Final de etapa

En las oficinas de Madrid me habían informado mal respecto a la convalidación de asignaturas. Yo había dejado dos pendientes, porque con dos pendientes pasabas curso, pero, cuando fui a matricularme en Barcelona, resultó que las que había cursado en Madrid y aquí no figuraban en el plan de estudios no se convalidaban con las que se daban aquí. Había que repetir curso.

Papá me llevó a cenar a un restaurante, mano a mano los dos, y me preguntó cuáles eran mis planes, qué iba a hacer yo él próximo año. Quedé helada. Mis padres no se habían metido nunca en mis estudios, casi ni sabían qué era exactamente lo que estudiaba y no daban importancia a que fueran las notas mejores o peores. Pero entendí de pronto que un suspenso, y no digamos la pérdida de un curso, no entraba en sus previsiones. Óscar cursaría la carrera de Arquitectura sin un solo tropiezo y trabajaría con uno de nuestros mejores arquitectos, Federico Correa, desde segundo curso. Mi padre me miraba ahora sin entender que su hija pudiera no aprobar, como no había entendido años atrás que su hija pudiera llegar cinco minutos tarde a un autocar y tener esperando a cien compañeros de viaje. Me alegré de que mis debilidades, mis adicciones absurdas, mi escasa fuerza de voluntad, me hicieran capaz de entenderlo casi todo. Cuanto más lejos me sentía de la perfección, mayores eran mi tolerancia y mi capacidad de comprender a los demás.

Aseguré a mi padre que aquello no se iba a repetir, y, como las asignaturas que me quedaban de primero de Historia eran sólo tres y fáciles, me matriculé en Pedagogía. Lo cual significa que, aunque seguía pensando que mis únicas vocaciones eran el teatro o la literatura, no desechaba la posibilidad de recurrir a la enseñanza como medio de ganarme la vida. Fue al empezar Pedagogía cuando vi con frecuencia a tío Juan, y me propuso que fuera un par de tardes a ayudarle en su casa. Allí escuché las conversaciones telefónicas —debieron de ser tres o cuatro, y no sé si con la misma persona— en que se negaba a suministrar ningún tipo de información sobre presuntos sospechosos. Ahora vivía solo con la Abuelita y, a media tarde, hacíamos un descanso y tomábamos los tres el té, en unas tazas chinas de porcelana que me encantaban. Cuando deshicieron el piso para trasladarse a una residencia y me preguntaron qué quería como recuerdo, elegí aquellas tazas.

A mi regreso a Barcelona volví a ver a José, y comprobé lo que ya sabía: que había dejado de estar enamorada de él. Por otra parte, durante los últimos meses, no sólo mi actitud ante la Iglesia Católica se había vuelto todavía más crítica que en el pasado —consideraba siniestra su actuación a lo largo de la historia, no estaba dispuesta a asumir una posición neutral: estaba abiertamente en contra—, sino que se me fue haciendo más y más difícil creer en lo que constituía el núcleo de la religión: la existencia de un dios personal y de una vida posterior a la muerte. Los creyentes dirían que perdí la fe. Pues sí, era esto, perdí la fe, y, a pesar de que la vida sin fe era más dura, no lo lamentaba.

Aquel curso tuve, paradójicamente, una participación mayor en el SEU y en Falange. En el SEU monté un ciclo de lecturas (Lorca, Alberti y Casona, tres autores prohibidos en España, que a nosotros nos autorizaban, pensé, porque consideraban que éramos de los suyos y que, tras dos o tres chiquilladas más, volveríamos al redil, del mismo modo que en El Escorial habían permitido que, después de lanzar las gorras al aire y darle la espalda al Generalísimo, subiéramos tranquilamente al tren) e intervine en alguna representación del TEU (Teatro Español Universitario). Di clases de Historia y de Literatura en el Instituto de la Mujer, que dependía de Sección Femenina, donde también daba clases Mercedes y de donde la echaron al terminar el curso. Y —ésta fue mi actuación política más destacada dentro de Falange, y me resultó, sobre todo en ese momento, cuando empezaba a dudar de que fuera cierto lo que explicaba, muy desagradable— di clases de Formación del Espíritu Nacional en dos colegios, uno de monjas y el otro la Academia Pérez Iborra.

