I. La afición a lo infinito
Quienes saben observarse a sí mismos y conservan el recuerdo de sus impresiones, quienes han sabido, como Hoffmann, construir su barómetro espiritual, han debido anotar a veces, en el observatorio de su pensamiento, bellas estaciones, jornadas felices, deliciosos minutos. Hay días en que el hombre se despierta con un ingenio joven y vigoroso. Apenas liberados sus párpados del sueño que los cerraba, se le ofrece el mundo exterior con un relieve intenso, nitidez de concursos y abundancia de admirables colores. El mundo moral abre sus vastas perspectivas, llenas de nuevas claridades. El hombre gratificado con esa felicidad, desgraciadamente rara y pasajera, se siente a la vez más artista y más justo, en una palabra, más noble. Pero lo más singular en ese estado excepcional de la mente y de los sentidos, al que sin exagerar puede llamar paradisíaco si lo comparo con las densas tinieblas de la existencia común y cotidiana, es que no ha sido creado por ninguna causa visible y fácil de definir. ¿Acaso es el resultado de una higiene excelente y de un régimen sabio? Tal es la primera explicación que se ofrece a la mente; pero debemos reconocer que, a menudo, esa maravilla, esa especie de prodigio, se produce como si fuera el efecto de un poder superior e invisible, exterior al hombre, tras un período en que éste ha abusado de sus facultades físicas. ¿Diremos que es la recompensa de la plegaria asidua y los ardores espirituales? Es cierto que una constante elevación del deseo, una tensión de las fuerzas espirituales hacia el cielo, sería el régimen más idóneo para crear esa salud moral tan brillante y gloriosa; ¿pero en virtud de qué ley absurda se manifiesta a veces después de culpables orgías de la imaginación, tras un abuso sofista de la razón, que es con respecto a su uso honesto y razonable, lo que los ejercicios de dislocación son con respecto a la gimnasia sana? Por eso yo prefiero considerar esa condición anormal de la mente como una gracia auténtica, como un espejo mágico donde se invita al hombre a verse embellecido, es decir, tal como debería y como podría ser; una especie de excitación angélica, un llamamiento al orden en una forma halagüeña. Igualmente, cierta escuela espiritualista, que tiene representantes en Inglaterra y América, considera los fenómenos sobrenaturales como las apariciones de fantasmas, las ánimas en pena, etcétera, etcétera, como manifestaciones de la voluntad divina, atenta a despertar en la mente del hombre el recuerdo de las realidades invisibles.
Por lo demás, ese estado encantador y raro, en el que todas las fuerzas se equilibran y la imaginación, aunque maravillosamente poderosa, no arrastra al sentido moral consigo por aventuras peligrosas; en el que una sensibilidad exquisita no es torturada ya por unos nervios enfermos, esos consejeros ordinarios de la desesperación o del delito, ese estado maravilloso, repito, no tiene síntomas precursores. Es tan imprevisible como el fantasma. Es como una obsesión, pero una obsesión intermitente, de la que deberíamos deducir, si fuésemos sensatos, la certidumbre de una existencia mejor y la esperanza de llegar a ella mediante el ejercicio cotidiano de nuestra voluntad. Esa agudeza del pensamiento, ese entusiasmo de los sentidos y la mente, han tenido que parecer al hombre de todas las épocas el mejor de los bienes; por eso, sin tener en cuenta más que el placer inmediato y sin que le preocupe violar las leyes de su constitución, ha buscado en la ciencia física, en la farmacia, en las bebidas más groseras y en los perfumes más sutiles, bajo todos los climas y en todos los tiempos, la manera de huir, aunque sea por unas horas, de su habitáculo de fuego, y, como dice el autor de Lázaro: «de alcanzar el Paraíso de golpe». ¡Ay! los vicios del hombre, por muy llenos de horror que se los suponga, contienen la prueba (¡aunque sólo sea por su expansión infinita!) de su afición a lo infinito; sólo que es una afición que se equivoca de camino con frecuencia. Se podría tomar en un sentido metafórico el proverbio vulgar según el cual todos los caminos van a Roma y aplicarlo al mundo de lo moral; todo conduce a la recompensa o al castigo, dos formas de lo eterno. El espíritu humano rebosa de pasiones; las tiene para dar y tomar, si he de servirme de otra expresión trivial; pero ese espíritu desdichado, cuya depravación natural es tan grande como su aptitud repentina, casi paradójica para la caridad y las virtudes más arduas, es fecundo en paradojas que le permiten emplear en el mal el desagüe de esa pasión desbordante. Jamás cree haberse vendido a él. Olvida en su engreimiento que se las tiene que ver con alguien más astuto y más fuerte y que el Espíritu del Mal, aunque sólo se le entregue un cabello, no tarda en llevarse la cabeza. Ese señor visible de la naturaleza visible (hablo del hombre) ha querido, por consiguiente, crear el Paraíso por medio de la farmacia y de las bebidas fermentadas, semejante a un maniático que reemplaza muebles sólidos y jardines auténticos con decoraciones pintadas en una tela y montadas en bastidores. En esa depravación del sentido de lo infinito reside, a mi parecer, la razón de todos los excesos culpables, desde la embriaguez solitaria y concentrada del literato quien, obligado a buscar en el opio el alivio de una dolencia física y habiendo descubierto de este modo una fuente de placeres morbosos, lo adopta poco a poco como su única higiene y como el sol de su existencia espiritual; hasta la borrachera más repugnante de los arrabales, la que, con el cerebro pictórico de llamas y de gloria, ridículamente se revuelca entre las inmundicias del camino.
Entre las drogas más aptas para crear lo que yo llamo el Ideal artificial, dejando de lado las bebidas que impulsan rápidamente al furor material y abaten la fuerza espiritual, y los perfumes, el empleo excesivo de los cuales, si bien hace más sutil la imaginación del hombre, agota gradualmente sus energías físicas, las dos sustancias más fuertes, aquellas cuyo empleo es más cómodo y accesible, son el hachís y el opio. El análisis de los efectos misteriosos y de los goces morbosos que pueden engendrar esas drogas, de los castigos inevitables que son la consecuencia de su uso prolongado y, en fin, de la inmoralidad misma que implica esa búsqueda de un ideal falso, constituye el tema de este estudio.
El trabajo sobre el opio ya se ha hecho y de una manera tan brillante, medicinal y poética al mismo tiempo, que no me atreveré a agregarle nada. Me limitaré, por consiguiente, a realizar en otro estudio el análisis de ese libro incomparable que nunca ha sido traducido en Francia por completo. El autor, hombre ilustre de una imaginación potente y exquisita ahora retirado y silencioso, se ha atrevido, con una ingenuidad trágica, a relatar los goces y las torturas que encontró en otro tiempo en el opio, y la parte más dramática de su libro es aquella donde habla de los esfuerzos de voluntad sobrehumanos que tuvo que realizar para evitar la condenación a la que él mismo se había consagrado imprudentemente.
Hoy hablaré del hachís solamente y lo haré teniendo en cuenta los numerosos y detallados informes tomados de los apuntes o de las conferencias de hombres inteligentes que se entregaron a él durante largo tiempo. Sólo que fundiré esos documentos variados en una especie de monografía, eligiendo para ello un ser fácil de explicar y definir, por otra parte, como prototipo adecuado para los experimentos de esta clase.
II. ¿Qué es el hachís?
Los relatos de Marco Polo, de los que se ha cometido el error de burlarse, como los de algunos otros viajeros antiguos, han sido comprobados por los sabios y merecen nuestro crédito. Yo no referiré, pues él lo hizo, cómo el Viejo de la Montaña encerraba, después de emborracharlos con hachís (de donde viene la palabra hachisinos o asesinos) en un jardín lleno de delicias, a sus discípulos más jóvenes, a quienes quería dar una idea del paraíso, recompensa prometida, por decirlo así, de una obediencia pasiva e irreflexiva. Con respecto a la sociedad secreta de los hachisinos, el lector puede consultar el libro del señor Hammer y la memoria del señor Silvestre de Sacy, incluida en el tomo XVI de las Memorias de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras; y con respecto a la etimología de la palabra asesino, su carta al redactor del Moniteur, publicada en el número 359 del año 1809. Herodoto refiere que los escitas amontonaban granos de cáñamo sobre los que arrojaban piedras enrojecidas al fuego. Esto era para ellos como un baño de vapor más perfumado que el de cualquier estufa griega y el placer que causaba era tan vivo que les arrancaba gritos de alegría.
El hachís, en efecto, nos llegó del Oriente; las propiedades excitantes del cáñamo eran muy conocidas en el antiguo Egipto y su empleo se difundió extensamente con diferentes nombres en la India, en Argelia y en la Arabia Feliz. Pero nosotros tenemos cerca, al alcance de nuestra vista, ejemplos muy notables de la embriaguez causada por las emanaciones vegetales. Sin hablar de los niños que, después de jugar y revolcarse en los montones de la alfalfa segada, experimentan con frecuencia vértigos singulares, es sabido que cuando se recoge la cosecha de cáñamo, los segadores, hombres y mujeres, sufren efectos análogos. Parecería que de la cosecha se desprende un miasma que perturba maliciosamente su cerebro. La cabeza del segador se llena de torbellinos y, a veces, de fantasía. En ciertos momentos se debilitan los miembros y se niegan a funcionar. Hemos oído hablar de crisis de sonambulismo bastante frecuentes en los campesinos rusos, la causa de las cuales se debe atribuir, según se dice, al uso del aceite de simiente de cáñamo en la preparación de los alimentos. ¿Quién no conoce las extravagancias de las gallinas que han comido semillas de cáñamo y el fogoso entusiasmo de los caballos que los campesinos, en las bodas y las festividades patronales, preparan para la carrera del pueblo con una ración de semillas de cáñamo, rociada algunas veces con vino?
No obstante, el cáñamo francés no es adecuado para transformarlo en hachís o al menos, de acuerdo con repetidos experimentos, es inadecuado para obtener una droga que iguale en eficacia al hachís. El hachís o cáñamo indio, cannabis indica, es una planta de la familia de las urticáceas, semejante en todo, excepto que no alcanza la misma altura del cáñamo de nuestros climas. Posee propiedades embriagadoras muy extraordinarias que, desde hace algunos años, están llamando la atención en Francia, de los sabios y del mundo elegante. Se lo aprecia más o menos de acuerdo con sus diversas procedencias; el de Bengala es el más apreciado por los aficionados; no obstante, los de Egipto, Constantinopla, Argelia y Persia gozan de las mismas propiedades, aunque en grado menor.
El hachís (o la hierba, es decir la hierba por excelencia, como si los árabes hubiesen querido definir en la palabra hierba la fuente de todas las voluptuosidades inmateriales) tiene diferentes nombres, según su composición y el modo de prepararlo en los países donde lo han cosechado: en la India, bangie; en África, teriaki; en Argelia y en Arabia Feliz, madjound, etcétera. No es indiferente cosecharlo en todas las épocas del año; cuando está en flor es cuando posee su mayor energía; los extremos floridos son, en consecuencia, las únicas partes que se emplean en las distintas preparaciones, acerca de las cuales vamos a decir algo.
