Un dios de amor

Después del que parecía iba a ser mi último encuentro con José, renuncié al Instituto del Teatro y a la universidad —estaban próximos los exámenes de fin de curso, pero ¿qué importancia tenían para mí?—, pasé días sin pisar la calle —¿qué sentido tenía salir a una calle donde sabía no iba a encontrarle?—, sin abandonar casi mi habitación, sin ponerme al teléfono para nadie —¿para qué ponerme al teléfono si no iba a ser él, y, caso de que lo fuera, no iban a pasarme mis padres la llamada?—, sin comer apenas, sin poder centrar un minuto la atención en las páginas de un libro —lo cual no me había ocurrido antes nunca, ni en mis peores momentos—, sin interesarme por nada ni atender a nada de lo que se me decía (mamá: «Ya te lo habíamos advertido, lamento que lo pases tan mal pero te lo has buscado tú»; papá: «Nada dura para siempre, saldrás de ésta, ya verás, y antes de lo que crees»).

Harta de verme sollozar a todas horas con el rostro hundido en la almohada o vuelto hacia la pared, mamá decidió que la única solución era ocuparme en algo tan estresante y absorbente que no me dejara tiempo para pensar durante el día y me tuviera tan agotada al llegar la noche que me derrumbara ya medio dormida en la cama. Se puso a buscar activamente el lugar adecuado y no resultó nada fácil encontrarlo. Recuerdo que me ofrecí a trabajar gratis en un asilo de niños, para cuidarlos, darles clase, jugar con ellos, ayudar incluso en la cocina o en el arreglo de la casa, lo que fuera, y que las monjas que lo regentaban se negaron en redondo. Me pregunto qué debía de pasar de tan horrible en aquel lugar para que no permitieran que nadie del mundo exterior tuviera ocasión de observarlo.

Me aceptaron, finalmente, en el Cotolengo del Padre Alegre, una institución situada en lo alto de la colina del Guinardó, donde acogían, y tal vez acogen todavía, enfermos incurables, muchos de ellos paralíticos o con deformidades físicas. Lo dirigía una monja con la que mamá debía de haber hablado y llegado a un acuerdo. Me instalé a vivir allí por tiempo indefinido. Vestía de uniforme, con una bata blanca, y me alojaba con otras cuidadoras en un pequeño edificio aparte, donde compartía habitación con una mujer y con su hija. Como mamá había pretendido, yo caía —mejor, me desplomaba— todas las noches en la cama totalmente agotada y me dormía en unos segundos, pero tan breve tiempo me bastaba para comprobar que aquellas dos mujeres hablaban siempre de lo mismo: la posibilidad, rechazada por la madre, de que la chica se hiciera monja. Entonces la posición de la madre me resultaba incomprensible, ¿a qué otro futuro podía aspirar una muchacha huérfana de padre, pobre, poco agraciada, sin estudios y bastante tonta? No entendía yo que, por muy ignorante, tonta y fea que me pareciera, era lo único que la pobre mujer tenía en el mundo y era por tanto lógico que no quisiera perderlo, y no era justo que, por el hecho de haberlas acogido, intentaran comerle el coco a la chica y quedarse con ella. En aquellos momentos les presté poca atención, pero después, a lo largo de tantos años, las he recordado muchas veces y me he preguntado cómo acabaría la historia, y he deseado que, aunque no parecía probable, hubiera aparecido un buen muchacho —no necesariamente muy guapo ni muy listo ni muy rico— que se hiciera cargo de la joven y diera un par de nietos a la pobre vieja.

La directora, o superiora —no recuerdo qué título le daban—, era una mujer extraordinaria. Decidió deliberadamente —tuvo que ser deliberadamente— enfrentarme desde el primer instante a lo más duro de mi nuevo trabajo. Me mandaron que, ayudada por otra chica, bañara a las enfermas. Nos apostamos junto a una bañera, provistas de una esponja y un pedazo de jabón, y fuimos sumergiendo en el agua y fregoteando concienzudamente desde la cabeza hasta los pies a las enfermas —enanas, deformes, paralíticas— que nos iban trayendo, y que devolvíamos impolutas. Creo que disfrutaban con el baño, intentaban prolongarlo, y algunas reían y chapoteaban en el agua como bebés enormes y extraños.

