El Gran Teatro del Liceo

No creo que ningún otro teatro de ópera del mundo, por importancia que revista en el ámbito de su ciudad, tenga el carácter simbólico del Liceo. Sabría años más tarde, ya en la universidad, y sobre todo por las clases de Jaume Vicens Vives (porque no estudié para enfermera, claro, sino Filosofía y Letras, y elegiría la especialidad de Historia y no la de Filología Hispánica, porque no quería mezclar mi gran pasión por los libros con mi trabajo, ¡resulta paradójico que luego me cayera de las nubes, sin yo comerlo ni beberlo, una editorial!), que efectivamente la burguesía liberal y progresista de mediados del siglo XIX había financiado la construcción y se había quedado en propiedad palcos y butacas, y que el teatro tenía mucho de templo o de símbolo de una clase.

En una de mis novelas, llevo a una amiga-amante, Clara, al Liceo y escribo:

Clara me mira curiosa, a la espera de un guiño cómplice que le permita saber con certeza que nada de esto ha de tomarse en serio, que podemos reírnos sin reparos de los señores fatuos en esmoquin y de las señoras enjoyadas, emplumadas, escotadas; algunas ridículas; otras, como en el caso de mi madre, elegantes y hermosas. Lo malo es que tampoco yo sé si la cosa va en serio o en broma, sólo sé que de un modo u otro vuelvo siempre, porque ese teatro es una parodia con aspectos lamentables, pero, parodia o no, es el templo más auténtico de mi raza, de una burguesía mediocre y decadente que acude aquí para sentirse unida, para saberse clan, para inventarnos quizás —ayudados por la hostilidad que se manifiesta en la calle contra nosotros— que somos todavía fuertes e importantes, una burguesía que construyó este templo, que se parece a los templos o palacios que han soñado todos los niños del mundo, con mucho falso oropel y mucha purpurina, con mucho terciopelo grana, con lámparas doradas de múltiples brazos, con pesados cortinajes, maderas oscuras, pinturas en el techo, con una gran escalinata por la que se puede subir arrastrando suntuosas colas de brocado y un gran Salón de los Espejos, donde generaciones de muchachas han esperado encontrar a su príncipe encantador. Y cuando los bisabuelos de mis bisabuelos terminaron este templo, que era un templo consagrado a sí mismos, como lo habían levantado con su dinero y era por tanto suyo, lo repartieron entre sí, para ellos y para su descendencia. Le explico a Clara que los dueños de los palcos pueden amueblar los antepalcos como quieran, como si se tratara de una habitación de su propia casa, y pueden mantener el palco permanentemente vacío o prohibir que lo ocupen las mujeres, los pelirrojos o los señores bajitos con bigote. Y que esa gente ríe, tose sin recato, habla en alta voz, deja prendidas las luces del antepalco y las puertas abiertas —todo en plena representación—, y que se larga olímpicamente antes de que el espectáculo termine, eludiendo así los problemas de tráfico a la salida, pues para algo son ellos los que pagan, y el que paga manda, y todo esto es suyo, incluidos los pobres tipos que se desgañitan para casi nadie en el escenario —¿no han cobrado acaso por su trabajo?, sería el colmo que uno tuviera además la obligación de aplaudirles o de escucharles—, y en definitiva el espectáculo no son los cantantes sino ellos, y la auténtica función tiene lugar siempre en los pasillos, en el Salón de los Espejos, en el Círculo o en los mismos antepalcos, porque una cosa es que uno financie determinados actos culturales y otra cosa sería muy distinta —acaso incluso peligrosa— que se tomara la cultura demasiado en serio.

Esto lo escribí muy tarde, casi a los cuarenta años, cuando había tomado una posición política muy definida; pero, por muy crítica y negativa que fuera mi imagen de la burguesía que lo construyó y que lo regenta, reconozco que el Liceo ha sido una constante en mi vida, que ha estado presente en casi todas sus etapas, que he vivido en él momentos memorables, y que lloré desconsolada el día que se quemó. Lo reconstruyeron, claro, con unos pasillos y unas escaleras y un bar horrendos, como de hotel de ferias y congresos, pero reprodujeron la sala casi idéntica, y, a pesar de que reconozco que seguramente es un error, lo agradezco infinito. En ningún otro lugar recupero tan íntegro mi pasado, ninguno está tan lleno de recuerdos (lo estaría el piso de tía Blanca, o la casa oscura, o incluso el piso de Rosellón, pero hace mucho que han dejado de existir).