El extracto graso del hachís, tal como lo preparan los árabes, se obtiene haciendo hervir en manteca y un poco de agua las puntas de la planta nueva. Después de la evaporación de toda la humedad se lo filtra y así se obtiene una preparación que tiene el aspecto de una pomada de color amarillo verdoso y que conserva el olor desagradable del hachís y de la manteca rancia. En esta forma se lo emplea en bolitas de dos a cuatro gramos de peso, pero a causa de su olor repugnante, que aumenta con el tiempo, los árabes utilizan el extracto graso en la forma de dulces.
El más generalizado de esos dulces, el dawamesk, es una mezcla de extracto graso con diversas hierbas aromáticas, como la vainilla, la canela, el alfóncigo, la almendra y el almizcle. A veces se le agrega también un poco de cantárida, con un fin que nada tiene que ver con los resultados corrientes del hachís. En esta nueva forma el hachís nada tiene de desagradable y se lo puede tomar en dosis de quince, veinte y treinta gramos, ya sea envuelto en una laminilla de pan ácimo o en una taza de café.
Los experimentos realizados por los señores Smith, Gastinel y Decourtive han tenido por objeto llegar al descubrimiento del principio activo del hachís. A pesar de sus esfuerzos, su combinación química es aún poco conocida, pero generalmente se atribuyen sus propiedades a una materia resinosa que se halla en él en dosis bastante grande, en una proporción de alrededor del diez por ciento. Para obtener esa resina se reduce la planta seca a polvo basto y se la lava muchas veces con alcohol, que se destila inmediatamente para retirar una parte; luego se lo evapora hasta que adquiere consistencia de extracto y se lo trata con agua, que disuelve todas las materias gomosas extrañas y la resina queda entonces en el estado puro.
Este producto es blando, de un color verde oscuro y posee en alto grado el olor característico del hachís. Cinco, diez, quince centigramos bastan para producir efectos sorprendentes. Pero la hachichina, que puede administrarse en la forma de pastillas de chocolate o de pildoritas de jengibre, produce, como el dawamesk y el extracto graso, efectos más o menos fuertes y de una naturaleza muy variada, según el temperamento de los individuos y su susceptibilidad nerviosa. Más aún, el resultado varía en el mismo individuo. Ora será un júbilo inmoderado e irresistible, ora una sensación de bienestar y plenitud de vida y otras veces un sueño equívoco poblado de visiones. Se dan, no obstante, fenómenos que se reproducen bastante regularmente, sobre todo en las personas de un temperamento y una educación análogos; hay una especie de unidad en la variedad que me permitirá redactar, sin demasiado esfuerzo, esa monografía de la embriaguez de la que he hablado hace un momento.
En Constantinopla, en Argelia e inclusive en Francia, algunas personas fuman hachís mezclado con tabaco; pero entonces los fenómenos en cuestión se producen sólo en forma muy moderada y, por decirlo así, perezosa. He oído decir que recientemente y por medio de la destilación, se ha obtenido del hachís un aceite esencial que parece poseer una virtud mucho más activa que todas las preparaciones conocidas hasta el presente; pero no se lo ha estudiado lo suficiente para que yo pueda hablar con seguridad de sus resultados. ¿No es superfluo añadir que el té, el café y los licores son coadyuvantes poderosos que aceleran más o menos el brote de esa embriaguez misteriosa?
III. El teatro de Seraphin[3]
¿Qué se siente? ¿Qué se ve? Cosas maravillosas ¿verdad? ¿Espectáculos extraordinarios? ¿Es muy bello, muy terrible y también muy peligroso? Tales son las preguntas que hacen corrientemente, con una curiosidad mezclada con el temor, los ignorantes a los aficionados. Parecería una impaciencia infantil por saber, como la de las personas que jamás han dejado el rincón de su hogar, cuando se encuentran frente a un hombre que vuelve de países desconocidos y lejanos. Se imaginan la embriaguez del hachís como un país prodigioso, un vasto teatro de prestidigitación y escamoteos, donde todo es milagroso e imprevisto. Se trata de un prejuicio, de un error absoluto. Y puesto que para el común de los lectores y de los preguntones la palabra hachís implica la idea de un mundo extraño y trastornado, la espera de sueños prodigiosos (sería mejor decir alucinaciones, las que son, por lo demás, menos frecuentes de lo que se supone) señalaré inmediatamente la diferencia importante que separa los efectos del hachís de los fenómenos del sueño. En el sueño, ese viejo aventurero de todas las noches, hay algo positivamente milagroso; es un milagro cuya puntualidad ha oscurecido el misterio. Son de dos clases los sueños del ser humano. Unos, llenos con su vida ordinaria, sus deseos, sus preocupaciones y sus vicios, se combinan de una manera más o menos rara con los objetos entrevistos durante el día, que se han fijado indiscretamente en la vasta tela de su memoria. Ése es el sueño natural, el hombre mismo. ¡Pero la otra clase de sueño, el sueño absurdo, imprevisto, sin relación ni conexión con la índole, la vida y las pasiones del durmiente! Este sueño al que llamaré jeroglífico representa, evidentemente, el aspecto sobrenatural de la vida y, precisamente porque es absurdo, los antiguos lo creyeron divino. Como no era posible explicarlo por causas naturales, le atribuyeron una causa exterior al hombre y todavía al presente, sin hablar de los onirománticos, existe una escuela filosófica que ve en los sueños de esa clase ora un reproche ora un consejo; en resumen, un cuadro simbólico y moral engendrado en la mente misma del durmiente. Es un diccionario que hay que examinar, un idioma cuya clave pueden obtener los sabios.
En la embriaguez del hachís nada hay que se le parezca. No saldremos del sueño natural. La embriaguez, en toda su duración, no será ciertamente sino un inmenso sueño, gracias a la intensidad de los colores y a la rapidez de las concepciones, mas conservará siempre la tonalidad particular del individuo. El hombre ha querido soñar y el sueño gobernará al hombre, pero ese sueño será el hijo de su padre. El ocioso se ha ingeniado para introducir artificialmente lo sobrenatural en su vida y su pensamiento, pero no es, después de todo y a pesar de la energía accidental de sus sensaciones, sino el mismo hombre aumentado, el mismo número elevado a una potencia muy alta. Se halla subyugado, pero para su desgracia, sólo lo está por él mismo, es decir por la parte dominante de él mismo; ha querido hacerse ángel y se ha convertido en bestia, momentáneamente muy potente si, no obstante, se puede llamar potencia a una sensibilidad excesiva sin gobierno que la modere o explote.
Que los aristócratas y los ignorantes, curiosos por conocer placeres excepcionales, sepan, pues, que en el hachís no encontrarán nada milagroso, absolutamente nada más que lo naturalmente excesivo. El cerebro y el organismo en los que actúa el hachís sólo pondrán de manifiesto sus fenómenos ordinarios e individuales, ciertamente aumentados en cuanto al número y la energía, pero siempre fieles a su origen.
El hombre no eludirá la fatalidad de su temperamento físico y moral; para las impresiones y los pensamientos familiares del hombre será el hachís un espejo de aumento, pero sólo un espejo.
Tenéis delante la droga: un poco de dulce verde del tamaño de una nuez y excesivamente oloroso, hasta el punto que provoca una especie de repulsión y veleidades de náusea, como provocaría cualquier aroma fino e inclusive agradable llevado a su máximo de fuerza y, por decirlo así, de densidad. Séame permitido observar, de pasada, que esta proposición puede ser invertida y que el perfume más repugnante e irritante se convertirá tal vez en un placer si se lo redujese al mínimo de su cantidad y su expansión. ¡Aquí está, pues, la dicha en una cucharadita! ¡La felicidad con todas sus embriagueces y todas sus locuras y sus puerilidades! La podéis tragar sin temor porque no mata. Vuestros órganos físicos no sufrirán el menor daño. Tal vez más tarde una apelación demasiado frecuente al sortilegio, disminuya la fuerza de vuestra voluntad, tal vez seáis menos hombres que lo que sois ahora, ¡pero el castigo está tan lejos y el futuro desastre es tan difícil de definir! ¿Qué arriesgáis? Quizá mañana un poco de fatiga nerviosa. ¿Acaso no arriesgáis todos los días castigos mayores por menores recompensas? Es, pues, cosa resuelta: incluso para darle más fuerza y expansión habéis disuelto vuestra dosis de extracto graso en una taza de café puro; habéis tomado la precaución de tener el estómago vacío, aplazando hasta las nueve o diez de la noche la comida más importante, para conceder al veneno total libertad de acción; quizá dentro de una hora tomaréis una sopa liviana. Ahora estáis lo suficientemente lastrados para un largo y extraño viaje. El vapor ha tocado la sirena, el velamen está orientado y tenéis los viajeros comunes la curiosa ventaja de ignorar adonde vais. Vosotros lo habéis querido. ¡Viva la fatalidad!
Presumo que habéis tenido la precaución de elegir bien el momento para esa expedición aventurera. Todo libertinaje perfecto requiere un ocio perfecto. Por lo demás, sabéis que el hachís crea, no sólo la exageración del individuo, sino también la de la circunstancia y el ambiente; no tenéis que cumplir deberes que exigen puntualidad y exactitud; nada de disgustos familiares ni de penas de amor. Hay que tener cuidado: ese disgusto, esa inquietud, ese recuerdo que reclama vuestra atención y vuestra voluntad en un momento determinado, resonarían como un campaneo fúnebre a través de vuestra embriaguez y envenenaría vuestro goce. La inquietud se convertiría en angustia y el disgusto en tortura. Si todas esas condiciones preliminares han sido observadas, el tiempo es bueno y estáis situados en un medio ambiente favorable, como un paisaje pintoresco o una habitación poéticamente decorada, si además podéis escuchar un poco de música, todo saldrá muy bien.
Hay generalmente en la embriaguez del hachís tres fases bastante fáciles de distinguir y no deja de ser curioso observar entre los novicios los primeros síntomas de la primera fase. Habéis oído hablar vagamente de los maravillosos efectos del hachís; vuestra imaginación ha preconcebido una idea particular, algo así como un ideal de la embriaguez; estáis impacientes por saber si la realidad estará decididamente a la altura de vuestra esperanza. Eso basta para poneros desde el comienzo en un estado de ansiedad bastante favorable para el humor conquistador e invasor del veneno. La mayoría de los novicios, en el primer grado de iniciación, se quejan de la lentitud de los efectos; los esperan con impaciencia pueril, y como la droga no actúa con la rapidez esperada, se entregan a fanfarronadas de incredulidad muy divertidas para los viejos iniciados que saben cómo opera el hachís. Los primeros ataques, como los síntomas de una tempestad durante largo tiempo indecisa, aparecen y se multiplican en el interior mismo de esa incredulidad. Es al comienzo cierta hilaridad, absurda e irresistible, que se apodera de vosotros. Esos accesos de alegría inmotivada de los que os sentís casi avergonzados, se reproducen con frecuencia y alternan con intervalos de estupor durante los cuales tratáis en vano de concentraros. Las palabras más sencillas, las ideas más triviales, adquieren un aspecto extravagante y nuevo, e inclusive os asombra que os hayan parecido tan simples hasta entonces. Semejanzas y comparaciones incongruentes e imprevisibles, juegos de palabras interminables, esbozos cómicos, brotan continuamente de vuestro cerebro. Os ha invadido el demonio y es inútil reaccionar contra esa hilaridad, dolorosa como un cosquilleo. De vez en cuando os reís de vosotros mismos, de vuestra necedad y de vuestra locura y vuestros camaradas, si los tenéis, se ríen de vuestro estado y del suyo, pero como lo hacen sin malicia, no les guardáis rencor.
