Comparados como medios de multiplicación de la individualidad (1851)
I. El vino
Un hombre muy célebre que era al mismo tiempo un gran tonto, cosas que se llevan bien según parece, como tendré más de una vez, sin duda, el doloroso placer de demostrar, se ha atrevido, en un libro sobre la Mesa, compuesto desde el doble punto de vista del placer y la higiene, a escribir lo siguiente en el capítulo sobre el Vino: «El patriarca Noé pasa por ser el inventor del vino; es un licor que se hace con el fruto de la vid».
¿Y después? Después, nada. Será inútil que hojeéis el volumen, que lo recorráis en todos los sentidos, que lo leáis al derecho, al revés, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, nada más encontraréis sobre el vino en la Fisiología del Gusto del muy ilustre y respetado Brillat-Savarin: «El patriarca Noé» y «es un licor…».
Me imagino que un habitante de la Luna o de algún planeta lejano viaja por nuestro mundo y, cansado por sus largas etapas, desea refrescarse el paladar y calentarse el estómago. Tiene que ponerse al corriente de los placeres y costumbres de nuestra Tierra. Ha oído hablar vagamente de deliciosos licores con los que los ciudadanos de este globo se procuran a voluntad, alegría y coraje. Para estar más seguro de su elección, el habitante de la Luna recurre al oráculo del buen gusto, el célebre e infalible Brillat-Savarin, y encuentra en el artículo del vino esta información preciosa: «El patriarca Noé…» y «este licor se hace…». Es algo muy digestivo y muy explicativo. Después de haber leído esta frase es imposible no tener una idea exacta y clara de todos los vinos, de sus diferentes cualidades, de sus inconvenientes y del efecto que ejercen en el estómago y el cerebro.
¡Oh, queridos amigos, no leáis a Brillat-Savarin! Dios evita a los que ama las lecturas inútiles. Tal es la primera máxima de un librito de Lavater, filósofo que amó a los hombre más que a todos los magistrados del mundo antiguo y moderno. No se ha bautizado postre alguno con el nombre de Lavater, pero el recuerdo de ese hombre angélico seguirá viviendo entre los cristianos cuando los buenos burgueses hayan olvidado ya al Brillat-Savarin, bizcocho insípido cuyo menor defecto consiste en servir de pretexto para un desembuchamiento de máximas totalmente pedantes tomadas de la famosa obra maestra.
Si una nueva edición de esa falsa obra maestra se atreve a afrontar la cordura de la humanidad moderna, bebedores melancólicos, o bebedores alegres, los que buscáis en el vino el recuerdo o el olvido y, al no encontrarlo nunca lo suficientemente a vuestro gusto, no contempláis ya el cielo sino a través del fondo de la botella[1], bebedores olvidados y desconocidos, ¿compraréis un ejemplar de este libro y trocaréis el bien por el mal, el beneficio por la indiferencia?
Abro la Kreisleriana del divino Hoffmann y leo en ella una recomendación curiosa: «El músico concienzudo debe emplear el vino de Champaña para componer una ópera cómica. En él encontrará la alegría espumante y liviana que el género reclama. La música religiosa exige vino del Rhin o del Jurançon. Como en el fondo de las ideas profundas, hay en ellos una amargura embriagadora; pero la música heroica no puede prescindir del vino de Borgoña; posee el ímpetu severo y la seducción del patriotismo». Esto es mejor ciertamente y, además del sentimiento apasionado de un bebedor, encuentro en ello una imparcialidad que hace el mayor honor a un alemán.
Hoffmann había armado un raro barómetro psicológico destinado a mostrarle las diferentes temperaturas y los fenómenos atmosféricos de su alma. En él se encuentran divisiones tales como éstas: «tendencia ligeramente irónica atemperada por la indulgencia; amor a la soledad con profunda satisfacción de mí mismo; júbilo musical, entusiasmo musical, tempestad musical, alegría sarcástica insoportable para mí mismo, aspiración a salir de mi yo, objetividad excesiva y fusión de mi ser con la naturaleza». No es necesario decir que las divisiones del barómetro moral de Hoffmann se hallaban acotadas de acuerdo con el orden de su generación como en los barómetros corrientes. Me parece que entre ese barómetro psicológico y la explicación de las cualidades musicales de los vinos existe una fraternidad evidente.
Hoffmann comenzaba a ganar dinero cuando se lo llevó la muerte. La fortuna le sonreía. Como nuestro querido y gran Balzac, sólo en los últimos tiempos vio brillar la aurora boreal de sus esperanzas más antiguas. En esa época los editores, que se disputaban sus cuentos para los almanaques, tenían la costumbre, para obtener su favor, de acompañar sus envíos de dinero con un cajón de vinos franceses.
II
Profundos goces del vino, ¿quién no os ha conocido? Quienquiera que ha tenido que apaciguar un remordimiento, que evocar un recuerdo, que ahogar un sufrimiento, que hacer castillos en el aire, todos, en fin, te han invocado, Dios misterioso oculto en las fibras de la vid. ¡Qué grandes son los espectáculos del vino iluminados por el sol interior! ¡Qué auténtica y ardiente esa segunda juventud que el hombre extrae de sí mismo! Pero qué temibles también esas voluptuosidades fulminantes y sus encantamientos enervantes. Sin embargo, decidme, en vuestra alma y conciencia, jueces, legisladores, hombres de mundo, todos aquellos a quienes la felicidad hace bondadosos, a quienes la fortuna hace fáciles la salud y las virtudes, decidme: ¿quién de vosotros tendrá el valor despiadado de condenar al hombre que bebe con inteligencia?
