I. Precauciones oratorias
«¡Oh justo, sutil y poderoso opio! ¡Tú, que en el pecho del pobre lo mismo que en el del rico, para las heridas que jamás cicatrizan y para las angustias que hacen rebelarse al espíritu, viertes un bálsamo calmante; tú, opio elocuente, que con tu retórica potente desarmas las decisiones de la ira y durante una noche devuelves al culpable las esperanzas de la adolescencia y sus antiguas manos no manchadas con sangre; que al hombre vanidoso le otorgas un pasajero olvido
de las culpas no reparadas y los insultos no vengados;
que citas a los falsos testigos ante el tribunal de los sueños, para el triunfo de la inocencia inmolada; que dejas confundido al perjuro; que anulas las sentencias de los jueces inicuos! Tú edificas en el seno de las tinieblas, con los imaginarios materiales del cerebro, con un arte más profundo que Fidias y Praxiteles, templos y ciudades que, en esplendor, superan a Babilonia y Hecatómpilos y del caos de un sueño poblado de visiones haces que a la luz del sol surjan los rostros de las bellezas desde hace largo tiempo enterradas y las fisonomías familiares y bendecidas exentas de los ultrajes de la tumba. Sólo tú das al hombre esos tesoros y posees las llaves del paraíso, ¡oh justo, sutil y poderoso opio!».
Pero antes de que el autor haya encontrado la audacia necesaria para lanzar, en honor de su amado opio, ese grito violento como el agradecimiento del amor, ¡cuántas artimañas, cuántas precauciones oratorias! Ante todo, es el alegato eterno que quienes deben hacer confesiones comprometedoras, casi decididos no obstante, a complacerse con ellas:
«Gracias a la aplicación que he puesto en ellas, confío en que estas memorias no serán simplemente interesantes, sino también, en grado considerable, útiles e instructivas. Con esa esperanza las he escrito, y ésa será mi excusa por haber violado esa deliciosa y honorable reserva que, a la mayoría de nosotros, impide una exhibición pública de nuestros propios errores y flaquezas. Nada, en verdad, más adecuado para irritar la sensatez inglesa que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestra atención sus cicatrices y sus llagas morales y que arranca la púdica vestimenta con que el tiempo, o la indulgencia con la humana fragilidad ha consentido en revestirlas».
En efecto, añade el autor, el crimen y la miseria se alejan generalmente a la mirada pública, e inclusive en los cementerios, se apartan de las personas corrientes, como si renunciasen humildemente a todos los derechos de compañerismo con la familia humana. Pero en el caso del opiómano no hay delito, sino sólo debilidad, y una debilidad que se excusa muy fácilmente, como una biografía preliminar va a demostrarlo. Por otra parte, el beneficio que pueden obtener otros de las notas de una experiencia comprada a tan alto precio, puede compensar ampliamente la violencia de que el pudor moral es objeto y crear una excepción legítima.
En este prólogo dirigido al lector encontramos algunas informaciones sobre la multitud misteriosa de los opiómanos, esa nación contemplativa, perdida en el seno de la nación activa. Son numerosos, y más de lo que se cree. Son profesores, filósofos, un lord situado en el cargo más alto, un subsecretario de Estado; si casos tan numerosos pertenecientes a la clase social más elevada, han llegado sin haber sido buscados, a conocimiento de un solo individuo ¡qué espantosa estadística se podría trazar de la población entera de Inglaterra! Tres farmacéuticos de Londres, de barrios sin embargo apartados, afirman (en 1821) que el número de los aficionados al opio es inmenso y que la dificultad de distinguir a las personas que han hecho de él una especie de dieta de las que quieren procurárselo con una intención culpable, es para ellos una fuente cotidiana de engorros. Pero el opio ha descendido a visitar los limbos de la sociedad y, en Manchester en la tarde del sábado, los mostradores de las droguerías están cubiertos de píldoras preparadas en previsión de las demandas de la noche. Para los obreros de las fábricas es el opio una voluptuosidad económica, pues la rebaja de los salarios puede hacer de la cerveza y las bebidas espirituosas una orgía costosa. Pero no creáis que cuando aumente el salario los obreros ingleses abandonarán el opio para volver a los groseros placeres del alcohol. La fascinación ha actuado, la voluntad está domada y el recuerdo del goce ejercerá su tiranía eterna.
Si naturalezas groseras y embrutecidas por un trabajo diario y sin encanto pueden hallar amplios consuelo en el opio, ¿cuál será, pues, su efecto en una mente aguda e ilustrada, en una imaginación ardiente y cultivada, sobre todo si prematuramente la ha labrado el dolor fertilizante; en un cerebro marcado por la ilusión fatal, touched with pensiveness para emplear la asombrosa expresión de mi autor? Tal es el tema del libro maravilloso que desenrollaré como un tapiz fantástico ante los ojos del lector. Resumiré mucho, sin duda. De Quincey es esencialmente digresivo; la expresión humourist se le puede aplicar más adecuadamente que a cualquier otro autor. En un lugar compara su pensamiento con un tirso, simple vara que debe todo su aspecto y su encanto al complicado follaje que la envuelve. Para que el lector nada pierda de los cuadros conmovedores que componen la esencia del volumen y, como es limitado el espacio de que dispongo, me veré, con gran pesar, obligado a suprimir numerosos episodios muy amenos y muchas disertaciones exquisitas que no se relacionan directamente con el opio, sino que tienen simplemente por objeto ilustrar el carácter del opiómano. Sin embargo, es el libro lo bastante vigoroso para hacerse entrever inclusive bajo una envoltura tan sucinta, hasta como un simple extracto.
La obra (Confessions of an English opiume-ater, being an extract from the life of a scholar) se divide en dos partes: una se titula Confesiones y la otra, que es su complemento, Suspiria de profundis. Cada una consta a su vez de varias subdivisiones, algunas de las cuales omitiré porque son como corolarios o apéndices. La división de la primera parte es muy sencilla y lógica, pues se deriva del tema mismo del libro: Confesiones preliminares, Voluptuosidad del opio y Torturas del opio. Las Confesiones preliminares, de las que trataré con alguna extensión, tienen un objetivo fácil de adivinar. El personaje debe ser conocido y hacerse amar y apreciar por el lector. El autor, quien se propone interesar fuertemente la atención con un tema al parecer tan monótono como la descripción de una embriaguez, desea vivamente mostrar hasta qué punto se le debe excusar; quiere crearse una simpatía con la que se beneficiará toda su obra. En fin, y es esto muy importante, el relato de ciertos episodios, tal vez en sí mismos vulgares, pero graves y serios en razón de la sensibilidad de quien los ha soportado se transforma, para decirlo así, en la clave de las visiones y sensaciones extraordinarias que asediarán más tarde a su cerebro. Más de un viejo, inclinado sobre una mesa de taberna, vuelve a verse a sí mismo en un ambiente ya desaparecido y su embriaguez no es otra cosa que su juventud desvanecida. Asimismo, los sucesos que relatan las Confesiones usurparán un papel importante en las visiones posteriores. Resucitarán como esos sueños que no son sino los recuerdos deformados o transfigurados de las obsesiones de un día laborioso.
II. Confesiones preliminares
No, no fue para la búsqueda de una voluptuosidad culpable y perezosa para lo que comenzó a emplear el opio sino, sencillamente, para aplacar las torturas estomacales nacidas de la costumbre cruel del hambre. Esas angustias del hambre datan de su juventud y a la edad de veinticinco años es cuando el mal y el remedio aparecen por primera vez en su vida, tras un período bastante largo de felicidad, seguridad y bienestar. En qué circunstancias se produjeron esas angustias fatales, es lo que se va a ver.
El futuro opiómano tenía siete años cuando murió su padre dejándolo a cargo de unos tutores que le hicieron recibir su primera enseñanza en diversas escuelas. Muy pronto se distinguió por sus aptitudes literarias, particularmente por su conocimiento prematuro de la lengua griega. A los trece años escribía en griego, y a los quince no sólo podía componer versos griegos en metros líricos, sino también conversar en griego con fluidez y sin embarazo, facultad que debía a la costumbre diaria de improvisar en griego la traducción de periódicos ingleses. La necesidad de encontrar en su memoria y en su imaginación muchas perífrasis para expresar en un idioma muerto imágenes e ideas absolutamente modernas le creó un diccionario siempre a mano, mucho más complejo y extenso que el que crea el vulgar estudio paciente de los temas exclusivamente literarios. «Ese muchacho —decía uno de los maestros señalándolo a un forastero— podría arengar a una multitud ateniense mucho mejor que usted y yo a una multitud inglesa». Por desgracia, nuestro precoz helenista fue arrebatado a ese maestro excelente y, después de pasar por las manos de un tosco pedagogo que temblaba constantemente por temor a que el niño corrigiese su ignorancia, lo pusieron a cargo de un profesor bueno y sólido que pecaba asimismo por falta de elegancia y en nada recordaba la erudición ardiente y chispeante del primero. Mala cosa es que un niño pueda juzgar a sus maestros y colocarse por encima de ellos. Traducían a Sófocles, y antes de la apertura de la clase el profesor celoso, el archididascalus, se preparaba con una gramática y un léxico para la lectura de los coros, purgando su lección de antemano de todas las vacilaciones y dificultades. Entretanto, el muchacho (casi tenía ya diecisiete años) quería ardientemente ir a la Universidad, pero a ese respecto importunaba en vano a sus tutores. Uno de ellos, hombre excelente y razonable, residía muy lejos. De los tres restantes, dos habían depositado toda su autoridad en el cuarto, y éste se nos describe como el mentor más tozudo del mundo y el más enamorado de su propia voluntad. Nuestro joven aventurero toma una gran decisión: se escapará de la escuela. Escribe a una mujer excelente y encantadora, sin duda amiga de su familia, la que de niño solía sentarlo en sus rodillas, para pedirle que le enviara cinco guineas. Una respuesta llena de gracia maternal llega pronto con el doble de la suma pedida. Su bolsa de escolar contenía todavía dos guineas, y doce guineas representan una fortuna infinita para un niño que ignora las necesidades cotidianas de la vida. Ya sólo se trata de ejecutar la fuga. El pasaje siguiente es de los que no puedo resignarme a abreviar. Por lo demás, conviene que de vez en cuando el lector pueda saborear por sí mismo el estilo vivaz y femenino del autor.
«El doctor Johnson hace una observación muy justa (y llena de sentimiento, lo que por desgracia no se puede decir de todas sus observaciones) y es que jamás hacemos a sabiendas por vez última, sin tristeza en el corazón, lo que hemos tenido la costumbre de hacer durante largo tiempo. Yo sentí profundamente esta verdad cuando tuve que dejar un lugar que no amaba y donde no había sido dichoso. La tarde anterior al día en que debía huir de allí para siempre oí con tristeza resonar en la vieja y alta sala de la clase la oración vespertina, pues la oía por última vez; y llegada la noche, cuando se pasó lista y, como de costumbre, se pronunció en el primer lugar mi nombre, me adelanté y, al pasar por delante del director que se hallaba presente, le saludé, le miré curiosamente en el rostro y pensé para mis adentros: “Está viejo y enclenque y no lo volveré a ver en este mundo”. Yo estaba en lo cierto, porque no he vuelto a verlo ni volveré a verlo nunca. Él me miró con complacencia, con una buena sonrisa, me devolvió el saludo, o más bien mi despedida, y nos separamos para siempre sin que él lo sospechara. Yo no podía sentir un profundo respeto por su inteligencia, pero se había mostrado siempre muy bueno conmigo, me había concedido numerosos favores, y yo sufría pensando en la mortificación que iba a infligirle.
»Y llegó la mañana en la que me debía lanzar al mar del mundo, mañana de la que toda mi vida subsiguiente ha tomado su color en gran parte. Me alojaba en la casa del director y desde mi llegada había conseguido el favor de una habitación privada, que me servía igualmente de dormitorio y de gabinete de trabajo. A las tres y media me levanté y contemplé con profunda emoción las antiguas torres de… adornadas con los primeros fulgores y que empezaban a empurpurarse con el resplandor radiante de una mañana de junio sin nubes. Me sentía firme e inquebrantable en mi propósito, pero me turbaba, no obstante, una vaga aprensión de engorros y de peligros inciertos. Y si hubiera podido prever la tormenta, la verdadera granizada de angustia que iba a descargarse sobre mí poco después, me habría sentido con razón más inquieto. La profunda paz de la mañana hacía con mi inquietud un contraste enternecedor y le servía casi de medicina. El silencio era mayor que a medianoche, y el silencio de una mañana de verano me conmueve más que todo otro silencio, porque la luz, aunque amplia y fuerte, como la del mediodía en las otras estaciones del año, parece diferir de la del pleno día, sobre todo en que el hombre no ha salido aún de casa; y así la paz de la naturaleza y de las inocentes criaturas de Dios parece profunda y segura, mientras la presencia del hombre, con su espíritu inquieto e inestable, no venga a perturbar su santidad. Me vestí, tomé el sombrero y los guantes y me entretuve algún tiempo en la habitación. Desde hacía año y medio esa habitación había sido la ciudadela de mi pensamiento; allí había leído y estudiado durante las largas horas de la noche y aunque, a decir verdad, en la parte final de ese período, yo, que había nacido para el amor y los afectos tiernos, había perdido mi alegría y mi dicha en el febril combate sostenido con mi tutor, por otro lado, no obstante, un joven como yo, amante de los libros, entregado a las investigaciones del espíritu, no podía dejar de haber gozado de algunas horas gratas aun en medio del desaliento. Lloré mirando a mi alrededor el sillón, la chimenea, el escritorio y los otros objetos familiares que estaba muy seguro no volvería a ver. Desde entonces hasta el momento en que trazo estas líneas han pasado dieciocho años y, sin embargo, en este mismo instante veo muy claramente, como si fuese ayer, el contorno y la expresión del objeto en el que había fijado mi mirada de despedida; era un retrato de la encantadora…[4] que se hallaba colgado sobre la chimenea, y cuyos ojos y boca eran tan bellos y el rostro tan radiante de bondad y de calma divina, que mil veces había dejado caer la pluma o el libro para pedir consuelos a su imagen, como un devoto a su santo patrono. Mientras la contemplaba con arrobo, la profunda voz del reloj proclamó que eran las cuatro. Me elevé hasta el retrato, le di un beso, salí silenciosamente y cerré la puerta para siempre.
»Las ocasiones para la risa y las lágrimas se entrelazan y mezclan tan bien en esta vida que no puedo recordar sin sonreírme, un incidente que se produjo entonces y estuvo a punto de impedirme la inmediata ejecución de mi plan. Tenía una valija muy pesada que, además de mis ropas, contenía casi toda mi biblioteca. La dificultad consistía en llevarla hasta una cochería. Mi habitación se hallaba a una altura aérea, pero lo peor era que la escalera que conducía a aquel lado del edificio terminaba en un corredor que pasaba por delante de la puerta de la habitación del director. Me adoraban todos los sirvientes, y como sabía que cualquiera de ellos se apresuraría a servirme secretamente, confié mi dificultad a un criado del director. Juró que haría todo lo que quisiera, y cuando llegó el momento subió por la escalera para llevar la valija. Mucho temía yo que aquello superase las fuerzas de un solo hombre, pero aquel groom era un mocetón dotado
con los hombros de un Atlas, hechos para
sostener el peso de las monarquías más fornidas
y tenía una espalda tan ancha como las llanuras de Salisbury. Se empeñó, pues, en transportar él solo la valija, mientras yo le esperaba ansiosamente en la planta baja. Durante un rato oí que descendía con paso firme y lento; mas desgraciadamente, a causa de su inquietud, en el instante en que se acercaba al lugar peligroso, se le resbaló el pie a unos pasos del corredor, y la pesada carga, al caer de sus hombros, adquirió tal velocidad de descenso en cada peldaño de la escalera, que al llegar abajo rodó, o más bien saltó directamente, con estruendo infernal, contra la puerta del dormitorio del archididascalus. Fue mi primera impresión de que todo estaba perdido y que la única posiblidad que me quedaba de realizar la retirada era sacrificar el equipaje. Sin embargo, un momento de reflexión me decidió a esperar el final de la aventura. El groom estaba tan aterrado por él como por mí, mas a pesar de todo, la sensación de lo cómico se había apoderado de su mente tan irresistiblemente durante ese desdichado contratiempo que soltó una carcajada, pero una carcajada prolongada, aturdidora, a todo vuelo, que habría despertado a los Siete Durmientes. A los sones de esa música alegre, que resonaba en los oídos mismos de la autoridad así insultada, no pude menos de agregar la mía, no tanto a causa de la infausta travesura de la valija, sino del efecto nervioso producido en el groom. Ambos esperábamos, muy naturalmente, ver al doctor abalanzarse fuera de su habitación pues, en general, si oía que se movía un ratón, saltaba como un mastín fuera de su caseta. Cosa extraña, en aquella ocasión, cuando cesaron nuestras carcajadas, no se oyó en la habitación ruido alguno, ni siquiera un rozamiento. El doctor padecía de una enfermedad dolorosa que a veces lo mantenía despierto, pero que quizá cuando conseguía amodorrarse le hacía dormir más profundamente. Alentado por aquel silencio, el groom volvió a ponerse la valija en los hombros y siguió descendiendo sin accidente alguno. Esperé hasta ver la valija en una carretilla y en camino hacia el coche. Entonces, sin más guía que la Providencia, partí a pie, llevando bajo el brazo el paquetito con algunos objetos de lavabo, un poeta inglés favorito en el bolsillo, y en el otro un pequeño volumen en dozavo que contenía unas nueve piezas de Eurípides».
Nuestro escolar había acariciado la idea de dirigirse a Westmoreland pero un accidente que no explica cambió su itinerario y lo lanzó a las Galias del Norte. Después de haber errado durante algún tiempo por el Denbighsire, el Marionethshire y el Caernarvonshire, se instaló en una casita de B… muy adecuada, pero no tardó en arrojarlo de allí un incidente en el que su orgullo juvenil se sintió herido de la manera más cómica. Había servido su patrona en casa de un obispo, ya como gobernanta o ya como niñera. La soberbia desaforada del clero inglés se infiltra generalmente, no tan sólo en los hijos de los dignatarios, sino también en sus servidores. En una ciudad pequeña como B… el hecho de haber servido a la familia de un obispo bastaba evidentemente para conferir una especie de distinción, de modo que la buena señora no tenía sin cesar en la boca sino frases como ésta: «Milord hacía esto, milord hacía aquello, milord era indispensable en el Parlamento, indispensable en Oxford…». Tal vez le pareció a ella que el muchacho no escuchaba sus palabras con la reverencia suficiente. Un día fue la dama a saludar al obispo y su familia y el obispo le interrogó sobre sus actividades. Al saber que ella había alquilado su departamento, el muy digno prelado cuidó de recomendarle que se mostrara exigente en la elección de sus inquilinos. «Betty —le dijo—, recuerde que ese lugar está situado en el camino real que lleva a la capital, de modo que verosímilmente debe servir de etapa a una multitud de estafadores irlandeses que huyen de sus acreedores de Inglaterra y de estafadores ingleses que han contraído deudas en la isla de Man». Y la buena señora, al contar con orgullo su entrevista con el obispo, no dejó de agregar su respuesta: «Oh, milord, yo no creo realmente que ese caballero es un estafador, puesto que…». «¡Usted no cree que soy un estafador! —exclamó el joven escolar, exasperado—. En adelante voy a ahorrarle el trabajo de tener que pensar en esas cosas». Y se dispuso a partir. La pobre patrona deseaba cantar la palinodia, pero como la ira inspiró al joven algunas expresiones poco respetuosas para el señor obispo, toda reconciliación se hizo imposible. «Yo estaba —dice— verdaderamente indignado por esa facilidad con que el obispo podía calumniar a una persona que nunca había visto y sentí ganas de hacerle saber en griego lo que pensaba al respecto, lo que, proporcionando una presunción en favor de mi honestidad, obligaría al mismo tiempo al obispo (al menos yo lo esperaba) a contestarme en el mismo idioma, caso en el que no dudaba que se pondría de manifiesto que si no era tan rico como Su Señoría, era yo un helenista mucho mejor que él. Ideas más saludables anularon ese proyecto pueril…».
