Conocí a José cuando empezaba yo segundo curso en la facultad y primero —entonces eran nocturnos y no había incompatibilidad de horarios— en el Instituto del Teatro. Desde niña yo había querido ser escritora o actriz. Y desde siempre mi madre —papá delegaba en ella lo concerniente a los hijos y en principio no intervenía— había apoyado con entusiasmo el primero de estos proyectos, y, a pesar de que la burguesía bien pensante tenía muy mal concepto del mundo de la farándula —Elia había tenido que dejar los escenarios antes de casarse con tío Víctor—, no había puesto, hasta entonces, graves impedimentos al segundo, tal vez porque no acababa de tomarse en serio mi vocación de actriz y suponía que, incapaz yo de perseverar en una profesión tan dura, me limitaría a participar en funciones de aficionados o a dar recitales de poemas (desde muy niña me había encaramado a una silla para recitar las Rimas de Bécquer, o los encendidos versos de El Dos de Mayo o La marcha triunfal, muy acordes con mi patriotería del momento, y desde que la oí por primera vez, ya en la adolescencia, sentía auténtica adoración por la rapsoda judeo-argentina Berta Singerman), y en la escala de valores que regía la sociedad en que vivíamos —según la cual, de todos modos, constituía ya una trasgresión aceptar que podía no ser el matrimonio la única profesión adecuada para la mujer, o permitirme ir a la universidad y al Instituto del Teatro, y aceptar que mi hermano Óscar, desde muy pequeño, estudiase pintura en un centro donde posaban modelos desnudas— ser rapsoda no entrañaba tan gran descrédito como ser actriz.
Al Instituto del Teatro fue a buscarme una tarde una amiga, para proponerme el papel de Helen en La casa muerta. Creo que el autor, a quien yo no conocía, me había visto actuar en una representación universitaria de Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, donde yo interpretaba el papel de la madre, personaje trágico y de edad muy parecida a la de Helen, para el que todos en la universidad y en el instituto éramos demasiado jóvenes. En aquellos años lo que nos daba más trabajo era dibujarnos arrugas, movernos despacio y con aparente dificultad, simular un miedo a caer que no conocíamos todavía.
Nunca me habían ofrecido un papel tan bueno, tan rico en posibilidades. Y de ningún autor de la posguerra —ni siquiera de Sastre o de Buero Vallejo, a los que admiraba muchísimo— había leído una obra tan intensa, tan creativa, tan bella, tan distinta. Para la España de los cincuenta, cuando en los escenarios triunfaban El Divino Impaciente, La herida luminosa o En Flandes se ha puesto el sol (representaciones a las que asistía arrobada, porque en el deplorable panorama de los escenarios barceloneses la llegada, por ejemplo, de Alejandro Ulloa constituía un acontecimiento a celebrar con bombo y platillos), La casa muerta, aunque no tocara el tema político, era una obra terriblemente escandalosa.
Cuando leímos unas escenas en la cadena de radio más progre (yo había hecho ya una prueba y me habían asignado sin vacilar el papel), provocamos un auténtico cataclismo. Llovió un alud de llamadas telefónicas iracundas, muchas a la emisora y algunas a mi casa. Al parecer, aquella tarde había un montón de señoras desocupadas y bien pensantes pegadas a la radio, y les faltó tiempo para protestar enfurecidas. De modo que, al regresar yo a casa, me preguntó mi madre qué disparates habíamos dicho. Parecía, sin embargo, más curiosa que enojada, tal vez incluso secretamente divertida, porque las alharacas de sus pacatas e hipócritas amigas la traían sin cuidado, y no se había dado cuenta todavía —lo haría muy pronto y desenterraría, entonces sí, el hacha de guerra— de que José existía, y de que su existencia podía trastornar seriamente mi vida, y en consecuencia también la suya.
Aquella espontánea agresión nos inyectó a cuantos colaborábamos en la obra un ardor militante y subversivo, que acrecentó nuestro entusiasmo y nuestra convicción de que estábamos haciendo algo importante. Temíamos sólo que, en cualquier momento, quizás incluso antes del estreno, se anulara el permiso de censura. De hecho, no nos explicábamos cómo había superado la feroz y cerril censura de la época, que vetaba de modo sistemático no sólo la menor discrepancia con el sentir del gobierno o de la Iglesia, sino el más leve asomo de sexo, de sensualidad intensa y por lo tanto pecaminosa, de desorden moral.