Por otra parte, el vino no siempre es el terrible combatiente seguro de su triunfo y además ha jurado no mostrar compasión ni misericordia. El vino es semejante al hombre: no sabe jamás hasta qué punto se lo puede estimar o despreciar, amar o aborrecer, ni de cuántos actos sublimes o delitos monstruosos es capaz. Por consiguiente, no seamos más crueles con él que con nosotros mismos y tratémoslo como igual.
A veces me parece que oigo decir al vino —él habla con su alma, con esa voz de los espíritus que sólo los espíritus comprenden—: «Hombre, mi bien amado, quiero hacerte llegar, a pesar de mi cárcel de vidrio y mis cerrojos de corcho, un canto lleno de fraternidad, un canto lleno de alegría, de luz y de esperanza. No soy ingrato y sé que te debo la vida. Sé que eso te ha costado trabajo y sol en los hombros. Tú me has dado la vida y te recompensaré. Te pagaré mi deuda con largueza, porque siento un júbilo extraordinario cuando caigo en el fondo de una garganta sedienta por el trabajo. El pecho de un hombre honrado es una morada que me agrada mucho más que esos sótanos melancólicos e insensibles. Es una tumba alegre donde cumplo con entusiasmo mi destino. Armo un zafarrancho en el estómago del obrero y, desde allí, por escaleras invisibles, subo hasta su cerebro, donde ejecuto mi suprema danza.
»¿Oyes cómo se agitan y resuenan en mí los poderosos estribillos de los tiempos antiguos, los cantos del amor y de la gloria? Yo soy el alma de la patria, galante a medias y a medias militar. Soy la esperanza de los días de fiesta, pues el trabajo hace los días prósperos y el vino hace los domingos dichosos. Arremangado y con los codos apoyados en la mesa de la familia, me elogiarás con orgullo y te sentirás verdaderamente contento.
»Encenderé los ojos de tu anciana esposa, la vieja compañera de tus pesadumbres cotidianas y de tus esperanzas más antiguas. Enterneceré su mirada y pondré en el fondo de su pupila el relámpago de la juventud. Y a tu hijito querido, paliducho, ese pobre pollino uncido a la misma fatiga que el caballo de varas, le devolveré los bellos colores de su cuna; y seré para ese nuevo atleta de la vida el óleo que fortificaba los músculos de los antiguos luchadores.
»Caeré en el fondo de tu pecho como una ambrosía vegetal. Seré la semilla que fertilice el surco dolorosamente abierto. Nuestro íntimo ayuntamiento creará la poesía. Entre ambos haremos un Dios y volaremos hacia el infinito como los pájaros, como las mariposas, los hilos de telaraña, los perfumes y todo aquello que posee alas».
Eso es lo que canta el vino en su lenguaje misterioso. ¡Ay de aquel cuyo corazón egoísta y cerrado a los dolores de sus hermanos nunca ha oído esa canción!
Con frecuencia he pensado que, si Jesucristo compareciera al presente en el banquillo de los acusados, encontraría algún acusador público que demostraría que la reincidencia empeora su caso. En cuanto al vino, reincide todos los días. Todos los días repite sus beneficios. Eso explica, sin duda, el ensañamiento de los moralistas contra el vino. Cuando digo moralistas me refiero a los seudomoralistas fariseos.
Pero he aquí algo muy distinto. Descendamos un poco más abajo. Contemplemos a uno de esos seres misteriosos que viven, por decirlo así, de las deyecciones de las grandes ciudades; pues hay oficios extravagantes. Su número es inmenso. A veces he pensado aterrado en los oficios que no comportan alegría alguna, oficios desagradables, fatigas sin alivio, sufrimientos no compensados. Me engañaba. He aquí un hombre encargado de recoger los restos de un día en la capital. Todo lo que la gran ciudad ha desechado, todo lo que ha perdido, todo lo que ha desdeñado, todo lo que ha roto, él lo cataloga y colecciona. Compulsa los archivos del libertinaje, el cajón de sastre de los desechos, hace una cribadura, una selección inteligente; recoge, como su tesoro un avaro, las basuras que, rumiadas por la divinidad de la industria, se convertirán en objetos de utilidad o de goce. Ved cómo, a la claridad lóbrega de los faroles acosados por el viento nocturno, sube por una de esas largas callejuelas tortuosas pobladas por pequeños hogares de la montaña Sainte-Geneviève. Está cubierto con su capa de mimbre con su número siete. Llega sacudiendo la cabeza y tropezando con los adoquines, como los poetas jóvenes que pasan todos sus días vagando en busca de rimas. Habla solo y derrama su alma en el aire frío y tenebroso de la noche. Es un monólogo magnífico que inspira la compasión por las tragedias más líricas. «¡Adelante! ¡Marchen! ¡División, primera fila, ejército! ¡Exactamente como el Napoleón agonizante en Santa Helena!». Parecería que el número siete se ha convertido en un cetro de hierro y la capa de mimbre en un manto imperial. Ahora felicita a su ejército. Se ha ganado la batalla, pero la jornada ha sido dura. Pasa a caballo bajo arcos de triunfo. Su corazón es dichoso. Escucha con delicia las aclamaciones de un mundo entusiasmado. Poco después dictará un código superior a todos los conocidos. Jura solemnemente que hará a sus pueblos felices. La miseria y el vicio han desaparecido en los seres humanos.
Y, sin embargo, tiene la espalda y los riñones desollados por el peso de su mochila. Le acosan los disgustos domésticos. Le han cansado cuarenta años de trabajo y de caminatas. La vejez le atormenta. Pero el vino, como un nuevo Pactolo, hace correr a través de la humanidad languideciente un oro intelectual. Como los buenos reyes, reina por sus servicios y canta sus proezas con la garganta de sus súbditos.