Se reanuda su vida errante; pero de posada en posada no tarda en encontrarse despojado de su dinero. Durante quince días se ve obligado a contentarse con un solo plato diario. El ejercicio y el aire de las montañas, que actúan con mucha fuerza en un estómago joven, hacen que ese magro régimen le sea muy doloroso, pues esa comida única consiste en café o té. Por fin el té y el café se hacen un lujo imposible y durante toda su estada en Gales se alimenta, únicamente, de moras y bayas de agavanzo. De vez en cuando una buena hospitalidad interrumpe como una fiesta esa dieta de anacoreta y paga esa hospitalidad, generalmente, con pequeños servicios de memorialista. Desempeña el oficio de secretario para los campesinos con parientes en Londres o Liverpool, pero con más frecuencia son cartas amorosas que las muchachas, que han sido sirvientas en Sherewsbury o en otra ciudad cualquiera de la costa británica, le encargan que redacte para los enamorados que dejaron allá. Hay inclusive un episodio de este género que tiene un carácter conmovedor. En un lugar lejano de Marionethshire, en Lian y Stindwr, se aloja durante poco más de tres días en casa de unos jóvenes que lo tratan con una cordialidad encantadora: cuatro hermanas y tres hermanos que hablan todos inglés y están dotados con un elegancia y una belleza innatas enteramente raras. Él redacta una carta para uno de los hermanos, quien, habiendo servido en un barco de guerra, desea reclamar su parte de la presa y, más secretamente, dos cartas amorosas para dos de las cuatro hermanas. Esas criaturas ingenuas, con su candor, su distinción innata y sus rubores públicos, hacen pensar, cuando dictan sus instrucciones, en las gracias delicadas y límpidas de los libros de estampas navideñas. Cumple tan bien su cometido que las blancas muchachas se quedan admiradas viendo cómo ha sabido conciliar las exigencias de su pudor altivo con su ansia secreta de decir las cosas más amables. Pero una mañana advierte una conmoción extraña, como de aflicción: es que regresan los ancianos padres, personas austeras y gruñonas que se habían marchado para asistir en Caernarvon a una reunión anual de metodistas. Todas las frases que el joven les dirige, obtienen esta sola respuesta: «Dym Sassenach (no English)». «Pese a todo lo que los jóvenes podían decir en mi favor, comprendí fácilmente que mi talento para escribir cartas de amor sería para aquellos graves metodistas sexagenarios una recomendación tan pobre, como mis versos sáficos o alcaicos». Y temiendo que la graciosa hospitalidad que le habían ofrecido los jóvenes se transformase en cruel caridad en el ánimo de aquellos rudos ancianos, reanuda su singular peregrinaje.
El autor no nos dice por qué medios ingeniosos consiguió, no obstante su pobreza, transportarse hasta Londres. Pero allí la miseria es tan grande que se convierte en un padecimiento terrible, casi una agonía cotidiana. Imagínense dieciséis semanas seguidas de torturas causadas por un hambre permanente, apenas aliviadas por algunas migas de pan hurtadas sutilmente de la mesa de un hombre de quien tendremos que hablar inmediatamente, dos meses durmiendo en campo raso y además, con el sueño corrompido por angustias y sobresaltos intermitentes. Esa aventura de muchacho le costaba en verdad muy cara. Pero cuando llegó a la estación inclemente, como para aumentar sus sufrimientos que parecían no poder agravarse, tuvo la suerte de encontrar un refugio ¡pero qué refugio! El hombre cuya comida presenciaba y a quien hurtaba las cortezas de pan, creía que el joven estaba enfermo e ignoraba que carecía absolutamente de todo, por lo que le permitió que durmiera en una gran casa desocupada de la que era inquilino. No tenía más muebles que una mesa y algunas pocas sillas; era aquello un desierto polvoriento en el que pululaban las ratas. En esa desolación habitaba, no obstante, una pobre niña, no idiota pero simple y ni linda por cierto, como de unos diez años, a menos que le hubiera envejecido el rostro, muy prematuramente, el hambre que la roía.
¿Era sencillamente una sirvienta o la hija natural de aquel hombre? El autor aún lo ignora. La pobre abandonada se sintió muy dichosa cuando supo que, en adelante, tendría un compañero para las negras horas de la noche. La casa era espaciosa y la ausencia de muebles y cortinas la hacía más sonora; la abundancia de ratas llenaba de rumores la escalera y las salas. Entre los sufrimientos corporales causados por el hambre y el frío, la desdichada niña había conseguido crearse un nuevo mal imaginario: ¡tenía miedo de los aparecidos! El joven prometió protegerla contra ellos y agregó chuscamente que era «toda la ayuda que podía ofrecerle». Y los dos seres, flacos, hambrientos, temblorosos, dormían en el suelo, con legajos de asuntos judiciales a la manera de almohada, sin más manta que un raído capote de soldado. Sin embargo, más tarde descubrieron en la buhardilla la vieja funda de un diván, unos trapos y un trozo de alfombra que les dieron un poco más de abrigo. La pobre niña se apretaba contra él para calentarse y defenderse de sus enemigos del otro mundo. Cuando no estaba más enfermo que de costumbre la tomaba en sus brazos, y la niña, confortada por aquel contacto fraterno, se quedaba dormida, en tanto que el muchacho no podía lograrlo. Pues durante esos dos últimos meses de sufrimiento dormía mucho de día o caía, más bien, en somnolencias súbitas, malos sueños obsesos por pesadillas tumultuosas; se despertaba a cada instante y volvía a dormirse, pues la angustia y el dolor interrumpían violentamente su sueño y el cansancio volvía a sumirlo en él irresistiblemente. ¿Qué persona nerviosa no conoce ese sueño de perros, como dice la lengua inglesa con su energía elíptica? Pues los dolores morales causan efectos análogos a los de los sufrimientos físicos, como el hambre. Uno se oye gemir a sí mismo y a veces su propia voz lo despierta; se ahueca y se contrae cada vez más el estómago, como una esponja oprimida por una mano fuerte; se encoge y levanta el diafragma, la respiración se interrumpe y la angustia va constantemente en aumento hasta que, encontrando un remedio en la intensidad del dolor mismo, la naturaleza humana hace explosión en un grito y en un salto de todo el cuerpo que, finalmente, trae consigo una liberación violenta.
Entretanto, el dueño de la casa llegaba a veces súbitamente y muy temprano, y otras no aparecía. Se mantenía siempre alerta por temor a los alguaciles refinando el sistema de Cromwell y se acostaba cada noche en un barrio distinto, examinando, a través de un postigo, la cara de las personas que llamaban a la puerta; desayunaba únicamente con una taza de té y un panecillo o con unos bizcochos comprados en el camino, y nunca invitaba a nadie. Durante esa comida, maravillosamente frugal, el joven encontraba sutilmente un pretexto para quedarse en la pieza y entablar conversación; luego con el aire más indiferente que podía adoptar, recogía las últimas migajas caídas bajo la mesa; aunque a veces no quedaba para él miga alguna, pues el otro había devorado hasta la última. A la niña jamás se le permitía entrar en el despacho del hombre, si se puede llamar así a un amontonamiento de papeles y pergaminos. A las seis, ese personaje misterioso se marchaba y cerraba su habitación. Tan pronto como llegaba por la mañana, la niña descendía para atenderlo. Y cuando comenzaba para el hombre la hora de los negocios y el trabajo, el joven vagabundo salía a caminar sin rumbo o a sentarse en los parques o en cualquier otra parte. Por la noche volvía a su desolado albergue y al oír el aldabonazo la pequeña corría con paso tembloroso para abrirle la puerta.
Años más tarde, ya adulto, un 15 de agosto, día de su nacimiento, a las diez de la noche, el autor quiso lanzar una mirada al asilo de sus viejas miserias. A la luz refulgente de una hermosa sala vio a varias personas que tomaban té y que parecían todo lo felices que es posible serlo; es extraño el contraste con la oscuridad, el frío, la desolación y el silencio de aquella misma casa cuando diez años antes albergaba a un estudiante hambriento y a una pobre muchacha abandonada. Posteriormente hizo algunos esfuerzos por encontrar las huellas de aquella pobre niña. ¿Ha seguido viviendo? ¿Ha llegado a ser madre? No pudo obtener información alguna. La amaba como su compañera de miseria, pues no era bonita ni agradable y ni siquiera era inteligente. No tenía más seducción que un rostro humano, la pura humanidad menoscabada a su expresión más pobre. Pero según ha dicho, creo que Robespierre, en su estilo de hielo ardiente, recocido y congelado como la abstracción misma, «El hombre jamás ve al hombre sin complacerse con ello».
¿Pero quién era y qué hacía ese hombre, ese inquilino de costumbres tan misteriosas? Era uno de esos hombres de negocios como hay tantos en las grandes ciudades, envueltos en triquiñuelas complicadas que soslayan de algún modo las leyes y que durante un tiempo había puesto en suspenso su conciencia, a la espera de que una ocasión más próspera le permitiera recobrar el uso de aquel lujo molesto. Si lo hubiera querido, el autor, según dice, habría podido entretenernos vivamente a expensas del desdichado y contarnos escenas muy curiosas y algunos episodios impagables; pero prefiere olvidarlo todo y recordar sólo una cosa: que aquel hombre, despreciable en otros aspectos, con él se había mostrado siempre complaciente, e incluso generoso, al menos en la medida en que podía. Exceptuando el santuario de su papelería, las otras habitaciones estaban a disposición de los dos niños, quienes todas las tardes podían, en consecuencia, elegir con amplitud su alojamiento y por las noches instalar su tienda donde mejor les pareciera.
Pero el joven contaba con otra amiga de la que debemos hablar ya. Para relatar dignamente este episodio debería hurtar, por decirlo así, una pluma de las alas de un ángel, tan casto me parece ese cuadro, tan lleno de ingenuidad, gracia y misericordia. «Siempre —dice el autor— había tenido a mucha honra conversar familiarmente, more socratico, con todos los seres humanos, mujeres, hombres y niños, que el azar podía arrojar en mi camino, costumbre favorable para el conocimiento de la índole humana, los buenos sentimientos y los modales francos que convienen a un hombre que quiere merecer el título de filósofo. Pues no debe el filósofo mirar con los mismos ojos que ese pobre ser limitado que se llama a sí mismo hombre de mundo tan lleno de prejuicios estrechos y egoístas, sino que, por el contrario, debe considerarse como un ser verdaderamente católico, en comunión e iguales relaciones con todo lo que está arriba y todo lo que está abajo, con la gente instruida y con la no educada, con los culpables y con los inocentes». Más tarde, entre los goces que le concede el opio generoso, veremos que se reproduce ese espíritu de caridad y de fraternidad universales, pero activado y aumentado por el genio particular de la embriaguez. En las calles de Londres, más aún que en el país de Gales, el estudiante emancipado era una especie de peripatético, un filósofo de la calle que sin cesar meditaba entre los torbellinos de la ciudad inmensa. Este episodio podría parecer un poco extraño en páginas inglesas, pues, como ya se sabe, la literatura inglesa lleva la castidad a la gazmoñería, pero lo que es seguro es que ese mismo tema, apenas desflorado por una pluma francesa, se habría hecho rápidamente shocking, en tanto que en este caso sólo hay gracia y decencia. Para decirlo en dos palabras, nuestro joven errante había contraído una amistad platónica con una peripatética del amor. Pero Ana no es una de esas bellezas audaces y deslumhrantes cuyos ojos de diabla resplandecen a través de la niebla y que hacen de su descoco una aureola. Ana es una criatura muy sencilla, muy común, despojada, abandonada, como son tantas otras y reducida a la abyección por la perfidia. Pero está revestida con esa gracia innombrable, con esa gracia de la debilidad y la bondad que Goethe sabía infundir a todas las hijas de su mente, y que ha hecho de su pequeña Margarita de manos enrojecidas, una criatura inmortal. ¡Cuántas veces, entre sus monótonas peregrinaciones por la interminable Oxford Street, entre el hormiguero de la urbe rebosante de actividad, el estudiante famélico exhortó a su desdichada amiga a implorar la ayuda de un juez contra el miserable que la había despojado, ofreciéndose a sostenerla con su testimonio y su elocuencia! Ana era todavía más joven que él, pues tenía sólo dieciséis años. ¡Y cuántas veces le protegió la joven de los agentes policiales que querían echarlo de los portales donde se cobijaba! Una vez hizo más la pobre abandonada: se habían sentado ella y su amigo en la Soho-Square, en los peldaños de una casa por delante de la cual, según confiesa, no ha podido pasar de nuevo desde entonces sin sentir oprimido el pecho por el recuerdo de ese día. Se sentía más débil y enfermo que de costumbre, pero, apenas sentado, le pareció que su malestar empeoraba. Había apoyado la cabeza en el seno de su hermana en el infortunio y de pronto se escapó de sus brazos y cayó boca arriba en los escalones de la puerta. Sin un estimulante vigoroso habría perecido, o al menos habría caído para siempre en un estado de invalidez irremediable. Y en esa crisis de su destino fue la criatura abandonada quien le tendió la mano salvadora, ella, que sólo había conocido en este mundo la afrenta y la injusticia. La joven gritó aterrada y, sin perder un segundo, corrió a la Oxford Street, de donde volvió casi inmediatamente con un vaso de oporto sazonado, cuya acción reparadora fue maravillosa para un estómago vacío que no habría soportado ningún alimento sólido. «¡Oh, mi joven bienhechora! ¡Cuántas veces en los años siguientes, refugiado en lugares solitarios, y soñando contigo con el pecho transido de tristeza y de un amor sincero, cuántas veces he sentido el deseo de que la bendición de un pecho agradecido tuviese el privilegio y el poder sobrenatural que los antiguos atribuían a la maldición de un padre y que ejercía su efecto con el rigor seguro de una fatalidad! ¡Cuántas veces también he deseado que mi agradecimiento recibiera del cielo el poder de seguirte, obsederte, acecharte, sorprenderte, alcanzarte en las densas tinieblas de un tugurio de Londres o, si fuera posible, en las tinieblas mismas de la tumba, para despertarte allí con un mensaje auténtico de paz y de perdones y de reconciliación definitiva!».
Hay que haber sufrido mucho para sentir de este modo, hay que tener uno de esos corazones a los que abre y ablanda la desgracia, al contrario de aquellos a los que cierra y endurece. El beduino civilizado aprende en el Sahara de las grandes ciudades muchos motivos de enternecimiento que desconoce el hombre cuya sensibilidad limitan siempre el home y la familia. En el báratro de las capitales hay, como en el desierto, algo que modifica y modela el corazón del hombre, que lo fortifica de otro modo, cuando no lo deprava y debilita hasta la abyección y el suicidio.
Un día, poco tiempo después de este episodio, se encontró en la Albemarle Street con un antiguo amigo de su padre, quien le reconoció por su aire de familia; respondió con ingenuidad a todas sus preguntas, sin ocultarle nada, pero exigió que le diera su palabra de que no lo entregaría a sus tutores. Por fin, le dio su dirección, en casa de su huésped, el extraño abogado. Y al otro día recibió en una carta, que el abogado le entregó fielmente, un cheque de diez libras.
Puede sorprender al lector que el joven no buscara desde el principio un remedio para la miseria, ora por medio de un trabajo continuo, ora pidiendo ayuda a los viejos amigos de la familia. En lo que atañe al último recurso, había un peligro evidente en utilizarlo. Podían advertir a sus tutores y la ley les autorizaba a recluir al joven por la fuerza en la escuela de donde había huido. Ahora bien, la energía que se encuentra frecuentemente en los caracteres más femeninos y sensibles le permitía soportar con valor todas las privaciones y peligros antes que correr el riesgo de una eventualidad tan humillante. Por lo demás, ¿dónde encontraría a esos viejos amigos de su padre, muerto hacía diez años, amigos de cuyos nombres ya se había olvidado, de la mayoría de ellos al menos? En lo que respectaba a su trabajo, ciertamente le habría sido fácil obtener una remuneración pasadera corrigiendo pruebas de griego y se sentía muy apto para realizar esas funciones de una manera ejemplar. ¿Pero cómo ingeniarse para conseguir que le presentaran a un editor honrado? En fin, para decir todo, confiesa que nunca había pensado que el trabajo literario pudiera llegar a ser para él la fuente de un beneficio cualquiera. Para salir de esa situación lamentable nunca había acariciado más que un solo recurso: pedir dinero prestado a cuenta de la fortuna que podía esperar con derecho. Por fin llegó a trabar conocimiento con algunos judíos a quienes atendía el abogado en sus tejemanejes tenebrosos. No era asunto difícil probarles que sus esperanzas eran reales, pues podían comprobar sus afirmaciones con los Doctors’commons por medio del testamento de su padre. Pero quedaba un asunto que él no había previsto: el de la identidad de la persona. Exhibió algunas cartas que unos amigos jóvenes, entre ellos el conde de… y asimismo su padre, el marqués de… le habían enviado cuando se hallaba en la región de Gales y que llevaba siempre en el bolsillo. Por fin los judíos se dignaron a prometerle doscientas o trescientas libras con la condición de que el joven conde (que, entre paréntesis, apenas era mayor que él) consintiera en garantizarles el reembolso cuando llegaran los dos a la mayoría de edad. Se adivina que la finalidad del prestamista no era solamente obtener un beneficio en un negocio, de todos modos mínimo para él, sino contraer relaciones con el conde, cuya inmensa fortuna en el futuro conocía. En consecuencia, apenas recibe las diez libras, el joven vagabundo se dispone a partir para Eton. Deja al futuro prestamista tres libras, más o menos, para que pague las actas, y entrega algún dinero al abogado como indemnización por su hospitalidad sin muebles; emplea quince chelines en la compra de un poco de ropa (¡qué elegancia!) y, por fin, la pobre Ana también tiene su parte en la buena fortuna inesperada. Y en un sombrío atardecer de invierno se dirige hacia Piccadilly acompañado por la pobre muchacha, con el propósito de descender hasta Salt-Hill en la posta de Bristol. Como todavía les queda tiempo, van a la Golden Square y, para evitar las luces y el tumulto de Piccadilly, se sientan en la esquina de la Sherrard Street. Él le había prometido que no la olvidaría y que la ayudaría tan pronto como pudiera. Ése era su deber, ciertamente, e inclusive un deber imperioso, y sentía en aquel momento que multiplicaba su ternura por aquella su hermana de aventura, la compasión que le inspiraba su extremado abatimiento. A pesar de todos los menoscabos que había experimentado su salud, se sentía relativamente dichoso y lleno de esperanzas, mientras que Ana estaba mortalmente triste. En el momento de la despedida ella le arrojó los brazos al cuello y se echó a llorar en silencio. Él pensaba volver al cabo de una semana a más tardar y ambos convinieron en que desde el quinto día y cada tarde siguiente Ana le esperaría a las seis, al final de la Great-Tichfield Street, que era como su puerto habitual y su lugar de descanso en el gran Mediterráneo de la Oxford Street. Él creía haber tomado de ese modo todas las precauciones para volver a encontrarla; sólo había olvidado una: Ana nunca le había dicho su apellido o, si se lo había dicho, él lo había olvidado como algo que tenía poca importancia. Las mujeres galantes de muchas pretensiones, grandes lectoras de novelas, se hacen llamar de buena gana miss Douglas, miss Montague, etcétera, pero las más humildes de las muchachas pobres se dan a conocer únicamente por su nombre de pila, Mary, Francisca o Juana. Además, en aquel momento Ana padecía un resfrío y una fuerte ronquera, y en ese instante supremo, ocupado en consolarla con palabras amables y en aconsejarla que cuidara bien su resfrío, él se olvidó totalmente de preguntarle su apellido, que era el medio más seguro de volver a encontrarla si fallaba a una cita o sus relaciones quedaban interrumpidas durante largo tiempo.
