El señor Jiménez

Es curioso que, a pesar de la larga y estrecha relación que mantuvimos durante años, nunca piense en él como en Francisco, o como en Paco, sino como en el señor Jiménez.

Era andaluz, pero no un andaluz —precisaba él con orgullo— chistoso y parrandero e informal, como podían serlo los malagueños o los sevillanos, sino un andaluz serio y austero de Córdoba, como Séneca y como Manolete.

Era católico practicante (lo cual debió de mantenerle en una dura pugna entre sexo y creencias religiosas, entre los impulsos eróticos y las prohibiciones de la Iglesia: que en materia de sexo no hubiera materia leve, que todo fuera, pues, pecado mortal, como propugnaba santo Tomás, ha condenado, sospecho, a lo largo de siglos a miles de millones de seres humanos a la esquizofrenia) y falangista convencido (no un militante oportunista, presto a lucrarse y a ocupar un cargo de privilegio entre los vencedores de la guerra civil, sino alguien que creía profundamente en la doctrina nacional-sindicalista). Sin duda esto le hacía más eficaz como tapadera de un colegio donde se practicaba la coeducación y no regía confesión alguna.

Era un buen profesor de literatura y se preocupaba por los alumnos, pero faltaba a menudo, llegaba tarde con frecuencia y podía pasarse, por poco que le incitáramos a ello, la hora entera perorando sobre temas que nada tenían que ver con la asignatura. Sobre las muchachas andaluzas, por ejemplo, que bailaban airosas y bonitas y castísimas, con un clavel en el pelo, en la Feria de Abril de Sevilla, o sobre la fiesta nacional, asegurando, en su defensa, que nadie amaba tanto a los toros como los aficionados a la corrida, que todo estaba encaminado al menor sufrimiento del animal y que no existía muerte más noble.

Y ahí me tenéis a mí asistiendo a clases de flamenco, pidiendo a la cocinera andaluza que me enseñara a bailar sevillanas y viajando con mi padre a la Feria de Abril con la bata de faralaes en la maleta —que no tuve ocasión de ponerme, porque no teníamos amigos allí y las casetas son tan exclusivas o más que el Círculo del Liceo— y empeñada en asistir a una corrida, en mi afán de compartir las aficiones del señor Jiménez, de aproximarme a él, de encarnar el tipo de mujer que le gustaba. (Quedaba lejano el día en que decidí que no estaba obligada, o mejor que no estaba dispuesta, a improvisar una nueva imagen de mí misma ante cada nuevo amor). Mi padre —satisfaciendo una vez más deseos de sus hijos, deseos que no entendía, pero que respetaba— consiguió dos magníficas entradas en el tendido de sombra de La Maestranza. Y allí estuvimos mientras ajusticiaban al primer toro, que tiró patas arriba al caballo del picador, y al segundo, que murió vomitando océanos de sangre oscura, para, antes de que saliera el tercero y comprobara lo mucho que le amaban los aficionados a la fiesta, regresar nosotros dos al hotel, tan enferma yo que hubo que suspender la excursión a Granada y me pasé vomitando en el camarote toda la travesía de regreso desde Cádiz hasta Barcelona.

El señor Jiménez era uno de esos individuos que hacen que te sientas —ahora me resultaría un agobio, pero entonces me encantaba— en todo momento mujer, y, como tal, merecedora de respeto y protección. Jamás habría permitido que pagáramos un café, abriéramos la portezuela de un coche o nos sirviéramos por propia mano el agua o el vino. Era uno de esos hombres, escasísimos, a los que las mujeres les gustamos de verdad, no sólo para la cama, y que no sienten especial interés, ni siquiera para discutir sobre política o sobre toros, por las reuniones formadas exclusivamente por hombres.

Pero, si me fascinaban sus piropos literarios y un tanto rebuscados, muy distintos de las groserías que me dirigían a menudo por la calle, y sus miradas intencionadas y sus sonrisas cariñosas y un tanto socarronas, y que me cogiera por el codo para ayudarme a subir las escaleras (los hombres como él se complacen en tratarnos como si estuviéramos medio inválidas o hechas de porcelana o de cristal), o que me pusiera al desgaire una mano en el brazo o en el pelo —lo cual me dejaba literalmente sin aliento—, todo eso tenía una contrapartida: el miedo a que los gestos que me dedicaba fueran iguales o muy parecidos a los que tenía con otras alumnas.