Me enamoré de José (no me atrevo a escribir «nos enamoramos», aunque sé que, de un modo u otro, él también me quiso) por su talento y por su obra. Le amé también por lo que para mí representaba. A mis dieciocho años de burguesita inconformista, nada segura ya de poder considerar como míos a aquellos que habían ganado nuestra guerra, esperaba que alguien —un rebelde, un proscrito, un desertor, no ya un príncipe azul— hiciese estallar mi mundo, o mejor dicho el mundo de los míos, en el que, ahora lo sabía, no me había sentido a gusto ni integrada jamás, y me subiera a su barco pirata de velas negras, o me arrastrara a recorrer las heladas estepas a su lado (yo, Loba Gris, de ojos sin luz; tú, Kazán, mestizo de perra y lobo, vulnerable únicamente a la ternura), no que me montara a la grupa de un caballo blanco con arneses de oro y me llevara a palacio para hacerme su reina. Amé en él, como he amado en todos los hombres y mujeres que he amado, un proyecto de vida.
Cuando le conocí, no podía José sospechar, y ni siquiera yo sabía, hasta qué punto estaba yo deseando que algo o alguien pusiera mi mundo patas arriba. La historia se montó sobre un fatal malentendido: mientras él (agobiado por una madrastra que parecía sacada de un terrorífico cuento infantil, limitadas sus posibilidades por la falta de dinero, incapaz de romper la relación siniestra con una tendera del barrio, en conflicto no resuelto con una sexualidad que no era capaz de asumir) anhelaba que alguien pusiera orden y dotara de seguridad su existencia, yo, burguesita romántica e inconformista, de paso por el existencialismo, deseaba, por el contrario, que alguien dinamitara y estableciera el caos en la mía.
Recuerdo los ensayos matinales en el Teatro Romea, el amplio espacio vacío y oscuro de la sala, el frío —del que se quejaban todos, aunque yo no lo sintiera—, su figura en el proscenio, y, tendido entre los dos, el hilo prodigioso —nunca roto, porque ni él ni el director interrumpieron una sola vez, con una rectificación o una sugerencia, mis largos monólogos—, tremendamente sensual y desgarrado, de su texto, de sus palabras, palabras que yo tomaba de él y le devolvía vivificadas, renacidas en mi voz, extraña y mórbida ceremonia de eucaristía o de procreación, que figura entre los recuerdos más eróticos de mi vida.
Algunos mediodías, al terminar el ensayo, íbamos todos a comer algo en el bar de la esquina, pero en otras ocasiones nos dejaban solos a los dos y descendíamos —las manos enlazadas y como en volandas— las Ramblas hasta el mar, y de pronto el dedo central de la mano que sujetaba la mía se separaba de los otros y me hacía cosquillas en la palma, y se me aceleraba el corazón, o se detenía de repente, me sujetaba por los hombros, me volvía hacia él, me miraba a los ojos —y sus ojos reían, y mis ojos reían, porque no todo fueron angustias y temores, sino que hubo también en esa historia instantes de euforia, de abandono, de felicidad, dotado José tal vez mejor que nadie para la alegría— y me decía «¡hola!», y se me antojaba la más dulce palabra de amor que había escuchado jamás.
Más cálido y entrañable el recuerdo de su dedo en mi palma, sus manos en mis hombros, sus ojos en mis ojos, que el de aquellos besos —demasiado ávidos y voraces—, aquellos contactos y caricias —demasiado ansiosos y urgentes: frustrantes para mí, que he detestado siempre en los lances de amor la clandestinidad—, de nuestras citas posteriores en locales sórdidos de la parte baja de la ciudad, cuando mi madre había desenterrado ya el hacha de guerra, y yo me había lanzado, por segunda vez en mi vida, a mentir, y, lo que era peor, a involucrar a otros, a mis mejores amigos, en estas mentiras, pues, a partir del momento en que mamá se puso las pinturas de guerra y alertó a mi padre, yo sólo estaba autorizada a ver a José durante los ensayos —no se habían atrevido todavía a prohibirme participar en la representación— y todos los otros encuentros y cartas y llamadas telefónicas eran clandestinos.