La Universidad de Barcelona estaba al rojo vivo.

Los disturbios eran cada vez más frecuentes. La policía amenazaba con entrar en el recinto universitario. Mis mejores amigos de antes —antes de Begur y de Madrid— no habían entendido mi ingreso en Falange, tan inesperado: unos seguían confiando en mí y otros no. Uno de los más amigos, Ramón Conde, me invitó a una reunión clandestina, y yo no supe hasta treinta años más tarde que hubo poco después una redada y que le habían reprochado que me hubiera llevado, pues se sospechaba que podía ser yo quien les había denunciado. Todos militaban en la izquierda. Y yo también. Pero ¿qué izquierda era la mía? ¿Unos muchachos bravucones que presumían por los bares con la pistola al cinto? ¿Unos falangistas de la vieja guardia, que criticaban a Franco e incluso le consideraban un traidor, pero que, llegado el momento de la verdad, de una real confrontación, nunca se alinearían en el bando de los estudiantes y de los obreros? ¿Las mujeres de Sección Femenina, algunas estupendas, la parte sin duda más honesta del «movimiento», que seguían obstinadas en que debía empezarse por la revolución moral y el resto nos sería dado por añadidura? ¿Qué partido de izquierdas iba a estar dispuesto a colaborar con nosotros? Y ¿de verdad las soluciones que proponía José Antonio para los problemas políticos, económicos y sociales eran tan extraordinarias? Lo cierto era que muchas de las mujeres de más valía se habían salido; otras, como Mercedes, Celia o yo misma, seguíamos por sentimentalismo, porque aún no habíamos perdido del todo la esperanza, por no ver clara una alternativa. La mayoría seguía sin plantearse nada y porque era su medio de vida, y no resultaba fácil, a partir de cierta edad y con un título emitido por Falange, encontrar trabajo en otro lado.

Así las cosas, se decidió, supongo que a propuesta de Sección Femenina, crear en un albergue del Pirineo de Huesca un curso mixto para universitarios. Era la primera vez que se hacía, y parecía un proyecto muy audaz. Chicos y chicas durmiendo juntos en un mismo edificio y sin ninguna persona mayor que los controlase, podía ocurrir cualquier cosa… Y sí ocurrió, pero no lo que temían. Eligieron con cuidado a los participantes y me pidieron que yo fuera. Por una vez se fiaban de mí.

Y fui. Al borde del desencanto, pero fui. El lugar era, como siempre, hermosísimo, y los chicos y chicas —procedían de toda España y yo no conocía a nadie— parecían simpáticos y deseosos de pasarlo bien. El tercer día organizaron una excursión y decidí no ir. Estaba leyendo en la sala, cuando, a punto ya de marcharse todos, pasó el jefe por allí. Era un chico como los demás, no mucho mayor que yo. «¿Qué haces aquí?», preguntó, ya enfadado. Le expliqué que no me encontraba muy bien y que iba a quedarme en el albergue. Se puso bravo. «Claro que vas a ir. Es obligatorio. Levántate ahora mismo». Y yo me levanté, pero dije. «No». «¿Qué?». «Que no voy». Perdió los estribos: «Pues si no vas, lárgate hoy mismo del albergue». «Ya sabes que no pasa por aquí ningún autocar hasta mañana por la mañana, me iré mañana». «No, tú decidirás qué haces, pero si no vienes a la excursión te largas hoy». Ni aunque hubiera tenido que volver a pie a mi casa habría participado yo en la excursion. Hacía mucho tiempo que nadie me daba órdenes en aquel tono ni me trataba con tan malos modos. Y había tenido que ser un chico de mi edad, un camarada. Yo no pasaría aquella noche en el albergue, no me encontraría allí cuando volviera. Si era preciso, dormiría bajo un árbol. Reuní mis cosas y fui llamando a las puertas del pueblo, que era pequeñísimo, hasta que en una de las casas me dijeron que sí me podían alquilar una habitación. La pagué por adelantado, pedí que me despertaran temprano para no perder el autocar, advertí que no dejaran entrar a nadie y me encerré con llave en la habitación.