El baño era una medida de higiene, pero era también algo que interrumpía la monotonía insoportablede un hospital cuyos pacientes seguramente nunca iban a salir de allí, y constituía para ellos un placer, incluso físico. Y era la superiora —voy a llamarla superiora— quien lo quería así: que los enfermos disfrutaran del baño, aunque eso nos llevara un poco más de tiempo. Nunca se tenía en cuenta el esfuerzo extra que se exigía de nosotras, ni nuestro cansancio, cuando se trataba del bienestar o incluso de la diversión de los enfermos. Recuerdo un atardecer hermosísimo, una puesta de sol magnífica. A la superiora se le ocurrió de repente, al verlo, que los enfermos no podían perderse semejante espectáculo, e hizo que los sacáramos del edificio y los subiéramos, en sus sillas de ruedas, en sus camillas, a la explanada que había en lo alto de la colina.

Yo me ocupaba de los cuidados físicos que requerían las enfermas —las enfermeras y cuidadoras estábamos ocupadas de la mañana a la noche, con los paréntesis de las comidas, que tomábamos en común, en una habitación del edificio central, de modo que a veces no pisaba la mía en todo el día—, pero también hablaba muchísimo con algunas de ellas, con aquellas que podían hacerlo, que se prestaban a ello, que lo aceptaban, que lo necesitaban. Entendí que formaba parte de mi trabajo y que formaba parte también del tratamiento. ¡Estaban, en general, tan solas y los médicos podían hacer tan poco por la mayoría de ellas! Me sorprendió el escaso aprecio, incluso la escasa simpatía, que demostraban por las señoras que iban, creyendo hacer un acto de caridad, a visitarlas los domingos o a estar un rato con ellas. Se sentían incluso incómodas en su presencia, objeto de una curiosidad que se les antojaba, seguramente sin razón, malsana, o de una compasión que las ofendía. Eran gente del mundo exterior, no tenían nada que hacer allí.

Conmigo, con las que trabajábamos dentro, era muy distinto. La relación era fácil. Se trataba sobre todo de escucharlas, de escuchar el relato reiterado y obsesivo de sus desdichas, de sus pequeñas miserias. Había una chica más o menos de mi edad que me cogió mucho cariño. Le quedaba muy poca movilidad y no podía aceptar, no podía ni siquiera creer, que era verdad lo que le estaba ocurriendo, como si se tratara de un mal sueño del que iba a despertar en cualquier instante. «¡Si tú me hubieras visto! ¡Corría como un gamo!». Siempre repetía la misma expresión, que corría como un gamo. No había cumplido veinte años, hacía cuatro días corría como un gamo y pasaría paralítica en la cama de aquel hospital o de otro similar lo que le quedara de vida.

Había otra paciente, ésta ya una mujer madura, a la que todos —médicos, enfermeras y enfermos— admiraban y ponían como ejemplo. Aceptaba su parálisis, ya total, con resignación y hasta con alegría, como algo que el Señor había dispuesto para ella. Contaba que al principio también se había rebelado, que salía al campo, al aire libre, e invocaba a dios a gritos, le increpaba incluso, pero que después lo había entendido y lo había aceptado.

He dicho que trabajaba sin descanso desde la mañana hasta la noche, pero no es exacto. Todas las tardes, poco después del almuerzo, me llamaba la superiora y hablaba un rato conmigo. Lo había decidido el primer día, al igual que encargarme de entrada el trabajo más duro. De hecho, se había hecho cargo de mí como de todos los que habitaban el Cotolengo, como de una enferma más. Actuaba a la vez de catequista y, quizá sin saberlo, de psiquiatra. Era inteligente, buena, apasionada, atractiva. Y logró sacarme del pozo. Un día me dijo de repente: «Ya estás curada». Yo sabía que llevaba razón, pero le pregunté por qué. Y me respondió: «Porque en todo el rato que llevamos hablando no te has referido ni una sola vez a ti misma ni a tus problemas». Y también era verdad.

José me seguía doliendo, pero era capaz de no pensar constantemente en él, de interesarme por otra gente, por otras cosas. Decidimos, pues, que al cabo de unos días volvería a mi casa y me pondría a estudiar intensamente para los exámenes, porque sí me iba a presentar. Pero antes estaba el día que se había fijado para mi puesta de largo, que iba a coincidir con una de las funciones que daba la compañía de Bayreuth en el Liceo. Debía seguir una fiesta, y no la hubo (de todos modos era mejor así, porque mis nuevos amigos, casi todos estudiantes de Letras o de Teatro, no encajaban en ese tipo de celebraciones, y no habría sabido a quién invitar), pero sí asistí de largo a la representación. Salí del Cotolengo a media tarde y regresé a la mañana siguiente, y las enfermas más amigas, y hasta las que no lo eran tanto, estaban ansiosas porque les contara.