Hay en el globo terráqueo una multitud innumerable y sin nombre, cuyo sueño no adormecería bastante los sufrimientos. El vino compone para ella canciones y poemas.
Muchas personas me encontrarán, sin duda, demasiado indulgente. «Usted absuelve la borrachera e idealiza el vicio». Confieso que ante los beneficios carezco de coraje para contar los daños. Por lo demás, ya he dicho que al vino se lo puede asimilar con el hombre y he concedido que sus crímenes son tantos como sus virtudes. ¿Puedo hacer algo más? Por otra parte, se me ocurre una idea. Si el vino desapareciera de la producción humana, creo que en la salud y el intelecto del planeta se produciría un vacío, una ausencia, una imperfección mucho más espantosa que todos los excesos y las desviaciones de que se hace responsable al vino. ¿No es razonable pensar que las personas que jamás beben vino, ingenuas o sistemáticas, son imbéciles o hipócritas? Imbéciles, es decir hombres que no conocen la humanidad ni la naturaleza, artistas que rechazan los medios tradicionales del arte, obreros que blasfeman de la mecánica; hipócritas, es decir, glotones vergonzantes, fanfarrones de la sobriedad que beben a escondidas y ocultan algún vino. Un hombre que no bebe más que agua es porque tiene un secreto que oculta a sus semejantes.
Júzguese: hace algunos años, en una exposición de pintura, la multitud de los necios armó un gran escándalo ante un cuadro pulido, encerado y barnizado como un objeto industrial. Era la antítesis absoluta del arte; y con respecto a La cocina de Drolling que es la locura respecto a la necedad, y los esbirros respecto al imitador. En esa pintura microscópica se veían volar las moscas. Me sentí, como todos, atraído por aquel objeto monstruoso, pero me avergonzaba esa extraña debilidad, porque era la irresistible atracción de lo horrible. En fin, advertí que me arrastraba sin saberlo una curiosidad filosófica, el inmenso deseo de averiguar cuál podía ser la índole moral del hombre que había concebido extravagancia tan criminal. Aposté conmigo mismo que tenía que ser fundamentalmente malo. Hice tomar informes y mi instinto tuvo el placer de ganar esa apuesta psicológica. Me enteré de que el monstruo se levantaba regularmente antes del alba, había arruinado a su sirvienta ¡y sólo bebía leche!
Una o dos anécdotas más y dogmatizaremos. Un día, en una acera, vi un gran grupo de gente; conseguí mirar por encima de los hombros de los pazguatos y observé lo siguiente: un hombre tendido en tierra, de espaldas y con los ojos abiertos fijos en el cielo, y otro hombre de pie delante de él hablándole solamente con gestos; el hombre tendido en tierra le respondía sólo con la mirada y ambos parecían animados por una benevolencia prodigiosa. Los gestos del hombre de pie decían a la inteligencia del hombre tendido: «Ven, ven de nuevo, la dicha está allí, a dos pasos, ven hasta la esquina de la calle. No hemos perdido por completo de vista la costa de la aflicción, todavía no estamos en la alta mar del ensueño; vamos, valor, amigo, diles a tus piernas que satisfagan tu pensamiento».
Todo esto lleno de vacilaciones y de balanceos armoniosos. El otro estaba ya, sin duda, en alta mar (por lo demás, navegaba en el arroyo) pues su sonrisa beata respondía: «Deja en paz a tu amigo. La costa de la aflicción ha desaparecido ya lo suficiente detrás de las neblinas bienhechoras; no tengo nada más que pedir al cielo del ensueño». Creo haber oído también una frase vaga, o más bien que se escapaba de su boca un suspiro vagamente formulado en palabras: «Hay que ser razonable». Esto es el colmo de lo sublime. Pero, como veréis, en la embriaguez existe lo hipersublime. Siempre lleno de indulgencia, el amigo va solo a la taberna y vuelve con una cuerda en la mano. Sin duda, no podía soportar la idea de navegar solo y de correr a solas tras la dicha; por eso iba a buscar a su amigo en un coche. El coche era la cuerda y le pasó ese coche por la cintura. El amigo tendido le sonríe; sin duda ha comprendido el maternal pensamiento. El otro hace un nudo en la cuerda y luego comienza a andar, como un caballo apacible y discreto; y acarrea a su amigo hasta la cita con la felicidad. El hombre acarreado, o más bien arrastrado y que pulimenta el pavimento con la espalda, continúa sonriendo con su sonrisa inefable.
La gente está estupefacta, pues lo demasiado bello, lo que supera a las fuerzas poéticas del hombre, causa más asombro que enternecimiento.
Había un hombre, español, un guitarrista que viajó durante largo tiempo con Paganini; eso sucedió antes de la época gloriosa de Paganini.
Ambos llevaban la gran vida vagabunda de los bohemios, de los músicos ambulantes, de las personas sin familia y sin patria. Ambos, violín y guitarra, daban conciertos en todas partes por donde pasaban. Erraron así durante mucho tiempo por diversos países. Mi español poseía tal talento que podía decir como Orfeo: «Soy el dueño de la naturaleza».
Por dondequiera que iba, rasgueando las cuerdas de su guitarra y haciéndolas vibrar armoniosamente bajo el pulgar, estaba seguro de que le seguiría una multitud. Con semejante secreto nunca se muere de hambre. Le seguían como a Jesucristo. ¡No es posible negar comida y hospitalidad al hombre, al genio, al hechicero que hace cantar a vuestra alma sus canciones más bellas, las arias más secretas, las más desconocidas y las más misteriosas! Me han asegurado que ese hombre, de un instrumento que solamente produce sonidos sucesivos, obtenía fácilmente sonidos continuados. Paganini llevaba la bolsa y ejercía la gerencia de los fondos sociales, Jo que no sorprenderá a nadie.