Esa alegría, alternativamente lánguida o punzante, ese malestar en el júbilo, esa inseguridad, esa indecisión de la enfermedad, no duran generalmente sino un tiempo muy breve. Pronto las asociaciones de ideas se van haciendo tan vagas, el hilo conductor que liga vuestros conceptos tan tenue, que sólo pueden comprenderos vuestros cómplices. Y además, con respecto a ese tema y a ese aspecto es imposible toda comprobación; tal vez crean comprenderos y la ilusión es recíproca. Ese jugueteo y esas carcajadas que se parecen a explosiones, se presentan como una verdadera locura, o por lo menos como una tontería de maníaco a todo el que no se halla en el mismo estado que vosotros. Así también la cordura y el buen sentido, la regularidad de los pensamientos del testigo prudente que no se ha emborrachado, os regocija y divierte como un género particular de demencia. Los papeles se invierten. Su serenidad os impulsa a los últimos límites de la ironía. ¿No es una situación misteriosamente cómica la de un hombre que goza de un júbilo incomprensible para quien no se ha colocado en el mismo ambiente que él? El loco se compadece del cuerdo y desde entonces la idea de su superioridad comienza a despuntar en el horizonte de su intelecto. Muy pronto crecerá, se agrandará y estallará como un meteoro.
Yo fui testigo de una escena de esa clase que fue llevada muy lejos y cuyo aspecto grotesco sólo era inteligible para quienes conocían, al menos por la observación en otros, los efectos de la sustancia y la enorme diferencia de diapasón que ella crea entre dos inteligencias supuestamente iguales. Un músico célebre, que ignoraba las propiedades del hachís, que tal vez nunca había oído hablar de esa droga, cae en medio de una reunión donde muchas personas la habían ingerido. Tratan de hacerle comprender sus efectos maravillosos. Oyendo los relatos prodigiosos, sonríe amablemente, por condescendencia, como quien consiente en posar durante unos minutos. Su error no tarda en ser adivinado por las mentes aguzadas por el veneno, y las risas le ofenden. Esos estallidos de alegría, esos juegos de palabras, esos rostros alterados, toda esa atmósfera malsana lo irrita e impulsa a declarar, tal vez antes de lo que habría querido, que esa pantomima es mala, y además debe ser muy fatigosa para quienes la representan. Lo cómico ilumina todas las mentes como la luz de un relámpago. Se produce un redoblamiento de alegría. «La broma puede ser buena para ustedes —dice el músico—, pero no para mí». «Basta que sea buena para nosotros», replica egoístamente uno de los enfermos. No sabiendo si se las tiene que haber con verdaderos locos o con gente que simula la locura, nuestro hombre cree que lo más prudente es retirarse, pero alguien cierra la puerta y esconde la llave. Otro se arrodilla ante él, le pide perdón en nombre de los presentes y le declara insolentemente, pero con lágrimas en los ojos, que, a pesar de su inferioridad espiritual, que acaso inspira un poco de compasión, todos sienten por él una amistad profunda. El músico se resigna a quedarse y, cediendo a súplicas apremiantes, consiente en ejecutar un poco de música. Pero los sonidos del violín, al difundirse por la habitación como un nuevo contagio, exaltan (y la palabra no es demando fuerte) ya a uno ya a otro de los enfermos. Se oyen suspiros roncos y profundos, estallan sollozos súbitos, corren torrentes de lágrimas silenciosas. El músico espantado se detiene y acercándose a aquel cuya beatitud era más bullanguera, le pregunta si sufre mucho y qué podría hacer para aliviarlo. Uno de los asistentes, hombre práctico, propone limonada y ácidos. Pero el enfermo, con la mirada en éxtasis, mira a ambos con un desprecio indecible. ¡Querer curar a un hombre enfermo por exceso de vida, enfermo de alegría!
Como se ve por esta anécdota, la bondad ocupa un lugar bastante grande en las sensaciones causadas por el hachís; es una bondad leve, perezosa y muda que deriva del relajamiento de los nervios. En apoyo de esta observación me refirió una persona la aventura que le sucedió en estado de embriaguez originada por la droga; y como conservaba un recuerdo muy exacto de sus sensaciones comprendí, perfectamente, en qué engorro grotesco e inextricable lo había colocado esa diferencia de diapasón y de nivel de que hablé hace un momento. Ya no recuerdo si ese hombre realizaba su primera o segunda experiencia. ¿Había tomado una dosis demasiado fuerte o el hachís le había producido, sin la ayuda de ninguna causa aparente (lo que sucede con frecuencia) efectos mucho más vigorosos? Me dijo que en medio de su goce, ese goce supremo de sentirse lleno de vida y creerse rebosante de genio, había descubierto de pronto algo que le aterraba. Deslumbrado al principio por la belleza de sus sensaciones, éstas le espantaron súbitamente. Se preguntó qué sería de su inteligencia y de sus órganos si ese estado, para él sobrenatural, continuaba agravándose, si sus nervios se hacían cada vez más sensibles. Dado el poder de aumento que posee el ojo espiritual del paciente, ese temor debe ser un suplicio inefable. «Yo era —dijo— como un caballo desbocado que corre hacia un abismo y quiere detenerse mas no puede. Era, efectivamente, un galope espantoso, y mi pensamiento, esclavo de la circunstancia y del medio, del accidente y de todo lo que puede significar la palabra casualidad, había tomado un giro puro y absolutamente rapsódico. ¡Es demasiado tarde!, me decía sin cesar y desesperado. Cuando terminó esa sensación, que a mi parecer duraba un tiempo infinito y tal vez no duró sino unos pocos minutos, cuando creí que por fin podía sumirme en esa beatitud tan cara a los orientales, que sucede a esa fase furiosa, me abrumó una nueva desdicha. Una nueva inquietud, muy trivial y pueril, se abatió sobre mí. Recordé repentinamente que me habían invitado a una comida, a una reunión de hombres serios. Me veía de antemano entre una multitud sabia y discreta, donde todos eran dueños de sí mismos, obligado a ocultar cuidadosamente el estado de mi mente bajo el brillo de numerosas lámparas. Creía que lo conseguiría, pero también me sentía desfallecer pensando en los esfuerzos de voluntad que tendría que desplegar. Por no sé qué circunstancia, las palabras del Evangelio: ‘¡Ay de quien provoca el escándalo!’, surgieron en mi memoria y deseando olvidarlas, procurando olvidarlas, las repetía sin cesar mentalmente. Mi desdicha (pues era una desdicha auténtica) adquirió entonces proporciones grandiosas. Resolví, pese a mi debilidad, demostrar energía y consultar a un farmacéutico pues ignoraba los reactivos y deseaba acudir, con la mente libre y despreocupada, a la reunión adonde me llamaba el deber. Pero en el umbral de la farmacia se me ocurrió una idea súbita que me detuvo unos instantes y me hizo reflexionar. Acababa de mirarme al pasar en el espejo de un escaparate y me había sorprendido mi rostro. ¡La palidez, los labios plegados, las pupilas dilatadas! ‘Voy a inquietar a ese buen hombre —me dije— ¡y por qué tontería!’ Agregado a eso, la sensación de ridículo que yo quería evitar y el temor de encontrar gente en la farmacia. Mi benevolencia súbita por aquel boticario desconocido dominaba todos mis demás sentimientos. Me imaginaba a aquel hombre tan sensible como lo estaba yo en esos instantes funestos y, como me imaginaba también que sus oídos y su alma debían, como los míos, vibrar al menor ruido, resolví entrar en su farmacia de puntillas. ‘No podría —me dije— ser demasiado discreto en la casa de un hombre cuya caridad voy a alarmar’. Además, me prometí atenuar el sonido de mi voz así como el ruido de mis pasos. ¿Conoce usted la voz del hachís, grave, profunda, gutural, parecida a la de los antiguos fumadores de opio? El resultado fue opuesto del que quería obtener. Decidido a tranquilizar al farmacéutico, lo espanté. Nada sabía de esta enfermedad ni había oído nunca hablar de ella. No obstante, me miraba con una curiosidad mezclada en gran medida con la desconfianza. ¿Acaso me tomaba por un loco, un malhechor o un mendigo? Ni esto ni aquello, sin duda, pero todas esas ideas absurdas cruzaron por mi cerebro. Me vi obligado a explicarle largamente (¡qué fatiga!) lo que era el dulce de cáñamo y para qué servía, repitiéndole sin cesar que no había peligro alguno, que no existía para él motivo de alarma y que yo sólo pedía un medio de atenuación o de reacción e insistiendo frecuentemente en el sincero pesar que experimentaba al causarle semejante molestia. Por fin —y comprenda usted toda la humillación que contenían para mí esas palabras— me rogó simplemente que me retirara. Tal fue la recompensa de mi caridad y mi benevolencia exageradas. Fui a la reunión y no escandalicé a nadie. Nadie adivinó los sobrehumanos esfuerzos que me vi obligado a hacer para parecerme a todos. Pero nunca olvidaré las torturas de una embriaguez ultra-poética, preñada por el decoro y contrariada por el deber».
Aunque naturalmente tiendo a simpatizar con todos los sufrimientos que nacen de la imaginación, no pude menos que reírme de semejante relato. El hombre que me lo hizo no se ha corregido. Ha seguido exigiendo al dulce maldito, la excitación que debía encontrar en él mismo; pero como es un hombre prudente y ordenado, un hombre de mundo, ha disminuido las dosis, lo que le permite aumentar su frecuencia. Apreciará más adelante los frutos podridos de su dieta.
Vuelvo a la evolución regular de la embriaguez causada por la droga. Después de esa primera fase de alegría infantil, sucede un apaciguamiento momentáneo. Mas no tardan en anunciarse nuevos acontecimientos mediante una sensación de frescura en las extremidades (que inclusive puede convertirse en algunos individuos, en un frío muy intenso y una gran debilidad en todos los miembros); tenéis, entonces, manos de manteca y en vuestra cabeza, en vuestro ser entero, sentís un atontamiento y una estupefacción embarazosos. Vuestros ojos se agrandan, parecen tironeados en todos los sentidos por un arrobamiento implacable. La palidez inunda vuestro rostro. Vuestros labios se fruncen y se os introducen en la boca con ese movimiento anhelante que caracteriza la ambición de un hombre atormentado por proyectos grandiosos, oprimido por vastos pensamientos o que contiene la respiración para tomar impulso. Reseca el paladar una sed que sería muy grato satisfacer, si las delicias de la pereza no fuesen más agradables y no se opusiesen a la menor molestia del cuerpo. Roncos y profundos suspiros se escapan de vuestro pecho, como si vuestro cuerpo antiguo no pudiera soportar la actividad y los deseos de vuestra nueva alma. De vez en cuando sentís una sacudida que os impone un movimiento involuntario, como esos sobresaltos que, al final de una jornada de trabajo o en una noche tempestuosa, preceden al sueño definitivo.
