realizaron un trabajo riguroso y objetivo, su estudio no escapó a las críticas, que acusaban a los religiosos de haber realizado una investigación «deficiente». Además, se comprobó que se había producido un continuo enfrentamiento entre el equipo de investigadores y monseñor Kaas.

En 1953, Pío XII autorizó una segunda investigación en la necrópolis vaticana, esta vez dirigida por la experta epigrafista Margherita Guarducci, cuya familia tenía una estrecha amistad con el pontífice. Las incursiones de Guarducci en el lugar de las excavaciones echaban por tierra —en su opinión— el trabajo realizado por sus predecesores. Fue así como descubrió una serie de inscripciones en los muros que se encuentran en el lugar donde, según la tradición, está la tumba de San Pedro. Una de ellas llamó especialmente su atención. Estaba escrita en griego, y rezaba: Petrus em, o lo que es lo mismo, «Pedro está aquí». Sin embargo, dicha inscripción fue datada en torno al año 150 d. C., por lo que, al igual que ocurría con las fuentes documentales, sólo demostraba la existencia de una creencia en que allí estaba enterrado Pedro.

Pero la mayor polémica estaba por llegar. Guarducci explicó que un sampietrini —uno de los trabajadores que estaba bajo las órdenes de Kaas— le había dado una caja de madera con huesos que habían sido descubiertos en uno de los lóculos de la necrópolis. El obrero explicó que la caja había sido custodiada durante años por Kaas, quien guardó silencio sobre el hallazgo.

Un buey, una oveja y ¡un ratón!

Guarducci también explicó que los huesos habían estado envueltos en una tela púrpura con bordados en oro, y que los estudios forenses habían determinado que los restos correspondían a los de un varón de unos 60-70 años. Los resultados obtenidos por la epigrafista fueron publicados en varias publicaciones, pero recibieron también duras críticas. Entre los mayores críticos de su metodología estaba el propio Antonio Ferrúa. Este dio a conocer un examen más exhaustivo de los restos óseos, realizado por Venerando Correnti, catedrático de Antropología de las Universidades de Palermo y Roma. Correnti y su colaborador Luigi Cardini descubrieron que los restos óseos no pertenecían a un único individuo, sino que habría también partes de otro esqueleto, correspondiente a un individuo joven. Y lo más sorprendente: en la caja de madera también se conservaban huesos de una oveja, un buey y hasta los de ¡un ratón!

A pesar de estos nuevos datos, el papa Pablo VI dio crédito a las investigaciones de Guarducci, y el 26 de junio de 1968 hizo un comunicado anunciando el descubrimiento de los restos del apóstol:

Creemos nuestro deber, en el estado actual de las conclusiones arqueológicas y científicas, dar a Uds. y a la Iglesia este anuncio feliz, obligados como estamos a honrar las reliquias sagradas, respaldados por una prueba confiable de su autenticidad. En el caso presente, nosotros debemos ser aún más impacientes y exultantes cuando tenemos razón en creer que han sido encontrados los pocos pero sagrados restos mortales del Príncipe de los Apóstoles, del hijo de Simón de Jonah, del pescador llamado Pedro por Cristo, del que fue escogido por el Señor para fundar Su iglesia y a quien Él confío las llaves de Su reino hasta Su gloriosa vuelta final.

Sin embargo, cosa curiosa, tras la muerte de Pablo VI Guarducci ya no pudo volver a entrar en la necrópolis, y las supuestas reliquias de San Pedro fueron retiradas del edículo monumental. Ella mantuvo hasta su muerte que la culpa de su ostracismo la tenían las maquinaciones del padre Ferrúa, carcomido por la envidia de sus descubrimientos.

Actualmente la polémica persiste. A pesar de las excavaciones y de los datos ofrecidos por la tradición, no se puede afirmar que Pedro fuera enterrado bajo la Basílica de San Pedro.

De hecho, no es necesario recurrir a la arqueología para comprobar que resulta bastante difícil que los restos del pescador galileo fueran enterrados donde se ha dicho. Si realmente Cefás fue martirizado por los romanos mediante la crucifixión, lo más probable es que sus restos —como criminal que era considerado por las autoridades— fueran incinerados y sus cenizas arrojadas con desprecio a las aguas del Tíber.

Aún aceptando la improbable posibilidad de que su cadáver no fuera quemado o arrojado a las fieras del Circo, sería prácticamente imposible que sus discípulos y seguidores hubieran podido «rescatar» sus restos sin ponerse ellos mismos en grave peligro. Para recuperar el cuerpo de Pedro habrían tenido que solicitar permiso a las autoridades, lo que equivaldría a quedar identificados como cristianos «peligrosos» y alborotadores [10]. Por lo tanto es bastante difícil que unos supuestos discípulos del apóstol le dieran cristiana sepultura en la actual colina Vaticana.

De modo que estamos como al principio. Ni las fuentes documentales ni las excavaciones arqueológicas han escapado a la polémica. Y la pregunta principal —¿estuvo Pedro en Roma y murió allí martirizado?— queda sin una respuesta segura. Como ya hemos venido constatando páginas atrás, lo único que podemos considerar como hecho contrastado es que, ya muy avanzado el siglo II existía una creencia entre los cristianos de que, efectivamente, los restos de Pedro descansaban en la necrópolis de la citada colina vaticana…