La caja viajaba en la persona del administrador; tan pronto estaba arriba como abajo, hoy en las botas y mañana entre dos costuras del traje. Cuando el guitarrista, que era gran bebedor, preguntaba cuál era la situación financiera, Paganini respondía que ya no quedaba nada o casi nada, pues era como los viejos, que tienen siempre el temor de carecer de lo necesario. El español le creía o fingía creerle y, con los ojos fijos en el horizonte del camino, pulsaba y atormentaba a su compañera inseparable. Paganini avanzaba por el otro lado de la ruta. Era un acuerdo mutuo para no molestarse. Y así los dos estudiaban y trabajaban mientras seguían caminando.
Luego, cuando llegaban a algún lugar que ofrecía probabilidades de ingresos, uno de ellos ejecutaba una de sus composiciones y el otro improvisaba a su lado una variación, un acompañamiento o un fondo. Nadie sabrá nunca cuántos goces y poesía contenía esa vida de trovadores. No sé por qué se separaron. El español viajó solo. Una tarde llegó a una aldea del Jura. Hizo fijar carteles anunciando un concierto en una sala de la alcaldía. El concierto consistía en un solo de guitarra. Se había hecho conocer tocando en los cafetines y su raro talento había llamado la atención de algunos músicos de la pequeña ciudad. En fin, acudió mucha gente a oírle.
Mi español había descubierto en un rincón de la aldea, al lado del cementerio, a otro español, un paisano. Era una especie de empresario de sepulturas, un marmolista fabricante de tumbas. Como todos los que ejercen oficios fúnebres bebía en abundancia. De modo que la botella y la patria comunes los llevaron muy lejos, pues el músico no se separaba ya del marmolista. El mismo día del concierto, cuando llegó la hora, estaban juntos, ¿pero dónde? Era lo que había que averiguar. Lo buscaron en todos los cafés y tabernas del pueblo y por fin lo encontraron con su amigo en una zahurda indescriptible, los dos completamente borrachos. Siguieron escenas parecidas a las de Kean y Frederick. Por fin consintió en ir a tocar, pero de pronto se le ocurrió una idea: «Tú tocarás conmigo», le dijo a su compañero. El otro se negó a hacerlo; tenía un violín, pero tocaba como el peor rascatripas. «Tocarás, o no tocaré yo tampoco».
De nada valieron los sermones ni las buenas razones; hubo que consentirlo. Ya estaban en el tablado, ante la mejor burguesía del lugar. «Traigan vino», dijo el español. El constructor de sepulturas, conocido por todos, aunque no como músico, estaba demasiado borracho para sentir vergüenza. Cuando llevaron el vino, no tuvieron paciencia ni siquiera para destapar las botellas, y los ruines bribones las guillotinaron a cuchillazos como las personas mal educadas. ¡Juzgad qué buen efecto produciría eso en los provincianos endomingados! Las damas se retiraron, y ante aquellos borrachos que parecían medio locos mucha gente se fue escandalizada.
Pero obtuvieron su recompensa aquellos en los que el pudor no apagó la curiosidad y tuvieron el valor de quedarse. «Comienza», ordenó el guitarrista al marmolista. No es posible expresar qué clase de sonidos salieron de aquel violín borracho; parecía que Baco delirante cortaba piedras con una sierra. ¿Qué tocaba, o qué quería tocar? Era lo mismo: lo primero que se le ocurría. De pronto una melodía enérgica o suave, caprichosa y única al mismo tiempo, envolvía, extinguía, ahogaba y disimulaba la batahola chillona. La guitarra cantaba en un tono tan alto que ya no se oía el violín. Y, sin embargo, era la melodía, la melodía borracha que había iniciado el marmolista.
La guitarra se expresaba con enorme sonoridad; charlaba, cantaba, declamaba con una verbosidad aterradora y con una seguridad y una pureza de dicción inauditas. La guitarra improvisaba una variación sobre el tema del violín de ciego. Se dejaba guiar por él y vestía espléndida y maternalmente la tenue desnudez de sus sonidos. Mi lector comprenderá que esto es indescriptible; me lo ha contado un testigo veraz y serio. Al terminar, el público estaba más borracho que él. El español fue aplaudido, saludado y felicitado con un entusiasmo inmenso. Pero el carácter de la gente de la región no le agradó, sin duda, pues esa fue la única vez que consintió en tocar.
¿Dónde se hallará ahora? ¿Qué sol ha contemplado sus últimos ensueños? ¿Qué suelo ha recibido sus despojos cosmopolitas? ¿Qué zanja ha cobijado su agonía? ¿Dónde están los perfumes embriagadores de las flores ya desaparecidas? ¿Dónde están los colores mágicos de los antiguos ocasos?
III
Sin duda, no os he enseñado nada nuevo. Todos conocen el vino, es amado por todos. Cuando exista un verdadero médico filósofo, lo que apenas se vislumbra, podrá hacer un estudio interesante sobre el vino, una especie de doble psicología, los dos términos de la cual serán el vino y el hombre. Explicará cómo y por qué ciertas bebidas poseen la facultad de aumentar desmedidamente la personalidad del ser pensante, y de crear, por decirlo así, una tercera persona, operación mística en la que el hombre natural y el vino, el dios animal y el dios vegetal, desempeñen el papel del Padre y el Hijo en la Trinidad, y engendran al Espíritu Santo, que es el hombre superior, que proviene igualmente de ambos.