Abrevio los detalles del viaje, ilustrado tan sólo por la caridad y la ternura de un despensero gordo, sobre el pecho y en los brazos del cual, nuestro protagonista, amodorrado por su debilidad y los traqueteos del coche, se durmió como en el seno de una nodriza, y un largo adormecimiento al aire libre entre Slough y Eton; pues al despertarse bruscamente en brazos de su vecino, después de haber pasado sin darse cuenta cinco o seis millas más allá de Salt-Hill, se vio obligado a desandar a pie todo ese trecho. Al término del viaje se entera de que el joven señor no está en Eton. Desesperado, se hace invitar a comer por lord D…, otro excompañero suyo, la vinculación con el cual era mucho menos íntima, no obstante. Aquella era la primera mesa bien servida en la que podía sentarse desde hacía muchos meses, a pesar de lo cual no pudo probar bocado. Una vez en Londres, el mismo día en que había recibido su billete de banco, compró dos panecillos en una panadería; desde hacía dos meses devoraba con la mirada aquella panadería con una intensidad de deseo tan grande que su recuerdo casi le humillaba. Pero le había enfermado el pan tan deseado y durante muchas semanas más le fue imposible comer cualquier alimento sin peligro. Y ahora, en medio del comfort y del lujo, no tenía apetito. Cuando explicó a Lord D… el estado lamentable de su estómago, su anfitrión pidió vino, lo que fue motivo de un gran júbilo. En cuanto al verdadero propósito de su viaje, el favor que pensaba pedir al conde de… y que, por hallarse éste ausente, pide a lord D…, no puede conseguirlo por completo, es decir que el segundo, no queriendo mortificarlo con un rechazo absoluto, consiente en darle su garantía, pero con ciertos plazos y condiciones. Reconfortado con este buen éxito a medias, vuelve a Londres después de tres días de ausencia y va a ver a sus amigos los judíos. Por desgracia, los prestamistas de dinero se niegan a aceptar las condiciones de Lord D…, y habría podido reanudarse su espantosa existencia, en esta ocasión con más peligro, si al comienzo de esta nueva crisis, por una casualidad que no nos explica, no le hubieran hecho sus tutores una propuesta y si no hubiera transformado su vida una reconciliación definitiva. Deja Londres apresuradamente y, por fin, al cabo de algún tiempo, vuelve a la Universidad. Sólo muchos meses más tarde puede ver nuevamente el escenario de sus sufrimientos juveniles.
¿Pero que había sido de la pobre Ana? La buscaba todas las tardes, la esperaba todas las tardes en la esquina de Titchfield Street. Preguntaba por ella a todos los que podían conocerla y en las últimas horas que permaneció en Londres utilizó para encontrarla todos los medios con que contaba. Conocía la calle donde se alojaba, pero no la casa y además creía recordar vagamente que antes de sus adioses la muchacha se había visto obligada a abandonarla a causa de la brutalidad de su hospedero. Entre las personas a las que interrogaba, unas, por el fervor de sus preguntas, juzgaban deshonestas las causas de su búsqueda y sólo respondían con risas; otras creyendo que buscaba a una muchacha que le había robado alguna bagatela se mostraban naturalmente renuentes a hacerse delatores. Por fin, al dejar Londres definitivamente, dio su futura dirección a una persona que conocía a Ana de vista, pero nunca volvió a oír hablar de ella. Ésa fue entre las inquietudes de la vida su peor aflicción. Advertid que el hombre que así habla es un hombre muy serio y tan recomendable por la espiritualidad de sus costumbres como por la profundidad de sus escritos.
«Si ha vivido, hemos debido buscarnos con frecuencia mutuamente en el inmenso laberinto de Londres, tal vez a algunos pasos uno de otro, distancia suficiente en una calle de Londres para crear una separación eterna. Durante algunos años esperé que viviera, y estoy seguro de que en mis diferentes excursiones a Londres escruté muchos miles de rostros femeninos con la esperanza de encontrar el suyo. Si la viera un segundo, la reconocería entre otros miles, pues, aunque no era linda, tenía una expresión dulce y una manera muy graciosa de mover la cabeza. La he buscado, repito, esperanzado. ¡Sí, durante años! Pero ahora temería encontrarla, y el terrible resfrío que tanto me aterraba cuando nos separamos es ahora mi consuelo. Ya no deseo verla, pero sueño con ella y no sin complacencia, como con una persona que yaciera desde hace largo tiempo en la tumba —en la tumba de una Magdalena me gustaría creerla— arrebatada de este mundo antes que la barbarie y el ultraje macularan y desfiguraran su naturaleza ingenua o que la brutalidad de los bribones completara la ruina de aquella, a quien habían asestado sus primeros golpes.
»Así, pues, Oxford Street, madrastra de corazón de piedra, tú que has oído los suspiros de los huérfanos y bebido las lágrimas de los niños, ¡por fin me libré de ti! Había llegado el tiempo en que ya no me vería condenado a recorrer dolorosamente tus aceras interminables, a agitarme entre pesadillas espantosas o en un insomnio hambriento. Ana y yo hemos tenido sucesores excesivamente numerosos que han pisado las huellas de nuestros pasos; herederos de nuestras calamidades, han suspirado otros huérfanos y otros niños han derramado lágrimas; y tú Oxford Street, has repetido desde entonces el eco de los gemidos de muchos corazones. Mas para mí, no obstante, la tormenta a la que había sobrevivido parecía haber sido la prenda de una hermosa estación prolongada».
¿Ana ha desparecido por completo? ¡Oh, no, volveremos a verla en los mundos del opio; como un fantasma extraño y transfigurado surgirá lentamente en la humareda del recuerdo, como el genio de Las mil y una noches de los vapores de la botella! En lo que al opiómano respecta, los sufrimientos de la infancia han echado en él raíces tan profundas, que algún día llegarán a ser árboles, y esos árboles arrojarán su sombra fúnebre sobre todas las cosas de la vida. Pero esos dolores nuevos, cuyo presentimiento nos dan las últimas páginas de la parte biográfica de la obra, serán soportados con coraje, con la firmeza de un ánimo maduro y enormemente aliviado por la simpatía más profunda y más tierna. Contienen esas páginas la invocación más noble y la más afectuosa acción de gracias a una compañera valiente, sentada constantemente en la cabecera de la cama donde reposa un cerebro acosado por las Euménides. El Orestes del opio ha encontrado a su Electra, la que durante años ha enjugado en su frente el sudor de la angustia y refrescado sus labios apergaminados por la fiebre. «¡Pues tú fuiste mi Electra, querida compañera de mis años siguientes! ¡Y no quisiste que la esposa inglesa fuese vencida por la hermana griega en nobleza de ánimo ni en devoción paciente!». Antaño, durante sus miserias juveniles, cuando vagaba por la Oxford Street en las noches de luna llena, hundía con frecuencia sus miradas (y ése era su único consuelo) en las avenidas que atraviesan el centro de Mary-le-bone y conducen al campo; y recorriendo imaginariamente las largas perspectivas cortadas por las luces y las sombras, se decía: «Ese es el camino hacia el norte, y aquel que es el que lleva… Si tuviera las alas de la tórtola sería ése el camino por el que volaría en busca de consuelo». ¡Hombre, como todos los hombres, cegado por su deseo! Pues era allí, en el norte, en aquel lugar mismo, en aquel mismo valle, donde encontraría sus nuevos sufrimientos y toda su compañía de fantasmas crueles. Pero allí vive también la Electra de bondades reparadoras, y todavía ahora, cuando meditabundo y solitario, recorre el inmenso Londres con el corazón transido por pesares innumerables que reclaman el dulce bálsamo del afecto doméstico, contemplando las calles que se lanzan de la Oxford Street hacia el norte y pensando en la Electra muy amada que le espera en aquel mismo valle y quizás en la misma casa, el hombre exclama como el niño en otro tiempo: «¡Si tuviera las alas de la tórtola sería ése el camino por el que volaría en busca de consuelo!».
El prólogo ha terminado y puede prometerle al lector sin temor de mentir que el telón no volverá a levantarse sino sobre la visión más sorprendente, complicada y espléndida que haya encendido nunca sobre la nieve del papel la frágil herramienta del literato.
III. Voluptuosidades del opio
Como dije al comienzo, fue la necesidad de aliviar los dolores de un organismo debilitado por las lamentables aventuras juveniles la que engendró en el autor de estas memorias el empleo, al principio frecuente y luego cotidiano, del opio. Que el deseo irresistible de renovar las misteriosas voluptuosidades descubiertas desde el principio le indujera a repetir con frecuencia sus experiencias, no lo niega o inclusive lo confiesa sinceramente; sólo invoca el beneficio de una excusa. Pero la primera vez que él y el opio trabaron conocimiento fue por medio de una circunstancia trivial. Un día, presa de un fuerte dolor de muelas, atribuyó sus dolores a la falta de higiene, y como desde la infancia acostumbraba a hundir todos los días la cabeza en el agua fría, recurrió imprudentemente a esta práctica, peligrosa en aquel caso. Luego volvió a acostarse con el cabello completamente chorreante. La consecuencia fue un fuerte dolor reumático en la cabeza y la cara que duró no menos de veinte días. El vigésimo primero, un domingo lluvioso del otoño de 1804, cuando vagaba por las calles de Londres para distraerse de su dolencia (era la primera vez que veía de nuevo a Londres desde su ingreso a la Universidad) se encontró con un compañero que le recomendó el opio. Una hora después de haber bebido la tintura de opio en la cantidad prescrita por el farmacéutico todos sus dolores desaparecieron. Pero ese beneficio, que tan grande le pareció inmediatamente, no fue nada en comparación con los nuevos placeres que se le revelaron así súbitamente. ¡Qué embeleso mental! ¡Qué mundos interiores! ¿Era eso pues, la panacea, el pharmakon nepenthes para todos los dolores humanos?
«El gran secreto de la felicidad, sobre el cual los filósofos habían discutido durante tantos siglos, estaba descubierto decididamente en consecuencia. Se podía comprar la dicha por un penique y llevarla en el bolsillo del chaleco; el éxtasis se dejaría encerrar en la botella y la paz del espíritu podría ser remitida por correo. Tal vez el lector crea que deseo reírme, pero en mí es una vieja costumbre reírme en el sufrimiento, y puedo afirmar que nunca reirá largo tiempo quien mantenga comercio con el opio. Sus goces son graves y solemnes, y en su mejor estado el opiómano no puede presentarse con el modo animado del allegro, pues en ese momento también habla y medita con el modo pensieroso».
El autor se propone, ante todo, vindicar de calumnias al opio. Éste no es soporífero, al menos para la mente, pues no embriaga y si el láudano, tomado con exceso, puede embriagar, la causa no es el opio, sino el alcohol que contiene. A continuación compara los efectos del alcohol con los del opio y define con claridad sus diferencias: así, el placer que causa el vino sigue una marcha ascendente, al final de la cual va decreciendo, en tanto que el del opio, una vez producido, se mantiene sin cambio durante ocho o diez horas; el uno es un placer agudo y el otro un placer crónico; allí produce una llamarada y aquí un ardor parejo y sostenido. Pero la gran diferencia consiste sobre todo en que el vino perturba las facultades mentales, mientras que el opio introduce en ellas el orden supremo y la armonía. El vino impide que el hombre se domine a sí mismo y el opio hace más flexible y tranquilo el dominio de sí mismo en el hombre. Todos saben que el vino comunica un vigor extraordinario, aunque momentáneo, a la admiración y el menosprecio, el amor y el odio. En cambio, el opio comunica a las facultades el sentimiento de la disciplina y una especie de salud divina. Los hombres que se emborrachan con el vino se juran una amistad eterna, se estrechan las manos y derraman lágrimas sin que se pueda comprender la causa; y llega evidentemente a su apogeo la parte sensual del hombre. Sin embargo, la expansión de sentimientos tan benévolos causada por el opio no es un acceso de fiebre; más bien es que ha sido reintegrado y restaurado en su estado natural el hombre primitivamente bueno y justo, liberado de todas las amarguras que habían corrompido ocasionalmente su noble temperamento. En fin, por grandes que sean los beneficios del vino, se puede decir que linda a menudo con la locura o con la extravagancia, y que fuera de cierto límite volatiliza, por decirlo así, y dispersa la energía intelectual, mientras que el opio parece apaciguar siempre lo agitado y concentrar lo que estaba diseminado. En síntesis, es la parte puramente humana del hombre e inclusive, la parte más brutal con frecuencia, la que, con la ayuda del vino, usurpa la soberanía, en tanto que el opiómano siente plenamente que la parte depurada de su ser y sus afectos morales gozan de una agilidad máxima y, ante todo, que su inteligencia adquiere una lucidez consoladora y sin nubes.
El autor niega igualmente que a la exaltación mental producida por el opio le siga forzosamente un abatimiento equivalente y que el empleo de esa droga origine, como una consecuencia natural e inmediata, una inercia y un sopor de las facultades. Afirma que durante un período de diez años gozó siempre al día siguiente de la orgía, de una salud intelectual notable. En cuanto a ese entorpecimiento del que han hablado tantos escritores y en el que hace creer especialmente el embrutecimiento de los turcos, afirma que jamás lo ha conocido. Es posible que el opio, según la calificación con que se lo designa, actúe al final como narcótico; sus primeros efectos, sin embargo, estimulan y exaltan siempre al hombre y esa elevación de la mente nunca dura menos de ocho horas; de modo que el opiómano es quien tiene la culpa si no mide su medicamento de manera que recaiga en su sueño natural todo el peso de la influencia narcótica. Y para que el lector pueda juzgar si el opio es capaz de aturdir las facultades de una sesera inglesa, ofrecerá dos muestras de sus placeres y tratará el asunto por medio de ilustraciones más bien que de argumentos, y relatará el modo cómo empleaba en Londres con frecuencia sus veladas de opio, en el período de tiempo comprendido entre 1804 y 1812. Era él entonces un trabajador infatigable, y como se dedicaba todo el tiempo a severos estudios, creía tener derecho a buscar, de vez en cuando como todos los hombres, el alivio y el recreo que le eran más convenientes.
«El próximo viernes, si Dios quiere, me propongo embriagarme», decía el difunto duque de…, y asimismo nuestro escritor fijaba de antemano cuándo y con qué frecuencia, en un tiempo determinado, se entregaría a su libertinaje favorito. Y lo hacía una vez cada tres semanas, raramente con más frecuencia, en general los martes o los sábados por la noche, que eran días de ópera. Eran los buenos tiempos de la Grassini. La música penetraba en sus oídos, no como una sucesión sencilla y lógica de agradables sonidos, sino como una serie de memoranda, como las voces de una brujería que evocaba ante los ojos de su espíritu toda su existencia hasta entonces. La música interpretada e iluminada por el opio era el libertinaje intelectual, cuya grandeza y cuya intensidad puede concebir fácilmente cualquier inteligencia un poco refinada. Mucha gente pregunta cuáles son las ideas positivas contenidas en los sonidos; olvidan o más bien ignoran que la música, pariente de la poesía, a este respecto, representa más bien que ideas, sentimientos; sugiere las ideas, ciertamente, pero no las contiene. Revivía en él toda su vida anterior, según dice, pero no por un esfuerzo de la memoria, sino como presente y encarnada en la música; y su contemplación no era ya dolorosa; toda la trivialidad y la crudeza inherentes a las cosas humanas estaban excluidas de esa resurrección tan misteriosa, o fundidas y ahogadas en una bruma ideal, y sus antiguas pasiones se hallaban exaltadas, ennoblecidas y espiritualizadas. ¡Cuántas veces tuvo que volver a ver en ese segundo teatro, iluminado en su mente por el opio y la música, las rutas y montañas que había recorrido cuando era un escolar emancipado, y a sus amables huéspedes de la región de Gales, y las tinieblas cortadas por relámpagos de las calles de Londres y sus amistades melancólicas, y sus largas miserias consoladas por Ana y la esperanza de un porvenir mejor! Y además en la sala, durante los entreactos, las conversaciones italianas y la música de un idioma extranjero hablado por mujeres daban mayor encanto a la velada; pues se sabe que ignorar una lengua hace que los oídos perciban más sensiblemente su armonía. Del mismo modo, nadie puede saborear más a gusto un paisaje que el que lo contempla por vez primera, pues la naturaleza nos muestra entonces toda su rareza, sin que la haya embotado todavía la mirada demasiado frecuente.
Pero a veces, los sábados por la noche, otra tentación de sabor más extraño y no menor encanto vencía a su afición a la ópera italiana. El placer en cuestión, tan atrayente que podía rivalizar con la música, se le podría llamar diletantismo de carácter caritativo. El autor había sido probado desdichada y singularmente y abandonado muy joven en el torbellino indiferente de una gran capital. Aun cuando su índole hubiese sido, como han podido advertir los lectores, buena, delicada y afectuosa, se podría suponer fácilmente que en sus largas jornadas vagabundas y en sus noches de angustia todavía más largas, había aprendido a amar y a mostrar compasión por los pobres. El exestudiante quiere ver de nuevo la vida de los humildes, quiere hundirse en el seno de esa multitud de indigentes, y como el nadador abraza el mar para establecer un contacto más directo con la naturaleza, él aspira a tomar, para decirlo así, un baño de multitud. Aquí el tono del libro se eleva lo suficiente para verme obligado a ceder la palabra al autor mismo:
«Tal placer, como he dicho, podía realizarse únicamente los sábados por la noche. ¿En qué era distinta la noche del sábado de cualquier otra noche? ¿De qué trabajos tenía que descansar y qué salario tenía que recibir? ¿Y qué podía inquietarme los sábados por la noche sino una invitación para escuchar a la Grassini? Eso es cierto y muy lógico, lector, y lo que dices es irrefutable. Pero los hombres dan a sus sentimientos un curso muy variable y, aunque la mayoría testimonia su interés por los pobres y simpatiza de una manera u otra con sus miserias y sus aflicciones, yo en esa época me sentía inclinado a mostrar mi interés por ellos simpatizando con sus placeres. Poco antes había visto los dolores de la pobreza y los había visto demasiado para que desease reavivar su recuerdo; pero los placeres del pobre, sus consuelos espirituales, los descansos de su fatiga física, nunca pueden llegar a ser una contemplación dolorosa. Ahora bien, la noche del sábado señala para el pobre el retorno del descanso periódico; las sectas más hostiles se reúnen en ese punto y reconocen ese vínculo común de fraternidad; esa noche casi toda la cristiandad descansa de su trabajo. Es un descanso que sirve de introducción a otro descanso; un día entero y dos noches lo separan de la fatiga próxima. Y por eso en la noche del sábado me ha parecido siempre que yo mismo me libero del yugo de algún trabajo, que debo recibir un salario y que voy a poder gozar del lujo del reposo. Así, para ser testigo en la escala mayor posible de un cuadro que me inspiraba las simpatías más hondas, los sábados por la noche, después de fumar mi opio, acostumbraba perderme por lugares muy lejanos, sin que llegara a inquietarme el camino ni la distancia, hacia todos los mercados donde los pobres se reúnen para gastar sus salarios. He espiado y escuchado a más de una familia compuesta por un hombre, su mujer y uno o dos hijos, mientras ellos discutían sus proyectos, sus medios, el poder de su presupuesto o el precio de los artículos domésticos. Me iba familiarizando poco a poco con sus deseos, sus dificultades o sus opiniones. A veces me sucedía que oía murmullos de descontento, pero era lo más frecuente que sus rostros y sus palabras expresaran paciencia, serenidad y esperanza. Y debo decir a este respecto que, generalmente, el pobre es mucho más filósofo que el rico, pues pone de manifiesto una resignación más rápida y alegre a lo que considera un mal irremediable. Siempre que la ocasión se presentaba o que podía hacerlo sin parecer indiscreto, me mezclaba con ellos y les daba mi opinión sobre el tema de que trataban, opinión que, si no era siempre juiciosa, era siempre acogida con benevolencia. Si los salarios habían subido un poco o se esperaba que subieran próximamente, si la libra de pan era algo menos cara, o corría el rumor de que la manteca y las cebollas iban a bajar pronto, me sentía dichoso; pero si sucedía lo contrario encontraba en el opio la manera de consolarme. Pues el opio (parecido a la abeja, que extrae indiferentemente sus materiales de la rosa o del hollín de las chimeneas) posee el arte de sojuzgar todos los sentimientos y regularizarlos según su diapasón. Algunos de esos paseos me llevaban muy lejos, pues un opiómano es demasiado dichoso para que pueda observar cómo huye el tiempo. Y, a veces, en un esfuerzo para poner la proa rumbo a mi alojamiento, fijando, según los preceptos náuticos, mis miradas en la estrella polar, buscando ambiciosamente mi paso hacia el noroeste para no tener que doblar de nuevo todos los cabos y promontorios que había encontrado en mi primer viaje, entraba súbitamente en laberintos de callejuelas, en enigmas de callejones sin salida, en problemas de calles clausuradas, hechos para burlarse del coraje de los mozos de cuerda y confundir la inteligencia de los cocheros de plaza. A veces habría podido imaginarme que acababa de descubrir, el primero de todos, algunas terrae incognitae, y dudaba de que estuvieran indicadas en los mapas más modernos de Londres. Pero, al cabo de algunos años, tuve que pagar cruelmente todas esas fantasías, cuando el rostro humano vino a tiranizar mis sueños y cuando mis perplejos vagabundeos en el seno del inmenso Londres se reprodujeron en mis pesadillas con una sensación de perplejidad intelectual y moral que llevaba la confusión a mi casa y la angustia y el remordimiento a mi conciencia…».
