Tocando fondo

A lo largo de mi vida he tocado fondo muchas veces. Tocar fondo significa estar hundida en la más siniestra miseria y no vislumbrar posibilidad de salir a flote, no sentirte capaz del enérgico taconazo que te haría emerger tal vez a la superficie, ni abrigar la esperanza de que una mano amiga baje en tu ayuda.

La verdad es que yo nunca me había sentido orgullosa de mí misma. Es difícil sentirse orgulloso de uno mismo cuando eres consciente de que no te pareces a la hija que tu madre hubiera querido tener. Ante la desaprobación de una madre caben dos respuestas, y yo las intenté las dos: esforzarte por cambiar y conseguir complacerla, ser aceptada, o ponerte a la contra y acentuar todo aquello que la irrita de ti, lo cual te lleva a una lucha feroz, de la que a menudo no eres consciente, que ni siquiera sabes que va contra ella, y que tampoco se sabe a quién hace más daño.

Mi madre apreciaba en mí algunas cualidades, y me halagaba que entre ellas figuraran la inteligencia (aunque fuera un tipo de inteligencia que no servía para resolver las cuestiones prácticas: era una niña muy inteligente pero nada lista) y la sensibilidad (aunque degenerara en una hipersensibilidad enfermiza que nos complicaba la existencia). Creía también en otra cualidad que yo no estaba en absoluto segura de poseer: una honestidad a toda prueba, ligada a una exquisita elegancia moral, siempre propensa mamá a identificar la ética con la estética. En una de las cartas que me escribió uno de los veranos que pasé sola en el extranjero, me decía: «Sé que no eres capaz de cometer, ni con el pensamiento, la menor bajeza». Quedé aterrada, porque me sabía, en según qué circunstancias, capaz de cometer —con el pensamiento, de palabra y de obra— bajezas importantes. Y a mamá la irritaba que en el cine, cuando la policía perseguía a alguien, fuera o no culpable, yo siempre deseara verle escapar. «Pero ¿es que te pones de parte del delincuente, es que te identificas con él, aunque haya violado, robado, asesinado, es que te sientes capaz de hacer tú estas cosas?», me preguntaba. Yo tal vez no me pusiera de parte del delincuente, pero desde luego no lograba ponerme en el papel de la policía, y detestaba el espectáculo de la caza del hombre por el hombre.

Desde muy niña me había destrozado la piel con las uñas, convirtiendo un pequeño rasguño o la picadura de un insecto en heridas considerables, que me han dejado las piernas llenas de cicatrices. Luego, yendo al Real Monasterio de Santa Isabel, empecé a hacer algo bastante extraño: arrancarme las pestañas. Las tenía muy bonitas, como también tenía muy bonita la piel. En las cicatrices de las piernas no tenía nada que ver mamá, pero la destrucción de mis pestañas supuso un grave conflicto entre las dos. Yo no podía dejar de arrancarlas, no podía, ni aunque me hubiera ido la vida en ello habría podido. Y descubrí que, no sólo era capaz de cualquier bajeza, sino que había cosas en mí contra las que no cabía luchar. Mi madre se enfadaba muchísimo, porque no entendía que en un ser humano no fuera siempre la voluntad lo más fuerte y, por tanto, capaz de imponer su ley, como lo era en ella o en mi padre, por distintos que fueran en tantos otros aspectos, y yo le tenía muchísimo miedo, en aquel entonces todavía le tenía muchísimo miedo. Intentaba que no me viera, me ennegrecía los extremos de los párpados con un lápiz negro… No recuerdo cuándo terminó aquella locura, pero mis pestañas nunca volvieron a ser lo que habían sido. Tardé años, muchísimos, en sospechar que aquel extraño afán autodestructivo podía ser un torpe intento de venganza contra mamá, por quererme tan distinta de como yo era, o contra mí misma, por defraudarla una y otra vez.

Pero lo que me hizo tocar fondo de verdad, y por primera vez en mi vida, lo que me dio para siempre la medida de mis limitaciones y me hizo, por suerte, aceptarlas —y aceptar y entender como consecuencia las limitaciones de los otros, aceptarlo y entenderlo todo menos la crueldad deliberada— tuvo lugar cuando regresé de Alemania al terminar el verano que siguió al último curso de bachillerato. Volví hecha un desastre: las uñas mordidas, el pelo sucio, la ropa más sucia todavía, y gorda. Lo peor, y lo que desesperó a mamá, fue que hubiera engordado. Me puso enseguida a régimen, y estuve absolutamente de acuerdo. Aunque no era partidaria de la extrema delgadez que empezaban a propugnar las revistas de modas, y aunque mi aspecto —una vez desaparecido de mi vida el señor Jiménez— no me importaba gran cosa, no me gustaba ni pizca estar gorda. Pero ocurrió algo que nadie entendió, y yo menos que nadie. Entonces no se hablaba de anorexia ni de bulimia. Hoy me habrían diagnosticado bulimia y no sé qué hubieran hecho. Al menos habría quedado claro que se trataba de una enfermedad. Nosotros caímos en todas las torpezas. De golpe empecé a comer con la misma voracidad, con la misma ferocidad, con que me había arrancado las pestañas. No era un acto placentero, era un acto desesperado. Me sentía miserable. Mis padres me controlaban el dinero, me controlaban el tiempo, pidieron en la pastelería contigua a casa que no me fiaran… Y yo, en los momentos de sensatez, estaba de acuerdo con ellos. Pero les era imposible controlarme —tenía dieciocho años, había ingresado en la universidad— y a mí me era imposible controlarme a mí misma. Igual que el alcohólico, o que el drogadicto o que el ludópata, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir el objeto de mi adicción. Yo, que no había mentido nunca, mentía ahora sin parar. Recuerdo que un día mamá me pilló en una de estas mentiras graves. Nos separamos sin que me dijera nada, porque había otra gente delante, de modo que la bronca me esperaba más tarde. Me metí en la iglesia de la plaza Bonanova, me senté en un banco y pensé que no tenía escapatoria: ni podía volver a mi casa, ni tenía otro sitio adonde ir, ni me atrevía a pasar la noche en la calle, y además a la mañana siguiente el problema seguiría allí.