Cuando Annemie me confesó un día que, a pesar de que nunca habían rebasado el límite de lo correcto y permitido, alguna vez la habían hecho sentirse incómoda las familiaridades que se tomaba el señor Jiménez durante las clases particulares que le dio gratis al llegar ella de Alemania y prepararse para pasar cinco cursos en uno, me encendí de furia, no tanto por celos genuinos —que los sentía— como por el temor de que yo pudiera no ser para él nada especial, de que acaso era inútil y hasta ridículo el cuidado con que elegía cada mañana un vestido distinto (en la vida me había comprado ni volvería a comprarme tanta ropa: muchas mujeres aseguran que no se ponen guapas para los demás sino para sí mismas; yo sólo he tratado de ponerme guapa para alguien determinado, que desde luego nunca he sido yo), me lavaba el cabello con yema de huevo y lo aclaraba con manzanilla, para dejarlo caer rubísimo en melena o recogerlo en una cola de caballo —ganas me daban de plantificar en él un clavel reventón—, y, demasiado joven para maquillarme, me embadurnaba los párpados con una pomada azul de mi padre, que creí realzaba mis pestañas como el rímel y no hacía más que pegotearlas, y que abandoné cuando una compañera me preguntó inocentemente qué enfermedad tenía yo en los ojos. El temor de que tanto demorarme en las escaleras que llevaban al colegio, con la esperanza de coincidir con él, tanta estrategia para sentarme cerca en la iglesia —un día a la semana íbamos los alumnos católicos a misa y era el señor Jiménez quien nos acompañaba—, tanto hacerme la encontradiza en los pasillos y el jardín, y haber llegado a bailar de manera aceptable las sevillanas y hasta un fandango, y marear a todo dios practicando con las castañuelas, y haberme leído íntegros los Episodios nacionales, y haber intentado incluso que me gustaran los toros; el temor de que tanto esfuerzo y tamaña devoción podían haber caído en un vacío sin eco ni respuesta.

Las confidencias de Annemie me habían inundado de tal zozobra y tan encendida ira que, cuando mis compañeros de curso propusieron ponerle un petardo al señor Jiménez en la mesa de la tarima del profesor, yo, en lugar de disuadirles, les animé a hacerlo. Estalló tremendo apenas empezar la clase, a un metro escaso de él, y temblaron los cristales y nos sobresaltamos nosotros en nuestros pupitres, a pesar de estar sobre aviso de lo que iba a ocurrir —aunque no sospechábamos, o al menos no sospechaba yo, que el estallido fuera tan potente—, pero el señor Jiménez se mantuvo impávido, sólo con un apenas perceptible gesto de sorpresa, lo cual nos dejó anonadados de admiración y acrecentó mucho su prestigio, sobre todo porque no nos impuso ningún castigo y reanudó sin comentarios su clase en el punto en que la había interrumpido segundos antes, con la misma serenidad y el mismo temple que habrían mostrado Séneca o Manolete.

En aquel entonces yo admiraba todavía, sobre todo en los hombres, el valor físico —acabábamos de vivir tiempos heroicos—, y creía, porque eso me decían, que los gestos de Guzmán el Bueno, al lanzar su puñal para que los moros mataran a su propio hijo al pie de las murallas de la ciudad que él defendía y se negaba a entregar, y del general Moscardó, siglos después pero muy similar, prefiriendo que asesinaran a su hijo antes que rendir el Alcázar de Toledo a las tropas republicanas, eran magníficos y dignos de ser tomados como ejemplo, y que las mujeres españolas —las más bellas y las más honestas del mundo entero— debíamos, para rayar a su altura, andar roncas y sin resuello arrastrando cañones o disparándolos desde las murallas de Zaragoza (por algo diría la Pilarica, en una famosísima jota, que no quería ser francesa sino capitana de la tropa aragonesa), y mandar animosas a nuestros hijos a la guerra y a la muerte, mientras las muchachas más hermosas se preparaban para recibir con una sonrisa a los más bravos de los vencedores.

Tres años tuve al señor Jiménez de profesor de literatura, tres años estuve enamoradísima de él (fue mi primer gran amor consciente y real, definitivamente distinto de los confusos apasionamientos que habían llenado mi infancia y mi adolescencia, y a lo que sentí por Poe-Pla), y todavía hoy, cuando él lleva mucho tiempo muerto y yo estoy entrando en la auténtica vejez, no puedo pasar en coche ante la larga escalera empinada que llevaba a la calle del colegio sin pensar en él; me es imposible pasar por allí sin evocar a la muchachita que yo era entonces, una muchacha que subía aquellas escaleras todas las mañanas, con el corazón acelerado ante la posibilidad —a veces ocurría— de coincidir con él, de avanzar juntos lo que quedaba de camino, lo cual me colmaba de felicidad, de genuina felicidad, ese sentimiento frágil y maravilloso que nos hace ver el mundo de modo distinto, infinitamente más benévolo, y nos brinda la ilusión de estar alcanzando el cielo con las manos, ese sentimiento embriagador que crea adicción y es cada vez, a lo largo de la vida, más difícil de conseguir.

Hubo, al final de estos tres años, cuando estaba yo a punto de dejar el colegio y pasar a la universidad, dos momentos mágicos. Ambos tuvieron lugar en el ambiente de permisividad y desorden que reina en los colegios cuando han terminado los exámenes.