Por consiguiente, el opio no engendra forzosamente la inacción y el aturdimiento puesto que, por el contrario, arrojaba a nuestro soñador con frecuencia a los centros más concurridos de la vida común. Sin embargo, los teatros y los mercados no son, generalmente, los lugares que frecuenta con preferencia el opiómano, sobre todo cuando se encuentra en su estado de deleite perfecto. Para él la multitud es entonces una especie de opresión y la música misma tiene un carácter sensual y chabacano. Busca ante todo la soledad y el silencio, condiciones indispensables de sus éxtasis y sus profundas contemplaciones. Si al principio el autor de estas confesiones se introdujo en la multitud y en la corriente humana fue para reaccionar contra una inclinación demasiado viva a la meditación y la negra melancolía, resultado de sus sufrimientos juveniles. En las investigaciones de la ciencia, como en la sociedad de los seres humanos, huía de una especie de hipocondría. Más tarde, cuando su verdadera naturaleza quedó restablecida y disipadas las tinieblas de las tempestades antiguas, creyó que se podía consagrar sin peligro a su afición a la vida solitaria. Más de una vez le sucedió que estuvo durante toda una hermosa noche de verano sentado cerca de la ventana, sin moverse, sin siquiera desear cambiar de sitio, desde la puesta del sol hasta la aurora, llenándose los ojos con la vasta perspectiva del mar y de una gran metrópoli y la mente con las largas y gratas meditaciones sugeridas por aquel espectáculo. Una gran alegoría natural se extendía ante él entonces:
«La ciudad, esfumada por la bruma y los suaves fulgores de la noche, representaba al mundo con sus aflicciones y sus tumbas, situadas muy lejos detrás de ella, pero no olvidadas del todo ni fuera del alcance de mi vista. El Océano, con su respiración sempiterna aunque incubada por una vasta calma, personificaba mi mente y la influencia que entonces la gobernaba. Me parecía que por primera vez me mantenía alejado y al margen del tumulto de la vida; que el estruendo, la fiebre y el combate se habían interrumpido; que a las secretas opresiones de mi pecho se les había concedido una tregua, un descanso de feria, una liberación de todo trabajo humano. La esperanza que florece en los caminos de la vida no contradecía la paz que habita en los sepulcros, las evoluciones de mi inteligencia me parecían tan incansables como las de los astros y, sin embargo, todas las inquietudes estaban allanadas por una calma alciónica; era un reposo que parecía la consecuencia, no de la inercia, sino del antagonismo majestuoso de fuerzas iguales y poderosas. ¡Actividades infinitas, infinito reposo!
»¡Oh, justo, poderoso y sutil opio!… ¡Posees las llaves del Paraíso!…».
Es aquí donde se eleva esa extraña acción de gracias, esos impulsos del agradecimiento que he reproducido textualmente al comienzo de este trabajo y que podrían servirle como epígrafe. Es como el ramillete con que termina la fiesta. Pues, muy pronto, la decoración va a ensombrecerse y en la noche se amontonarán las tempestades.
IV. Torturas del opio
Fue en 1804 cuando conoció por primera vez el opio. Y han transcurrido ocho años, felices y ennoblecidos por el estudio. Estamos en 1812. Lejos, muy lejos de Oxford, a una distancia de doscientas cincuenta millas, encerrado en un retiro en el fondo de las montañas, ¿qué hace ahora nuestro héroe (pues merece ciertamente ese título)? ¡Pues bien, se dedica al opio! ¿Y a qué más? Al estudio de la metafísica alemana: lee a Kant, a Fichte y a Schelling. Encerrado en una pequeña quinta, con una sola sirvienta, ve transcurrir las horas severas y tranquilas. Todavía no se ha casado. ¿Y sigue fumando el opio? Cada sábado por la noche. ¿Y ese régimen ha durado con impudencia desde el domingo lluvioso de 1804? ¡Ay, sí!, ¿pero cómo está su salud tras ese largo y regular libertinaje? Dice que nunca se ha sentido mejor que en la primavera de 1812. Observemos que hasta el presente sólo ha sido un aficionado y que todavía el opio no se ha convertido para él en una dieta cotidiana. Las dosis han sido siempre moderadas y han estado separadas prudentemente por intervalos de varios días. Es posible que esta moderación y esta prudencia hayan retardado la aparición de los terrores vengadores. En 1813 comienza una era nueva. Durante el verano precedente un acontecimiento doloroso, que él no nos explica, había conmovido su mente con una fuerza suficiente para afectar también su salud física; desde 1813 padecía una espantosa irritación de estómago, que se parecía mucho a la que le había hecho sufrir tanto en sus noches de angustia, en el fondo de la casa del abogado y a la que acompañaban todos sus sueños morbosos de otro tiempo. ¡He aquí, finalmente, la gran justificación! ¿Para qué extenderse más sobre esta crisis y detallar todos sus incidentes? La lucha fue muy larga, los dolores fatigosos e insoportables y la liberación estaba siempre presente, al alcance de la mano. Yo diría de buena gana a todos los que han deseado un bálsamo, un nepente para los dolores cotidianos que turban el ejercicio regular de su vida y se burlan de todos los esfuerzos de su voluntad, a todos los enfermos espirituales y los enfermos físicos, les diría: ¡que aquel de entre vosotros que esté libre de culpa, sea culpa de acción o culpa de propósito, arroje la primera piedra a nuestro enfermo! Queda así convenido; además os ruega que le creáis que, cuando comenzó a tomar el opio a diario había necesidad, fatalidad y urgencia en ello; no era posible vivir de otra manera. Además, ¿tan numerosos son esos valientes que saben afrontar pacientemente, y con una energía renovada de minuto en minuto, el dolor, la tortura constantemente presente y jamás fatigada con miras a un beneficio tan vago como lejano? Aquel que parece valeroso y paciente no ha tenido gran mérito en su triunfo, y el que ha resistido poco tiempo ha desplegado en ese poco tiempo una vasta energía ignorada. ¿Los temperamentos humanos no son acaso tan infinitamente variados como las dosis químicas? «En el estado nervioso en que me encuentro se me hace tan imposible soportar a un moralista inhumano como al opio al que no se ha hecho hervir». Es éste un bello juicio, un juicio irrefutable. No se trata de circunstancias atenuantes, sino de circunstancias absolventes.
Por fin la crisis de 1813 tuvo un desenlace, desenlace que se adivina. Preguntar desde entonces a nuestro solitario si tal día tomó o dejó de tomar el opio sería como informarse de si respiraron ese día sus pulmones o si su corazón realizó sus funciones. ¡No más cuaresma de opio, y no más ramadán ni abstinencia! ¡El opio forma parte de la vida! Poco antes de 1816, el año más hermoso y más límpido de toda su existencia, nos dice que había disminuido, súbitamente y casi sin esfuerzo, la dosis de trescientos veinte granos de opio, es decir de ocho mil gotas de láudano por día, a sólo cuarenta granos, reduciendo así ese extraño alimento en siete octavas partes. La nube de profunda melancolía que se había abatido sobre su cerebro se disipó en un día como por arte de magia, reapareció la agilidad espiritual y pudo creer nuevamente en la felicidad. Ya no tomaba más que mil gotas de láudano diarias (¡qué templanza!). Era como un veranillo de San Martín mental. Volvió a leer a Kant y lo comprendió o creyó comprenderlo. En él abundaban nuevamente esa alegría y esa agilidad espirituales —tristes palabras para traducir lo intraducible— igualmente favorables para el trabajo y para el ejercicio de la fraternidad. Ese espíritu de benevolencia y de condescendencia con el prójimo, y digamos mejor de caridad, que se parece un poco (sea insinuado esto sin la intención de faltar al respeto a un escritor tan serio) a la caridad de los borrachos, se puso un buen día de manifiesto de la manera más rara y espontánea en provecho de un malayo. Tomad nota de este malayo, porque más adelante volveremos a verlo; reaparecerá multiplicado de manera terrible. ¿Pues quién puede calcular la fuerza de reflejo y repercusión de un incidente cualquiera en la vida de un soñador? ¿Y quién puede pensar sin estremecerse en la infinita ampliación de los círculos de las ondas espirituales agitadas por una piedra casual? Así, pues, un día llamó un malayo a la puerta de aquel retiro silencioso. ¿Qué tenía que hacer un malayo en las montañas de Inglaterra? Tal vez se dirigía a algún puerto situado a cuarenta millas de allí. La sirvienta, nacida en la montaña, que ignoraba la lengua de los malayos tanto como la inglesa y que no había visto un turbante en su vida, se asustó mucho al verlo. Pero recordando que su amo era un sabio y suponiendo que hablaba probablemente todos los idiomas del mundo, y acaso también el de la Luna, corrió a buscarlo para suplicarle que exorcizara al demonio que se había instalado en la cocina. Era un contraste curioso y divertido el de aquellos dos rostros que se miraban mutuamente: marcado el uno con la altivez sajona y el otro con el servilismo asiático, el uno rosado y fresco, amarillo y bilioso el otro e iluminado por dos ojuelos movedizos e inquietos. El sabio, para defender su honor ante los ojos de su sirvienta y sus vecinos, le habló en griego; el malayo le contestó sin duda en su idioma y, como no se entendieron, todo transcurrió perfectamente. El forastero descansó durante una hora en el piso de la cocina y luego dio a entender que deseaba proseguir su camino. Si el pobre asiático venía caminando desde Londres, hacía tres semanas que no había podido cambiar idea alguna con ningún ser humano. Para consolar los probables hastíos de semejante vida solitaria, nuestro autor, suponiendo que un hombre de esas regiones conocía sin duda el opio, le regaló antes de su partida un gran pedazo de la preciosa droga. ¿Se puede concebir un modo más noble de entender la hospitalidad? El malayo, con la expresión del rostro, dio muy bien a entender que conocía el opio y tragó de un bocado una porción que habría podido matar a mucha gente. Era eso algo que podía haber inquietado a un alma caritativa, pero nunca se había oído hablar en la comarca de que se hubiera encontrado en la carretera el cadáver de un malayo; el extraño viajero estaba lo suficientemente familiarizado con el veneno, y el resultado al que aspiraba la caridad había sido obtenido.
Entonces, como he dicho, el opiómano se sentía todavía dichoso; la suya era una auténtica felicidad de sabio y de solitario aficionado al comfort: una casa de campo encantadora, una gran biblioteca paciente y delicadamente elegida y el invierno que se enfurecía en la montaña. ¿Una habitación linda no hace más poético el invierno, y el invierno no aumenta la poesía del alojamiento? La blanca casa de campo estaba situada en el fondo de un vallecito rodeado de montañas, lo suficientemente elevadas y como envuelta en arbustos que cubrían con un tapiz de flores las paredes y ponían un marco perfumado a las ventanas durante la primavera, el otoño y el invierno; comenzaba con los espinos blancos y terminaba con los jazmines. Pero la buena estación, la estación de la dicha para un hombre soñador y meditabundo, era el invierno, y el invierno en su forma más cruda. Hay gente que se alegra si consigue del cielo un invierno benigno y se siente dichosa cuando lo ve partir. Pero él reclama anualmente al cielo toda la nieve, el granizo y las heladas que puede proporcionarle. Necesita un invierno canadiense o un invierno ruso; lo necesita para su dicha. Su nido sería así más cálido, más cómodo y amado; las luces encendidas a las cuatro, un buen fogón y una alfombra abrigada, y cortinas pesadas que ondulan hasta el piso, una mujer hermosa que le prepara el té desde las ocho hasta las cuatro de la madrugada. Sin invierno no sería posible ninguno de esos goces; todo comfort exige una temperatura rigurosa, lo que, por otra parte, cuesta caro; nuestro soñador tiene, por lo tanto, derecho a exigir que el invierno pague honradamente su deuda como paga él la suya. El salón es pequeño y sirve para dos fines. Más adecuadamente se podría llamarlo biblioteca, pues es allí donde se acumulan los cinco mil volúmenes comprados uno a uno como una verdadera conquista de la paciencia. Un gran fuego brilla en la chimenea y en la bandeja hay dos tazas y dos platillos, pues la Electra caritativa que nos había hecho presentir, embellece la casita de campo con toda la hechicería de sus sonrisas angelicales. ¿Para qué describir su belleza? El lector podría imaginarse que esa potencia de luz es puramente física y pertenece al dominio de los pinceles terrestres. Además, no olvidemos la redoma de láudano, una gran garrafa, a fe mía, pues nos hallamos demasiado lejos de las farmacias de Londres para renovar nuestra provisión con frecuencia; un libro de metafísica alemana que se halla sobre la mesa atestigua las eternas ambiciones intelectuales del propietario. Paisaje de montañas, retiro silencioso, lujo o más bien un bienestar estable, ocio sobrado para las reflexiones, invierno riguroso adecuado para concentrar las facultades del espíritu: sí, aquello era la dicha, o más bien los últimos fulgores de la dicha, una intermitencia en la desgracia, un jubileo en la desventura, pues estamos llegando a la época funesta en la que «¡hay que decir adiós a esa apacible bienaventuranza, adiós al invierno y al verano, adiós a las sonrisas y las risas, adiós a la paz del espíritu, adiós a la esperanza y a los sueños tranquilos, adiós a los benditos consuelos de la indolencia!».
Durante más de tres años será nuestro soñador como un ser desterrado expulsado del territorio de la dicha común, pues ha llegado a «una Ilíada de calamidades, ha llegado a las torturas del opio». Época sombría, vasta red de tinieblas, desgarrada a intervalos por visiones doradas y abrumadoras:
Como si un gran pintor su pincel empapara
en las hondas tinieblas del temblor y el eclipse.
Estos versos de Shelley, tan solemnes y verdaderamente miltonianos, expresan muy bien el colorido de un paisaje alopiado, si es lícito hablar así, el paisaje con un cielo nuboso y un horizonte impermeable que envuelven al cerebro esclavizado por el opio, el infinito con sus horrores y su melancolía, y lo que es más melancólico que todo, ¡la impotencia para librarse por sí mismo del suplicio!
Antes de seguir adelante, nuestro penitente (podríamos llamarlo así de vez en cuando aunque, según parece, pertenece a una clase de penitentes que están siempre dispuestos a reincidir en su pecado) nos advierte que no hay por qué buscar un orden muy riguroso en esta parte de su libro, por lo menos un orden cronológico. Cuando escribió ese libro se hallaba solo en Londres y no se sentía apto para hacer un relato ordenado, con un montón de recuerdos pesados y repugnantes, y alejado de las manos amigas que sabían clasificar sus papeles y acostumbraban a prestarle los servicios de secretario. Escribió en adelante sin precauciones y casi sin pudor, suponiéndose ante un lector indulgente que viviera quince o veinte años después de la época presente, pues deseaba simplemente, ante todo, establecer un recuerdo de un período desastroso de su vida. Y lo hace con el esfuerzo de que es capaz todavía, sin saber demasiado si más tarde encontrará la fuerza o la ocasión necesarias para ello.
¿Pero por qué, se preguntará, no se libraba de los horrores del opio, bien fuera abandonándolo o bien disminuyendo sus dosis? Hizo largos y dolorosos esfuerzos para reducir las cantidades, pero los que fueron testigos de sus batallas lamentables, de sus agonías sucesivas fueron los primeros en rogarle que renunciara a ello. ¿Por qué no haber disminuido la dosis en una gota por día o no haber atenuado su eficacia con una adición de agua? Calculó que habría necesitado muchos años para obtener, por ese medio, una victoria incierta. Además, todos los opiómanos saben que antes de llegar a cierto grado se puede ir reduciendo la dosis sin dificultad e inclusive con placer, pero saben también que una vez superada esa dosis cualquier reducción causa dolores muy intensos. ¿Pero por qué no haber consentido un abatimiento momentáneo, de solamente unos días? Es porque no se da el abatimiento, y el dolor no consiste en eso. La disminución del opio aumenta la vitalidad, al contrario, late mejor el puso y la salud se perfecciona; pero de ello resulta una espantosa irritación del estómago, acompañada de abundantes sudores y de una sensación de malestar general que nace de la falta de equilibrio entre la energía física y la salud de la mente. Es fácil comprender, en efecto, que la parte terrenal del hombre que es el cuerpo, a la que el opio había pacificado triunfalmente y reducido a la sumisión más completa, quiera recuperar sus derechos, mientras que el imperio del espíritu, único favorecido hasta entonces, se encuentra otro tanto disminuido. Es un equilibrio alterado que quiere restablecerse y ya no puede hacerlo sin crisis. Y aunque no se tengan en cuenta la irritación del estómago y las transpiraciones excesivas, es fácil imaginarse la angustia de un nervioso, cuya vitalidad estuviera regularmente despierta y la mente inactiva e inquieta. En esa tan terrible situación el enfermo considera, generalmente, que el remedio es peor que la enfermedad y se lanza de cabeza a su destino.
El opiómano había interrumpido desde hacía mucho tiempo sus estudios. A veces, a pedido de su esposa y de alguna otra dama que iba a tomar el té en su compañía, consentía en leer en voz alta las poesías de Wordsworth. Por arrebatamiento, seguía momentáneamente zahiriendo a los grandes poetas, pero a su verdadera vocación, a la filosofía, la tenía completamente abandonada. La filosofía y las matemáticas reclaman una aplicación constante y sostenida y su mente retrocedía ahora ante ese deber diario con una conciencia íntima y desconsoladora de su decaimiento. Una gran obra a la que había jurado consagrar todas sus fuerzas y cuyo título le habían proporcionado las reliquiae de Espinosa, De emendatione humani intellectus, seguía en la cantera, inconclusa y pendiente, con el desolado aspecto de las grandes construcciones que suelen emprender los gobernantes pródigos o los arquitectos imprudentes. Lo que debía llegar a ser en el futuro la prueba de su fuerza y de su devoción a la sagrada causa de los hombres no serviría ya sino de testimonio de su debilidad y de sus presunciones. Por suerte, le quedaba todavía, como una distracción, la economía política. Aunque se la debe considerar como una ciencia, es decir un conjunto orgánico, algunas de sus partes integrantes pueden ser separadas y estudiadas aisladamente. Su mujer le leía de vez en cuando los debates del Parlamento o las novedades de librería en materia de economía política, pero para un escritor profundo y erudito era ése un alimento muy pobre: para quienquiera que ha estudiado la lógica son las sobras del espíritu humano. Un amigo de Edimburgo, no obstante, le envió en 1819 un libro de Ricardo, y antes que terminara de leer el primer capítulo, recordando que él mismo había profetizado la llegada de un legislador de esa ciencia, exclamó: «¡He aquí el hombre!». La curiosidad y el asombro habían resucitado. Pero su sorpresa más grande y deliciosa consistió en haber descubierto que todavía podía interesarse por cualquier lectura. Su admiración por Ricardo aumentó naturalmente. ¿Era cierto que había nacido en Inglaterra, en el siglo XIX, una obra tan profunda? Pues daba por supuesto que todo pensamiento había perecido en Inglaterra. Y de pronto Ricardo encontraba la ley y creaba la base; arrojaba como un rayo de luz en el tenebroso caos de materialismo donde sus predecesores se habían extraviado. Nuestro soñador, entusiasmado y rejuvenecido, reconciliado con el pensamiento y el trabajo, comenzó a escribir, o mejor dicho a dictar a su compañera. Le parecía que la mirada escrutadora de Ricardo había dejado que se escaparan algunas de las verdades importantes, el análisis de las cuales, reducido por los procedimientos algebraicos, podía ser el tema de un pequeño volumen interesante. De ese esfuerzo de enfermo resultaron los Prolegómenos para todos los sistemas futuros de economía política[5]. Se había puesto de acuerdo con un impresor de la provincia que vivía a dieciocho millas de su casa y, con el fin de que se pudiera componer con más rapidez la obra, inclusive había contratado a un cajista suplementario. El libro fue anunciado dos veces, pero faltaba escribir un prólogo (¡la fatiga de un prólogo!) y una dedicatoria magnífica a Ricardo. ¡Qué labor para un cerebro debilitado por los goces de una orgía permanente! ¡Qué humillación para un autor nervioso tiranizado por la atmósfera interna! Se interpuso la impotencia, terrible e infranqueable como los hielos del Polo; todos los convenios hechos quedaron anulados, el cajista despedido, y los Prolegómenos, muy avergonzados, se acostaron para dormir durante largo tiempo al lado de su hermano primogénito, aquel libro famoso sugerido por Espinosa.
