Es muy posible que Franco no mantuviese buenas relaciones con la Falange, pero cedió a su Sección Femenina lugares muy bellos para establecer sus albergues. La Granja, a finales de septiembre, era una maravilla. Los árboles se habían dorado ya para el otoño y al pasear hundíamos las piernas hasta las rodillas en un mar de hojas muertas.
El ambiente era distinto del de Begur. No se trataba ya de estudiantes que habían acudido allí obligadas, para cumplir el servicio social, predispuestas por lo general contra la Falange, y que, salvo encontrarse con una instructora como Mercedes, volvían a sus casas sin haber aprendido nada ni haberse planteado nada nuevo. Las chicas reunidas en La Granja estaban ya muy inmersas en Falange, pertenecían en muchos casos a sus organizaciones juveniles, conocían sus directrices, y asistían al curso para acabar su formación e ingresar formalmente en ella, el día de la clausura, a través de una ceremonia en que prestarían, prestaríamos, juramento.
En La Granja nos dio las clases de política una chica muy competente y desde la misma posición de izquierdas que en Begur. O sea que, bajo la dirección de Pilar de Valle, todo el SEU femenino debía de haber aceptado, de mejor o peor grado, aquella línea. No quedaba tan clara la opinión de los varones ilustres, viejas glorias de nombres conocidos, que de vez en cuando nos visitaban. Se felicitaban de que las nuevas generaciones estuviéramos prontas y dispuestas a tomar el relevo, nos halagaban, nos animaban a seguir… Pero no se comprometían demasiado.
Además de las clases, había en La Granja las actividades de siempre: gimnasia, deporte, canto, lectura de poemas y de obras de teatro (preferentemente de Alfonso Sastre, que todos sabíamos de extrema izquierda, nunca de autores emblemáticos de la derecha, como José María Pemán), fuegos de albergue en que improvisábamos por grupos lo que se nos ocurría… Yo participaba en todo con entusiasmo. Y el día de la clausura presté juramento sin la menor vacilación, sin la menor duda, convencida de que estaba haciendo lo mejor, de que había encontrado mi camino.
Y, sin embargo, en ningún momento, y empezando por la propia Pilar de Valle, se fiaron de mí, siempre me miraron con recelo, nunca me confiaron un trabajo de mínima importancia o responsabilidad, aunque esto lo constaté más tarde. Cuando, sólo llegar a Madrid, fui a ofrecerme para colaborar en lo que fuera, me encargaron ir cuatro tardes a la semana a un barrio extremo, a más de una hora de metro de mi residencia, para dar clase a unas niñas. Imaginé que por alguna razón estaban sin escolarizar y tendría que enseñarles un poco de todo, empezando por leer y escribir, pero resultó que aquellas niñas, cuando llegaban a mí, se habían pasado el día entero en la escuela, estaban más que hartas, y no había ni que pensar en enseñarles nada. No sabía cómo entretenerlas ni qué hacer con ellas.
Como no me habían encargado nada y yo ardía en afán de colaborar, me monté una empresa unipersonal de apostolado. Hacía proselitismo a todas horas y en todas partes: en la facultad, en la residencia, en el autobús que me llevaba a la universidad, en el metro. En cuanto surgía un pretexto, en cuanto se hablaba de algo que guardaba una remota relación con el tema, lanzaba mi discurso. Había reacciones de todo tipo: los más me miraban con extrañeza, otros creo que ni me escuchaban, algunos entraban en la discusión, pero con cierta cautela, porque, a pesar de ser mujer y joven, yo era para ellos una total desconocida.
En Madrid me alojé, por un precio irrisorio, en una residencia muy curiosa: una casa un poco castigada por el paso del tiempo, pero de empaque señorial, situada en lo más fino de la ciudad, en el meollo de la calle Serrano. Un caso de genuina picaresca que se llevaba a cabo con apariencias de absoluta dignidad. La residencia pertenecía a una asociación benéfica —«De protección a la joven», creo que se llamaba— y tenía como fin acoger a las pobres muchachas que llegaban desorientadas y perdidas a la gran ciudad. Un miembro de la asociación hubiera debido estar en la estación, y ofrecer ayuda si veía a una muchacha de aspecto desvalido. Pues bien, la residencia se había llenado exclusivamente de muchachas de distintos puntos de España, casi todas, por no decir todas, de buena familia, casi todas ya licenciadas, que estaban en Madrid para hacer el doctorado o preparar oposiciones. La directora y sus colaboradoras, en lugar de lidiar con chicas conflictivas y necesitadas de todo tipo de ayuda, convivían con muchachas cultas y educadas, que no les ocasionaban la menor preocupación ni les daban el menor trabajo, y que, por descontado, no precisaban «protección» ninguna.
