San Alberto Magno: mi madre encuentra por fin el auténtico Colegio Alemán

Óscar y yo llevábamos cuatro años en el Real Monasterio de Santa Isabel, y me sentía allí muy feliz. Alguna vez insistían en que era yo demasiado apasionada, demasiado rebelde también, y que eso podía llevarme a ser una santa o una gran pecadora, pero me querían y me sentía aceptada plenamente, algo que hasta entonces sólo había conseguido en casa de tía Blanca, en Barcelona y en Sant Pol.

El verano anterior había decidido que quería dejar los cursos de «enseñanzas del hogar» y hacer el bachillerato. El motivo que entonces aduje, y en el que creí durante un tiempo, era descabellado: hacerme luego enfermera para ayudar a papá. Para justificar estudiar lo mismo que los chicos necesitaba —ante mí misma, no ante mis padres, que sabían que me mareaba sólo con ver una gota de sangre y que me ponía enferma el olor de un hospital— elegir de antemano una de las profesiones reservadas a las mujeres. El motivo inicial era, pues, absurdo, pero la decisión fue una de las más acertadas que he tornado en la vida. Mis padres no pusieron ninguna objeción. Tuve clases particulares de matemáticas y de latín, estudié en serio por primera vez y saqué en los exámenes de junio del Instituto, hasta con alguna nota alta, ingreso y los cuatro primeros cursos de bachillerato. En el festival del colegio hablaron de mí como «la gran acaparadora de cursos» y me dieron un diploma. Mi padre estaba contento; mi madre levantaba una ceja: ¿por qué demonios esa hija suya tenía que hacerlo todo del modo más raro? Muy fácil la respuesta, mamá, porque tú no me matriculaste a los diez años en bachillerato, ni me preguntaste siquiera lo que yo quería, convencida de que para escribir o para traducir, que era lo que decidiste sería —por elección propia, claro, no porque tú lo impusieras— mi profesión (y reconozco que era un mérito poco frecuente que consideraras que la única profesión de la mujer no era el matrimonio) un título de bachiller no iba a servirme para nada.

Y precisamente aquel verano, después del éxito en los exámenes, y cuando me sentía más feliz y mejor adaptada que nunca en el Real Monasterio, mi madre se enteró de que iban a abrir por fin el auténtico colegio alemán, que iba a aglutinar los dos más importantes que competían por serlo. No se llamaría de momento Colegio Alemán, y habría un ficticio director español, bien visto por el régimen y que resolvería los problemas administrativos en Madrid, pero emplearía métodos alemanes de enseñanza, usaría de forma preponderante ese idioma, la mayoría de profesores serían nativos, y mantendría relaciones directas con el Estado alemán, que lo iba a subvencionar en parte. Se daba por seguro que en unos años recuperaría su nombre real y se impartiría el Habitur, bachillerato que abría las puertas a las universidades alemanas.

Mi madre decidió que Óscar iría al nuevo colegio, pero a mí no me obligó: me presionó cuanto pudo, pero no me obligó. Fue muy lista, como casi siempre. Y me sumió en un mar de dudas espantoso. Para empezar, ya he dicho que en circunstancias normales yo no habría cambiado de colegio ni una sola vez, y era la niña menos adecuada para asumirlo. Tan gatuna, tan tímida ante lo desconocido, tan traumatizable. ¡Y llevaba, sin comerlo ni beberlo, cuatro cambios —las monjas alemanas, el colegio de la calle Moià, la Escuela Suiza y el Real Monasterio—, cuando me proponían el quinto!

Finalmente decidí cambiar. Porque conservaba un recuerdo mítico del colegio de mi infancia, porque el Real Monasterio me parecía cada vez más caótico y, delito imperdonable, habían despedido al pobre señor Pla (con sus cuentos de terror, sus furias desatinadas, sus baterías de tests, sus alpargatas, su señora gorda, su montón de hijos —a lo mejor no eran tantos, pero a mí me parecían un montón— y su insólita genialidad), o tal vez sólo porque mi madre era más fuerte y su convicción de que el cambio era para bien se impuso a mis dudas.