Mi madre había desenterrado el hacha de guerra, había comunicado a mi padre lo que estaba ocurriendo, controlaba mis salidas y mis horarios de clase, telefoneaba a casa de las amigas donde había yo dicho que iba a estar, me husmeaba y escudriñaba a mi regreso (enrojecía yo hasta el pelo, temerosa de que advirtiera mis labios hinchados por sus besos, las huellas de sus dientes de cachorro en mi garganta, temerosa de que se me hubiera pegado el olor a tabaco y a vino barato de los bares mugrientos donde tenían lugar nuestros encuentros furtivos). Hasta es posible que contratara a un detective que diera puntual noticia de mis andanzas, de hecho tan inocentes, o, y eso podía resultar más peligroso, de las andanzas de José cuando no estaba conmigo.
Por fin estalló la bomba que yo sabía enterrada debajo de nuestros pies. Mis padres me convocaron muy serios, muy circunspectos, a la biblioteca, la habitación donde se debatían las cuestiones importantes y se impartían los grandes rapapolvos, también donde me reunía yo para estudiar con amigos o para ensayar si no disponíamos de local. Me sentaron ante ellos y me notificaron —más complacida mi madre, más compungido papá— que sus suspicacias y temores se habían visto confirmados con creces, que José había sido arrestado un par de veces en bares de mala nota, bares de invertidos (mis padres no utilizaban la palabra «maricones»), y que había una ficha suya como homosexual, ellos la habían visto, en la Comisaría Superior de Policía.
Yo quedé sin palabras, porque no había nada que pudiera decirles, nada que pudieran entender. Imposible confesar, aunque fuera la verdad y para mí una verdad muy sencilla, que yo ya lo sabía, que lo había intuido desde el principio, que el propio José me había dado pistas suficientes, que hubiera querido acaso confesármelo, que yo le preguntara, sólo que yo no había preguntado nada, ¿para qué? Imposible explicar que, por razones que ni yo misma entendía, las relaciones de José con otros muchachos (sí, en cambio, las relaciones con la tendera o las relaciones venales con hombres mayores) no suscitaban mi rechazo, ni mi repugnancia, ni siquiera mis celos. Acaso podían plantear conflictos más adelante, pero en ese momento no me preocupaban. Ni me importaban los comentarios que suscitaba entre los compañeros de facultad mi relación con José.
Era imposible hacerles entender a mis padres que nunca, desde que tuve por primera vez noticia de que existían, y a pesar de vivir en un país donde la homosexualidad era un delito, y se pintaba a los gays con tintes repugnantes, y se les maltrataba, y los padres aseguraban con orgullo «¡antes muerto que maricón!» (si en algo ha evolucionado para bien el mundo en este medio siglo ha sido en el cambio radical de la sociedad y la legislación respecto a este tema), me escandalizaron ni me repugnaron las relaciones entre hombres o entre mujeres.
Así pues, en cuanto oí lo que me decían —mamá con cierta complacencia: «Ya te lo habíamos advertido»; papá, compungido y tratando de consolarme: «Se te pasará, ya lo verás, aunque ahora no lo creas lo superarás»—, supe que no había argumentación posible, nada que negociar. De modo que no intenté hacer de José una defensa inútil. Me mordí la lengua, y callé, precavida, que me parecía bochornoso que la homosexualidad entre adultos fuera un delito ante la ley, más bochornoso que se detuviera en redadas masivas a personas indiscriminadas, por el mero hecho de encontrarse en determinado local, y más bochornoso todavía que se les abriera por motivos de este tipo una ficha criminal, que iba a quedar para siempre en los archivos de la policía, por no hablar de que dichas fichas, que se suponía secretísimas, estuvieran al alcance de la gente de orden, de la gente de bien, como mis propios padres, familias de la alta burguesía que —para algo habían ganado una guerra— tenían el derecho sacrosanto de utilizar esos medios para salvaguardar a sus retoños de los tipos pervertidos, unos pervertidos que, como en el caso de José, pertenecían a una clase social inferior y no habían ganado guerra alguna; a lo mejor la habían perdido, y muchas veces no habían tenido siquiera ocasión de averiguar en qué mierda de guerra andábamos metidos. Estaba convencida de que, caso de haber ostentado uno de los sonoros apellidos de las familias encopetadas de la ciudad, esos apellidos a los que se antepone, si no un título, un «los», no habría pasado José ni siquiera unas horas en comisaría (lo habían retenido al parecer un par de noches, y sólo pensar en ello me enfermaba de angustia), ni le habrían abierto ninguna ficha, y, caso de hacerlo, ni habría sido eterna ni habría estado al alcance de nadie.