¡Qué situación horrible! ¡Tener la mente pululante de ideas y no poder atravesar el puente que separa los campos imaginarios del ensueño de las cosechas positivas del acto! Si quien me lee en este instante ha conocido las exigencias de la producción, no necesita que yo le describa ahora la desesperación de un noble espíritu clarividente y hábil en combate contra esa condenación tan extraña. ¡Qué abominable sortilegio! Se puede aplicar bien al opio todo lo que ya dije sobre la disminución de la voluntad en mi estudio dedicado al hachís. ¿Responder a las cartas? Trabajo gigantesco aplazado de hora en hora, de día en día y de mes en mes. ¿Son cuestiones de dinero? Puerilidad fatigosa. La economía domestica queda más abandonada entonces que la política. Si un cerebro debilitado por el opio quedase debilitado por completo, si, para servirme de una locución innoble quedase totalmente embrutecido, el daño sería evidentemente menos grande, al menos más tolerable. Pero un opiómano no pierde ninguna de sus aspiraciones morales; ve el deber y lo ama, desea cumplir todas las condiciones de lo posible, pero su fuerza de ejecución no está a la altura de sus concepciones. ¡Ejecutor! ¿Qué digo? ¿Puede ni siquiera intentarlo? Es el peso de toda una pesadilla que aplasta la voluntad. Nuestra desdicha se convierte en una especie de Tántalo que ama su deber ardientemente pero no puede cumplirlo, se convierte en un espíritu, en un espíritu puro condenado a desear lo que no puede conseguir de modo alguno, en un guerrero valiente provocado en lo que estima más caro y fascinado por una fatalidad que le ordena permanecer en cama, en la que le consume una rabia impotente.
El castigo llegaba, en consecuencia, lento pero terrible. Pero, ¡ay!, no debía manifestarse por esa impotencia espiritual únicamente, sino también por horrores de una naturaleza mucho más cruel y positiva. El primer síntoma que se puso de manifiesto en la economía física del opiómano fue curioso. Fue el punto de partida y el germen de toda una serie de dolores. En general, los niños están dotados de la rara facultad de percibir, o más bien de crear, en la fecunda tela de las tinieblas, todo un mundo de visiones extrañas. Esa facultad en unos niños, actúa sin su voluntad algunas veces. Pero otros tienen el poder de evocarlas o de descartarlas a su gusto. De un modo semejante, nuestro narrador se dio cuenta de que volvía a la infancia. Ya a mediados de 1817 esa facultad peligrosa le atormentaba cruelmente. Acostado, pero despierto, procesiones fúnebres y magníficas desfilaban ante sus ojos y delante de él se elevaban edificios interminables de un estilo arcaico y solemne. Pero los sueños del sueño participan muy pronto de los sueños de la vigilia, y todo lo que sus ojos evocaban en las tinieblas, se reproducía posteriormente en su sueño con una magnificencia insoportable, inquietante. Midas convertía en oro lo que tocaba y se sentía martirizado por aquel privilegio irónico. Del mismo modo, el opiómano transformaba en realidades inevitables todos los objetos de sus fantasías. Toda aquella fantasmagoría, por muy bella y poética que fuese en apariencia, estaba acompañada de una angustia profunda y de una enorme tristeza. Le parecía que cada noche caía continuamente en abismos oscuros de una profundidad desconocida y sin esperanza alguna de volver a la superficie. E inclusive cuando se despertaba, persistían una tristeza y una desesperanza parecidas al aniquilamiento. Y, fenómeno análogo a algunos de los que causa la embriaguez del hachís, la sensación del espacio y la de la duración, posteriormente quedaron muy afectados. Monumentos y paisajes tomaban formas excesivamente grandiosas para que no dolieran a la mirada humana. El espacio se inflaba, para decirlo así, hasta el infinito. Pero la expansión del tiempo se convirtió en una angustia todavía más viva. Los sentimientos e ideas que llenaban la duración de una noche adquirían para el opiómano, el valor de un siglo entero. Y los acontecimientos más vulgares de la infancia, las escenas hacía largo tiempo olvidadas, volvían a vivir en su cerebro con una vida nueva. Tal vez no los habría recordado cuando estaba despierto, pero los reconocía inmediatamente en el sueño. Así como el que se ahoga ve de nuevo, en el minuto supremo de agonía, toda su vida como en un espejo; así como lee el condenado en un segundo la terrible reseña de todos sus pensamientos terrenales; así como las estrellas que oculta la luz del día reaparecen en la noche; así también las inscripciones grabadas en la memoria inconsciente reaparecieron como si hubieran sido hechas con una tinta simpática.
Y nuestro autor ilustra las características principales de sus sueños con algunos ejemplos extraños y temibles; entre ellos con uno en el cual, por la lógica particular que gobierna los acontecimientos del sueño, dos elementos históricos muy distantes se yuxtaponen en su cerebro de la manera más rara. Así, para la mentalidad infantil de un campesino, a veces se convierte una tragedia en el desenlace final de la comedia que ha abierto el espectáculo:
«En mi juventud, e incluso posteriormente, he sido siempre un gran lector de Livio [Tito]; siempre ha constituido una de mis distracciones favoritas; confieso que lo prefiero, por el tema y por el estilo, a cualquier otro historiador romano y he sentido toda la sonoridad espantosa y solemne, toda la enérgica representación de la majestad del pueblo romano, en esas dos palabras que con tanta frecuencia se repiten en los relatos de Livio: Cónsul Romanun, sobre todo cuando el cónsul se presenta en su aspecto de soldado. Quiero decir que las palabras: rey, sultán o regente, o todos los demás títulos que corresponden a los hombres que encarnan la majestad de un gran pueblo, no tenían el poder de inspirarme el mismo respeto. Si bien no soy gran lector de las cosas históricas, me había familiarizado igualmente, de una manera crítica y minuciosa, con cierto período de la historia inglesa, con el período de la guerra del Parlamento, que me había atraído por la grandeza moral de sus protagonistas y por las numerosas memorias interesantes que han sobrevivido a épocas turbulentas. Esas dos partes de mis lecturas ociosas, que a menudo proporcionaron material a mis reflexiones, proporcionaban ahora alimento para mis sueños. Con frecuencia me sucedía, mientras estaba despierto, que presenciaba una especie de ensayo de teatro que se pintaba posteriormente en las oscuridades complacientes: una multitud de damas, tal vez una fiesta y bailes. Y oía que decía alguien o me decía a mí mismo: “Ésas son las esposas y las hijas de los que se reunían en los tiempos de paz, de los que se sentaban a las mismas mesas y estaban aliados por el casamiento o por la sangre; y, sin embargo, desde cierto día de agosto de 1642, jamás han sonreído ni se han encontrado nuevamente sino en los campos de batalla; y en MarstonMoor, en Newbury o en Naseby cortaron todos los vínculos amorosos con el sable cruel y borraron con la sangre el recuerdo de las antiguas amistades”. Las señoras bailaban y parecían tan seductoras como las de la corte de Jorge IV. Yo sabía, no obstante, aun en mi sueño, que estaban en la tumba desde hacía casi dos siglos. Pero toda esa pompa debía disolverse de pronto; se batieron palmas y se oyeron estas palabras cuyo sonido me conmovió el corazón: ¡Cónsul romanus! y se presentó inmediatamente, barriendo todo ante sí, magnífico con su manto de campaña, Paulo Emilio, o bien Mario, rodeado por una compañía de centuriones, haciendo que la túnica roja se izara en la punta de una lanza y seguido por los vítores espantosos de las legiones romanas».
Sorprendentes y monstruosas arquitecturas se elevaban en su cerebro, semejantes a esas construcciones movedizas que el ojo del poeta percibe en las nubes que colorea el sol poniente. Pero pronto a esas visiones de terrazas, de torres, de murallas que se alzaban a alturas desconocidas y se hundían en inmensas profundidades, les sucedieron lagos y lagunas extensas. El agua se convirtió en el elemento obsesionante. En nuestro trabajo sobre el hachís ya habíamos observado esa predilección sorprendente del cerebro por el elemento líquido y por sus misteriosas seducciones. ¿No se diría que existe un singular parentesco entre esos dos excitantes, al menos en sus efectos sobre la imaginación o, si se prefiere explicarlo de otro modo, que el cerebro humano, bajo el imperio de un excitante, se prenda de mejor grado de ciertas imágenes? Las aguas cambiaron de pronto de carácter, y los lagos transparentes, brillantes como espejos, se convirtieron en mares y en océanos. Luego, una nueva metamorfosis hizo de esas aguas magníficas, solamente inquietantes por su extensión y su frecuencia, un tormento espantoso. Nuestro autor había amado demasiado las multitudes, se había sumergido con delicia excesiva en los océanos de las multitudes para que el rostro humano no desempeñase en sus sueños un papel despótico. Y entonces se puso de manifiesto lo que él ha llamado, según creo, La tiranía de la faz humana. «Entonces, en las aguas movientes del océano comenzó a mostrarse el rostro del ser humano; el mar me pareció pavimentado con innumerables cabezas vueltas hacia el cielo; rostros furiosos, suplicantes, desesperados, se pusieron a danzar en la superficie, por miles, por miríadas, por generaciones y por siglos; mi agitación se hizo infinita y mi mente saltó y rodó como las olas del Océano».
Habrá advertido el lector que el hombre no evoca las imágenes sino que las imágenes se le ofrecen espontánea y despóticamente. No puede despedirlas, pues la voluntad no tiene fuerza ni gobierna las facultades. La memoria poética, en otro tiempo fuente de infinitos placeres, se ha convertido en un arsenal inagotable de instrumentos de suplicio.
En 1818, el malayo del que venimos hablando le atormentaba cruelmente; era un visitante insoportable. Como el espacio y como el tiempo, el malayo se había multiplicado. El malayo había llegado a ser el Asia misma, el Asia antigua, solemne, monstruosa y complicada como sus templos y sus religiones; donde todo, desde los aspectos más ordinarios de la vida hasta los recuerdos clásicos y grandiosos que comporta, está hecho para confundir y pasmar a la mente europea. Y no era solamente China, extraña y artificial, prodigiosa y vetusta como un cuento de hadas, la que oprimía su cerebro. Esa imagen evocaba naturalmente a la imagen vecina de la India, tan misteriosa e inquietante para un espíritu de Occidente; además, China y la India formaban muy pronto con Egipto una tríada amenazante, una pesadilla compleja de variadas angustias. En resumen, el malayo evocaba todo el Oriente inmenso y fabuloso. Las páginas siguientes son demasiado bellas para que pueda abreviarlas:
«Todas las noches me transportaba ese hombre al corazón de los paisajes asiáticos. No sé si otras personas comparten mis sentimientos al respecto, pero con frecuencia he pensado que si me viera obligado a abandonar Inglaterra para vivir en China, en las modas, los amaneramientos y las decoraciones de la vida china, me volvería loco. Las causas de mi horror son profundas y algunas de ellas también deben experimentarlas otros hombres. El Asia meridional es, generalmente, una sede de imágenes terribles y de temibles asociaciones de ideas; sólo por ser la cuna de todo el género humano debe exhalar no sé qué sensación vaga de espanto y de respeto. Pero hay otras razones. Nadie pretenderá que las extrañas, bárbaras y caprichosas supersticiones del África, o de las tribus salvajes de cualquier otra parte, le puedan afectar de la misma manera que las viejas, monumentales, crueles y complicadas religiones del Indostán. La antigüedad de las cosas del Asia, de sus instituciones, sus anales y sus sistemas de fe, posee para mí algo tan sorprendente: la vejez de la raza y de los nombres, algo tan dominante, que aniquila por sí sola la juventud del individuo. Un joven chino me parece un hombre antediluviano renovado. Los ingleses mismos, aunque no hayan sido educados en el conocimiento de tales instituciones, no pueden dejar de estremecerse ante la mística sublimidad de esas castas, cada una de las cuales ha seguido un camino distinto y se han negado siempre a mezclar sus corrientes durante períodos de tiempo inmemoriales. Nadie puede dejar de sentir gran respeto por los nombres del Ganges y del Eufrates. Y lo que aumenta mucho tales sentimientos es que el Asia meridional ha sido y sigue siendo desde hace millares de años, la parte de la tierra donde hormiguea más la vida humana, la gran officina gentium. El hombre, en esos países, crece como la hierba. Los vastos imperios en los cuales se ha moldeado siempre la enorme población del Asia agregan una grandeza más a los sentimientos que suscitan las imágenes y los nombres orientales. En China, sobre todo, y sin tener en cuenta todo lo que comparte con el Asia meridional, me aterrorizan los sistemas de vida y las costumbres, lo que se debe a una repugnancia absoluta, a una barrera de sentimientos que nos separan de ella y que son demasiado profundos para que se pueda analizarlos. Me parecería más cómodo vivir con lunáticos o con brutos. Es necesario que el lector se compenetre con todas estas ideas y otras muchas que no puedo decir o no puedo expresar por carencia de tiempo, para que comprenda todo el horror que imprimen en mi mente esos sueños de imágenes orientales y de torturas mitológicas.
»Bajo las dos condiciones conexas del calor tropical y la luz vertical, recogí todas las criaturas, aves, animales, reptiles, árboles y plantas, costumbres y espectáculos que se suele encontrar comúnmente en toda la región de los trópicos, y los arrojé confusamente en China o el Indostán. Con sentimiento análogo me apoderé de Egipto y de todos sus dioses y los sometí a la misma ley. Monos, loros y cacatúas me miraban fijamente, me gritaban, me ponían mal gesto y cotorreaban a mi costa. Yo me refugiaba en las pagodas y durante siglos me quedaba en su cima o encerrado en cámaras secretas. Era el ídolo, el sacerdote, me adoraban y me sacrificaban. Huía de la cólera de Brahma a través de todos los bosques del Asia; Vishnú me odiaba y Siva me tendía una emboscada. Caía súbitamente en poder de Isis y Osiris, pues, según se decía, yo había cometido algún crimen que hacía estremecerse a Isis y el cocodrilo. Durante un millar de años permanecí encerrado en féretros de piedra, con esfinges y momias en las estrechas celdas del centro de las pirámides eternas. Me besaban los cocodrilos con besos cancerosos y me deslizaba entre los lodos y las cañas del Nilo entre una turbamulta de cosas inexpresables y viscosas.
»Le doy así al lector un ligero resumen de mis fascinaciones orientales, el teatro monstruoso de las cuales me producía siempre tal estupefacción que el horror mismo parecía absorbido en ellas durante cierto tiempo. Más tarde o más temprano, sin embargo, se producía un reflujo de sensaciones en las que, a su vez, se abismaba el asombro y que me conducía, no tanto al terror como a una especie de abominación y de odio por todo lo que veía. Sobre cada ser y cada forma, sobre cada amenaza, sobre cada castigo y cárcel tenebrosa, se cernía una sensación de eternidad y de infinito que me causaba la angustia y la opresión de la locura. Únicamente en esos sueños, salvo una o dos pequeñas excepciones, entraban las circunstancias que producen el horror físico. Hasta aquel momento mis terrores solamente habían sido morales y espirituales. Pero ahora los agentes principales eran aves horribles, serpientes o cocodrilos, sobre todo estos últimos. El cocodrilo maldito se convirtió para mí en un ser más horrible que casi todos los otros. Me veía obligado a vivir con él durante siglos, como sucedía siempre en mis sueños. A veces escapaba y me encontraba en viviendas chinas, amuebladas con mesitas de cañas. Todas las patas de esas mesas y las de los divanes parecían tener vida; la abominable cabeza del cocodrilo, con sus ojos oblicuos, me miraba en todas partes y por todos los lados, multiplicada por innumerables repeticiones, y yo me quedaba inmóvil, embargado por el horror y fascinado. Y el reptil espantoso frecuentaba mis sueños de tal modo que, en muchas ocasiones, la misma pesadilla era interrumpida de la misma manera. Oía que me llamaban unas voces suaves (oigo todo inclusive cuando estoy amodorrado) y me despertaba inmediatamente. Era de día, pleno mediodía, y mis hijos, tomados de la mano, se encontraban de pie junto a mi cama. Venían a mostrarme sus zapatos de color y sus vestidos nuevos para que admirara su atavío antes de salir de paseo. Afirmo que esa transición del cocodrilo maldito y de los otros monstruos y abortos inexpresables de mis sueños, a aquellas criaturas inocentes, a aquella sencilla infancia humana eran tan terrible que, en la potente y súbita revulsión de mi espíritu, lloraba sin poder evitarlo mientras les besaba los rostros».
En esta galería de impresiones antiguas repercutidas en el sueño tal vez espera el lector encontrar la figura melancólica de la pobre Ana. Y hela aquí cuando le llega el turno.
El autor ha observado que la muerte de los seres queridos y en general, la contemplación de la muerte, afecta a nuestra alma en el verano mucho más que en las otras estaciones del año. El firmamento parece entonces más alto, más lejano e infinito. Las nubes, por las cuales aprecia la mirada la distancia del pabellón celeste, son más voluminosas y están acumuladas en masas más extensas y sólidas; la luz y el espectáculo del sol cuando se pone, están más en consonancia con el carácter de lo infinito. Pero la razón más importante es que la prodigalidad exuberante de la vida estival contrasta más violentamente con la esterilidad helada de la tumba. Además, dos ideas que están en relación de antagonismo se llaman mutuamente y se sugieren una a otra. Asimismo el autor nos confiesa que, en los días interminables del verano, le es difícil no pensar en la muerte y la idea de la muerte de una persona conocida o querida le asedia más obstinadamente en la estación espléndida. Un día le pareció que se hallaba parado en la puerta de su casa de campo; era (en su sueño) la mañana de un domingo de mayo, un domingo de Pascua, lo que no contradice en modo alguno el almanaque de los sueños. Delante de él se extendía el paisaje conocido, pero agrandado y solemnizado por la magia del sueño. Las montañas eran más altas que los Alpes, y las praderas y los bosques situados a sus pies, infinitamente más extensos; los setos, adornados con rosas blancas. Como era muy temprano, no se veía criatura viviente alguna, excepto los animales que descansaban en el cementerio junto a las tumbas verdeantes y, sobre todo, alrededor del sepulcro de un niño al que había querido tiernamente (a ese niño lo habían enterrado realmente aquel mismo verano y una mañana, antes de salir el sol, el autor había visto realmente aquellos animales descansando junto a su tumba). Entonces se dijo: «Falta todavía mucho tiempo para que salga el sol y hoy es el domingo de Pascua, el día en que se celebran los primeros frutos de la Resurrección. Iré a pasear al aire libre y olvidaré mis viejas penas; la atmósfera está tranquila y fresca, las montañas son altas y se extienden a lo lejos hacia el cielo; los calveros del bosque se hallan tan apacibles como el cementerio; el rocío lavará la fiebre de mi frente y dejaré por fin de ser infortunado». E iba a abrir la puerta del jardín, cuando el paisaje se transformó a la izquierda. Seguía siendo un domingo de Pascua y muy de madrugada, pero el paisaje se había hecho oriental. Las cúpulas y los domos de una gran ciudad dentellaban vagamente el horizonte (tal vez era el recuerdo de alguna imagen bíblica contemplada en la infancia). No lejos de él, sentada en una piedra, se hallaba una mujer sombreada por las palmeras de Judea. Era Ana.