Hay personas a las que desentumece el vino tan fuertemente que sus piernas se hacen más firmes y su oído excesivamente fino. Conocí a un individuo cuya vista debilitada recuperaba, con la embriaguez, toda su penetrante fuerza primitiva. El viento transformaba al topo en águila.
Un viejo autor desconocido ha dicho: «Nada iguala el deleite del hombre que bebe, como no sea el del vino al ser bebido». En efecto, el vino desempeña un papel íntimo en la vida de la humanidad, un papel tan íntimo que no me sorprendería que, seducidos por una idea panteísta, algunos individuos razonables le atribuyesen una especie de personalidad. El hombre y el vino me parecen dos luchadores amigos que combaten sin cesar y sin cesar se reconcilian. El vencido abraza siempre al vencedor.
Hay borrachos malvados; son personas naturalmente malas. El hombre malo llega a ser execrable, como el bueno llega a ser excelente.
Voy a hablar enseguida de una droga que está en boga desde hace algunos años, una especie de droga deliciosa para cierta clase de aficionados y cuyos efectos son mucho más fulminantes y fuertes que los del vino. Describiré con cuidado todas sus consecuencias, y luego, reanudando la pintura de las diferentes eficacias del vino, compararé esos dos medios artificiales con los cuales el hombre, exasperando su personalidad, crea en sí mismo, por así decirlo, una especie de dios.
Mostraré los inconvenientes del hachís, el menor de los cuales, a pesar de los tesoros de benevolencia ignorados que aparentemente hace germinar en el corazón, o más bien en el cerebro del hombre, el menor de los cuales, digo, consiste en que es antisocial, mientras que el vino es hondamente humano, y casi me atrevería a llamarlo hombre de acción.
IV. El hachís
A veces, cuando se hace la cosecha de cáñamo, se producen fenómenos extraños en los cuerpos de los peones masculinos y femeninos. Se diría que de la siega se eleva, no sé qué vertiginoso espíritu que circula alrededor de las piernas y asciende maliciosamente hasta el cerebro. La cabeza del segador se llena de torbellinos y otras veces se carga de fantasías. Los miembros se debilitan y se niegan a funcionar. Por lo demás, cuando era niño experimenté fenómenos análogos mientras jugaba y me revolcaba en montones de alfalfa.
Se ha tratado de hacer hachís con cáñamo en Francia. Todos esos ensayos han fracasado hasta el presente, y los empecinados que desean a toda costa procurarse goces mágicos han seguido utilizando el hachís que ha cruzado el Mediterráneo, es decir el que está hecho con cáñamo indio o egipcio. El hachís se compone de una cocción de cáñamo indio, manteca y una pequeña cantidad de opio.
He aquí un dulce verde, singularmente oloroso, tan oloroso que causa una especie de repulsión, como, por lo demás, la causaría cualquier aroma fino llevado a su máximo de potencia y, por decirlo así, de densidad. Tomad una porción grande como una nuez, llenad con ella una cucharita y poseeréis la felicidad, la felicidad absoluta con todas sus embriagueces, con todas sus locuras juveniles y también con sus infinitas beatitudes. La felicidad está allí, en la forma de un trocito de dulce; tomadla sin temor porque no mata; no daña gravemente los órganos físicos. Tal vez vuestra voluntad queda disminuida, pero ése es otro asunto.
En general, para dar al hachís toda su fuerza y toda su eficacia hay que diluirlo en café muy caliente y tomarlo en ayunas; la comida se demora hasta la diez o las doce de la noche, y sólo se puede ingerir una sopa liviana. La infracción a la regla tan sencilla produciría vómitos, pues la comida es incompatible con la droga, o con la eficacia del hachís. Muchos ignorantes o imbéciles que se conducen así acusan al hachís de ineficaz.
Apenas es absorbida la pequeña droga, operación que, por otra parte, requiere cierta resolución, pues, como he dicho, la mezcla es tan olorosa que causa a algunas personas síntomas de náuseas, os sentiréis inmediatamente en un estado ansioso. Habéis oído hablar vagamente de los efectos maravillosos del hachís, vuestra imaginación se ha hecho de él una idea particular, un ideal de embriaguez, y estáis impacientes por saber si en realidad el resultado estará en consonancia con esa idea preconcebida. El tiempo que transcurre entre la absorción del brebaje y los primeros síntomas varía según los temperamentos y también de acuerdo con la costumbre. Las personas que poseen el conocimiento y la práctica del hachís sienten, a veces, al cabo de media hora, los primeros síntomas de sus efectos.
Me olvidé de decir que el hachís produce en el hombre una exasperación de su personalidad y al mismo tiempo una sensación muy viva de las circunstancias y el ambiente. Conviene no someterse a su acción sino en ambientes y circunstancias favorables. Así como todo júbilo y todo bienestar son excesivos, así también todo dolor y toda angustia son inmensamente profundos. No hagáis semejante experiencia si tenéis que realizar alguna tarea desagradable, si vuestro ánimo se siente inclinado al spleen, si tenéis que pagar una cuenta. Ya he dicho que el hachís es inadecuado para la acción. No consuela como el vino; hace desarrollar desmedidamente la personalidad humana en las circunstancias actuales en que se halla situada. En la medida posible, es necesario un buen departamento o un hermoso paisaje, una mente libre y despreocupada y algunos cómplices cuya idiosincrasia intelectual se aproxime a la vuestra, y también un poco de música si ello fuera posible.