Mis primeros recuerdos relacionados con el Liceo figuran entre los más intensos de mi infancia, y creo que se parecen mucho a los de otras niñas de la burguesía barcelonesa de posguerra, e incluso de otras partes del mundo. Las noches que iban a la ópera, nuestras madres —no creo que fuera la mía, en esto, una excepción—, antes de salir de casa, entraban en la habitación de los niños para que las vieran vestidas de gala. Mamá estaba deslumbrante, espectacular. Olía a un perfume delicioso, no demasiado dulzón, siempre el mismo, un perfume que impregnaba todas sus cosas. Reía, me daba un beso leve, me acariciaba la mejilla con una mano suave y fría. A mí me parecía un hada, una reina, una mágica aparición. La adoraba, y la seguí adorando durante mucho tiempo. A veces, muchísimos años después, cuando nuestra relación se había malogrado sin remedio, mamá se preguntaba, o me preguntaba, en qué momento había dejado de quererla, y yo no sé si era tan sencillo, si podía calificarse de dejar de quererla el cambio de mis sentimientos hacia ella, pero sí sé que la había querido con locura.

Estudiaba ya en San Alberto Magno, y era amiga inseparable de Annemie, cuando mi madre nos abonó a las dos a las sesiones de los domingos por la tarde en el Liceo. íbamos con una señora pintoresca y encantadora, hermana de otra señora también encantadora, pero mucho más pintoresca todavía, que trabajaba en el club de bridge al que fueron mis padres desde que terminó la guerra hasta que lo cerraron, casi medio siglo después. Mi padre se dedicaba con interés al bridge, intentaba aprender e incluso escribiría y editaría años después un manual para principiantes (jugó con tía María la última tarde de su vida, pocas horas antes de morir repentinamente en mitad del sueño), mientras mi madre charlaba con los amigos, veía la tele, jugaba al king, a la dame de pie, a algo que requiriera menos concentración y no hubiera que tomarse tan en serio. Casi siempre se quedaban a cenar.

Entonces el ambiente y el funcionamiento de los clubes eran muy distintos. No se jugaba, como ahora, por las tardes una pool, un concurso, que dura desde las cinco hasta las ocho y media, y limita casi la participación a mujeres y jubilados, y luego, una o dos noches a la semana, un torneo de varias sesiones. Se empezaba más tarde, cuando había terminado el horario laboral, muchos cenaban allí, y se seguía jugando por la noche. En el club de mis padres había profesionales de renombre: médicos, arquitectos, notarios, y también empresarios, fabricantes, hombres de negocios. Todos se conocían y muchos eran amigos. Era un punto de reunión, un lugar de encuentro donde, aparte de jugar, se desarrollaba una intensa vida social.

En el club de la calle Valencia, del que eran socios mis padres, daba clases una señora soltera, Rosa, que era todo un personaje y de la que se contaban infinitas anécdotas hilarantes. Vivía en un gran piso del Paseo de Gracia, con un hermano también soltero y una hermana, Mercedes, que había quedado viuda de muy joven y, como la familia había venido a menos, ganaba algún dinero haciendo unos puzles increíbles, serrando sin esquema previo una ilustración que había pegado antes en una lámina de madera. Las dos hermanas se pintaban como monas (sobre todo Rosa), eran distraídas y disparatadas (sobre todo Rosa), adoraban a los animales (las dos) y eran (las dos, y me parece que también el hermano) unas bellísimas personas.

Con Mercedes, con una chica jovencita, que tenían acogida en el piso del Paseo de Gracia y que pretendía llegar a cantante, y no recuerdo si con alguien más, fuimos Annemie y yo dos o tres temporadas al Liceo. Teníamos un palco muy especial, uno de los dos proscenios del cuarto piso. El público del cuarto piso pertenecía al sector «popular», debía entrar por la calle lateral y no tenía acceso a las plantas inferiores, pero los ocupantes de un palco, fuera del piso que fuese, pertenecían al sector «selecto». De modo que entrábamos por las Ramblas, nos metíamos en un ascensor y nos hacíamos llevar a la cuarta planta, y luego, durante los entreactos, nos podíamos mover libremente por todo el ámbito del teatro, incluido el bar, donde algunas veces comíamos un dulce exquisito, de hojaldre y mantequilla, llamado «delicia», que no se encontraba en ninguna otra parte y que, muerto sin llegar a un acuerdo para vender la receta el pastelero, ha desaparecido, me temo, para siempre.