«Tenía fijos en mí los ojos con una mirada intensa, y le dije en un susurro: “¡Por fin he vuelto a encontrarte!”. Esperé, pero no me respondió una palabra. Tenía el mismo rostro que cuando la había visto la última vez y, sin embargo, ¡qué diferente era! Diecisiete años antes, cuando la luz del farol caía sobre su cara, cuando por última vez besé sus labios (¡tus labios Ana, que para mí no tenían mancha alguna!) las lágrimas corrían por sus ojos, pero esas lágrimas estaban ahora secas; parecía más bella que en esa época, pero por lo demás seguía siendo la misma y no había envejecido. Su mirada era tranquila, pero estaba dotada de una rara expresión solemne, y yo la contemplaba en ese instante con una especie de miedo. Pero de pronto se le oscureció el rostro y, volviéndome hacia el lado de las montañas, percibí unos vapores que giraban entre nosotros; todo se esfumó en un instante, llegaron densas tinieblas y en un abrir y cerrar de ojos me encontré lejos, muy lejos de las montañas, paseándome con Ana a la luz de los faroles de la Oxford Street, como cuando nos paseábamos diecisiete años atrás, cuando ella y yo éramos niños».
El autor cita otro ejemplo de sus concepciones morbosas y este último sueño (que data de 1820) es tanto más terrible por ser todavía más vago y de carácter más incomprensible y, porque, aunque lo empapa por completo una sensación punzante, se presenta en la decoración movediza y elástica de lo infinito. Desespero de traducir adecuadamente la magia del estilo del escritor inglés.
«La visión comenzaba con música que oía con frecuencia en mis sueños, música preparatoria, apta para despertar la mente y mantenerla en suspenso, una música parecida a la obertura del servicio de la coronación y que, como ella, causaba la impresión de una gran marcha, de un desfile infinito de la caballería y el ruido de las pisadas de innumerables ejércitos. Había llegado la mañana de un día muy solemne, de un día de crisis y de esperanza final para la naturaleza humana, que en aquel momento sufría un eclipse misterioso y alguna angustia terrible. En alguna parte, no sé dónde, de una manera u otra, no sé cómo; no sé qué seres porque los desconozco, libraban una batalla, sufrían una agonía que se desarrollaba como un drama grandioso o un fragmento de música y la simpatía que sentía por ellos se transformaba en un suplicio a causa de mi incertidumbre del paraje, el motivo, el carácter y el posible resultado del reencuentro. Como sucede de ordinario en los sueños, donde necesariamente hacemos de nosotros mismos el centro de todo movimiento, yo podía decidir el resultado y, sin embargo, no me decidía a hacerlo; tenía poder de haberlo querido y, sin embargo, flaqueaba el poder de hacerlo porque estaba abrumado por el peso de veinte Atlánticos o bajo la opresión de un crimen inexpiable. Yacía inmóvil, inerte, a una profundidad que jamas ha alcanzado el plomo de la sonda. Entonces, como un coro, la pasión adquiría un sonido más hondo. Se hallaba en juego un interés muy grande, una causa más importante que la que defendió nunca la espada o proclamó la trompeta. Luego sobrevenían alarmas repentinas, en una y otra parte pasos precipitados, espantos de innumerables fugitivos. Yo no sabía si venían de la buena o de la mala causa: tinieblas, luces, tempestades y también rostros humanos y, al fin, con la sensación de que todo estaba perdido, aparecían formas de mujeres, rostros que habría deseado reconocer al precio del mundo entero y que no podía entrever sino solamente un instante. Luego manos crispadas, separaciones que desgarraban el pecho ¡y despedidas eternas! Y con un suspiro parecido al que exhalaron las cuevas del Infierno cuando la madre incestuosa profirió el nombre aborrecido de la Muerte, repetía el grito ¡Despedidas eternas! y luego repetía otra vez el eco: ¡Despedidas eternas!
»Me despertaba con convulsiones y gritaba en voz alta: “¡No, no quiero seguir durmiendo!”».
V. Un falso desenlace
De Quincey abrevió mucho el final de su libro, por lo menos tal como se publicó primitivamente. Recuerdo que la primera vez que lo leí, hace ya muchos años (y yo no conocía la segunda parte, Suspiria de profundis, que no había aparecido todavía) me decía de vez en cuando: ¿Cuál puede ser el desenlace de un libro como éste? ¿La muerte? ¿La locura? Pero el autor, que habla constantemente en primera persona, se halla, sin duda en un estado de salud, si no excelente y completamente normal, al menos que le permite dedicarse a un trabajo literario. Lo que me parecía más probable era el statu quo; que se había acostumbrado a sus dolores y defendía los efectos temibles de su extraña dietética; en fin, yo me decía: Robinson puede salir un día de su isla, un barco puede abordar en una costa por desconocida que ella sea y llevarse al exiliado solitario, ¿pero qué ser humano puede salir del imperio del opio? Por consiguiente, me seguía diciendo, este libro extraño, ya se trate de una confesión verídica o de una pura concepción de la mente (y esta última hipótesis era completamente improbable a causa de la atmósfera de verdad que se cierne sobre todo el conjunto y del tono de sinceridad inimitable que acompaña a cada detalle) es un libro sin desenlace. Hay evidentemente libros que, como algunas aventuras, carecen de desenlace. Hay situaciones eternas y todo lo que se relaciona con lo irremediable, con lo irreparable, pertenece a esa categoría. Sin embargo, yo recordaba que el opiómano había anunciado en alguna parte, al comienzo, que por fin había logrado desatar, un anillo tras otro, la cadena maldita que ligaba todo su ser. En consecuencia, el desenlace era para mí algo del todo inesperado y confesaré, francamente, que cuando lo conocí, pese a todo su aparato de verosimilitud minuciosa, desconfié por instinto. Ignoro si los lectores compartirán mi impresión al respecto, pero diré que la manera ingeniosa y sutil como el infortunado sale del laberinto encantado donde se halla perdido por su culpa, me pareció un invento en favor de cierto cant británico, un sacrificio en el que la verdad era inmolada en honor del pudor y los prejuicios públicos. Recordad cuántas precauciones ha tomado antes de iniciar el relato de su llíada de males, y con qué cuidado ha sentido el derecho para hacer confesiones, incluso provechosas. Tal pueblo desearía desenlaces morales, y tal otro, desenlaces consoladores. Las mujeres, por ejemplo, no quieren que los malvados sean recompensados. ¿Qué diría el público de nuestros teatros si al final del quinto acto no encontrara el desenlace deseado por la justicia? La justicia que restablece el equilibrio normal, o mejor dicho utópico, entre todas las partes, el desenlace equitativo esperado impacientemente durante cuatro largos actos. En resumen, yo creo que al público no le gustan los impenitentes y que, de buena gana, los considera insolentes. Es posible que De Quincey pensara del mismo modo y se pusiera a cubierto. Si las páginas que preceden hubiesen caído por casualidad bajo sus ojos, me imagino que se habría dignado complacientemente a sonreír por mi desconfianza precoz y motivada. En todo caso, yo me apoyo en su texto tan sincero en todas las demás ocasiones y tan penetrante, y podría anunciar desde ahora cierta tercera postración ante el ídolo negro (lo que implica una segunda) de la que hablaremos más tarde.
Como quiera que sea, he aquí el desenlace. Hacía mucho tiempo que el opio no hacía sentir su imperio por medio de encantamientos, sino de torturas, y esas torturas (lo que es completamente verosímil y concuerda con todas las experiencias vinculadas con la dificultad de romper viejas costumbres de cualquiera naturaleza que sean) había comenzado con los primeros esfuerzos para librarse del tirano cotidiano. Entre dos agonías, proveniente la una del uso continuado y la otra de la dieta interrumpida, el autor prefirió, según nos dice, la que implicaba la posibilidad de liberarse. «No sabría decir qué cantidad de opio tomaba en esa época, pues el opio que utilizaba había sido comprado por un amigo mío que más tarde no quiso que se lo reembolsara, de modo que no puedo determinar la cantidad que absorbí durante un año. Creo, no obstante, que lo tomaba muy irregularmente y que variaba la dosis de cincuenta o sesenta granos a ciento cincuenta diarios. Mi primer cuidado fue reducirla a cuarenta, a treinta, y finalmente, con toda la frecuencia que podía, a doce granos». Añade que entre los diferentes específicos que probó, el único que le resultó beneficioso fue la tintura amoniacal de valeriana. ¿Pero para qué —dice— continuar este relato de la convalecencia y de la curación? El propósito de la obra era poner de manifiesto el maravilloso poder del opio, ya fuera para el placer o ya para la aflicción, y el libro ha terminado en consecuencia. La moraleja del relato está destinada únicamente a los opiómanos. Que aprendan a temblar y que sepan por medio de este ejemplo extraordinario que después de diecisiete años de uso y de ocho de abuso de esta droga se puede abandonarla. ¡Ojalá puedan, dice, desarrollar más energía en sus esfuerzos y alcanzar finalmente el mismo triunfo!
«Jeremías Taylor supone que es tal vez tan doloroso nacer como morir. Lo creo muy probable, y durante el largo período consagrado a disminuir la dosis de opio, sentí todas las torturas del hombre que pasa de un modo de existencia a otro distinto. No fue la muerte el resultado, sino una especie de renacimiento físico… Me queda aún como un recuerdo de mi primer estado, mis sueños no se han tranquilizado por completo, la temible turgencia y agitación de la tormenta no se ha apaciguado enteramente; las legiones que poblaban mis sueños se retiran, pero no todas se han ido; mi sueño es tumultuoso, y al igual que las puertas del Paraíso cuando nuestros primeros padres se volvieron para mirarlas, sigue estando, como dice el aterrador verso de Milton:
lleno de rostros que amenazan y de brazos ardientes».
El apéndice (que data de 1822) está destinado a corroborar más minuciosamente la verosimilitud del desenlace y a darle, por así decirlo, una fisonomía médica rigurosa. Haber bajado de una dosis de ocho mil gotas a otra más moderada que variaba de las trescientas a las ciento sesenta era, por cierto, un magnífico triunfo. Pero el esfuerzo que quedaba por hacer exigía una energía todavía más grande que la que nuestro autor suponía y la necesidad de ese esfuerzo se puso cada vez más de manifiesto. Advirtió particularmente cierto endurecimiento, una falta de sensibilidad en el estómago que parecía presagiar una cirrosis. El médico afirmó que si seguía utilizando el opio, aunque lo hiciera en dosis reducidas, la consecuencia podía ser la misma. Desde entonces juró dejar el opio, dejarlo en forma absoluta. El relato de sus esfuerzos, de sus vacilaciones, de los dolores físicos resultantes de las primeras victorias de la voluntad puesta en juego, es verdaderamente interesante. Hay disminuciones progresivas y llega al cero dos veces; luego se producen recaídas, recaídas que compensan ampliamente las abstinencias precedentes. En resumen, la experiencia de las seis primeras semanas dio como resultado una irritabilidad espantosa en todo el organismo, particularmente en el estómago, que a veces recuperaba su estado de vitalidad normal y otras sufría extrañamente una agitación que no cesaba de día ni de noche, un sueño (¡pero qué sueño!) de tres horas lo más en veinticuatro, y tan liviano que oía en derredor los ruidos más pequeños; la mandíbula inferior constantemente hinchada, úlceras en la boca y, entre otros síntomas más o menos luctuosos, violentos estornudos que, por lo demás, acompañaron siempre a sus intentos de rebelión contra el opio (esa nueva dolencia duraba a veces dos horas y se repetía a diario dos o tres veces) una sensación de frío y por fin un resfrío terrible que jamás se había producido bajo el imperio del opio. Mediante el uso de amargos consiguió que volviera el estómago a su estado normal, es decir, a perder, como los demás hombres, la conciencia de las operaciones digestivas. Después de cuarenta y dos días, por fin desaparecieron los síntomas alarmantes para dar lugar a otros, pero él ignora si éstos eran una consecuencia del abuso anterior del opio o de su supresión definitiva. Así, la transpiración muy abundante que, inclusive en la Navidad, acompañaba a toda reducción diaria de dosis, había cesado por completo en la estación más cálida del año. Pero otras dolencias físicas pueden atribuirse al lluvioso clima de julio en la parte de Inglaterra donde estaba situada su vivienda.
El autor lleva el cuidado (siempre para acudir en ayuda de los infortunados que pudieran encontrarse en su mismo caso) hasta proporcionarnos un cuadro sinóptico, con datos y cantidades a la vista, de las cinco primeras semanas durante las cuales comenzó a llevar a cabo su gloriosa tentativa. En él se ven recaídas terribles, como de cero a 200, 300 y 350. Pero quizás el descenso fue demasiado rápido y mal graduado y originó sufrimientos superfluos que le obligaron a veces a buscar una ayuda en la fuente misma del mal.
Lo que me ha confirmado siempre en la idea de que ese desenlace era artificial, por lo menos en parte, en cierto tono de broma, de chanza y hasta de burla que se advierte en numerosos pasajes del apéndice. En fin, para mostrar claramente que no concede a su mísero cuerpo esa atención fanática de los valentudinarios que dedican todo el tiempo a observarse, el autor pide para ese cuerpo, ese despreciable «harapo», aunque solamente sea para infligirle un castigo por haberlo atormentado de tal modo, los tratamientos deshonrosos que suele infligir la ley a los peores malvados y si los médicos de Londres opinan que la ciencia puede beneficiarse de algún modo con el análisis del cuerpo de un opiómano tan obstinado como él había sido, le lega de buena gana el suyo. Ciertos romanos ricos solían cometer la imprudencia, después de haber otorgado algún legado a su príncipe, de obstinarse en vivir, como dice jocosamente Suetonio y el César, que se había dignado aceptar el legado, se sentía gravemente ofendido por esas existencias tan indiscretamente prolongadas. Pero el opiómano no teme por parte de los médicos esas muestras de impaciencia chocantes. Sabe que sólo puede esperar de ellos sentimientos análogos a los suyos, es decir que responden a ese puro amor a la ciencia que a él mismo lo impulsa a hacerles ese don fúnebre de sus preciosos despojos. ¡Ojalá este legado no les sea entregado sino dentro de un plazo infinitamente remoto, ojalá este escritor agudo, este enfermo encantador hasta en sus burlas, nos sea conservado todavía más largo tiempo que aquel Voltaire tan frágil, quien, como se ha dicho, tardó ochenta y cuatro años en morirse![6]
VI. El genio niño
Las Confesiones datan de 1822 y los Suspiria, que son su continuación y las completan, fueron escritas en 1845. Por consiguiente el tono, si no enteramente distinto, es al menos más grave, más triste y resignado. Al recorrer repetidamente esas páginas singulares, yo no podía menos de pensar en las diferentes metáforas de que se sirven los poetas, para pintar al hombre que vuelve de las batallas de la vida; es el viejo marino, con la espalda encorvada y la cara zurcida por una red de arrugas inextricables, que en su hogar recalienta un esqueleto heroico escapado de un millar de aventuras; es el viajero que vuelve por la tarde hacia los campos cruzados por la mañana y que recuerda, enternecido y triste, las muchas fantasías que le dominaban el cerebro, mientras atravesaba esas comarcas vaporizadas ahora en horizontes. Es lo que, de una manera general, yo llamaría de buen grado el tono del alma en pena, tono no sobrenatural, sino casi ajeno a la humanidad, medio terrenal y medio extraterrestre, que encontramos a veces en las Memorias de ultratumba, como enmudecidos el orgullo y la ira, el desprecio del gran René por las cosas del mundo, se hace enteramente indiferente.
La Introduction de los Suspiria nos entera de que para el opiómano, a pesar de todo el heroísmo desplegado en su paciente cura, hubo una segunda y hasta una tercera recaída. Es lo que él llama a third prostration before the dark idol. Aun admitiendo razones fisiológicas que alega como excusa, como la de no haber regido lo bastante prudentemente su abstinencia, creo que se podía prever con facilidad esa desgracia. Pero esta vez ya no se trata de rebelión ni de lucha. La lucha y la rebelión implican siempre cierta cantidad de esperanza, en tanto que la desesperación es siempre muda. Allí donde no hay remedio, los dolores más grandes se resignan. Las puertas, en otro tiempo abiertas para el regreso, se han cerrado, y el hombre avanza con docilidad hacia su destino. ¡Suspiria de profundis! Este libro tiene bien puesto el título.
El autor no trata ya de persuadirnos de que las Confesiones fueron escritas, por lo menos en parte, en beneficio de la sanidad pública. Tenían por objeto, nos dice con más franqueza, mostrarnos el poder que tiene el opio de aumentar la facultad natural de la fantasía. Soñar magníficamente no es un don concedido a todos los mortales, e inclusive, en quienes lo poseen, corre el riesgo de que cada vez los disminuya más la disipación moderna en aumento constante y el progreso material turbulento. La facultad del ensueño es una facultad misteriosa y divina, pues por medio del sueño se comunica el hombre con el tenebroso mundo que lo rodea. Pero esa facultad necesita la soledad para desarrollarse libremente; cuanto más se concentra el hombre es tanto más capaz de soñar amplia y profundamente. Ahora bien, ¿qué soledad es mayor, más tranquila, más separada del mundo de los intereses terrenales que la que crea el opio?
Las Confesiones nos explica los accidentes juveniles que hubieran podido legitimar el empleo del opio. Pero se dan aquí, hasta el presente, dos lagunas importantes; una de ellas comprende las fantasías creadas por el opio durante la residencia del autor en la Universidad (a las que él llama sus Visiones de Oxford); la otra es el relato de sus impresiones de la infancia. Así, en la segunda parte, lo mismo que en la primera, la biografía servirá para explicar y para comprobar, por así decirlo, las misteriosas aventuras del cerebro. En las notas relacionadas con la infancia es donde encontraremos el germen de los extraños arrobamientos del hombre adulto y, digámoslo mejor, de su genio. Todos los biógrafos han comprendido de una manera más o menos completa, la importancia de las anécdotas que atañen a la infancia de un escritor o de un artista. Pero a mí me parece que nunca se ha afirmado lo suficientemente esta importancia. Muchas veces al contemplar las obras de arte, no en su materialidad fácilmente comprensible, en los jeroglíficos demasiado claros de sus contornos o en el sentido evidente de sus temas, sino en el alma de que están dotadas, en la impresión atmosférica que comportan, en la luz o en las tinieblas espirituales que vierten en nuestras almas, he sentido que en mí se introducía una especie de visión de la infancia de los autores. Tal pequeño disgusto, tal pequeño placer del niño, desmesuradamente agrandado por una sensibilidad exquisita, se convierte más tarde en el adulto, inclusive sin que él lo sepa, en el principio de una obra de arte. En fin, para expresarme de una manera más concisa, ¿no sería fácil probar, mediante una comparación filosófica entre las obras de un artista maduro y el estado de su alma cuando era niño, que el genio no es sino la infancia claramente formulada, dotada ahora de órganos viriles y potentes para poder expresarse? No tengo la pretensión, sin embargo, de entregar esta idea a la filosofía como algo más que pura conjetura.
Vamos pues a analizar, rápidamente, las principales impresiones infantiles del opiómano, con el fin de hacer más inteligibles las fantasías que en Oxford eran el ordinario alimento de su cerebro. El lector no debe olvidar que es un anciano quien relata su infancia, un anciano que al volver a esa infancia razona, no obstante, con sutileza y que, en fin, esa infancia, principio de las fantasías posteriores, es vista y considerada nuevamente a través de la atmósfera mágica de esas fantasías, es decir, de las densidades transparentes del opio.
VII. Pesares infantiles
Él y sus tres hermanas eran muy jóvenes cuando murió su padre, quien dejó a su madre una gran fortuna, una verdadera fortuna de negociante inglés. El lujo, el bienestar, la vida desahogada y magnífica son muy favorables condiciones para el desarrollo de la sensibilidad natural del niño. «Como no tenía más camaradas que tres inocentes hermanitas, en compañía de las cuales dormía y como estaba siempre encerrado en un jardín bello y silencioso, lejos de todos los espectáculos de la pobreza, la opresión y la injusticia yo no podía —dice— sospechar la verdadera complexión de este mundo». Más de una vez agradeció a la Providencia el privilegio incomparable, no sólo de haber sido educado en la soledad del campo, «sino también de que sus primeros sentimientos fueran moldeados por las más amables de las hermanas, y no por horribles hermanos siempre dispuestos a los puñetazos, horrid pugilistic brothers». En efecto, los hombres que han sido educados por mujeres y entre las mujeres, no se parecen por completo a los demás hombres, ni siquiera aunque se suponga la igualdad en el temperamento o en las facultades espirituales. El cuneo de las nodrizas, las caricias maternales, las zalamerías de las hermanas, sobre todo de las hermanas mayores, que son madres instintivas, transforman, por decirlo así, moldeándola, la pasta masculina. El hombre que desde el comienzo se ha bañado durante largo tiempo en la atmósfera blanda de la mujer, que ha olido el olor de sus manos, de su seno, de sus rodillas, de su cabellera, de sus ropas flexibles y flotantes,
Dulce balneum suavibus
Unguentatum odoribus
ha contraído en ella una delicadeza de epidermis, una distinción en el tono y una especie de androginia sin las cuales el genio más viril y más áspero sigue siendo, con respecto a la perfección artística, un ser incompleto. Quiero decir, por último, que la afición precoz al mundo femenino, al mundi muliebris, a todo ese espectáculo ondulante, centelleante y perfumado, hace los genios superiores; y estoy convencido de que una lectora muy inteligente, perdonará la forma casi sensual de mis expresiones, como aprueba y comprende la pureza de mi pensamiento.