Antes de seguir adelante deseo, a propósito de esa sensación de frescura de que hablé más arriba, relatar otra anécdota que mostrará hasta qué punto los efectos, inclusive los puramente físicos, pueden variar según los individuos. Esta vez es un literato quien habla y en algunos pasajes de su relato se podrá encontrar, según creo, los indicios de su temperamento literario.
«Yo había tomado —me dijo— una dosis moderada del extracto graso, y todo marchaba bien. La crisis de alegría enfermiza había durado poco tiempo y me hallaba en un estado de languidez y de asombro que era casi la dicha. Me prometía, en consecuencia, una velada tranquila y sin preocupaciones. Por desgracia, la casualidad me obligó a acompañar a alguien a un espectáculo. Tomé mi decisión valientemente, resuelto a disfrazar mi gran deseo de inmovilidad y de pereza. Todos los coches de mi barrio estaban reservados, por lo que tuve que resignarme a hacer un largo trayecto a pie, entre los ruidos discordantes de los vehículos, las conversaciones estúpidas de los transeúntes y todo un océano de trivialidades. Un ligero frescor se había puesto ya de manifiesto en las puntas de mis dedos; no tardó en transformarse en un frío muy vivo, como si hubiera hundido las dos manos en un cubo de agua helada. Pero no era un sufrimiento; esa sensación casi aguda me invadía más bien como un deleite. Sin embargo, me parecía que ese frío me penetraba cada vez más a medida que proseguía aquel viaje interminable. Pregunté dos o tres veces a la persona que acompañaba si hacía realmente mucho frío y me respondió que, al contrario, la temperatura era más que tibia. Llegado por fin a la sala, e instalado en el palco que me correspondía, con tres o cuatro horas de descanso por delante, creí que había llegado a la tierra prometida. Los sentimientos que había reprimido en el camino, con toda la escasa energía de que disponía, irrumpieron de pronto y me entregué libremente a un frenesí callado. El frío aumentaba constantemente, a pesar de lo cual veía personas ligeramente vestidas o que se enjugaban la frente con aire de fatiga. Se me ocurrió la idea regocijante de ser un hombre privilegiado, el único a quien se le otorgaba el derecho de sentir frío en verano en una sala de espectáculos. Aquel frío aumentaba hasta hacerse alarmante, pero a mí me dominaba, ante todo, la curiosidad de saber hasta qué punto podría descender. Por fin llegó a tal punto, se hizo tan general y tan completo, que todas mis ideas se congelaron. Por así decirlo, yo era un trozo de hielo que pensaba y me consideraba una estatua tallada en un bloque de hielo y esa loca alucinación me causaba tal orgullo y tal bienestar moral, que me sería imposible definirlo. Lo que aumentaba mi goce abominable era la certidumbre de que todos los concurrentes ignoraban mi estado y la superioridad que tenía sobre ellos y, por añadidura, la dicha de pensar que mi compañero no había sospechado un solo instante qué raras sensaciones me poseían. Mi disimulo obtenía su recompensa y mi voluptuosidad excepcional era un secreto auténtico.
»Por lo demás, apenas entré en el palco, impresionó mis ojos una sensación de tinieblas que creí vinculada de algún modo con la idea del frío. Es posible que esas dos ideas se hayan reforzado recíprocamente. Como sabe usted, el hachís invoca siempre magnificencias de luz, esplendores gloriosos, cascadas de oro líquido; cualquier luz le favorece, la que fluye como una napa y la que se prende como lentejuelas a las puntas y las asperezas, los candelabros de los salones, los cirios del mes de María, los rosados aludes de las puestas de sol. Al parecer, la araña miserable difundía una luz insuficiente para aquella sed de claridad insaciable; creí entrar, como he dicho, en un mundo de tinieblas que, además, se fueron adensando gradualmente mientras yo deliraba con el invierno eterno y la noche polar. En cuanto al escenario (era un escenario consagrado al género cómico), sólo él estaba iluminado, era infinitamente pequeño y se hallaba situado lejos, muy lejos, como en la punta de un inmenso estereoscopio. No diré que escuchaba a los comediantes, pues usted sabe que eso no es posible; de vez en cuando mi pensamiento enganchaba al pasar un fragmento de frase y, semejante a una hábil bailarina, lo utilizaba como un trampolín para saltar a fantasías muy remotas. Podría suponerse que un drama, oído de esta manera, carece de encadenamiento y de lógica; desengáñese usted: yo descubría un sentido muy sutil en el drama que mi distracción creaba. En él nada me chocaba y me parecía un poco al poeta que, viendo representar Esther por primera vez, encontraba muy natural que Aman hiciese una declaración amorosa a la reina. Era, como se adivina, el instante en que éste se arroja a los pies de Esther para implorar el perdón de sus crímenes. Si todos los dramas fuesen escuchados de este modo ganarían mucho en belleza, inclusive los de Racine.
»Los actores me parecían excesivamente pequeños y cercados por un contorno preciso y cuidadoso, como las figuras de Meissonier. Veía claramente, no sólo los detalles más minuciosos de sus atavíos, como los dibujos de los paños, las costuras, los botones, etcétera, sino también la línea que separaba el frente falso del verdadero, el blanco, el azul, el rojo y las gesticulaciones. Y aquellos liliputienses estaban revestidos con una claridad fría y mágica, como la que un vidrio muy límpido agrega a una pintura al óleo.
»Cuando pude salir por fin de aquella cueva de tinieblas heladas y la fantasmagoría interior se disipaba, fui nuevamente dueño de mí mismo, sentí un cansancio mayor que el que me había causado nunca un trabajo tenso y violento».
Es, efectivamente, en ese período de la embriaguez cuando se manifiesta una sutileza nueva, una agudeza superior en todos los sentidos. El olfato, la vista, el oído y el tacto participan igualmente en ese progreso. Los ojos ponen la mira en el infinito, los oídos perciben sonidos casi imperceptibles en medio del tumulto más grande. Es entonces cuando comienzan las alucinaciones. Los objetos exteriores adquieren sucesiva y lentamente aspectos singulares; se deforman y se transforman. Después sobrevienen los equívocos, los errores y la trasposición de ideas. Los sonidos se revisten de colores y los colores poseen música. Se dirá que eso nada tiene que no sea muy natural y cualquier cerebro poético, en su estado sano y normal, concibe fácilmente esas analogías. Pero ya he advertido al lector que en la embriaguez del hachís nada había que fuera positivamente sobrenatural, sólo que esas analogías revisten entonces una vivacidad no habitual; penetran, invaden y abruman la mente con su carácter despótico. Las notas musicales se convierten en números, y si vuestra inteligencia está dotada de alguna aptitud matemática, la melodía, la armonía escuchada, aunque conserva su carácter voluptuoso y sensual, se transforma en una vasta operación aritmética en la que los números engendran los números y las fases y la generación de la cual seguís con una facilidad inexplicable y una agilidad igual a la de quien la ejecuta.
Algunas veces sucede que la personalidad desaparece y que la objetividad que corresponde a los poetas panteístas se desarrolla en vosotros de modo tan anormal, que la contemplación de los objetos exteriores hace que os olvidéis de vuestra propia existencia y que no tardéis mucho en confundiros con ellos. Vuestra mirada se fija en un árbol armonioso encorvado por el viento; al cabo de unos segundos, lo que en el cerebro de un poeta no sería sino una comparación muy natural se convertirá en el vuestro en una realidad. Prestáis desde luego al árbol vuestras propias pasiones, vuestros deseos o vuestra melancolía; sus gemidos y sus oscilaciones se hacen vuestros, y no tardáis en ser el árbol. Así también el ave que se cierne en el azul del cielo representa al principio el inmortal deseo de cernerse por encima de las cosas humanas, pero luego sois el ave misma. Os supongo sentados y fumando. Vuestra atención recaerá durante un tiempo, tal vez un poco largo, en las nubes azules que exhala vuestra pipa. La idea de una evaporación lenta, sucesiva y eterna se apoderará de vuestra mente, y aplicaréis pronto esa idea a vuestros propios pensamientos, a vuestra materia pensadora. Por un singular equívoco, por una especie de trasposición o de quid pro quo intelectual, sentiréis que os evaporáis y atribuiréis a vuestra pipa (en la que os sentís acurrucados y concentrados como el tabaco) la extraña facultad de fumaros.
Por fortuna, esa fantasía interminable sólo dura un minuto, pues un intervalo de lucidez os permite, mediante un gran esfuerzo, examinar el reloj. Pero otra corriente de ideas os arrastra; os envolverá durante otro minuto en su torbellino viviente, y ese otro minuto será otra eternidad. Pues las proporciones del tiempo y de la existencia son completamente alteradas por la multitud y la intensidad de las sensaciones y las ideas. Parecería que se vive muchas vidas de hombre en el término de una hora. ¿No os parecéis entonces a una novela fantástica que viviera en lugar de estar escrita? Ya no existe ecuación entre los órganos y los goces. Y de esta consideración surge, sobre todo, la reprobación que se aplica a ese peligroso ejercicio en el que la libertad desaparece.
Cuando hablo de alucinaciones no hay que tomar la palabra en su sentido más estricto. Un matiz muy importante distingue a la alucinación pura, tal como la que los médicos tienen ocasión de estudiar con frecuencia, de la alucinación o más bien del error de los sentidos en el estado mental causado por el hachís. En el primer caso, la alucinación es súbita, fatal y completa; además, no encuentra excusa ni pretexto en el mundo de los objetos exteriores; el enfermo ve formas y percibe sonidos donde no los hay. En el segundo caso, la alucinación es progresiva, casi voluntaria y no se hace completa ni madura sino por obra de la imaginación. En fin, tiene un pretexto. El sonido hablará y dirá cosas claras, pero el sonido existe. Los ojos ebrios del hombre drogado con el hachís verán formas extrañas, pero antes de ser extrañas y monstruosas esas formas eran simples y naturales. La energía, la vivacidad verdaderamente parlante de la alucinación en la embriaguez no invalida en modo alguno esa diferencia original. Aquélla tiene una raíz en el medio ambiente y en el tiempo presente, y éste no la tiene.