Habría estado muy bien aquel proscenio de cuarto piso… si se hubiera visto el escenario. Bueno, algo se veía. El espectador situado más lejos de la pared veía como mínimo la mitad, el siguiente un poquito menos, el siguiente un poquito menos, y así hasta el último, pegado a la pared, que distinguía, con suerte, una cuarta parte. En la ópera importaba poco, pero en el ballet era desesperante. Nos íbamos turnando rigurosamente las posiciones, y hacíamos votos para que el decorado limitara poco la visibilidad, y para que la acción se desarrollara en el lado del escenario que sí veíamos, y lo más adelante posible.

De todos modos, disfrutábamos muchísimo. Mercedes nos había preparado bocadillos, pastas de té, y merendábamos en el antepalco. Nos llevábamos muy bien, hablábamos mucho y de temas diversos. Y, para Annemie y para mí, el espectáculo era una novedad. Todo lo veíamos por primera vez. A mí nunca me ha gustado la música instrumental, pero la cosa cambia cuando interviene en ella la voz humana, y hay, además, en la ópera un ingrediente teatral que me fascina.

Abajo, en el Salón de los Espejos, me encontré la primera tarde con el señor al que en Playa de Aro desenterrábamos el palo. Allí era un energúmeno, pero aquí, en el teatro, estuvo muy simpático. «¿Es la primera vez que veis Aida?», nos preguntó. «¡Ah, cuando la hayáis visto como yo cuarenta veces!». Costaba imaginar cómo sería yo si me llegaba el caso de haber visto Aida cuarenta veces.

Después, durante muchas temporadas, fui a un palco de platea, siempre el mismo, con mi madre y tres de sus amigos (mi padre había renunciado: ni le gustaba la música, con excepción de Wagner, ni le apetecía tener que ponerse el esmoquin, entonces tan obligado como los vestidos largos para las mujeres). Nos llevaba el chófer de uno de los amigos, y entrábamos en el teatro flanqueados por un nutrido grupo de gente que se apostaba allí para vernos pasar: la llegada de la burguesía a su templo convertida en espectáculo popular. No existía peligro de robo y las señoras iban envueltas en pieles y cubiertas de joyas.

También yo iba hecha un cromo: una estola de zorro blanco; unos zapatos plateados de altísimo tacón con los que corría serio peligro —seguía siendo tan patosa como siempre— de romperme la crisma; el collar de perlas, la pulsera y la sortija de rigor (pendientes no, porque los de clip me hacían daño y, ya que no lo habían hecho, una rareza más de mamá, al yo nacer, luego nunca quise agujerearme las orejas), y un complicado moño, obra maestra de la camarera, Alicia, muy coqueta y muy bonita, que teníamos entonces en casa. (Alicia conocería un día, en la playa, a un turista belga, bastante más joven que ella, y, al preguntarle él su edad en los inicios de lo que parecía sólo un flirteo de vacaciones, se quitó dos años. Pero las cosas fueron a más y el chico le propuso matrimonio. Alicia estaba desesperada, porque tenía la convicción de que, al enterarse de que le había mentido en la edad, perdería toda confianza en ella y renunciaría a la boda. Y entonces —eso es lo insólito de la historia y el motivo de que la cuente— mi padre, que ya he comentado era un manitas, falsificó la documentación, cambiando la fecha de nacimiento). Pero, aparte de ir hecha un cromo, y a pesar de que la orquesta era mala, y el coro cantaba algunas veces en un idioma distinto del de los solistas, y los decorados solían ser cutres, y la mayor parte del público rechazaba cualquier innovación, oí voces maravillosas y descubrí a bailarines extraordinarios. Ver bailar Sherezade a Nora Kovách e István Robovsky es una de las cosas importantes que me han ocurrido en la vida. Aplaudiendo yo enloquecida, los ojos inundados de lágrimas («sólo me interesa el arte que nos hace llorar», había aprendido de Óscar), cuando terminaban, y toda la sala aplaudía y gritaba puesta en pie, menos las señoras más pudibundas, que se habían marchado antes, arrastrando a sus maridos, indignadas ante tanta sensualidad, tanto ímpetu, tanta juventud, tanta belleza.