La mayoría de las veces los novatos se quejan, en su primera iniciación, de la lentitud de los efectos. Los esperan con ansiedad, como no se presentan con toda la rapidez que desearían, hacen fanfarronadas de incredulidad que regocijan mucho a los que conocen las cosas y la manera como el hachís actúa. Es uno de los espectáculos menos cómicos ver cómo aparecen y se multiplican los primeros ataques en medio de esa misma incredulidad. Ante todo se apodera de vosotros cierta hilaridad irresistible y ridícula. Las palabras más vulgares, las ideas más simples, adquieren un aspecto extravagante y nuevo. Esa alegría se os hace insoportable a vosotros mismos, pero es inútil que respinguéis contra ella. Os ha invadido el demonio, y rodos los esfuerzos que hagáis para resistirlo servirán solamente para acelerar el progreso del mal. Os reís de vuestra necedad y de vuestra locura, vuestros amigos se os ríen en la cara pero no les guardáis rencor, pues la benevolencia comienza a manifestarse.
Esta alegría lánguida, este malestar en el júbilo, esta inseguridad e indecisión en la enfermedad duran generalmente poco tiempo. Sucede algunas veces que personas completamente inhábiles para los juegos de palabras improvisan interminables sartas de retruécanos, de asociaciones de ideas enteramente improbables, capaces de desconcertar a los maestros más grandes en ese arte ridículo. Al cabo de unos minutos las asociaciones de ideas se van haciendo tan vagas, los hilos que ligan vuestras concepciones son tan tenues, que sólo pueden comprenderos vuestros cómplices, vuestros correligionarios. Vuestro jugueteo, vuestras carcajadas, parecen el colmo de la tontería a todos lo que no se hallan en el mismo estado que vosotros.
La sapiencia de ese desdichado os regocija desmedidamente, su serenidad os lleva a los últimos linderos de la ironía; os parece el más loco y ridículo de los hombres. En cuanto a vuestros compadres, os entendéis perfectamente con ellos. Pronto ya no os comunicáis sino con la mirada. Es una situación un tanto cómica la de los hombres que gozan de una alegría incomprensible para quien no está situado en el mismo mundo que ellos. Le compadecen profundamente. Por lo tanto, la idea de superioridad despunta en el horizonte de vuestra inteligencia. Y pronto crecerá desmesuradamente.
En esa primera fase fui testigo de escenas muy grotescas. Un músico célebre que ignoraba las propiedades del hachís y que tal vez nunca había oído hablar de esa droga, se encuentra en una reunión donde casi todos lo han tomado. Se esfuerzan para que comprenda sus efectos maravillosos. Él ríe con gracia, como quien por decoro desea adaptarse a la situación durante unos minutos, porque es muy bien educado. Todos ríen mucho, pues el hombre que ha tomado el hachís está en la primera fase, dotado de un admirable sentido de lo cómico. Continúan las carcajadas, los disparates incomprensibles, los juegos de palabras inextricables, los gestos extravagantes. El músico declara que esa broma de artistas es mala y además tiene que ser muy fatigosa para sus autores.
El júbilo aumenta. «Esta broma puede ser buena para ustedes, pero no para mí», dice. «Basta que sea buena para nosotros», replica egoístamente uno de los enfermos. Llenan la sala de carcajadas interminables. El músico se enoja y quiere irse. Alguien cierra la puerta y oculta la llave. Otro se arrodilla delante de él y declara llorando, en nombre de todos los presentes, que si bien su inferioridad les inspira la compasión más profunda, no por eso dejará de animarlos una eterna benevolencia.
Le suplican que toque música y accede. Pero apenas el violín se hace oír, los sonidos que se difunden por la sala emocionan a algunos de los enfermos. Y todo se convierte en suspiros profundos, sollozos, gemidos desgarradores y torrentes de lágrimas. El músico, asustado, se interrumpe y se cree en un manicomio. Se acerca a aquel cuya bienaventuranza hace más alboroto y le pregunta si sufre mucho y qué podría hacer para aliviarlo. Un hombre práctico que tampoco ha probado la droga beatífica propone limonada y ácidos. El enfermo, con éxtasis en los ojos, le contempla con un desprecio indecible y solamente su orgullo le salva de las injurias más graves. ¿Qué puede exasperar más, en efecto, a un enfermo de júbilo que el deseo de curarlo?
He aquí, en mi opinión, un fenómeno extremadamente curioso: una criada encargada de llevar tabaco y refrescos a personas drogadas con el hachís, viéndose rodeada de cabezas extrañas, de ojos desmesuradamente agrandados y de una atmósfera malsana causada por aquella locura colectiva, lanza un carcajada insensata y deja caer la bandeja, que se rompe con todas las tazas y los vasos y huye a todo correr aterrorizada. Todos ríen y al día siguiente la criada confiesa que había sentido algo muy raro durante muchas horas, que había estado muy graciosa, muy, yo no sé cómo. Sin embargo, no había tomado hachís.
La segunda fase se anuncia con una sensación de frescura en las extremidades y un gran debilitamiento. Tenéis, como se dice vulgarmente, manos de manteca, pesadez de cabeza y una estupefacción generalizada en todo vuestro ser. Vuestros ojos se agrandan, parecen atraídos en todas las direcciones por un arrobamiento implacable. Vuestra faz palidece y se pone lívida y verdosa. Los labios se fruncen, se contraen y parecen querer introducirse en la boca. Roncos y profundos suspiros se escapan de vuestro pecho, como si vuestra naturaleza anterior no pudiera soportar el peso de la nueva. Los sentidos adquieren una finura y una agudeza extraordinarias. Los ojos perforan el infinito, los oídos perciben los sonidos más imperceptibles en medio de los ruidos más estruendosos.