Para hacer que se comprenda mejor ese hervidero de la imaginación, esa maduración del ensueño y ese alumbramiento poético al que está condenado un cerebro intoxicado por el hachís, relataré otra anécdota. Esta vez el que habla no es un joven ocioso, ni tampoco un literato, sino una mujer, una mujer algo madura, curiosa y de índole excitable, la que, habiendo cedido al deseo de conocer el veneno, describe así, para otra dama, la principal de sus visiones. Transcribo literalmente:
«Por extrañas y nuevas que hayan sido las sensaciones que he obtenido de mis doce horas de locura (¿Doce o veinte? En verdad no lo sé), no volveré a vivirlas. La excitación espiritual es demasiado viva y demasiado grande el cansancio que trae consigo; y, para decirlo todo, encuentro algo de criminal en esa puerilidad. En fin, cedí a la curiosidad y además se trataba de una locura en común en la casa de unos viejos amigos, donde no juzgaba muy malo faltar un poco a la dignidad. Ante todo debo decirle que ese maldito hachís es una sustancia muy pérfida; a veces uno se cree liberado de la embriaguez; pero no es sino una calma embustera. Hay descansos y después recaídas. Así, a eso de las diez de la noche, me hallaba en uno de esos estados momentáneos; me creía liberada de esa superabundancia de vida que me había causado tantos goces, es cierto, pero no carecía de inquietud y temor. Comencé a cenar con agrado, como fatigada por un largo viaje. Pues hasta entonces, por prudencia, me había abstenido de comer. Pero antes de levantarme de la mesa había vuelto a atraparme el delirio como el gato a una laucha, y el veneno se puso a jugar de nuevo con mi pobre cerebro. Aunque mi casa se halla a poca distancia del castillo de nuestros amigos, y aunque podía disponer de un vehículo, me sentía tan abrumada por la necesidad de soñar y abandonarme a esa locura irresistible, que acepté alegremente el ofrecimiento que me hicieron para que me quedara hasta el día siguiente. Usted conoce el castillo y sabe que han arreglado, adornado y reacomodado a la moda toda la parte habitada por sus dueños, pero que la parte generalmente deshabitada ha sido dejada como estaba, con su antiguo estilo y sus viejas decoraciones. Resolvieron que improvisarían para mí un dormitorio en esa parte del castillo y eligieron la habitación más pequeña, una especie de tocador un tanto deslucido y decrépito, que no por ello tenía menos encanto. Es menester que se la describa lo mejor que pueda para que usted comprenda la singular visión de que fui víctima, visión que me ocupó toda una noche sin que tuviera tiempo para advertir la fuga de las horas.
»El tocador donde estaba era muy pequeño y angosto. A la altura de la cornisa el techo se torneaba para formar una bóveda; las paredes cubiertas por espejos alargados y estrechos separados por paneles con paisajes pintados, al modo descuidado de las decoraciones antiguas. A la altura de la cornisa, y en las cuatro paredes, se hallaban representadas diversas figuras alegóricas, unas en actitudes reposadas y otras corriendo o revoloteando. Sobre ellas, algunas flores y pájaros brillantes. Detrás de las figuras se elevaba un enrejado pintado en engañifa y que seguía naturalmente la curva del techo, de color dorado. Todos los intersticios entre las baquetillas y las figuras estaban recubiertos de oro y en el centro sólo interrumpía el oro, la redecilla geométrica del enrejado simulado. Como usted ve, se parecía eso un poco a una jaula muy distinguida, a una jaula muy bella para un ave muy grande. Debo agregar que la noche era también muy bella y trasparente y la luna muy clara, hasta el punto de que, inclusive después de apagar la vela, toda la decoración siguió siendo visible, pero no iluminada por los ojos de mi mente, como podría creer usted, sino por aquella hermosa noche cuyos fulgores se prendían a los bordados de oro, los espejos y los colores abigarrados.
»Al principio me sorprendió mucho ver los grandes espacios que se extendían ante mí, junto a mí y por todos los lados; eran límpidos ríos y paisajes verdeantes que se reflejaban en las aguas tranquilas. En esto adivina usted el efecto de los paneles repetidos por los espejos. Al levantar la vista contemplé un sol poniente semejante a un metal en fusión que ya se enfría. Era el oro del techo, pero me hizo pensar el enrejado que me hallaba, en una especie de jaula o en una casa abierta por todos sus lados al espacio y que sólo me separaban de esas maravillas, los barrotes de mi cárcel magnífica. Al principio me reía de mi ilusión, pero cuanto más miraba, tanto más aumentaba la magia, tanta más vida, transparencia y realidad despótica adquiría. Desde entonces la idea del encierro dominó mi mente, sin que ello perjudicase demasiado, debo confesarlo, los variados placeres que me procuraba el espectáculo exhibido a mi alrededor y sobre mí. Me consideraba encerrada por un tiempo muy largo, tal vez por miles de años, en aquella jaula suntuosa, en medio de aquellos paisajes mágicos, entre aquellos horizontes maravillosos. Me imaginaba que era la bella durmiente del bosque, que debía sufrir una expiación y que sería liberada en el futuro. Sobre mi cabeza revoloteaban pájaros brillantes de los trópicos, y como mis oídos percibían el son de las campanillas colgadas del cuello de los caballos que pasaban por la carretera a lo lejos, los dos sentidos fundían sus impresiones en una idea única: atribuía a las aves aquel canto misterioso del bronce y creía que cantaban con gargantas metálicas. Hablaban de mí evidentemente y celebraban mi cautiverio. Monos saltarines y sátiros bufones parecían burlarse de aquella prisionera tendida y condenada a la inmovilidad. Pero todas las divinidades mitológicas me miraban con una sonrisa encantadora, como para animarme a soportar pacientemente el sortilegio y todas las pupilas se deslizaban hacia el borde de los párpados como para adherirse a mi mirada. De ello deduje que, si faltas antiguas, si algunos pecados que yo misma ignoraba exigían aquel castigo temporario, podía contar, no obstante, con una bondad suprema que, aunque me condenara a la expiación, me ofrecería placeres más importantes que los juegos infantiles que colmaron nuestra infancia. Ya ve usted que las reflexiones morales no estaban ausentes de mi sueño; pero debo confesar que el placer de contemplar aquellas formas y aquellos colores rutilantes y de creerme el centro de un drama fantástico, absorbía con frecuencia todos mis demás pensamientos. Ese estado duró mucho, mucho tiempo… ¿Duró hasta la mañana? Lo ignoro. Vi de pronto el sol de pleno día instalado en mi cuarto; mi asombro fue muy vivo y, a pesar de todos los esfuerzos de memoria que hice, me fue imposible saber si había dormido o si había sufrido pacientemente un delicioso insomnio. ¡Poco antes era de noche y en aquel momento de día! ¡Sin embargo había vivido mucho tiempo, oh, un tiempo muy largo!… Hallándose abolida la noción del tiempo, o más bien la medida del tiempo, la noche entera podía ser medida para mí, solamente, por la multitud de mis pensamientos. Por larga que pudiera parecerme desde ese punto de vista, tenía la sensación de que sólo había durado unos segundos, o inclusive de que no había ocupado en la eternidad lugar alguno.
»No le hablo de mi cansancio… que fue inmenso. Dicen que el entusiasmo de los poetas y de los creadores se parece al que experimenté yo, aunque me he imaginado siempre que las personas encargadas de conmovernos tienen que estar dotadas de un temperamento muy tranquilo; pero si el delirio poético se asemeja al que me ha procurado una cucharadita de dulce, pienso que los placeres del público cuestan muy caros a los poetas y no sin cierto bienestar y sin una satisfacción prosaica, me he sentido finalmente en mi casa, en mi casa intelectual, quiero decir en la vida real».
He aquí una mujer evidentemente razonable; pero no utilizaremos su relato sino para extraer de él algunas notas útiles que completarán esta descripción muy sumaria de las principales sensaciones engendradas por el hachís.
Ella ha hablado de la cena como de un placer que llegaba muy oportunamente, en el instante en que una mejoría momentánea, pero que parecía definitiva, le permitía volver a la vida real. En efecto, se dan como ya he dicho, intermitencias y calmas engañosas y con frecuencia el hachís origina un hambre voraz y casi siempre una sed excesiva. Sólo que la comida o la cena, en lugar de traer consigo un descanso definitivo, crea un nuevo acrecentamiento, la crisis vertiginosa de que se quejaba esa dama, seguida por una serie de visiones encantadoras, ligeramente matizadas de espanto, a las que se resignó positivamente y de muy buena gana. El hambre y la sed tiránicas de que venimos hablando no pueden ser satisfechas sin cierto trabajo. Pues el hombre se siente tan por encima de las cosas materiales o más bien, su embriaguez le abruma de tal modo, que tiene que realizar un largo esfuerzo para mover un tenedor o una botella.
La crisis definitiva determinada por la digestión de los alimentos es muy violenta, en efecto: no es posible luchar; y semejante estado sería insoportable si durara demasiado tiempo y no cediera el lugar a otra fase de la embriaguez, que en el caso citado se tradujo en visiones espléndidas, moderadamente aterradoras y al mismo tiempo llenas de consuelos. Ese nuevo estado es el que los orientales llaman kief. Ya no es algo remolinante y tumultuoso, sino una beatitud calma e inmóvil, una gloriosa resignación. Desde el principio no sois dueños de vosotros mismos, pero no os afligís. El dolor y la idea del tiempo han desaparecido, y si a veces se atreven a producirse, lo hacen transfigurados por la sensación dominante; y son entonces, con respecto a su forma habitual, lo que la tristeza poética es respecto al dolor positivo.
Pero ante todo señalemos que en el relato de esa dama (y con ese fin lo he transcripto) la alucinación es de un género espurio y extrae su razón de ser del espectáculo externo; la mente no es más que un espejo en el que el medio ambiente se refleja exageradamente transformado. Luego vemos que interviene lo que de buena gana llamaría la alucinación moral: el sujeto se cree sometido a una expiación; pero el temperamento femenino, poco apto para el análisis, no le ha permitido observar el singular carácter optimista de dicha alucinación. La mirada benévola de las divinidades del Olimpo es poetizada por un barniz esencialmente hachisino. No diré que esa dama ha rodeado el remordimiento, pero sus pensamientos, momentáneamente inclinados a la melancolía y el lamento, no han tardado en colorearse de esperanza. Es una observación que tendremos ocasión de comprobar.
Ella ha hablado del cansancio que sintió al día siguiente; ese cansancio es, en efecto, grande, pero no se manifiesta inmediatamente, y cuando os veis obligados a reconocerlo, no lo hacéis sin asombro. Pues, ante todo, cuando habéis comprobado que un nuevo día ha aparecido en el horizonte de vuestra vida, sentís un bienestar sorprendente, creéis gozar de una agilidad mental maravillosa. Pero apenas estáis en pie, un resto de la vieja embriaguez os sigue y os demora, como el grillete de vuestra reciente servidumbre. Vuestras débiles piernas os conducen con timidez y teméis a cada instante quebraros como un objeto frágil. Una gran languidez (hay gente que pretende que no carece de encanto) se apodera de vuestra mente y se difunde por vuestras facultades como la niebla en un paisaje. Y heos aquí, durante algunas horas, incapaces de acción, trabajo y energía. Es el castigo por la prodigalidad irreligiosa con que habéis derrochado el fluido nervioso. Habéis diseminado vuestra personalidad a los cuatro puntos cardinales. ¡Y ahora os será difícil reunirla y concentrarla!
IV. El hombre-Dios
Ya es hora de echar a un lado todos esos juegos de manos y esos grandes muñecos nacidos de la humareda de los cerebros infantiles. ¿No tenemos que hablar de cosas más importantes, de las modificaciones de los sentimientos humanos y, en una palabra, de la moral del hachís?
Hasta ahora no he hecho sino una monografía abreviada de la embriaguez; me he limitado a destacar los rasgos principales, sobre todo los rasgos materiales. Pero lo que, según creo, tiene más importancia para el hombre inteligente es el conocimiento de la acción del veneno en la parte espiritual del ser humano, es decir el aumento, la deformación y la exageración de sus sentimientos habituales y sus percepciones morales, los que presentan entonces una atmósfera excepcional, un verdadero fenómeno de refracción.