Les expliqué que me había puesto un vestido de tul azul noche, que encontré terminado sobre mi cama y no había visto antes ni me había probado, y, sobre los hombros, una estola de zorros blancos, que tampoco había visto ni elegido; que me calcé unas sandalias plateadas de tacón de aguja, sobre las que me mantenía en difícil equilibrio, a punto a cada instante de dar un traspié y romperme la crisma, y me puse el collar de perlas y la sortija que me habían regalado mis padres para la ocasión: el equipo completo de una burguesita de buena familia. Les conté que la función había sido fantástica, pero callé que había pasado buena parte de ella llorando, identificada con las congojas, abandono y humillación de la Valquiria, y atribuyéndole a José una traición equiparable a la de Sigfrido.

Hubo algo más en mi experiencia del Cotolengo y en mis charlas cotidianas con la superiora: un intento por su parte de introducirme en una dimensión distinta de la religión, que yo ignoraba, de darme a conocer una versión más auténtica y profunda del cristianismo (nada que ver con los sermones que oía los domingos en los carmelitas, con la gazmoñería de tantos curas, con la obsesión por el sexo y las llamas del infierno prontas a empezar a lamer nuestros pies). Dios era amor y todo se basaba en el amor: amarle a El sobre todas las cosas y amarnos los unos a los otros como Él nos había amado. Amar y entregarse generosamente a los demás. Dar y darse. Por fin alguien se tomaba en sentido literal la historia del camello y el rico y la dificultad de entrar en el reino de los cielos. Me contó la superiora que su cuñada, una muchacha muy joven que acababa de casarse con su hermano, cuando llamó un mendigo a su puerta y ella no encontró en aquel momento dinero en casa, le dio la cubertería de plata que le habían regalado para su boda. Se trataba de compartir lo que teníamos con aquellos que tenían menos, o no tenían nada; se trataba de que la Iglesia tomara la delantera en la lucha por establecer un mundo más justo para todos. Aquello me gustaba, y releí con fruición los Evangelios, intentando no reparar, pasar por alto sin enojarme, el poco papel que en ellos tenían, la Virgen incluida, las mujeres. ¿Por qué no había ninguna entre los apóstoles, por qué no podíamos acceder al sacerdocio? La humildad no figuraba entre mis virtudes predilectas y me desagradaba verme relegada, junto con todos los individuos de mi sexo, a la categoría de ciudadano de segunda.

A pesar de esto, la superiora me había ganado para su causa. Comulgaba todas las mañanas, para gran disgusto de mi madre, que, si algo no quería para mí, era verme convertida en lo que llamaba una «rata de sacristía»: ¡esa hija suya, siempre yendo de un extremo a otro, siempre pasándose!, —y hablaba personalmente con dios todas las noches, y a veces hasta en cualquier momento del día.

Pero la superiora creyó necesario completar mi educación religiosa, y allí se echó todo a perder. Me dejó ya atónita que el primer domingo después de mi vuelta a casa, cuando fui al Cotolengo para ver a mis enfermas, vestida de calle y en pleno verano, no me permitieran entrar porque no me había puesto medias. Seguro que la superiora lo sabía, y que no podía estar de acuerdo, pero no se animaba a modificarlo. No debía de parecerle importante, y para mí lo era: significaba retroceder a una gazmoñería ridícula, ver en el cuerpo motivo de pecado, otorgar de nuevo prioridad al sexo sobre la caridad. Después la superiora me dio a leer un libro importante, que ha tenido una enorme difusión, sobre todo entre los miembros del Opus, y que no encontró eco en mí; y me hizo asistir a las conferencias que daba para un grupo reducido —del que formaba parte la joven cuñada que había regalado la cubertería de plata a un mendigo— un sacerdote joven, progre y muy simpático. No recuerdo cuáles eran los temas a tratar, porque estuvimos discutiendo todo el tiempo, encarnizadamente, sobre si había posibilidad de salvación fuera de la Iglesia, y resultaba que no, que ni siquiera con los paganos que vivían alejados de la civilización y no disponían de la menor posibilidad de enterarse de la existencia del cristianismo haría Dios una excepción. Pero ¿no era un dios todo amor? ¿No nos había amado hasta el punto de hacer que su hijo (el misterio de la Santísima Trinidad tampoco me cabía en la cabeza) muriera por nosotros? Y, siendo como era todopoderoso, ¿no podía haber organizado todo el montaje de modo más sencillo y racional? Para empezar, ¿qué necesidad había de poner a prueba a Eva y a Adán? Y ¿por qué teníamos que pagar nosotros por ello? Entonces intervenía airada la sin cubiertos: ¿y aquellos paganos que, llevados por su acendrada religiosidad, se precipitaban bajo las carrozas donde eran transportados en procesión sus dioses, y se inmolaban, auténticos mártires, con la esperanza de alcanzar de inmediato su paraíso? Aquellos todavía menos, claro, decía el cura, porque habían cometido el pecado mortal del suicidio. Y la cuñada de la superiora, que se llamaba Rosa, se subía por las paredes.