La primera que murió fue Jane. Pero para su hermanito no era todavía la muerte una cosa inteligible. Jane sólo estaba ausente; volvería sin duda. Una sirvienta, encargada de atenderla durante su enfermedad, la había tratado con alguna dureza dos días antes de su muerte. El rumor se difundió en la familia y desde aquel momento ya no pudo volver el niño a mirar a la cara a esa muchacha. Tan pronto como ella se presentaba, él fijaba sus miradas en el suelo. No era ira ni un deseo de venganza que se oculta, era terror simplemente, era la sensibilidad que se aparta de un contacto brutal, era el efecto de la mezcla de terror y presentimiento que produce la verdad espantosa, por primera vez revelada, de que este mundo es un mundo de infortunio, de lucha y de proscripción.
Pero la segunda herida de su corazón de niño no cicatrizó tan fácilmente. Después de un intervalo de varios años felices murió también la querida, la noble Elisabeth, inteligencia tan precoz y tan noble que a él le parece siempre, cuando evoca su amoroso fantasma en las tinieblas, ver alrededor de su amplia frente una aureola o una tiara de luz. El anuncio del fin próximo de aquella criatura querida, dos años mayor que él, y que había adquirido tanta autoridad sobre su mente, lo llenó de una desesperación indescriptible. El día que siguió a esa muerte, como la curiosidad de la ciencia no había violado todavía tan preciosos despojos, resolvió volver a ver a su hermana. «En los niños, el pesar siente horror de la luz y elude las miradas humanas». Por lo tanto, la visita suprema debía ser secreta y sin testigos. Era hacia el mediodía y cuando entró en la cámara sus ojos sólo vieron al principio una ventana grande completamente abierta, por la que el ardiente sol del estío precipitaba todos sus esplendores. El tiempo era seco, el cielo no tenía nube; las profundidades azuladas parecían el modelo perfecto de lo infinito y los ojos no podían contemplar ni la mente concebir un símbolo más patético de la vida y de su gloria.
Una gran desgracia, una desgracia irreparable que nos hiere en la estación más bella del año parecería tener un carácter más funesto, más siniestro. Como creo haberlo advertido ya en el análisis de las Confesiones la muerte nos afecta más profundamente en el pomposo reinado del estío. «Entonces se produce una terrible antítesis entre la profusión tropical de la vida exterior y la negra esterilidad de la tumba. Nuestros ojos ven el verano y nuestro pensamiento está obseso por el sepulcro; la claridad gloriosa nos rodea y en nuestro interior reinan las tinieblas. Y al chocar las dos imágenes se prestan mutuamente una fuerza exagerada». Pero para el niño, que será posteriormente un erudito lleno de imaginación y de ingenio, para el autor de las Confesiones y los Suspiria, un motivo distinto de este antagonismo había vinculado ya, fuertemente, la idea del verano con la de la muerte, un motivo tomado de las relaciones íntimas entre los paisajes y los hechos descritos en las Sagradas Escrituras. «La mayoría de los pensamientos y de los sentimientos profundos nos llegan, no directamente y en sus formas desnudas y abstractas, sino a través de combinaciones complicadas de objetos concretos». Así, la Biblia, que una sirvienta joven leía a los niños en las largas y solemnes veladas del invierno, había contribuido fuertemente a unir esas dos ideas en su imaginación. Esa joven que conocía el Oriente, les explicaba los climas de esas regiones, así como los numerosos matices de sus veranos. Era en un clima oriental, en uno de esos países que parecen favorecidos con un verano eterno, donde un justo, que era más que un hombre, había sufrido una pasión. Era evidentemente en el verano cuando los discípulos arrancaban las espigas de trigo. El Domingo de Ramos, Palm Sunday, ¿no contribuía también a alimentar estos ensueños? Sunday, día de descanso, imagen de un descanso más profundo, inaccesible al corazón del hombre; palm, la palma, palabra que representa al mismo tiempo las pompas de la vida y las de la naturaleza en el verano. El acontecimiento mayor de Jerusalén estaba próximo cuando llegó el Domingo de Ramos; y el lugar de la acción que recuerda esa fiesta se hallaba cerca de Jerusalén. Y, Jerusalén que, como Delfos, ha pasado por ser el ombligo del mundo, puede pasar al menos por ser también el centro de la mortalidad. Pues si fue allí donde la Muerte quedó vencida fue también allí, donde la humanidad sufrió la pérdida más grande.
Aquel verano magnífico que se desbordaba cruelmente en la cámara mortuoria se acercó a contemplar por última vez los rasgos de la querida difunta. Había oído decir a la gente de la casa que la muerte no había alterado esas facciones. La frente seguía siendo la misma, pero los párpados helados, los labios descoloridos y las manos endurecidas le causaron una impresión horrible; y mientras la contemplaba sin moverse se levantó un viento solemne que comenzó a soplar con violencia, «el viento más lúgubre —nos dice— que había oído nunca». Desde entonces muchas veces, en los días de estío, cuando el sol más calienta, ha oído que se alzaba el mismo viento, «inflando su misma voz profunda, solemne, recordativa y religiosa». Es, agrega, el único símbolo de la eternidad que pueden percibir los oídos humanos. Y tres veces en su vida escuchó nuevamente ese mismo sonido, en las mismas circunstancias, entre una ventana abierta y el cadáver de una persona muerta un día de verano.
Mas de pronto sus ojos, deslumbrados por el brillo de la vida exterior y comparando la pompa y la magnificencia de los cielos con el hielo que recubría el rostro de la muerta, tuvieron una visión extraña. Pareció que a través del azul se abría una bóveda, una galería, un camino que se prolongaba hacia el infinito. Y su espíritu se elevaba sobre las olas azules, y esas olas y su espíritu corrían hacia el trono de Dios; pero el trono huía constantemente ante su ardiente persecución. En ese éxtasis raro se quedó adormecido y, cuando recuperó el dominio de sí mismo volvió a encontrarse sentado junto al lecho de su hermana. Así el niño solitario, abrumado por su primera pena, había volado hacia Dios, el solitario por excelencia. Así el instinto, superior a toda filosofía, le había hecho encontrar en un sueño celeste un alivio momentáneo. En ese momento creyó oír pasos en la escalera, y temiendo que si le sorprendían en aquella habitación le impedirían volver a ella, besó apresuradamente los labios de su hermana y se retiró con cautela. Al día siguiente volvieron los médicos para examinar el cerebro de la muerta; él ignoraba el objeto de la visita y algunas horas después de haberse retirado los médicos trató de deslizarse nuevamente en la cámara mortuoria, pero la puerta estaba cerrada y habían retirado la llave. De este modo le evitaron la pena de contemplar, deshonrados por los estragos de la ciencia, los restos de aquella hermana cuya imagen tranquila, inmóvil y pura como el mármol o el hielo pudo conservar intacta.
Vinieron luego los funerales, una nueva agonía; el sufrimiento del trayecto en coche con los indiferentes que conversaban sobre temas enteramente ajenos a su pena, las terribles armonías del órgano y toda aquella solemnidad cristiana, demasiado abrumadora para un niño al que las promesas de una religión que elevaba a su hermana hasta el cielo no le consolaban de haberla perdido en esta tierra. Le recomendaron que en la Iglesia se cubriera los ojos con un pañuelo. ¿Necesitaba fingir una compostura fúnebre y hacerse el plañidero, él que apenas podía mantenerse de pie? La luz enardecía los ventanales de colores en los que los apóstoles y los santos exhibían su gloria; y en los días siguientes, cuando lo llevaban a los oficios religiosos, sus ojos, fijos en la parte no coloreada de los ventanales, veían constantemente que las nubes algodonosas del cielo se transformaban en cortinas y almohadas blancas, en las que reposaban las cabezas de niños que sufrían, lloraban y morían. Esos lechos se elevaban poco a poco hacia el cielo y ascendían hacia el Dios que amó tanto a los niños. Posteriormente, mucho tiempo después, tres pasajes del servicio fúnebre que él había oído ciertamente, pero no había escuchado acaso, o que habían irritado su dolor con sus consuelos demasiado ásperos, volvían a presentarse en su memoria con su sentido misterioso y profundo, le hablaban de liberación, resurrección y eternidad y se convirtieron para él en un tema de frecuentes meditaciones. Pero mucho antes de esa época se enamoró de la soledad con esa violenta afición que ponen de manifiesto las pasiones profundas, sobre todo las que no quieren que se las consuele. Los silencios dilatados del campo, los veranos acribillados por una luz abrumadora, los brumosos atardeceres, le llenaban de una voluptuosidad peligrosa. Su mirada se perdía en el firmamento y la niebla en busca de algo inencontrable, escrutaba obstinadamente las azules profundidades para descubrir en ellas una imagen querida a la que, por un privilegio especial acaso, se le permitiría manifestarse de nuevo. Abrevio, muy a mi pesar, la parte excesivamente larga que contiene el relato de ese dolor profundo, sinuoso sin salida, lo mismo que un laberinto. La naturaleza entera es invocada en ella y cada objeto llega a ser a su turno representativo de la idea única. Ese dolor, de vez en cuando, hace que broten unas flores lúgubres y coquetas, a la vez tristes y ricas; y sus tonos fúnebremente amorosos, se transforman con frecuencia en concetti. El luto mismo, ¿no tiene sus adornos? Y no es únicamente la sinceridad de ese enternecimiento lo que conmueve el alma; también hay para el crítico un placer singular y nuevo al ver cómo florece ese misticismo ardiente y delicado que sólo se da generalmente en el jardín de la Iglesia Romana. Por fin llegó una época en la que esa sensibilidad morbosa que se nutre exclusivamente de un recuerdo y esa afición inmoderada al aislamiento podían transformarse en un peligro auténtico; una de esas épocas decisivas y críticas en las que el alma desolada se dice: «Si las personas que amamos ya no pueden venir hasta nosotros, ¿qué nos impide ir a ellas?», en que la imaginación, obsesa y fascinada, se entrega con deleite a las sublimes atracciones de la tumba. Había llegado por fortuna a la edad del trabajo y de las distracciones obligadas. Tuvo que ponerse el primer arnés de la vida y prepararse para los estudios clásicos.
En las siguientes páginas, no obstante más alegres, seguimos encontrando la misma ternura femenina, pero aplicada ahora a los animales, esos interesantes esclavos de los hombres, a los gatos, los perros y todos los demás seres que pueden ser fácilmente molestados, oprimidos y encadenados. Además, los animales, por su alegría indolente, por su simplicidad misma ¿no son una representación de la infancia del hombre? El joven soñador, por consiguiente, también en este caso, aunque se desviaba hacia nuevos objetos, seguía siendo fiel a su primer carácter. Amaba todavía, en formas más o menos perfectas, la debilidad, el candor y la inocencia. Entre las marcas y características principales que le había impreso el destino hay que anotar, asimismo, una delicadeza de conciencia excesiva, la que, unida a su sensibilidad morbosa, contribuía a aumentar desmesuradamente los hechos más vulgares y a que las faltas más insignificantes, incluso imaginarias le causaran terrores, por desgracia demasiado reales. En fin, imagínese un niño de esta naturaleza, privado del objeto de su primer y mayor afecto, enamorado de la soledad y sin confidente alguno. Al llegar a este punto comprenderá el lector perfectamente que muchos de los fenómenos desarrollados en el escenario de los sueños tenían que ser repeticiones de las pruebas sufridas en sus primeros años. El destino había sembrado la semilla; el opio la hizo fructificar y la transformó en vegetaciones extrañas y abundantes. Las cosas de la infancia, para utilizar una metáfora que pertenece al autor, llegaron a ser el coeficiente natural de la droga. Esa facultad prematura, que le permitía idealizar todas las cosas y darles proporciones extraordinarias, cultivada y ejercitada en la soledad durante largo tiempo, debió producir en Oxford, activada desmesuradamente por el opio, resultados insólitos y grandiosos inclusive en la mayoría de los jóvenes de su edad.
El lector recordará las aventuras de nuestro héroe en Gales, sus sufrimientos en Londres y su reconciliación con sus tutores. Helo en la Universidad al presente, fortificándose en el estudio, más inclinado que nunca al ensimismamiento y extrayendo de la sustancia que, como ya dijimos, conoció en Londres con motivo de los dolores neurálgicos, un ayudante peligroso y potente para sus facultades precozmente soñadoras. Desde entonces, su primera existencia penetró en la segunda y se confundió con ella para formar un todo tan anormal como íntimo. Dedicó su nueva vida a revivir la primera. ¡Cuántas veces volvió a ver, en los ocios de la escuela, la cámara funeraria donde se hallaba acostado el cadáver de su hermana, con la luz del verano y el hielo de la muerte, el camino abierto al éxtasis a través de la bóveda de los cielos azules; y luego el sacerdote de sobrepelliz blanca junto a una tumba abierta, el ataúd que se hundía en la tierra y el polvo vuelto al polvo; finalmente los santos, los apóstoles y los mártires de las vidrieras iluminados por el sol y que formaban un magnífico marco a aquellos lechos blancos, a aquellas lindas cunas de niños que ascendían al cielo a los sones del órgano! Volvía a ver todo eso pero lo veía con variaciones, flores y un colorido más intenso o vaporoso, volvía a ver el universo entero de su infancia, pero con la riqueza poética que ahora le agregaba una mente cultivada, ya sutil y habituada a obtener sus deleites mayores de la soledad y del recuerdo.
VIII. Visiones de Oxford
1. El palimpsesto
«¿Qué es el cerebro humano sino un palimpsesto inmenso y natural? Mi cerebro es un palimpsesto y el tuyo también, lector. Innumerables capas de ideas, de imágenes, de sentimientos, han caído sucesivamente en tu cerebro tan suavemente como la luz. Parecía que cada una de ellas enterraba a la precedente. Pero ninguna ha perecido en realidad». No obstante, entre el palimpsesto que contiene, superpuestas una sobre otra, una tragedia griega, una leyenda monacal y una novela de caballería, y el palimpsesto divino creado por Dios que es nuestra memoria inconmensurable se presenta esta diferencia: que en el primero hay como un caos fantástico, grotesco, una colisión entre dos elementos heterogéneos; en tanto que en el segundo la fatalidad del temperamento pone forzosamente una armonía entre los elementos más dispares. Por incoherente que sea una existencia, la unidad humana no se perturba en ella. Si se los pudiera despertar simultáneamente, todos los ecos de la memoria formarían un concierto, agradable o doloroso, pero lógico y sin disonancias.
Con frecuencia personas sorprendidas por un accidente súbito, sofocadas bruscamente por el agua y en peligro de muerte, han visto que se iluminaba en su cerebro todo el teatro de su vida pasada. El tiempo ha quedado aniquilado y han bastado unos segundos para contener una cantidad de sentimientos y de imágenes equivalente a años. Y lo más singular de esta experiencia, que la casualidad ha provocado muchas veces, no es la simultaneidad de tantos elementos que eran anteriormente sucesivos, sino la reaparición de todo aquello que no conocía ya el ser mismo, pero que se ve forzado a reconocer como propio. El olvido es, por lo tanto, solamente momentáneo; y en algunas circunstancias solemnes, tal vez ante la muerte, y en general en las excitaciones intensas creadas por el opio, todo el inmenso y complicado palimpsesto de la memoria se despliega de golpe, con todas sus capas superpuestas de sentimientos difuntos, misteriosamente embalsamados en lo que llamamos el olvido.
Un hombre de genio, melancólico, misántropo y que quiere vengarse de la injusticia de su siglo, arroja un día al fuego todas sus obras todavía manuscritas. Y como le reprocharon ese horrible holocausto hecho al odio, el que, por otra parte, era el sacrificio de todas sus esperanzas, respondió: «¿Qué importa? Lo importante era que esas cosas fuesen creadas; fueron creadas y, por lo tanto, existen». Otorgaba a todo lo creado un carácter indestructible. ¡Cómo se aplica esta idea de un modo todavía más evidente a todos nuestros pensamientos y a todas nuestras acciones, sean buenos o malos! Y si en esta creencia hay algo que consuela infinitamente cuando nuestro espíritu se vuelve hacia esa parte de nosotros mismos que podemos contemplar con complacencia, ¿no hay también algo infinitamente terrible en el caso futuro, inevitable, en que nuestro espíritu se vuelva hacia esa parte de nosotros mismos que sólo podemos afrontar horrorizados? En lo espiritual, como en lo material, nada se pierde. Así como toda acción lanzada en el torbellino de la acción universal es irrevocable e irreparable en sí misma, prescindiendo de sus posibles consecuencias, así también todo pensamiento es imborrable. El palimpsesto de la memoria es indestructible.
«Si, lector, son innumerables los poemas de alegría o de pena que se han grabado sucesivamente en el palimpsesto de tu cerebro, y como las hojas de las selvas vírgenes, como las nieves indisolubles del Himalaya, como la luz que cae sobre la luz, sus capas incesantes se han ido acumulando y a cada una, a su turno, la ha cubierto el olvido. Pero a la hora de la muerte, o bien durante la fiebre, o mediante las búsquedas del opio, todos esos poemas pueden cobrar de nuevo vida y fuerza. No están muertos, dormitan. Se cree que la tragedia griega fue desechada y reemplazada por la leyenda del monje, y la leyenda del monje por la novela de caballería, pero eso no es cierto. A medida que el ser humano va avanzando en la vida, la novela que en su juventud le deslumbraba, la leyenda fabulosa que de niño le seducía, se marchitan y oscurecen por sí solas. Pero las profundas tragedias de la infancia —brazos de niños arrancados para siempre del cuello de sus madres, labios de niños separados para siempre de los besos de sus hermanas— siguen viviendo ocultas bajo las otras leyendas del palimpsesto. La pasión y la enfermedad carecen de una química lo suficientemente poderosa para quemar esas impresiones inmortales».
2. Levana y Nuestra Señora de las Tristezas
«En Oxford vi con frecuencia a Levana en mis sueños. La conocía por sus símbolos romanos». ¿Pero quién es Levana? Era la diosa romana que presidía las primeras horas del niño, la que, para decirlo así, le confería la dignidad humana. «En el momento del nacimiento, cuando el niño probaba por vez primera la atmósfera turbia de nuestro planeta, lo depositaban en el suelo. Pero casi inmediatamente, temiendo que una criatura tan grande se arrastrase por el suelo durante más de un instante, el padre, como mandatario de la diosa Levana o algún pariente cercano como mandatario del padre, lo levantaba en el aire y le ordenaba que mirase hacia arriba, como correspondía al rey del mundo, y presentaba la frente del niño a las estrellas, diciendo en su corazón tal vez a éstas: “¡Contemplad a quien es más grande que vosotras!”. Este acto simbólico representaba la función de Levana. Y esa diosa misteriosa que jamás ha mostrado sus facciones (excepto a mí, en mis sueños) y que siempre ha actuado por delegación, toma su nombre del verbo latino levare, levantar en el aire, mantener elevado».