El hombre que, habiéndose entregado al opio o al hachís durante largo tiempo, ha podido encontrar, debilitado como estaba por la costumbre de su servidumbre, la energía necesaria para emanciparse, se me aparece como un preso evadido. Me inspira más admiración que el prudente que nunca cayó en falta, porque siempre tuvo cuidado de evitar las tentaciones. Los ingleses emplean frecuentemente, a propósito de los opiómanos, términos que sólo pueden parecer excesivos a los incautos que desconocen los horrores de esa decadencia: enchained, fettered, enslaved. ¡Efectivamente, son cadenas al lado de las cuales las otras, las cadenas del deber y del amor ilegítimo, son sólo hilazas de gasa y tejidos de araña! ¡Espantoso maridaje del hombre consigo mismo! «Yo me había convertido en un esclavo del opio; me tenía preso en sus lazos, y todos mis trabajos y mis planes habían adquirido el color de mis sueños», dice el esposo de Ligeia, ¡pero en cuántos pasajes maravillosos Edgar Poe, ese poeta incomparable, ese filósofo nunca refutado, al que hay que citar siempre a propósito de las enfermedades misteriosas de la mente, describe los sombríos y atractivos esplendores del opio! El amante de la luminosa Berenice, el metafísico Egeus, habla de una alteración de sus facultades que le obliga a atribuir un valor anormal, monstruoso, a los fenómenos más sencillos: «Reflexionar infatigablemente durante largas horas, con la atención clavada en alguna cita pueril al margen o en el texto de un libro; permanecer absorto durante la mayor parte de un día de verano ante una sombra extraña que se alarga oblicuamente por la tapicería o por el piso, pasar una noche entera vigilando la llama recta de una lámpara o las brasas de la chimenea, soñar días enteros con el perfume de una flor, repetir monótonamente cualquier palabra vulgar, hasta que su sonido, a fuerza de repetirlo, deja de ofrecer a la mente una idea cualquiera: tales eran algunas de las aberraciones más comunes y menos perniciosas de mis facultades mentales, aberraciones que sin duda no son completamente originales, pero desafían ciertamente toda explicación y todo análisis». Y el nervioso Augusto Bedloe, que todas las mañanas, antes de pasearse, traga su dosis de opio, nos confiesa que el principal beneficio que obtiene de ese envenenamiento cotidiano es el de sentir por cualquier cosa, inclusive la más trivial, un interés exagerado: «Entretanto, el opio había producido su efecto acostumbrado, que consiste en revestir a todo el mundo exterior con un interés intenso. En el temblor de una hoja, en el color de una brizna de hierba, en la forma de un trébol, en el zumbido de una abeja, en el brillo de una gota de rocío, en el suspiro del viento, en los vagos olores que se escapan del bosque, se producía todo un mundo de inspiraciones, una procesión magnífica y variada de pensamientos desordenados y rapsódicos».
Así se expresa, por boca de sus personajes, el maestro de lo horrible, el príncipe del misterio. Esas dos características del opio son perfectamente aplicables al hachís; tanto en uno como en otro caso, la inteligencia, anteriormente libre, se hace esclava; pero la palabra rapsódico, que define tan bien una serie de pensamientos sugerida e impuesta por el mundo exterior y el azar de las circunstancias, es de una verdad más verdadera y más terrible en el caso del hachís. En éste el razonamiento no es más que un bien mostrenco a merced de todas las corrientes y la serie de pensamientos se acelera infinitamente y es mucho más rapsódica. Esto equivale a decir, según creo, de una manera suficientemente clara, que el hachís es, en su efecto inmediato, mucho más vehemente que el opio, mucho más enemigo de la vida corriente, en una palabra, mucho más perturbador. Ignoro si diez años de intoxicación con el hachís traerán consigo desgracias iguales a las causadas por diez años de régimen de opio; digo que en la actualidad y en el período que seguirá inmediatamente el hachís produce consecuencias más funestas; el uno es un seductor apacible y el otro un demonio desordenado.
En esta última parte quiero definir y analizar el estrago moral que causa esa peligrosa y deliciosa gimnasia, estrago moral tan grande, peligro tan profundo, que los que vuelven del combate sólo ligeramente averiados me parecen valientes escapados de la cueva de un Proteo multiforme, Orfeos vencedores del Infierno. Tómese, si se quiere, este modo de hablar como una metáfora excesiva, pero confesaré que los venenos excitantes me parecen no sólo uno de los medios más terribles y seguros de que dispone el Espíritu de las Tinieblas para reclutar y esclavizar a la humanidad digna de lástima, sino también una de sus incorporaciones más perfectas.
Esta vez, para abreviar mi tarea y hacer más claro mi análisis, en lugar de reunir anécdotas dispersas, acumularé en un solo personaje ficticio un conjunto de observaciones. Necesito, pues, suponer un alma elegida por mí. De Quincey afirma con razón en sus Confesiones que el opio, en lugar de adormecer a quien lo toma, lo excita, pero sólo lo excita en su índole natural, por lo que para juzgar las maravillas del opio sería absurdo referirlas a un vendedor de bueyes, pues éste soñará solamente con bueyes y con pasturas. Ahora bien, no he de describir las toscas fantasías de un criador de ganado embriagado con el hachís. ¿Quién las leería con agrado? ¿Quién consentiría en leerlas? Para idealizar mi tema debo concentrar todos sus rayos en un círculo único, debo polarizarlos, y ese círculo trágico donde voy a reunirlos será, como ya he dicho, un alma elegida por mí, algo que se parece a lo que el siglo XVIII llamaba el hombre sensible, a lo que la escuela romántica llamaba el hombre incomprendido, y a lo que las familias y la masa burguesa infaman generalmente con el epíteto de original.
Un temperamento a medias nervioso y a medias bilioso es el más favorable para las evoluciones de semejante embriaguez; agreguémosle una inteligencia cultivada, ejercitada en los estudios de la forma y del color, un corazón bondadoso, fatigado por la desdicha pero todavía capaz de remozamiento y, si así lo deseáis, llegaremos hasta admitir culpas antiguas y las consecuencias que puede tener eso en una naturaleza fácilmente excitable: si no remordimientos positivos, al menos el pesar por el tiempo perdido y profanado. La afición a la metafísica, el conocimiento de las diferentes hipótesis de la filosofía sobre el destino humano, no son, ciertamente, complementos inútiles; ni tampoco ese amor a la virtud abstracta, mística o estoica que exhiben todos los libros con los que se alimenta la infancia moderna como la cima más alta a la que puede ascender un alma esclarecida. Si a todo eso se añade una gran agudeza de los sentidos, que yo he omitido como una condición supererogatoria, creo que he acumulado los elementos generales más comunes del moderno hombre sensible, de lo que se podría denominar la forma trivial de la originalidad. Veamos ahora lo que llegará a ser esa individualidad llevada por el hachís hasta el extremo. Sigamos ese viaje de la fantasía humana hasta su estación terminal más espléndida, hasta la creencia del individuo en su propia divinidad.
Si sois una de esas almas, vuestro innato amor a la forma y los colores encontrará en seguida una pastura inmensa en las primeras evoluciones de vuestra embriaguez. Los colores adquirirán una energía insólita y entrarán en vuestro cerebro con una intensidad victoriosa. Delicadas, mediocres o inclusive malas, las pinturas de los techos se revestirán con una vida espantosa; los papeles pintados más groseros que tapizan las paredes de las posadas se tornarán en dioramas magníficos. Las ninfas de carnes resplandecientes os mirarán con grandes ojos más profundos y límpidos que el firmamento y el agua; los personajes antiguos, arrebujados en sus ropajes sacerdotales o militares, intercambiarán con vosotros, en una simple mirada, confidencias solemnes. La sinuosidad de las líneas es un lenguaje definitivamente claro en el que podéis leer la agitación y los deseos de las almas. Entretanto se desarrolla ese estado misterioso y temporal de la mente en el que la profundidad de la existencia, erizada con sus múltiples problemas, se revela por completo en el espectáculo, que se tiene a la vista, por natural o por trivial que sea, y en el que el primer objeto percibido se convierte en símbolo parlante. Fourier y Swedenborg, el uno con sus analogías y el otro con sus correspondencias, se han encarnado en el vegetal y el animal que observáis, y en lugar de enseñar con la voz, os adoctrinan con el color y la forma. La comprensión de la alegoría adquiere proporciones desconocidas para vosotros mismos; observemos de paso que la alegoría, ese género tan espiritual que los pintores inhábiles nos han acostumbrado a despreciar, pero que es verdaderamente una de las formas primitivas y más naturales de la poesía, recupera su dominio legítimo en la inteligencia iluminada por la embriaguez. El hachís, como un barniz mágico, cubre entonces toda la vida, la colora solemnemente e ilumina toda su profundidad. Paisajes escabrosos, horizontes que huyen, perspectivas de ciudades blanqueadas por la palidez cadavérica de la tormenta o iluminadas por los concentrados ardores del sol poniente; profundidad del espacio, imagen del tiempo; la danza, los ademanes o la declamación de los actores, si os halláis en un teatro; la primera frase que leéis si vuestros ojos se posan en un libro; en fin, toda la universalidad de los seres se yergue ante vosotros con una nueva aureola no sospechada hasta entonces. La gramática, la árida gramática misma, se convierte en una especie de hechicería evocatoria; las palabras resucitan revestidas de carne y hueso: el sustantivo con su majestuosidad esencial, el adjetivo, ropaje transparente que lo viste y colora como un vidrio; y el verbo, palanqueta del movimiento que da impulso a la frase. La música, otro lenguaje amado por los perezosos o por los espíritus profundos que buscan el descanso en la variedad del trabajo, os habla de vosotros y os relata el poema de vuestra vida: se incorpora a vosotros y os amalgamáis con ella. Habla de vuestra pasión, no de una manera vaga e imprecisa, como en vuestras veladas indolentes de una noche de ópera, sino de una manera circunstanciada y positiva, en la que cada movimiento del ritmo señala un movimiento conocido por vuestra alma, cada nota se transforma en palabra y el poema entero penetra en vuestro cerebro como un diccionario dotado con vida propia.
No hay que creer que todos esos fenómenos se producen confusamente en la mente, con el tono chillón de la realidad y el desorden de la vida exterior. El ojo interior transforma todo y otorga a cada cosa el complemento de belleza que le falta para que sea realmente digna de complacer. A esta fase, esencialmente voluptuosa y sensual, hay que atribuir también el amor a las aguas límpidas, corrientes o estancadas, que se pone de manifiesto de manera tan sorprendente en la embriaguez cerebral de algunos artistas. Los espejos se convierten en un pretexto para ese arrobamiento parecido a una sed espiritual que se une a la sed material que seca la garganta y de la que ya he hablado; las aguas fugitivas, los juegos de agua, las cascadas armoniosas, la inmensidad azul del mar, ruedan, cantan y duermen con un encantamiento inexpresable. El agua se manifiesta como una maga auténtica, y aunque no creo mucho en las locuras furiosas causadas por el hachís, no afirmaría que la contemplación de un abismo límpido carecería por completo de peligro para un enamorado del cristal y el espacio, y que la vieja fábula de la Ondina no se podría convertir para el entusiasmado en una trágica realidad.