El primero se produjo en la fiesta de fin de curso. Las fiestas de fin de curso del colegio alemán —entonces todavía San Alberto Magno— eran memorables, únicas. Empezaban cuando se habían ido los pequeños y sólo quedaban los alumnos de los últimos cursos, el profesorado y muchos familiares y ex alumnos. Había bocadillos de pan negro con rabanitos picantes y distintos embutidos, salchichas de todo tipo, tartas caseras de queso, de chocolate, de frutas. Y había, hasta muy avanzada la madrugada, música, baile y alcohol. Los vecinos que nos espiaban desde las terrazas y azoteas vecinas debían de sentirse más escandalizados que nunca, porque parte de la fiesta se desarrollaba ante sus ojos, al aire libre, y era evidente que nadie controlaba el consumo de bebidas, que a partir de cierta hora andaban todos medio borrachos y que las parejas desaparecían dentro de las clases o en los rincones oscuros del jardín. Todo esto en unos años, los cincuenta y los sesenta, en que las fiestas caseras de los jóvenes, los inefables guateques, estaban presididas por una jarra de sangría aguada y otra de naranjada, se celebraban con todas las luces encendidas y estaba siempre presente en la sala al menos una de las madres, para vigilar que el baile no permitiera una proximidad excesiva entre las parejas. Unos años en que para muchos curas el propio baile era en sí mismo pecaminoso y los pacatos guateques caseros motivo de escándalo.

Aquella noche yo no bebí otra cosa que Coca-Cola, y ni me acerqué a los rincones oscuros del jardín ni a las aulas vacías, pero estaba como encendida por dentro. Bailé todos los bailes, sonreí y tonteé con unos y con otros, y permití que el chico más guapo de la fiesta, que no quería separarse de mí, me abrazara estrechamente al bailar y hundiera su nariz en mi cabello. Pero yo sólo bailaba, tonteaba, sonreía, me dejaba estrujar y husmear en honor al señor Jiménez, era con él con quien hubiera ido, no ya a un rincón oscuro, sino al fin del mundo. Y él me había estado observando, de más lejos o más cerca y siempre con una vaga sonrisa en los labios, durante toda la noche. Y muy tarde ya, pasadas las tres de la madrugada, a punto de que vinieran a recogerme mis padres, me pidió por fin que bailara con él, que bailáramos un pasodoble, lo más español que figuraba en el repertorio. Fueron tres minutos de éxtasis.

El siguiente instante mágico —de hecho mucho más prolongado que un instante— tuvo lugar a la mañana siguiente. Andábamos todos, profesores y alumnos, arriba y abajo, recogiendo nuestras cosas, despidiéndonos, intercambiando direcciones. Y, no recuerdo cómo, salió a relucir el Barrio Gótico, y confesé que yo apenas lo conocía, y el señor Jiménez, dejándome al borde del colapso, dijo que aquello no podía ser y se ofreció a llevarme allí de inmediato.

Fuimos en taxi hasta la catedral, y paseé a su lado por la Barcelona antigua, temerosa de que los transeúntes con los que nos cruzábamos descubrieran mi levitar, advirtieran que yo caminaba a su lado a un palmo de altura, sin que mis pies rozaran en ningún momento el suelo. Ambos, él y yo, con ese miedo especial, esa cautela, que hace que estemos todo el tiempo pendientes de no tocarnos, porque es precisamente eso, tocarnos, lo que deseamos con todas nuestras fuerzas, y tememos que el más ligero roce pueda desencadenar un cataclismo. Marcamos el itinerario con puntos indelebles para lo que nos quedara a uno de los dos de vida, y ni siquiera hoy, más de cincuenta años después —al igual que me acontece cuando paso en coche ante la empinada escalera que llevaba al colegio—, puedo pasar por allí, aunque ande con prisas, aunque vaya acompañada, sin recordar aquel paseo y mirar con especial ternura el hermoso balcón que nos hizo pensar a los dos en aquel al que se asomaba Julieta y se encaramaba Romeo. Aunque el momento culminante llegó un poco más tarde, en el claustro de la iglesia de San Pablo, que yo tampoco conocía. Allí, por un espacio brevísimo de tiempo —tan breve que me quedó la duda de si había sido realidad o figuraciones mías—, el señor Jiménez rozó con los labios mi mejilla y mi pelo, en algo que se parecía mucho a un beso.

El curso siguiente muchos de mis compañeros siguieron en el colegio, para terminar el Habitur, que duraba un año más que nuestro bachillerato, y por primera vez se podía cursar en España, y yo estuve tentada de hacerlo también y estudiar después la carrera en Alemania, pero en aquel entonces un año me parecía una enormidad de tiempo, de modo que opté por matricularme en la Universidad de Barcelona. Y dejé de ver al señor Jiménez. Volveríamos a encontrarnos más adelante, y nuestra historia tendría otros capítulos, pero los instantes mágicos habían terminado.