Creí que había tocado fondo, pero tiene razón un amigo mío cuando asegura que todo puede ser siempre todavía peor. Porque finalmente me llevaron a un médico. No a un psiquiatra, sino a un especialista en nutrición. El médico estudió el caso, aseguró que podía llegar a ser grave y que, de no ponerle remedio, pesaría cien kilos al llegar a los cuarenta años. Después me impuso un régimen y una medicación… y comenzó un perverso juego de pseudopsicología y toqueteos. Me explicaba que yo comía de aquella forma desaforada como una protesta contra los hombres, una forma de rechazo, porque me parecía que todos buscaban lo mismo, y esto me daba asco, pero que andaba yo equivocada, que no era cierto que todos los chicos sólo quisieran sexo (yo no creía que fuera en absoluto ése mi problema, pero callaba). Después de jugar a Papá Freud, me hacía quitar la ropa excepto las bragas, me ponía una bata blanca, y, por debajo de la bata, me sobaba a conciencia: el estómago, el vientre, el trasero, los muslos, el inicio de los pechos…

Todo delante de mi madre, y con la justificación de que necesitaba comprobar de qué modo se distribuían en mi cuerpo las grasas.

Y luego propuso internarme quince días, para aplicarme un tratamiento de choque. No era una clínica, no había otros pacientes ni enfermeras. Era su despacho de médico, y había, en otra planta, su domicilio particular. Me tuvo allí quince días, metida en cama y siguiendo un régimen estricto. No me tocó. Pero se pasaba horas hablándome de mis (creo que inexistentes) problemas con el sexo, y por la noche, mientras yo fingía dormir, venía a sentarse al borde de mi cama y me miraba. Le oía respirar fuerte, entrecortadamente. Se acercaba muchísimo, pero no me tocaba. Acaso un roce leve en el pelo o en la mano. Nada más.

Un día vi a su mujer pasear con dos niños por el jardín, debajo de mi ventana. Me pareció guapa, joven, melancólica. Y me dio un arrebato de compasión, por ella, por mí, por todos, hasta por su marido. Creo que toqué fondo entonces.

Entretanto, había ingresado en la universidad. Me gustaba el edificio viejo, de piedras pardas; el gran jardín, un poco abandonado, por el que erraban gatos vagabundos; el Patio de Letras, porticado, con un estanque de peces rojos y agua sucia; el bar, en cuyos bancos discutiría más adelante sobre todo lo humano y lo divino, intercambiaría confidencias, entablaría amistades, conspiraría, flirtearía.

Me gustaban algunas de las clases, algunos de los profesores, pero eran los menos. En conjunto, el nivel me parecía más gris, más mediocre, que el que había dejado en el colegio. Éramos unos cien alumnos en primero de Comunes, y casi todo chicas, la mayoría de clase media. También había bastantes monjas, porque seguían monopolizando los colegios femeninos de enseñanza secundaria y ahora, si no querían recurrir al profesorado externo, seglar, al que había que contratar y pagar un sueldo, tenían que disponer de monjas con licenciatura. Nadie opinaba, nadie discutía, nadie protestaba. Sólo dos chicos, mayores que el resto, se animaban a veces a contradecir o a disentir en algo. Pero, de hecho, cada profesor organizaba sus clases como le daba la gana. Si a uno se le hubiera antojado que nos examináramos sobre zancos y recitando de memoria la guía telefónica, lo habríamos hecho. Nos hinchamos a aprender sin rechistar cosas disparatadas e inútiles. Y los alumnos sabíamos que muchos catedráticos estaban allí designados a dedo, por lealtad al régimen o por servicios prestados, y porque había que cubrir de algún modo las vacantes que habían dejado los profesores de tiempos de la República que se habían tenido que exiliar o habían sido expulsados.

Había, además, en todos los cursos de la carrera —supongo que de todas las carreras universitarias— tres asignaturas absolutamente obligatorias, llamadas popularmente «las Tres Marías», sin aprobar las cuales no iban a darte el título de licenciatura: Religión, Gimnasia y Formación del Espíritu Nacional (o sea, doctrina falangista).

En primer curso no se detectaba aún espíritu de protesta, se hablaba poco todavía de política, pero la mayoría del alumnado, incluidos los hijos de aquellos que habían ganado la guerra, habíamos dejado de ser franquistas, y, para desesperación de muchas familias, buscábamos opciones diametralmente opuestas.