Creo haber hablado lo suficiente del aumento monstruoso del tiempo y del espacio, dos ideas siempre relacionadas, pero que la mente afronta entonces sin temor ni tristeza. Mira con cierta delicia melancólica a través de los años profundos y se sumerge audazmente en perspectivas infinitas. Supongo que se habrá adivinado que este aumento anormal y tiránico, se aplica por igual a todos los sentimientos y a todas las ideas: tanto a la benevolencia, de la que he citado, según creo, un ejemplo bastante bueno; como a la idea de belleza; y también al amor. La idea de belleza debe ocupar naturalmente un lugar muy extenso en un temperamento espiritual como el que yo he supuesto. La armonía, el equilibrio de las líneas, la euritmia en los movimientos, le parecen al soñador necesidades, deberes, no solamente para todos los seres de la creación, sino también para él mismo, el soñador, que se encuentra en ese período de la crisis dotado de una aptitud maravillosa para comprender el ritmo universal e inmortal. Y si nuestro fanático carece de belleza personal, no creáis que le hará sufrir largo tiempo la confesión a que se ve obligado, ni que se considere como una nota discordante en el mundo de armonía y belleza improvisado por su imaginación. Los sofismas del hachís son numerosos y admirables, y tienden, generalmente, al optimismo. Uno de los principales, acaso el más eficaz, es el que transforma en realidad el deseo. Lo mismo ocurre, sin duda, en muchos casos de la vida ordinaria, ¡pero con cuánto más ardor y sutileza! Por lo demás, ¿cómo podría un ser tan bien dotado para comprender la armonía, una especie de sacerdote de la Belleza, constituir una excepción y una mácula en su propia teoría? La belleza moral y su potencia, la gracia y sus seducciones, la elocuencia y sus proezas, todas esas ideas no tardan en presentarse como los correctivos de una fealdad indiscreta, luego como consoladoras y, en fin, como perfectas aduladoras de un cetro imaginario.
En cuanto al amor, he oído a muchas personas animadas por una curiosidad de escolar que trataban de informarse al respecto por intermedio de otras ya familiarizadas con la droga. ¿Qué puede ser esa embriaguez de amor, ya en su estado natural tan potente, cuando se halla incluida en la otra embriaguez como un sol dentro del sol? Tal es la pregunta que se formularán muchas personas a las que yo llamaría los pazguatos del mundo intelectual. Para responder a un supuesto deshonesto, a esa parte de la pregunta que no se atreve a expresarse, remitiré al lector a Plinio, quien se refirió en alguna parte a las propiedades del cáñamo, de manera que disipa muchas ilusiones al respecto. Se sabe, además, que la atonía es el resultado más corriente del abuso que los hombres hacen de sus nervios y de las sustancias adecuadas para excitarlos. Ahora bien, como aquí no se trata de una facultad afectiva, sino de emoción o susceptibilidad, rogaré sencillamente al lector que considere que la imaginación de un hombre nervioso, embriagado con el hachís, es llevada hasta un grado prodigioso tan poco determinable como la posible fuerza extrema del viento en un huracán, y sus sentidos se sutilizan hasta un punto casi igualmente difícil de definir. Se puede creer, por consiguiente, que una ligera caricia, la más inocente de todas, un apretón de manos, por ejemplo, puede adquirir un valor centuplicado por el estado actual del alma y los sentidos y tal vez conducirlos, muy rápidamente, hasta ese síncope al que los mortales vulgares consideran el summum de la dicha. Pero no cabe duda de que el hachís despierta en una imaginación ocupada a menudo por visiones de amor, recuerdos afectuosos a los que el sufrimiento y la desdicha pueden dar, inclusive, un brillo nuevo. No es menos cierto que con esas agitaciones de la mente se entremezcla una dosis de sensualidad bastante grande; no es inútil advertir, por otra parte, y esto bastaría para testimoniar la inmoralidad del hachís, que una secta de ismaelitas (y de los ismaelitas salieron los Asesinos) desviaba su culto hasta alejarlo mucho del Lingam imparcial, es decir, hasta el culto absoluto y exclusivo de la mitad femenina del símbolo. Sería muy natural, pues cada hombre representa a la historia, que surgiera una herejía obscena, una religión monstruosa, en quien se ha entregado cobardemente a merced de una droga infernal y se complace en dilapidar sus propias facultades.
Puesto que hemos visto manifestarse en la embriaguez del hachís una singular benevolencia que se aplica inclusive a los desconocidos, una especie de filantropía compuesta de compasión más que de amor (y aquí se pone de manifiesto el primer germen del espíritu demoníaco que se desarrollará de modo extraordinario) pero que llega al temor de afligir a quienquiera que sea, se adivina lo que puede llegar a ser el sentimentalismo localizado aplicado a una persona amada, que desempeña o ha desempeñado un papel importante en la vida moral del embriagado. El culto, la adoración, la plegaria y los sueños de felicidad se proyectan y lanzan con la energía ambiciosa y el brillo de los fuegos artificiales; como la pólvora y las materias colorantes del fuego, deslumbran y se desvanecen en las tinieblas. No hay combinación sentimental alguna a la que no se pueda prestar el flexible amor de un esclavo de la droga llamada hachís. El deseo de protección, un sentimiento de paternidad ardiente y abnegada, pueden mezclarse con una culpable sensualidad que el hachís sabrá excusar y absolver. Va más allá todavía. Supongo que se han cometido faltas que dejaron huellas amargas en el alma; un marido o un amante sólo pueden contemplar con tristeza (en un estado normal) un pasado matizado con tempestades; entonces las amarguras pueden convertirse en dulzuras; la necesidad del perdón, hace a la imaginación más hábil y suplicante y el remordimiento mismo, en ese drama diabólico que se expresa únicamente en un largo monólogo, puede actuar como excitante y avivar fuertemente el entusiasmo cordial. ¡Sí, el remordimiento! ¿Me equivocaba al decir que el hachís parecía una mente verdaderamente filosófica, un instrumento satánico perfecto? El remordimiento, ingrediente singular del placer, no tarda en anegarse en la deliciosa contemplación del remordimiento mismo, en una especie de análisis voluptuoso y ese análisis es tan rápido, que el hombre, ese diablo natural, para hablar como los swedenborgianos, no advierte cuán involuntario es y cómo se aproxima de segundo en segundo a la perfección diabólica. Admira su remordimiento y se vanagloria, en tanto se encuentra en vías de perder su libertad.
Aquí tenemos, pues, a mi hombre supuesto, al que yo he elegido, llegado a ese grado de júbilo y de serenidad en el que se ve obligado a admirarse a sí mismo. Toda contradicción desaparece, todos los problemas filosóficos se aclaran o al menos así parece. Todo es motivo de goce. La plenitud de su vida actual le inspira un orgullo desmesurado. En él habla una voz (¡ay, es la suya!) que le dice: «Ahora tienes derecho a considerarte superior a todos los hombres, nadie sabe ni podría comprender todo lo que piensas y todo lo que sientes; inclusive serían incapaces de apreciar la benevolencia que te inspiran. Eres un rey al que los transeúntes desconocen y que vive en la soledad de sus convicciones. ¿Pero qué te importa? ¿No posees ese soberano desprecio que hace tan buena al alma?».
Sin embargo, podemos suponer que de cuando en cuando atraviesa y corrompe esa dicha un recuerdo punzante. Una sugestión llegada del exterior puede reanimar un pasado cuya contemplación desagrada. ¿Acaso, no está lleno ese pasado de numerosos actos insensatos o viles, que son verdaderamente indignos de ese monarca del pensamiento y que mancillan su dignidad ideal? Podéis creer que el hombre drogado con el hachís, afrontará valientemente a esos fantasmas llenos de reproches y que sabrá extraer de sus recuerdos horrorosos nuevos elementos de placer y de orgullo. He aquí cuál será la evolución de su razonamiento: pasada la primera sensación de dolor, analizará con curiosidad, la acción o el sentimiento, el recuerdo del cual ha perturbado su exaltación actual, los motivos que le hicieron actuar entonces, las circunstancias que lo rodeaban, y si no encuentra en esas circunstancias, razones suficientes, si no para perdonar, para atenuar al menos su pecado, no imaginéis que se siente vencido. Yo presencio su razonamiento como si viera funcionar un mecanismo bajo un cristal transparente: «Esa acción ridícula, ruin o cobarde, el recuerdo de la cual me ha agitado un momento, contradice por completo mi verdadera naturaleza, mi naturaleza actual, y la energía misma con que la condeno, el cuidado inquisitorial con que la analizo y la juzgo, prueban mis altas divinas aptitudes para la virtud. ¿Cuántos hombres se encontrarían en el mundo tan diestros para juzgarse y tan severos para condenarse?». Y no solamente se condena, sino que se glorifica. Una vez absorbido el horrible recuerdo en la contemplación de una virtud ideal, de una caridad ideal, de un ingenio ideal, se entrega cándidamente a su triunfante orgía espiritual. Hemos visto que, parodiando de manera sacrílega el sacrificio de la penitencia, a la vez confesor y penitente, se había concedido una absolución fácil o, peor todavía, había logrado de su condena un aliciente nuevo para su orgullo. Ahora, de la contemplación de sus sueños y sus proyectos virtuosos deduce que posee, prácticamente, idoneidad para la virtud; la energía amorosa con que abraza a ese fantasma virtuoso le parece una prueba suficiente y perentoria de la energía viril que necesita para la realización de su ideal. Confunde completamente el sueño con la acción y como su imaginación se enardece cada vez más ante el espectáculo mágico de su propia naturaleza corregida e idealizada, reemplazando con esa imagen fascinadora de sí mismo a su persona real, tan pobre en voluntad y tan rica en vanidad, termina decretando su apoteosis en estos términos tan claros y sencillos que para él, contienen todo un mundo de placeres abominables: «¡Soy el más virtuoso de los hombres!».
¿No os hace recordar esto a Juan Jacobo, quien, también después de confesarse ante el universo, no sin cierto deleite, se atrevió a lanzar el mismo grito de triunfo (o por lo menos la diferencia es muy pequeña) con la misma sinceridad e idéntica convicción? El entusiasmo con que admiraba la virtud, la ternura nerviosa que le llenaba de lágrimas los ojos a la vista de una acción bella o al pensar en todos los actos bellos que habría deseado realizar, bastaban para darle una idea superlativa de su valor moral. Juan Jacobo se había embriagado sin hachís.