Como es natural, muchas personas han entendido que Levana es el poder tutelar que vigila y dirige la educación de los niños. Pero no creáis que aquí se trata de esa pedagogía que reina solamente para los alfabetos y para las gramáticas; hay que pensar sobre todo «en ese gran sistema de las fuerzas centrales que se oculta en el seno profundo de la existencia humana y que actúa sin cesar en los niños, enseñándoles alternativamente la pasión, el combate, la tentación y la energía de la resistencia». Levana ennoblece al ser humano al que vigila, pero con medios crueles. Es dura y severa esa buena nodriza, y entre los procedimientos que utiliza con frecuencia para perfeccionar al ser humano es el dolor el que prefiere. Le obedecen tres diosas, que ella emplea para sus designios misteriosos. Así como hay tres Gracias, tres Parcas y tres Furias, como había primitivamente tres Musas, son tres también las diosas de la tristeza. Se las llama Nuestra Señora de las Tristezas.
«Las he visto con frecuencia conversar con Levana, y a veces, inclusive, se referían a mí. ¿Hablan, por consiguiente? ¡Oh, no! Esos poderosos fantasmas desdeñan las insuficiencias del lenguaje. Pueden proferir palabras por la boca del hombre cuando habitan en un corazón humano, pero entre ellos no utilizan la voz; no emiten sonido alguno; en sus dominios reina un silencio eterno… La mayor de las tres hermanas se llama Mater Lachrymarum, o Nuestra Señora de las Lágrimas. Es ella la que, noche y día, divaga y gime invocando rostros desvanecidos. Es ella la que se hallaba en Rama cuando se oyó lamentarse a una voz, la de Raquel, que lloraba a sus hijos y no quería que la consolaran. También se hallaba en Belén aquella noche en que la espada de Herodes barrió de sus asilos a todos los inocentes. Sus ojos son alternativamente bondadosos y penetrantes, asustados y adormecidos, con frecuencia se elevan hacia las nubes y con frecuencia acusan a los cielos. Lleva en la cabeza una diadema. Y sé por mis recuerdos de la infancia que puede viajar en alas de los vientos cuando oye el sollozo de las letanías o el tronido del órgano o cuando contempla los derrumbamientos de las nubes de estío. Esa hermana mayor lleva en el cinto llaves más poderosas que las llaves papales, con las cuales abre todos los chamizos y todos los palacios. Es ella, lo sé bien, quien durante el último verano permaneció a la cabecera del mendigo ciego, aquél con el que conversaba tan a gusto, y cuya piadosa hija, de ocho años y de una fisonomía luminosa, resistía a la tentación de intervenir en la alegría del pueblo, para vagar, durante todo el día, por los caminos polvorientos con su padre afligido. Dios le otorgó por ello una gran recompensa. En la primavera de ese año, cuando comenzaba a florecer ella misma, la llamó a su gloria. Su padre ciego continúa llorándola, y en la medianoche sueña siempre que la sigue llevando de la mano, de la pequeña mano que le guiaba, y se despierta siempre entre tinieblas, que son ahora tinieblas nuevas y más profundas… Con ayuda de esas llaves Nuestra Señora de las Lágrimas se desliza, fantasma tenebroso, en las habitaciones de los hombres que no duermen, de las mujeres que no duermen, de los niños que no duermen, desde el Ganges hasta el Nilo, desde el Nilo hasta el Misisipí. Y como es la primogénita y posee el imperio más vasto, la honramos con el título de Madona».
«La segunda hermana se llama Mater Suspiriorum, Nuestra Señora de los Suspiros. Nunca sube a las nubes ni se pasea por los vientos. No hay diadema en su frente. Sus ojos, si se pudiera verlos, no parecerían bondadosos ni penetrantes; no se podría descifrar historia alguna en ellos; sólo se encontraría una confusa masa de sueños medio muertos y los restos de un delirio olvidado. No eleva jamás los ojos; su cabeza, cubierta con un turbante andrajoso, está siempre inclinada, y siempre mira el suelo. No llora ni gime. De vez en cuando suspira ininteligiblemente. Su hermana, la Madona, es a veces tempestuosa y frenética, delira contra el cielo y reclama a sus predilectos. Pero Nuestra Señora de los Suspiros nunca grita, nunca acusa, nunca sueña con rebelarse. Es humilde hasta la abyección. Su mansedumbre es la de los seres sin esperanza… Si algunas veces murmura, sólo lo hace en los lugares solitarios y desolados como ella, en las ciudades en ruinas y cuando el sol ha descendido en su descanso. Esta hermana es la visitante del paria, del judío, del esclavo que rema en las galeras, de la mujer sentada en las tinieblas, sin un amor donde pueda cobijar la cabeza, sin esperanza que ilumine su soledad; de todos los cautivos en prisiones, de todos los traicionados y todos los rechazados, de los que están proscriptos por la ley de la tradición y de los hijos de la desgracia hereditaria. A todos los acompaña Nuestra Señora de los Suspiros. Ella también lleva una llave, pero apenas la necesita, porque sobre todo reina entre las tiendas de Sem y los vagabundos de todos los climas. Sin embargo, en las clases más altas de la humanidad tiene algunos altares e inclusive en la gloriosa Inglaterra hay hombres que ante el mundo levantan la cabeza tan orgullosamente como un reno y que, secretamente, recibieron en la frente su marca.
»¡Pero la tercera hermana, que es también la más joven!… ¡Silencio! No hablemos de ella como no sea en voz baja. Su dominio no es grande; de otro modo no podría vivir la carne; pero en ese dominio su poder es absoluto… A pesar del triple velo de gasa con el que se envuelve la cabeza, por alta que la lleve, se puede ver por debajo la luz salvaje que fluye de sus ojos, luz de desesperación siempre resplandeciente, por las mañanas y las tardes, al mediodía lo mismo que a medianoche, tanto a la hora del flujo como a la del reflujo. Le desafía a Dios. Es también la madre de las demencias y la consejera de los suicidas… La Madona marcha con paso irregular, rápido o lento, pero siempre con una gracia trágica. Nuestra Señora de los Suspiros se desliza tímidamente y con precaución. Pero la hermana más joven se mueve con movimientos que es imposible prever; salta con saltos de tigre. No lleva llave alguna, pues, si bien visita rara vez a los hombres, cuando se le permite acercarse a una puerta se apodera de ella por asalto y la hunde. Y su nombre es Mater Tenebrarum, Nuestra Señora de las Tinieblas.
»Tales eran las Euménides o las diosas Graciosas (como decía la adulación antigua inspirada por el temor) que asediaban mis sueños en Oxford. La Madona hablaba con su mano misteriosa. Me tocaba la cabeza, llamaba con el dedo a Nuestra Señora de los Suspiros, y sus signos, que no puede leer hombre alguno como no sea en sueños, podían traducirse de este modo: “¡Míralo! Aquí está el hombre al que en su infancia consagré a mis altares. Es a él a quien hice mi favorito. Le he alucinado y seducido y desde lo alto del cielo he atraído su corazón hacia el mío. Por mí se ha hecho idólatra; por mí, colmado de deseos y languideces, ha adorado la lombriz y dirigido sus plegarias a la tumba vermicular. Era sagrado para él el sepulcro, amables las tinieblas, santa su corrupción. A este joven idólatra lo he preparado para ti, mi querida y bondadosa Hermana de los Suspiros. Tómalo ahora sobre tu corazón y prepáralo para nuestra terrible Hermana. Y tú —volviéndose hacia la Mater Tenebrarum— recíbelo a tu vez de ella. Haz que tu cetro le pese en la cabeza. No permitas que una mujer, con su ternura, venga a sentarse junto a él en su noche. Rechaza todas las flaquezas de la esperanza, seca los bálsamos del amor, quema la fuente de las lágrimas, maldícele como sabes maldecir tú solamente. Así se encontrará más perfecto en el horno, así verá las cosas que no deben ser vistas, los espectáculos que son abominables y los secretos que no pueden decirse. Así leerá las antiguas verdades, las tristes verdades, las grandes, las terribles verdades. Así resucitará antes de estar muerto. Y así se habrá cumplido la misión que tenemos de Dios y que consiste en atormentar su corazón hasta que hayamos desarrollado las facultades de su mente”».
3. El espectro del Brocken
En un bello domingo de Pentecostés ascendamos al Brocken. ¡Deslumbradora alba sin nubes! A veces abril no obstante, realiza sus últimas incursiones en la estación renovada y la riega con sus chaparrones caprichosos. Llegamos a la cumbre de la montaña; semejante mañana nos promete más probabilidades de ver al famoso Espectro del Brocken. Ese espectro ha vivido tanto tiempo con los brujos paganos, ha asistido a tantas negras idolatrías que tal vez su corazón se ha corrompido y su fe se ha quebrantado. Haced en primer lugar la señal de la cruz, a manera de prueba, y observad atentamente si consiente en repetirla. La repite, en efecto, pero la red de las ondas que avanza altera la forma de los objetivos y le da el aspecto de un hombre que no ha cumplido su deber sino con repugnancia y de manera evasiva. Reanudad, pues, la prueba, «recoged una de esas anémonas que antaño se llamaban flores de hechicero y que acaso desempeñaban su papel en los horribles ritos del miedo. Ponedla sobre esa piedra que imita la forma de un altar pagano, arrodillaos y decid, levantando vuestra mano derecha: “¡Padre nuestro que estás en los cielos!… yo, tu servidor, y ese negro fantasma del que en este día de Pentecostés he hecho mi servidor por una hora, te traemos nuestros homenajes reunidos en este altar devuelto al verdadero culto”. —¡Ved! La aparición toma una anémona y la deposita en un altar; se arrodilla y levanta hacia Dios su mano diestra. Es muda, ciertamente, pero los mudos pueden servir a Dios de modo muy aceptable».
Sin embargo, pensaréis tal vez que ese espectro, acostumbrado desde hace ya largo tiempo a una devoción ciega, se inclina a obedecer todos los cultos y que su servilismo genuino hace insignificante su homenaje. Busquemos, pues, otro medio de verificar la índole de ese ser singular. Supongo que en vuestra infancia sufristeis algún dolor inefable, que atravesasteis por una desesperanza incurable, una de esas desolaciones silenciosas que lloran tras un velo, lo mismo que la Judea de las medallas romanas, sentada tristemente a la sombra de su palmera. Velaos la cabeza en conmemoración de tan gran sufrimiento. El fantasma del Brocken también se ha velado la cabeza como si poseyera un corazón humano y como si quisiera expresar, con un símbolo silencioso, el recuerdo de un sufrimiento demasiado grande para que se lo pueda expresar con palabras. «Esta prueba es decisiva. Ahora sabéis que el fantasma es vuestro propio reflejo y que, al dirigir a ese fantasma la expresión de vuestros sentimientos secretos, hacéis de él el espejo simbólico donde se refleja, a la claridad del día, lo que de otra manera se quedaría oculto para siempre».
El opiómano también tiene a su lado un Intérprete Misterioso que está con respecto a su espíritu, en la misma relación que el fantasma del Brocken con respecto al viajero. A aquél le perturban a veces tempestades, lluvias y neblinas, y así también el Intérprete Misterioso mezcla a veces con su naturaleza el reflejo de elementos extraños. «Lo que dice generalmente no es sino lo que yo me digo despierto en meditaciones lo bastante profundas para que dejen su huella en mi corazón. Pero a veces sus palabras se alteran lo mismo que su rostro y no parecen las que yo habría empleado con preferencia. Ningún hombre puede dar cuenta de todo lo que ocurre en los sueños. Creo que ese fantasma es generalmente una representación fiel de mí mismo; pero también, de vez en cuando, está sujeto a la acción del buen Fantasio, que reina sobre los sueños». Se podría decir que tiene algunas analogías con el coro de la tragedia griega, el que con frecuencia expresa los pensamientos secretos del protagonista, secretos para él mismo o desarrollados imperfectamente y le ofrece sus comentarios, proféticos o referentes al pasado, aptos para justificar a la Providencia o para calmar la fuerza de su angustia; tales, en fin, como los que habría hallado el mismo infortunado si su corazón le hubiera dejado tiempo para la meditación.
4. Savannah-la-Mar
Esta galería melancólica de pinturas, vastas y movedizas alegorías de la tristeza, en las que encuentro (ignoro si el lector que no las ve sino abreviadas puede experimentar la misma sensación) un encanto musical y pintoresco, se le agrega un fragmento que puede ser considerado como el final de una larga sinfonía.
«Dios castigó a Savannah-la-Mar y en una noche la hizo descender, con todos sus monumentos aún en pie y su población dormida, desde los sólidos cimientos de la ribera hasta el lecho de coral del Océano. Dios dijo: “Yo enterré a Pompeya y la oculté a los hombres durante diecisiete siglos; sepultaré a esta ciudad, pero no la ocultaré. Será para los hombres un monumento de mi misteriosa cólera, envuelto durante las futuras generaciones en una luz azulada, pues la engarzaré en la cúpula cristalina de mis mares tropicales”. Y, con frecuencia, en las calmas límpidas, a través del medio transparente de las aguas, los marinos que pasan perciben la ciudad silenciosa que parece conservada debajo de una campana y pueden recorrer con la mirada sus plazas, sus azoteas, contar sus puertas y los campanarios de sus iglesias: “Vasto cementerio que fascina a los ojos como una revelación mágica de la vida humana, persistente en las guaridas submarinas al abrigo de las tormentas que agitan nuestra atmósfera”. Muchas veces, con su Intérprete Negro, ha visitado en sueños la soledad no violada de Savannah-la-Mar. Contemplaban juntos las torres, donde las campanas inmóviles esperaban en vano los anuncios de bodas; se acercaban a los órganos que ya no celebraban las alegrías del cielo ni las tristezas del hombre; y juntos visitaban los dormitorios silenciosos donde dormían todos los niños desde hacía cinco generaciones».
«Esperan el amanecer celeste —se dijo en voz baja el Intérprete Negro— y cuando aparezca el alba, las campanas y los órganos lanzarán un canto de júbilo, que repetirán los ecos del Paraíso». Y luego, volviéndose hacia mí, dijo: «He aquí algo triste y lamentable, pero una calamidad menos importante no habría sido suficiente para los designios de Dios. Comprende bien eso… El tiempo presente se reduce a un punto matemático e inclusive ese punto matemático perece mil veces antes de que hayamos podido afirmar su nacimiento. Todo es finito en el presente, pero también ese finito es infinito en la realidad de su huida hacia la muerte. Pero en Dios nada hay finito, en Dios nada hay transitorio, en Dios nada hay que tienda hacia la muerte. De ello se sigue que para Dios el presente no existe. Para Dios el presente es el futuro, y es por el futuro por el que sacrifica el presente del hombre. Por eso opera con el temblor de tierra y por eso trabaja por medio del sufrimiento. ¡Oh, qué profunda es la labranza de los temblores de la tierra! ¡Qué profunda (y aquí su voz se inflaba como un sanctus que se eleva del coro de una catedral), qué profunda es la labor del sufrimiento! Pero no necesita menos que eso la agricultura de Dios. En una noche de temblores de tierra construyó para el hombre, agradables habitaciones que durarán mil años. Del sufrimiento de un niño obtiene gloriosas vendimias espirituales que no habrían podido ser recogidas de otro modo. Con arados menos crueles no habría podido ser removido el suelo refractario. La Tierra, nuestro planeta, el habitáculo del hombre, necesita la sacudida; y con más frecuencia todavía el dolor es necesario por ser el instrumento más potente de Dios; sí (y me miró con un aire solemne), ¡es indispensable para los misteriosos hijos de la tierra!».
IX. Conclusión
Estas largas meditaciones, estos cuadros poéticos, a pesar de su carácter simbólico general, ilustran para un lector inteligente el carácter moral de nuestro autor mejor que como lo harían en adelante las anécdotas o las notas biográficas. En la primera parte de los Suspiria vuelve todavía como con complacencia hacia los años ya tan alejados, y en ella, como en otras partes, lo verdaderamente precioso no es el hecho, sino el comentario, un comentario con frecuencia triste, amargo y desolado; pensamiento solitario que aspira a volar lejos de este suelo y lejos del escenario de las luchas humanas; grandes aletazos hacia el cielo, monólogo de una alma que fue siempre demasiado fácil de herir. Aquí, como en las partes que ya hemos analizado, este pensamiento es el tirso, del que ha hablado de modo tan donairoso, con el candor de un vagabundo que se conoce bien. El tema no tiene más valor que el de un bastón seco y desnudo, pero las cintas, los pámpanos y las flores pueden ser, con sus entrelazamientos retozones, una riqueza preciosa para los ojos. El pensamiento de De Quincey no es sólo sinuoso; la palabra no es lo bastante fuerte: es naturalmente espiral. Por lo demás, llevaría demasiado tiempo analizar esos comentarios y esas reflexiones, y debo recordar que el objeto de este trabajo era mostrar con un ejemplo, los efectos del opio en una mente meditabunda e inclinada al ensueño. Creo haber cumplido ese propósito.
Me bastará con decir que el pensador solitario vuelve con complacencia a esa sensibilidad precoz que fue para él la fuente de tantos horrores y de tantos placeres, aun a costa de su inmenso amor a la libertad y del temblor que le causaba la responsabilidad. «El horror de la vida se mezclaba ya en mi primera juventud con la dulzura celestial de la vida». Hay en estas últimas páginas de Suspiria algo fúnebre, corroído y que aspira a otra cosa distinta de las cosas de la tierra. Aquí y allá se siguen deslizando, a propósito de las aventuras juveniles, la jovialidad y el buen humor y la gracia para burlarse de sí mismo, de la que tan a menudo ha dado pruebas, pero lo que es más llamativo y que salta a la vista, son las explosiones líricas de una tristeza incurable. Por ejemplo, a propósito de los seres que traban nuestra libertad, entristecen nuestros sentimientos y violan los derechos más legítimos de la juventud, exclama: «¡Oh, cómo es posible que ésos se titulen a sí mismos amigos de ese hombre o de esa mujer que son precisamente el hombre y la mujer que, más bien que cualesquiera otros, en la hora suprema de la muerte, los despedirán así!: “¡Pluguiera al cielo que nunca hubiese visto tu rostro!”». O bien deja cínicamente que vuele esta confesión que tiene para mí, lo confieso con el mismo candor, un encanto casi fraterno: «En general, los raros individuos que han excitado mi repugnancia en este mundo eran personas florecientes y de buena reputación. En cuanto a los bribones que he conocido, y su número no es pequeño, pienso en ellos, en todos sin excepción, con placer y benevolencia». Anotemos de paso que esta bella reflexión vuelve a hacerse a propósito del abogado de los negocios equívocos. O bien afirma en otra parte que, «si la vida se pudiera abrir mágicamente ante nosotros; si nuestros ojos, todavía jóvenes, pudieran recorrer los pasillos, escrutar los salones y las habitaciones de esta hospedería, teatros de las futuras tragedias y de los castigos que nos esperan a nosotros y a nuestros amigos, retrocederíamos estremecidos de horror. Después de haber pintado, con una gracia y un lujo de colores inimitables, un cuadro de bienestar, de esplendor y de pureza domésticos, la belleza y la bondad enmarcados en la riqueza, nos muestra sucesivamente las graciosas heroínas de la familia, todas, de madre a hija, atravesando, cada una a su turno, las pesadas nubes de la desdicha». Y concluye diciendo: «Podemos mirar a la muerte de frente; pero sabiendo, como algunos de nosotros lo sabemos ahora, lo que es la vida humana, ¿quién podría (suponiendo que se lo advirtieran) enfrentar sin estremecerse la hora de su nacimiento?». Encuentro al pie de una página una nota que, relacionada con la muerte reciente de De Quincey, adquiere un significado lúgubre. Los Suspiria de profundis, en el pensamiento del autor, debían extenderse y agrandarse singularmente. La nota anuncia que la leyenda sobre las Hermanas de las Tristezas proporcionará una división natural para las publicaciones posteriores. Por consiguiente, así como la primera parte (la muerte de Elisabeth y las lamentaciones de su hermano) se refiere lógicamente a la Madona, o Nuestra Señora de las Lágrimas, así también la parte nueva, Los mundos de los parias, debía colocarse bajo la invocación de Nuestra Señora de los Suspiros; y en fin, Nuestra Señora de las Tinieblas debía patrocinar el reino de las Tinieblas. Pero la Muerte, a la que no consultamos sobre nuestros proyectos y a la que no podemos pedirle su aquiescencia; la Muerte, que nos deja soñar con la dicha y la fama y que no dice ni que sí ni que no, sale bruscamente de su emboscada y barre de un aletazo nuestros planes, nuestros sueños y las arquitecturas ideales donde albergábamos mentalmente la gloria de nuestros últimos días.