Del invierno que pasé en Madrid, he escrito:
Me gustaba esta ciudad, con su ritmo más lento, más pausado, las avenidas arboladas del parque que conducían al estanque o a la rosaleda —durante todo el curso había esperado la llegada de la primavera, que me permitiría verla por fin en flor—, las callejas estrechas de los barrios viejos, a veces empinadas, con su rico olor a calamares fritos, a gambas al ajillo, a vino peleón derramado generosamente sobre el serrín del suelo de las tascas. Me gustaba sobre todo la luz de esta ciudad, los cielos limpios, claros, transparentes, recién barridos por el aire que descendía helado de la sierra, cruzados por nubes malvas, cárdenas en el anochecer, que se deshilachaban de un extremo a otro del horizonte.
Había pasado el curso —cuando no estaba en clase o estudiando en la biblioteca— recorriendo a la ventura las calles; escribiendo en las mesas más apartadas, en los rincones más recónditos y acolchados de los cafés, unas cartas y unos poemas de amor que se confundían; vagando absorta por las salas del Museo del Prado; yendo, deliberadamente sola, al teatro o al cine, lo cual no había tenido ocasión de hacer hasta entonces jamás, saboreando en definitiva ese margen repentino de autonomía y libertad.
En aquel entonces las llamadas telefónicas interurbanas eran complicadísimas. Había que pedirlas y esperar luego durante horas. Además, a la directora de la residencia no le gustaba que se hicieran desde allí y teníamos que desplazarnos hasta la Telefónica. De modo que la comunicación habitual era a través del correo. Y yo me pasaba horas escribiendo cartas: sobre todo a José, a Mercedes, a mis padres y a Celia, una chica catalana de la que me había hecho amiga en La Granja y que estudiaba ahora en Valladolid.
Es cierto que apenas hice otra cosa a lo largo de todo el curso que escribir en los cafés, callejear, ver todas las obras de teatro que se estrenaban y mucho cine, y recorrer el Museo del Prado.
La universidad era tan decepcionante, o casi, como la de Barcelona. Pero tuve allí a uno de los dos profesores que hubieran justificado por sí solos hacer la carrera. Se llamaba Santiago Montero Díaz y era catedrático de Historia Antigua. El otro sería Jaume Vicens Vives, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Barcelona, y es difícil imaginar a dos personajes más dispares. Vicens creó escuela y dejó tras de sí una obra importante. Era un gran profesor y sus clases una gozada. No creo que Montero Díaz creara escuela alguna; dejó unas obras dispersas, de escasa difusión y que no se encuentran en ninguna parte; la mitad de los alumnos no entendíamos la mitad de sus clases, y dudo que seamos muchos los que le recordemos.
Era un personaje extravagante y desconcertante, acerca del cual corrían rumores que ignoro si eran ciertos, como que se había fugado con una alumna o que bebía demasiado. Apasionado por la política, no era falangista: era ledesmista, o sea, seguidor de la doctrina y la postura de Ramiro Ledesma Ramos, que ya en 1935 había abandonado la organización formada por las JONS y Falange por considerar que se apartaba de los ideales, más radicales, del nacionalsindicalismo. Pero, a mi parecer, Montero Díaz era un genio, y genios he conocido muy pocos. Una mañana, al entrar en clase, nos espetó: «Supongo que todos se han dado cuenta del día que es hoy». Nos miramos perplejos: nadie se había dado cuenta de nada. Era el aniversario de los Idus de Marzo. Y Santiago Montero Díaz dio —sobre la figura de Julio César— la mejor clase, la mejor conferencia, el discurso político más inteligente y más brillante que he escuchado jamás.
Hay una anécdota de la que soy protagonista, o coprotagonista. Al llegar el final del curso, Montero Díaz nos puso un examen escrito absolutamente imposible (no había hecho referencia a nada de aquello en sus clases, ni las había en la bibliografía que nos había dado) y suspendimos todos. Yo le admiraba muchísimo y me sentó muy mal; no por mí, que había estudiado poco y merecía acaso suspender, sino porque lo consideré injusto y me pareció una falta total de respeto hacia los alumnos que sí habían trabajado, y mucho, su asignatura. De modo que me senté en la mesa más apartada de un café y le escribí lo que pensaba. Llegaron los exámenes de septiembre, y yo entré en el aula medio volada ya, pero casi me dio un pasmo cuando oí que Montero Díaz decía: «Esther Tusquets, haga el favor de subir al estrado».