¿Seguiré analizando esta monomanía victoriosa? ¿Explicaré cómo, bajo el imperio del veneno, mi hombre se siente pronto el centro del universo? ¿Cómo termina siendo la expresión viviente y exagerada del proverbio que dice que la pasión relaciona todo con ella? Cree en su virtud y en su genio; ¿no se barrunta el final? Todos los objetos circundantes son otras tantas sugestiones que agitan en él un mundo de pensamientos, todos más coloreados, más vivientes y más sutiles que nunca y que están revestidos con un barniz mágico. «Esas ciudades magníficas —se dice— donde los soberbios edificios se escalonan como en las decoraciones, esos bellos navíos acunados por las aguas de la rada en un ocio nostálgico y que parecen expresar nuestro pensamiento: ¿Cuándo vamos a zarpar hacia la felicidad? esos museos que rebosan de bellas formas y colores embriagadores, esas bibliotecas donde se acumulan las obras de la Ciencia y las fantasías de la Musa, esos instrumentos reunidos que hablan con una sola voz, esas mujeres hechiceras que hacen todavía más encantadoras la ciencia del atavío y la moderación de la mirada: todas esas cosas han sido creadas ¡para mí, para mí, para mí! Para mí la humanidad ha trabajado y ha sido martirizada e inmolada, para servir de pasto, de pabulum, a mi implacable apetito de emoción, de conocimiento y de belleza». Salto y abrevio. A nadie sorprenderá que un pensamiento supremo y definitivo surja de la cabeza del soñador: «¡Me he convertido en Dios!», que un grito salvaje y ardoroso irrumpa de su pecho con una energía tal, con tal fuerza de proyección que, si las voluntades y las creencias de un hombre ebrio tuviesen una virtud eficaz, ese grito derribaría a los ángeles esparcidos por los caminos del cielo: «¡Soy un Dios!». Pero pronto ese huracán de orgullo se transforma en una temperatura de beatitud tranquila, muda y reposada y la universalidad de los seres se presenta coloreada y como iluminada por una aurora azufrada. Si por casualidad se desliza por la mente de ese bienaventurado lamentable, la vaga idea: «¿No habrá otro Dios?», estad seguros de que se erguirá ante el otro, discutirá sus voluntades y le enfrentará sin miedo. ¿Quién es el filósofo francés que para burlarse de las doctrinas alemanas modernas decía: «Soy un dios que ha comido mal?». Esa ironía no afectaría a un hombre exaltado por el hachís, quien replicaría tranquilamente: «Es posible que haya comido mal, pero yo soy un Dios».
V. Moraleja
¡Pero el día siguiente! ¡El terrible día siguiente! Todos los órganos relajados, cansados, los nervios aflojados, los cosquilleantes deseos de llorar, la imposibilidad de dedicarse a un trabajo seguido, cruelmente os enseñan que habéis intervenido en un juego prohibido. La horrible naturaleza, despojada de su iluminación de la víspera, se asemeja a los melancólicos restos de una fiesta. La voluntad, la más preciosa de todas las facultades es la más afectada. Se dice, y es casi cierto, que esa droga no causa daño físico alguno, ninguna enfermedad grave por lo menos. ¿Pero se puede afirmar que un hombre incapaz de actuar y apto sólo para soñar, se encuentra bien en verdad aunque todos sus miembros se hallen en buen estado? Ahora bien, conocemos la naturaleza humana lo bastante para saber que un hombre que con una cucharada de dulce se puede procurar instantáneamente todos los bienes del cielo y de la tierra jamás conseguiría la milésima parte de ellos por medio del trabajo. ¿Se imagina un Estado donde todos los ciudadanos se embriagaran con el hachís? ¡Qué ciudadanos, qué guerreros, qué legisladores! Inclusive en Oriente, donde su empleo está tan difundido, hay gobiernos que han comprendido la necesidad de proscribirlo. En efecto, le está prohibido al hombre, bajo pena de decadencia y muerte intelectual, cambiar las condiciones primordiales de su existencia y alterar el equilibrio de sus facultades de los ámbitos donde están destinadas a funcionar; en resumen, trastornar su destino para sustituirlo por una fatalidad de un nuevo género. Acordémonos de Melmoth, ese emblema admirable: su sufrimiento espantoso se debe a la desproporción entre sus maravillosas facultades, adquiridas instantáneamente mediante un pacto satánico y el medio ambiente en el cual, como criatura de Dios, está condenado a vivir. Y ninguno de los que desearía seducir consiente en comprarle, en las mismas condiciones, su terrible privilegio. Porque vende su alma, en efecto, todo aquel que no acepta las condiciones que le impone la vida. Es fácil comprender la relación que existe entre las creaciones satánicas del poeta y los seres vivientes aficionados a los estimulantes. El hombre ha querido ser Dios y he ahí que, muy pronto, en virtud de una ley moral incontrolable, ha caído por debajo de su índole real. Es un alma que se vende al menudeo.
Balzac pensaba, sin duda, que no existe para el hombre una vergüenza más grande ni un sufrimiento más vivo que la abdicación de su voluntad. Una vez lo vi en una reunión donde se trataba de los prodigiosos efectos del hachís. Escuchaba e interrogaba con una atención y una vivacidad divertidas. Las personas que lo conocían se daban cuenta de que su interés tenía que ser muy grande. Pero la idea de pensar contra su voluntad le escandalizaba vivamente. Le ofrecieron dawamesk y él lo examinó, lo olió y lo devolvió sin tocarlo. La lucha entre su curiosidad casi infantil y su renuencia a abdicar, se revelaba de manera patente en su rostro expresivo. Venció el amor a la dignidad. Difícil es, en efecto, imaginarse al teórico de la voluntad, al gemelo espiritual de Louis Lambert, consintiendo en perder una porción de tan preciosa sustancia.
No obstante los admirables servicios que han prestado el éter y el cloroformo, me parece que desde el punto de vista de la filosofía espiritual, la misma deshonra moral se aplica a todos los inventos modernos que tienden a disminuir la libertad humana y el indispensable sufrimiento. No sin cierta admiración escuché en una oportunidad la paradoja de un oficial que me relató la operación, muy cruel, practicada a un general francés en El-Aghouat y a consecuencia de la cual murió, no obstante el cloroformo. El general era hombre muy valiente e inclusive algo más: era una de esas almas a las que se aplica naturalmente la palabra caballeresca. «No era cloroformo —me dijo— lo que necesitaba, sino la mirada del ejército entero y la música de todos los regimientos. ¡Tal vez así se habría salvado!». El cirujano no opinaba lo mismo que el oficial, pero sin duda el capellán habría admirado sus sentimientos.
Es verdaderamente superfluo después de todas estas consideraciones, insistir en el carácter inmoral del hachís. Que se lo compare con el suicidio, con un suicidio lento, con un arma siempre ensangrentada y afilada, no lo podrá censurar ninguna persona razonable. Si lo comparo con la hechicería, con la magia que, al actuar sobre la materia misteriosamente, la falsedad o la eficacia de los cuales nada prueba, quieren conquistar un dominio prohibido para el hombre o permitido únicamente al que es juzgado digno de él, ninguna alma filosófica censurará esa comparación. Si la Iglesia condena la magia y la hechicería es porque ambas militan contra las intenciones de Dios, es porque ambas suprimen el trabajo del tiempo y quieren hacer superfluos los requisitos de pureza y moralidad y porque ella, la Iglesia, no considera legítimos y auténticos sino, solamente, los tesoros conquistados con la buena intención asidua. Si llamamos tramposo al jugador que ha dado con la manera de jugar a punto fijo ¿cómo llamaremos al hombre que desea comprar la felicidad y el genio con un poco de dinero? La infalibilidad misma del medio es lo que constituye su inmoralidad, así como la supuesta infalibilidad de la magia es lo que le impone ese estigma infernal. ¿Agregaré que el hachís, como todos los goces solitarios, hace al individuo inútil para los hombres, y a la sociedad superflua para el individuo, pues le impulsa a admirarse sin cesar a sí mismo y le precipita, día a día, hacia el abismo luminoso donde admira su rostro de Narciso?
¿Y, si aun a costa de su dignidad, su honestidad y su libre albedrío, el hombre pudiera obtener del hachís grandes beneficios espirituales, y convertirse en una especie de máquina pensante, en una especie de instrumento fecundo? Es una pregunta que he oído formular con frecuencia y a la que respondo, ante todo, como ya he explicado largamente: el hachís no le revela al individuo sino el individuo mismo. Es cierto que este individuo está, por decirlo así, elevado al cubo y llevado al extremo, y como también es cierto que el recuerdo de las impresiones sobrevive a la orgía, la esperanza de esos utilitarios no parece, a primera vista, desprovista de razón por completo. Pero yo les rogaría que observaran que las ideas de las que esperan sacar tanto provecho no son realmente tan bellas como parecen con sus disfraces momentáneos y revestidas con oropeles mágicos. Corresponden, más que al cielo, a la tierra y deben gran parte de su belleza a la agitación nerviosa, a la avidez con que la mente se arroja sobre ellas. Además, esta esperanza es un círculo vicioso; admitamos por un instante que el hachís otorga el genio o, por lo menos, lo aumenta; olvidemos que el hachís, por naturaleza, disminuye la voluntad y, de este modo, otorga por un lado lo que quita por otro, es decir, la imaginación sin la facultad de aprovecharla. Finalmente hay que pensar, aun suponiendo un hombre lo bastante hábil y vigoroso para poder sustraerse a tal alternativa, en un peligro más, fatal y terrible: el peligro de los hábitos adquiridos. Todos ellos se transforman pronto en necesidades. El que apela a un veneno para pensar no podrá al cabo de poco tiempo pensar sin ese veneno. ¿Se imagina la suerte espantosa de un hombre cuya imaginación paralizada no podría funcionar ya sin la ayuda del hachís o del opio?
En los estudios filosóficos el espíritu humano, imitando la marcha de los astros, debe seguir una curva que lo lleva de vuelta al punto de partida. Concluir es cerrar un círculo. Al comienzo he hablado de ese estado maravilloso al que la mente del hombre se ve a veces arrojada como por una gracia especial. Dije que, al aspirar sin cesar a reanimar sus esperanzas y a elevarse hacia el infinito, manifestaba en todos los países y en todas las épocas, una afición frenética a todas las sustancias peligrosas que, al exaltar su personalidad, podían presentar un instante ante sus ojos ese paraíso de ocasión, objeto de todos sus deseos y, en fin, que ese espíritu temerario que lo puede llevar, sin que él lo sepa, hasta el infierno, atestiguaba su grandeza original de ese modo. Pero el hombre no está tan abandonado, tan privado de recursos honestos para ganar el cielo que se vea obligado a invocar la hechicería y la farmacia; no necesita vender su alma para pagar las caricias embriagadoras y la amistad de las huríes. ¿Qué es un paraíso, comprado al precio de la salvación eterna? Yo me imagino a un hombre (¿diré un brahmán, un poeta o un filósofo cristiano?) en el Olimpo escarpado de la espiritualidad; rodeado por las Musas de Rafael o de Mantegna que, con el fin de consolarle de sus largos ayunos y sus asiduas plegarias, combinan las danzas más nobles, le miran con los ojos más bondadosos y las sonrisas más brillantes y el Apolo divino, ese maestro de la sabiduría (el de Francavilla, el de Durero, el de Goltzius o cualquier otro, ¿qué importa? ¿Acaso no hay un Apolo para todo el que lo merece?) que acaricia con el arco sus cuerdas más vibrantes y debajo de él, al pie de la montaña, entre los espinos y el lodo, la turba de los humanos, la banda de los ilotas, simulando las muecas del deleite y lanzando los alaridos que le arranca la mordedura del veneno; y el poeta contristado se dice: «Estos infortunados que no han ayunado ni rezado y que han rechazado la redención por el trabajo, piden a la magia negra los medios de elevarse, de pronto, a la existencia sobrenatural. La magia les engaña y enciende para ellos una dicha falsa y una luz ficticia, en tanto que nosotros, poetas y filósofos, hemos regenerado nuestra alma con la contemplación y el trabajo continuo; mediante el ejercicio constante de nuestra voluntad y la nobleza permanente de la intención, hemos creado para nuestro uso un jardín de auténtica belleza. Confiando en el dicho: la fe transporta las montañas ¡hemos realizado el único milagro para el cual Dios nos otorgó el permiso!».