Comienzan las alucinaciones. Los objetos exteriores adquieren apariencias monstruosas. Se os presentan en formas desconocidas hasta entonces. Luego se deforman, se transforman y, finalmente, penetran en vuestro ser o bien vosotros penetráis en ellos. Tienen lugar los equívocos más extraños, las trasposiciones de ideas más inexplicables. Los sonidos tienen color y los colores música. Las notas musicales son números y resolvéis con una rapidez espantosa, prodigiosos cálculos aritméticos a medida que la música penetra en vuestros oídos. Estáis sentados y fumáis, pero creéis que estáis sentados en vuestra pipa y que es vuestra pipa la que os fuma; sois vosotros quienes os exhaláis en la forma de nubes azuladas.
Os sentís bien así, y solamente os preocupa y os inquieta una cosa: ¿Cómo os arreglaréis para salir de vuestra pipa? Esa imaginación dura una eternidad. Un intervalo de lucidez os permite consultar el reloj mediante un gran esfuerzo. La eternidad ha durado un minuto. Otra corriente de ideas os arrastra y os arrastrará durante otro minuto en su torbellino viviente y ese minuto será también una eternidad. Las proporciones del tiempo y la existencia son desbaratadas por la multitud innumerable y por la intensidad de las ideas y sensaciones. Se viven muchas vidas de hombre en el término de una hora. Ése es el tema de La piel de zapa. Ya no existe ecuación entre los órganos y los goces.
De vez en cuando la personalidad desaparece. Esa objetividad característica de ciertos poetas panteístas y los grandes actores llega a ser tal que os confundís con los seres exteriores. Heos aquí convertidos en árboles que le braman al viento y cantan las melodías vegetales a la naturaleza. Ahora os cernís en el azul del cielo inmensamente agrandado. Todo dolor ha desaparecido. Ya no lucháis, os llevan, ya no sois dueños de vosotros mismos y no os afligís por ello. La idea del tiempo desaparecerá por completo en seguida. Un pequeño despertar se produce todavía de cuando en cuando. Os parece que salís de un mundo maravilloso y fantástico. Es cierto que conserváis la facultad de observaros y mañana guardaréis el recuerdo de algunas de vuestras sensaciones. Pero no podréis aplicar esa facultad psicológica. Os desafío a que afiléis una pluma o un lápiz; sería una tarea superior a vuestras fuerzas.
Otras veces la música os recita poemas infinitos, os convierte en dramas espantosos o mágicos. Se asocia con los objetos que tenéis a la vista. Las pinturas del techo, inclusive las mediocres o malas, adquieren una vida terrible. El agua límpida y seductora se desliza por el césped que tiembla. Las ninfas de carnes resplandecientes os miran con grandes ojos más límpidos que el agua y que el azul celeste. Ocuparéis vuestro puesto y desempeñaréis vuestro papel en los peores cuadros, en los papeles pintados más vulgares que tapizan las paredes de las posadas.
He observado que el agua adquiría un encanto espantoso para todas las mentes algo artistas iluminadas por el hachís. Las aguas corrientes, los surtidores, las cascadas armoniosas, la inmensidad azul del mar, ruedan, duermen y cantan en el fondo de vuestra mente. Acaso no fuera conveniente dejar a un hombre en ese estado a la orilla de un agua límpida, pues, como el pescador de la balada, tal vez se dejaría arrastrar por la Ondina.
Hacia el final de la velada se puede comer algo, pero esa operación no se realiza sin alguna dificultad. Uno se siente tan por encima de las realidades materiales que, en verdad, preferiría permanecer acostado de espaldas en el fondo de ese paraíso intelectual. Algunas veces, no obstante, el apetito se despierta de una manera extraordinaria, pero hace falta mucho valor para mover una botella, un tenedor o un cuchillo.
La tercera fase, separada de la segunda por un acrecentamiento de la crisis, por una embriaguez vertiginosa seguida por un malestar nuevo, es algo indescriptible. Es lo que los orientales denominan el kief; la bienaventuranza absoluta. Ya no se trata de algo remolinante y tumultuoso. Es una beatitud apacible e inmóvil. Quedan resueltos todos los problemas filosóficos. Todas las cuestiones difíciles contra las cuales batallan los teólogos y que desesperan a la humanidad razonadora, son límpidas y claras. Todas las contradicciones se transforman en unidad. El hombre ha pasado a ser Dios.
En vosotros hay algo que dice: «Eres superior a todos los demás hombres, nadie comprende lo que piensas, ni lo que sientes ahora. Son incapaces de comprender inclusive, el amor inmenso que experimentas por ellos. Mas no hay que odiarlos por eso; hay que compadecerlos. Una inmensidad de dicha y de virtud se abre ante ti. Nadie sabrá jamás a qué grado de inteligencia y de virtud has llegado. Vive en la soledad de tu pensamiento y procura no afligir a los hombres».
Uno de los efectos más grotescos del hachís es el temor, llevado hasta la locura más meticulosa, de afligir a quienquiera que sea. Inclusive disfrazaríais, si pudierais hacerlo, el estado extranatural en que os encontráis para no causar inquietud al más insignificante de los hombres.
En ese estado supremo, el amor, en los espíritus afectuosos y artísticos, toma las formas más raras y se presta a las combinaciones más extravagantes. Un libertinaje desenfrenado puede amalgamarse con un sentimiento de paternidad ardiente y cariñosa.