Decidí, pues, en unos segundos, que había llegado el momento de romper con todo, de montar en la grupa de su caballo negro, de embarcar en el barco proscrito, de recorrer a su lado las estepas de Alaska, defendiendo a dentelladas nuestra supervivencia y nuestro amor y nuestra felicidad.
Con autorización de mis padres, que accedieron a esta última entrevista de despedida, cité a José en nuestra cafetería de siempre, un local elegante del Paseo de Gracia, donde nos habíamos sentado juntos y solos por primera vez hacía meses —pocos, aunque me parecía que habían transcurrido años desde entonces—, rodeados de señoras que sorbían té y se ponían moradas de pastas, bajando nosotros la voz para que no nos oyeran, sin cogernos siquiera una mano, pero con el corazón acelerado, cafetería a la que habíamos vuelto luego muchas veces, alternándola con los tugurios de la parte baja de las Ramblas, donde él me besaba hasta dejarme los labios hinchados y amoratados, me estrujaba hasta que me faltaba el aliento, me emborrachaba de palabras dulcísimas.
Cité a José no para despedirnos, sino para proponerle que huyéramos juntos. Había trazado un plan minucioso, porque mis mayores locuras, e incluso mis peores tonterías, han estado siempre cuidadosamente programadas. Teníamos ambos, y era un milagro (sobre todo en su caso y en los años cincuenta), los pasaportes en regla, disponía yo de dinero suficiente para no verme siquiera forzada a vender mis pequeñas joyas o a robarlo, y antes de que nadie sospechara que no estaba, como se suponía, pasando el fin de semana con una amiga, habríamos cruzado José y yo dos fronteras y alcanzado nuestro punto de destino, que sería una ciudad del norte de Italia, que tanto nos gustaba a los dos. ¿Por qué no Milán? Allí encontraríamos un medio de ganarnos la vida —obstinada yo en que el dinero no constituía un problema insalvable y que siempre terminaba por salir de alguna parte; convencido José de que constituía el punto neurálgico de casi todos los problemas—, y aunque era seguro que, antes o después, darían con nosotros, habría transcurrido tanto tiempo que poco podrían hacer ya (yo daba por hecho que casarnos, y supongo que José daba por cierto que meterme a mí en un internado de monjas en Suiza y a él en la cárcel por haberse fugado con una menor).
Yo, niñata que todo lo había aprendido en el cine y en los libros, dada al romanticismo y con cierta tendencia al melodrama, aposté, segura de vencer, a todo o nada: o huir juntos o no volver a vernos. Pero no le confesé a José —porque me daba vergüenza o por temor a herirle— el motivo por el que habían tomado mis padres aquella decisión inapelable; me opuse, claro está, a que fuera, como pretendía, a hablar con ellos, pero no le dije la razón por la que mi padre, tan civilizado, tan comprensivo, podía mostrarse capaz de echarle rodando escaleras abajo si le manifestaba él sus buenas intenciones y le pedía mi mano. José, por su parte, no tomó muy en serio ni la decisión de mis padres ni mi ultimátum, convencido de que transcurridos unos días, como mucho unas semanas, se me pasaría el enfado, nos veríamos de nuevo a escondidas y todo volvería a ser igual que antes.
Reconozco ahora, reconocí hace mucho, que fui injusta con él, porque José no era el Corsario Negro, ni Sandokán, ni el Holandés Errante, ni el híbrido de perro y loba que recorría con su compañera ciega las estepas heladas de Alaska, ninguno de mis héroes de leyenda; era sólo un pobre muchacho sin madre y sin hermanos, temeroso y atribulado, a la búsqueda de cariño y de seguridad, tal vez incluso de respetabilidad; un pobre muchacho que anhelaba —y no supe entenderlo— acceder al ordenado mundo de las gentes de bien, del que en cambio yo pretendía escapar; un pobre muchacho que cargaba sobre sus frágiles hombros un talento enorme, con el que finalmente no sabría qué hacer.
Fui injusta porque aquella mañana, aunque él ni lo sospechara y aunque sí volveríamos a vernos, puse, al negarse a que huyéramos juntos, punto final a nuestra historia.