Cuando volvieron de la excursión y vieron que me había ido del albergue, me buscaron hasta localizar la casa donde estaba. El albergue entero se congregó bajo mi ventana y me pidió que volviera, que no tuviera en cuenta las palabras impremeditadas del jefe, que era el primero en lamentar lo ocurrido y desear mi regreso, y que volviera con ellos. Les di las gracias desde arriba y respondí que no, que ya estaba acostada, que era mejor dejar las cosas como estaban. Insistieron varias veces, y luego se marcharon.

Estuve despierta toda la noche, por miedo en parte a que se olvidaran de llamarme y perder el autocar. Y allí, en el silencio total de un pueblecito perdido en las montañas de Huesca, terminó una etapa de mi vida. Creo que había alcanzado una pizca de madurez, quizá la única cantidad de madurez de la que soy capaz. Me había aceptado a mí misma. No iba a seguir lamentándome por no ser la mujer que mi madre hubiera deseado como hija, ni tal vez la que yo misma hubiera querido ser. Eso ya no importaba demasiado, porque sabía que, siendo como era, había sido muy amada y sería muy amada en el futuro, y era la aceptación de otros la que hacía que yo me aceptara también. La vida me había dado unas cartas determinadas, y habría que jugarlas lo mejor posible. Me sabía capaz de bajezas, mezquindades, cobardías, adicciones, de pecar de pensamiento, palabra y obra, no sólo contra la ética, sino, y era peor, contra la estética, y esto me obligaba a ser tolerante y comprensiva con los demás. Sabía que el catolicismo no era el camino, sabía que Falange no era el camino. Sabía que, al menos para mí, no había un camino. Y era mejor así. Estaría siempre en contra de la Iglesia, pero algo había aprendido en los Evangelios, algo había aprendido de Cristo, y no iba a olvidarlo, estaba para siempre dentro de mí. Que el hombre fuera portador de valores eternos y la patria una unidad de destino en lo universal me dejaba indiferente, y estaba claro que la línea más corta entre dos puntos no pasa ni mucho menos por las estrellas, y tal vez fue un error afiliarme a Falange, porque buscábamos una quimera, la Falange revolucionaria y de izquierdas, que no tenía, como cualquier otra quimera, posibilidad de existir en otro lugar que en nuestra imaginación. Y yo hubiera debido saberlo, o al menos descubrirlo antes. Pero, aunque hubiera podido ser en otros ámbitos, fue en Begur donde despertó mi conciencia política, donde medí la magnitud de la injusticia que llenaba el mundo, y acepté para siempre la parte de responsabilidad que en ella me correspondía.

Supe, aquella noche insomne, que nunca volvería a afiliarme a un partido, a tener un carné (de hecho no lo había tenido nunca de Falange y, cuando me lo enviaron, sin que lo pidiera, del PSUC, lo metí sin firmar en un cajón, a pesar de que les votaba y pagaba una cuota mensual, y tampoco me apunté nunca a un partido feminista determinado), que reivindicaba mi derecho, como intelectual, a tomar ante cada situación, ante cada conflicto, la conclusión que me pareciera acertada, sin someterme a la política de grupo. Decidí que no era exacto ese eslogan según el cual la verdad es siempre revolucionaria. A veces puede no serlo, pero, séalo o no, hay que aceptarla y sacarla a la luz.

Supe definitivamente, aquella noche, que, si bien no era cierto que la guerra civil la habían perdido todos, porque a la vista estaba que unos la habían ganado (y lo sabían bien) y otros la habían perdido (y nadie iba a permitirles ignorarlo ni olvidarlo), yo, hija de los vencedores, a pesar de haber gozado de todos sus privilegios y todas sus ventajas, pertenecía al bando de los vencidos.

FIN