Luego vino lo peor. Me interné en un convento —también por consejo de la superiora y con todas las reservas por parte de mi madre— para hacer unos ejercicios espirituales de varios días. Aquello no recordaba en absoluto el ambiente que reinaba en el Cotolengo. El contenido de las palabras del cura era muy similar al de los ejercicios del Real Monasterio de Santa Isabel, y los libros que leíamos en alta voz no guardaban el menor interés. Tenían un nivel muy bajo, iban dirigidos a personas de escasísima cultura. Las mujeres llevaban, a mediados de julio, vestidos de manga larga, muy cerrados, de colores oscuros, de una fealdad que se me antojaba deliberada. Dormíamos en celdas individuales —sobre los jergones de paja el calor era tan insoportable que opté por acostarme en el suelo, directamente sobre las baldosas—, y no se nos permitía hablar entre nosotras. A mí todo me parecía sórdido, miserable. Y estábamos literalmente prisioneras; quiero decir que la única puerta de salida al exterior estaba cerrada con llave y no te la abrían aunque lo pidieras. Me invadió una crisis de ansiedad y claustrofobia. Sólo podía pensar en algo muy inocente y muy tonto: me veía a mí misma bajando por las Ramblas, con un vestido de flores, escotado y ligero, comiendo un helado de Los Italianos.

Finalmente no pude más y le dije al cura que me quería ir de allí. Se resistió mucho, convencido de que la razón de mi actitud tenía que ser un pecado tan grave que no me sentía capaz de confesar, o tan enraizado en mí que no podía alimentar propósitos de enmienda. Insistió en la bondad infinita de Dios, que abarcaba con su perdón todos los pecados imaginables, y en que no debía yo desesperar ni abandonar la lucha; insistió en la conveniencia de que siguiera hasta el final los ejercicios. Le repetí varias veces que no se trataba de lo que él suponía, y me vio tan alterada, tan frenética por escapar, que dio orden de que me abrieran la maldita puerta.

En menos de cinco minutos había recogido mis escasas pertenencias, había salido del convento y bajaba a saltos por la calle. No eran todavía las Ramblas pero no importaba. Estaba al sol, al aire libre, podía dirigir mis pasos hacia donde quisiera, me cruzaba con gente normal, vestida de verano, que hablaba o reía o discutía a gritos: había dejado a mis espaldas las tinieblas.

Más tarde telefoneé a la superiora para comunicarle que había interrumpido los ejercicios espirituales a la mitad, que lo lamentaba de veras, pero que aquello no estaba hecho para mí. Lo entendió y dijo que seguramente se había equivocado y había elegido mal el lugar. Quedamos tan amigas y nos seguimos viendo durante algún tiempo. Muchos años más tarde alguien comentó en mi presencia que había colgado los hábitos y había dejado el Cotolengo. No sabía más detalles. Lo lamenté por los enfermos: seguro que ninguno de los nuevos directores haría subir camillas y sillas de ruedas a la explanada para que disfrutaran de la belleza de una puesta de sol.

Yo seguí leyendo con placer los Evangelios, seguí fascinada por la figura de Jesucristo, seguí creyendo en un dios personal que había creado el mundo y había enviado a su hijo a la tierra para redimirnos, seguí considerándome católica e incluso seguí asistiendo a misa los domingos y fiestas de guardar, pero mis intentos de integrarme de modo más profundo en la Iglesia, incluso en su vertiente más progresista, liberal y abierta, que adoraba a un dios de amor, y anteponía la caridad y el espíritu de justicia a la obsesión por el sexo, se habían ido al garete.