A trompicones y con las puntas de los pies más vueltas hacia adentro que nunca, logré recorrer el pasillo y subir al estrado. Me dio un papel y me dijo que lo leyera en voz alta. Eran las actas del examen de junio, y, al lado de cada nombre, figuraba «no presentado». Cuando terminé, cogió las actas, me ordenó que volviese a mi asiento y dijo: «Como ve, señorita Tusquets, no suspendí a nadie». Y añadió, dirigiéndose a la clase: «Y ahora escriban sobre cualquiera de estos temas que les doy, y todo el que no haga faltas de ortografía está aprobado». Y así fue como aquel curso no hubo ni un suspenso en Historia Antigua.
Aprovechando un puente, viajé a Valladolid para ver a Celia. Me alojé con ella en el Colegio Mayor. Había elegido aquellas fechas para asistir a un acto que se celebraba todos los años en el teatro más importante de la ciudad, en homenaje a Onésimo Redondo. Aquello me gustó. La sala estaba llena a rebosar de campesinos, hombres recios, de manos encallecidas, rostros graves, que cantaban con voces roncas el Cara al sol y llevaban con orgullo —eso me parecía a mí— la camisa azul. También me gustó el ambiente del Colegio Mayor, y pensé que la directora era una mujer educada, respetuosa, inteligente. Sin embargo, tiempo después me confesó una amiga, hija de padres anarquistas, que había pasado allí mucho miedo. Le pregunté por qué y me contó que se celebraban en el Colegio Mayor unas reuniones políticas periódicas, a las que asistían gentes diversas, y entre ellas varios guardias de Franco, que solían repetir: «Si pisa aquí un rojo, llevo la pistola al cinto». Yo sospechaba ya que los guardias de Franco y algunos falangistas iban armados, y que eran violentos y pendencieros. «¿Y qué hacía la directora?», pregunté. «Seguramente hubiera preferido que no asistieran a las reuniones, pero tenía que contemporizar». «¿Se hablaba mal de Franco?». «Bueno, a veces se criticaba algo, o alguno opinaba que se habría podido elegir a otro de los generales para la jefatura del Estado». «Pero ¿estaban abiertamente en contra?». «No». De la Falange de izquierdas yo sólo conocía mujeres. Habría tenido razones para sospechar que el fenómeno afectaba exclusivamente a Sección Femenina, pero en El Escorial, cuando, tras celebrarse la misa por los caídos, salió Franco de la iglesia, y los falangistas —habíamos ido para esto— le volvimos ostensiblemente la espalda, había entre nosotros tantos o más hombres que mujeres.
Aquel curso —precisamente durante unos días que yo pasaba en Granada— tuvieron lugar acontecimientos muy graves en la Universidad de Madrid. El alumnado se politizaba a marchas forzadas, perdía el miedo, provocaba conflictos. No sólo en Madrid. Me contó tío Juan, monseñor Tusquets, que desde Madrid —supongo que el ministro de Educación— le habían manifestado su preocupación por los disturbios que suscitaban los estudiantes de Barcelona y le habían pedido consejo.
Pero en Madrid fue más grave. Murió un estudiante. Y cientos de universitarios estuvieron gritando «¡Muera la Falange!» hasta quedar sin voz. Me contaron que Pilar de Valle discutió horas a puerta cerrada con su principal colaboradora y gran amiga —creo recordar que se llamaba Lupe— y que no llegaron a un acuerdo: Pilar decidió seguir, y la otra decidió dejarlo. Alguien comentó que se había dedicado a la enseñanza.
Al terminar el curso me fui con Mercedes al albergue de Víznar (Granada), donde habían asesinado a Federico García Lorca.
Ella iba, como siempre, de instructora de política y yo a organizar las actividades culturales. Estábamos juntas después de meses sin vernos, el lugar era hermoso, en las noches andaluzas las estrellas parecían más grandes, más cercanas. Y las muchachas granadinas estaban tocadas por una gracia especial: para bailar, para cantar, para moverse, para recitar. Era una delicia trabajar con ellas. Estuvimos viendo bailar en El Generalife a Margot Fontayne. Fue un mes de julio maravilloso.
El siguiente curso íbamos a estar Mercedes, Celia y yo en Barcelona… Y las tres seguíamos siendo falangistas.