Mi última observación no será la menos interesante. Cuando en la mañana del día siguiente veis la luz del sol instalada en vuestra habitación, vuestra primera sensación es de profundo asombro. El tiempo había desaparecido por completo. Poco antes era la noche y al presente es el día. «¿He dormido o no he dormido? ¿Mi embriaguez ha durado toda la noche y, suprimida la noción del tiempo, la noche entera apenas ha tenido para mí el valor de un segundo? ¿O bien he estado amortajado en los velos de un sueño repleto de visiones?». No es posible saberlo.
Os parece que experimentáis un bienestar y una agilidad mental maravillosos y ninguna fatiga. Pero apenas os levantáis un resto de la embriaguez se pone de manifiesto. Vuestras débiles piernas os conducen con timidez, teméis romperos como un objeto frágil. Una gran languidez, que no carece de encanto, se apodera de vuestro ánimo. Sois incapaces de trabajar y os falta energía para la acción.
Es el castigo merecido por la prodigalidad impía con la que habéis hecho tan gran gasto de fluido nervioso. Habéis arrojado vuestra personalidad a los cuatro vientos del cielo, y ahora se os hace difícil recogerla y concentrarla.
V
Yo no digo que el hachís produce en todos los hombres todos los efectos que acabo de describir. Me he referido más o menos, salvo algunas variantes, a los fenómenos que se producen generalmente en los espíritus artísticos y filosóficos. Pero hay temperamentos en los que esta droga no origina sino una locura bulliciosa, un alegría violenta que se parece al vértigo, a las danzas, los saltos, los pataleos y las carcajadas. Tienen, por así decirlo, un hachís muy material. No pueden soportarlos los espiritualistas, quienes sienten por ellos una gran compasión. Su ruin personalidad se pone de manifiesto. Yo vi en una ocasión a un magistrado respetable, un hombre honorable, como se llaman a sí mismas las personas distinguidas, uno de esos hombres cuya gravedad artificial siempre se impone, en el momento en que el hachís comenzaba a ejercer sus efectos, ponerse bruscamente a bailar un cancán de los más indecentes. El monstruo interior y verídico se ponía de manifiesto. Aquel hombre que juzgaba las acciones de sus semejantes, aquel Togatus había aprendido, en secreto, a bailar el cancán.
Así pues, puede afirmarse que esa impersonalidad, ese objetivismo del que he hablado, y que no es sino el desarrollo excesivo del espíritu poético, no se encontrará nunca en el hachís de esa gente.
VI
El gobierno de Egipto prohíbe la venta y el comercio del hachís, en el interior del país por lo menos. Los desdichados apasionados por él acuden al farmacéutico, con el pretexto de comprar otra droga, para adquirir su pequeña dosis preparada de antemano. El gobierno egipcio hace bien. Un estado razonable no podría subsistir si se emplease el hachís, que no crea guerreros ni ciudadanos. En efecto, al hombre le está prohibido, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual, alterar las condiciones primordiales de su existencia y romper el equilibrio entre el medio y sus facultades. Si existiera un gobierno interesado en corromper a sus gobernados le bastaría con alentar el empleo del hachís.
Se dice que esta sustancia no origina daño físico alguno. Eso es cierto, por lo menos hasta el presente. Pero yo no sé hasta qué punto se puede decir que un hombre que no hace más que soñar y es incapaz de actuar goza de buena salud, aunque todos sus miembros se hallen en buen estado. La víctima es la voluntad, que es el don más precioso. Jamás un hombre que puede procurarse instantáneamente con una cucharada de dulce, todos los bienes del cielo y de la tierra, adquirirá la milésima parte de ellos por medio del trabajo. Y, ante todo, es necesario vivir y trabajar.
Se me ha ocurrido la idea de hablar del vino y del hachís en el mismo artículo porque hay en ellos algo que les es común, efectivamente: el excesivo desarrollo poético del hombre. La afición frenética del hombre a todas las sustancias, sanas o peligrosas, que exaltan su personalidad atestigua su grandeza. Aspira constantemente a reanimar sus esperanzas y elevarse hacia lo infinito. Pero es necesario ver las consecuencias. He aquí un licor que activa la digestión, fortifica los músculos y enriquece la sangre. Aun tomado en gran cantidad, no causa sino desórdenes muy breves. He allí una sustancia que interrumpe la función digestiva, debilita los miembros y puede causar una embriaguez de veinticuatro horas. El vino exalta la voluntad y el hachís la aniquila. El vino es un sostén físico y el hachís un arma para el suicidio. El vino hace bueno y sociable, pero el hachís aísla. El uno es, por decirlo así, laborioso, y el otro esencialmente perezoso. ¿Para qué trabajar, labrar, escribir, fabricar lo que sea, cuando se puede obtener el paraíso de un golpe? En conclusión, el vino es para aquellos que trabajan y merecen beberlo. El hachís pertenece a la clase de los placeres solitarios, está hecho para los ruines ociosos. El vino es útil, pues produce resultados fructíferos. El hachís es inútil y peligroso[2].
VII
Pongo fin a este artículo con unas bellas palabras que no me pertenecen, pues son de un notable filósofo poco conocido, Barbereau, teórico musical y profesor del Conservatorio. Me hallaba junto a él en una sociedad donde algunas personas habían tomado el dichoso veneno y me dijo en tono de desprecio infinito: «No comprendo por qué el hombre racional y espiritual utiliza medios artificiales para alcanzar la beatitud poética, pues el entusiasmo y la voluntad bastan para elevarlo a una existencia sobrenatural. Los grandes poetas, los filósofos, los profetas, son seres que mediante el puro y libre ejercicio de la voluntad llegan a un estado en el que son al mismo tiempo, la causa y el efecto, el sujeto y el objeto, el hipnotizador y sonámbulo».
Yo pienso exactamente lo mismo.