El nuevo colegio, San Alberto Magno (supongo que eligieron el nombre de un santo católico para ahuyentar sospechas de falta de religiosidad o de connivencia con los protestantes) estaba en una torre de Vallcarca, bonita y con un gran jardín. Enseguida vi que era realmente alemán —en mi clase sólo había dos alumnos españoles— y enseguida vi que se parecía muy poco al colegio de los años cuarenta. La rigidez de la disciplina, casi castrense en ocasiones, el orden riguroso, el espíritu de superación, ligado a la prepotencia de creerse o saberse los mejores, se habían esfumado. Creo que influía la brutal diferencia entre los dos edificios. Aquel caserón enorme y gris, de líneas rectas, de jardín sin flores, con una infinidad de aulas iguales, no tenía nada que ver con una torre particular, muy alegre y soleada, adaptada como se pudo a las necesidades de la docencia, con escaleras estrechas, raros vericuetos, habitaciones distintas entre sí, un bonito jardín que incluía hasta una fuente. Mantener una disciplina castrense en un escenario como aquél habría resultado difícil.

Pero además los alemanes habían perdido su guerra, y habían transcurrido desde entonces únicamente cinco años. Nosotros habíamos ganado la nuestra, y éramos dueños de un país, aunque estuviera en ruinas, y de las atrocidades que se debieron de cometer para ganarla no podía hablar, dentro de España, nadie. Los alemanes habían perdido la guerra, y no sólo su país estaba en ruinas, sino que durante un tiempo parecieron correr el riesgo de quedarse sin país, y además empezaron a circular noticias pavorosas sobre crímenes inimaginables contra la humanidad cometidos por el gobierno nazi.

A mí los alemanes me habían caído bien siempre, pero ahora los encontraba mucho más amables, mucho más respetuosos con lo ajeno, mucho más simpáticos, más humanos. En el terreno personal, a veces perder una guerra nos hace mejores. Y no creo que a los míos les hubiera hecho humanamente mejores el ganarla.

En el antiguo colegio estaban separados los alumnos de ambas nacionalidades, de modo que allí apenas conocí a niños alemanes. Pero en San Alberto Magno éramos pocos alumnos y compartíamos las clases. Ya he dicho que en mi curso sólo había dos españoles —Francisco Olivella y yo— y una chica, Ana María Schlüter, que sería durante muchos años mi mejor amiga, y que era hija de madre española y de padre alemán. Asignaturas como el griego, el latín o las matemáticas se nos impartían en alemán, y las conversaciones entre los compañeros, aunque por deferencia hacia nosotros se iniciaran en castellano, derivaban inevitablemente en pocos segundos al alemán. Yo lo hablaba correctamente —gracias a las clases de Herta, no a lo que aprendiera en el Real Monasterio— y encajé bien en el grupo. Fue una inmersión en la cultura y las costumbres de otro país —iba a sus fiestas, comía sus comidas, cantaba sus canciones, repetía sus chistes—, y al mismo tiempo mantenía un españolismo patriotero y ferviente. Ellos me consideraban quizá más rápida, más avispada, más imaginativa, pero yo les sabía más seguros, más eficaces a la larga. Creo que se estableció un recíproco respeto, y que no sólo se aceptaban sino incluso que se valoraban como positivas las diferencias. Prueba de ello es que, cincuenta años después, nos seguimos reuniendo —en Barcelona, en Córcega, en Cadaqués, en Colonia— y nos gusta estar juntos, contarnos el presente —tan distinto en cada uno— y recordar un pasado común.

Me integré totalmente en el nuevo colegio. De hecho, dejé de tener amigos españoles. Iba a todas partes con Ana María (Annemie), que había regresado hacía poco de Alemania y añoraba con dolor los bosques, las flores, la nieve, el renacer que significa allí la primavera y que no tiene equivalente posible en los países meridionales; había regresado con su familia —sus padres y dos hermanos— hacía poco y vivían, los primeros tiempos, en una situación muy precaria, en un barrio de chabolas. Annemie había aprobado, como yo, en un solo año el ingreso y los cuatro primeros cursos de bachillerato. Muchos adultos se referían a ella como «mi media naranja», y a mí era una expresión que no me gustaba nada. Si tía Sara me acusaba con razón de no «querer a la gente», sino de «enamorarme de la gente», había, claro está, excepciones, y Annemie era un ejemplo; nunca sentí por ella nada ni remotamente parecido al amor, y, sin embargo, la quise mucho.

El Colegio San Alberto Magno resultó casi tan caótico como el Real Monasterio. Parte de los profesores procedía de los dos colegios antagónicos que habían terminado por fundirse, otra parte llegaba de Alemania (a veces sin saber palabra de español), y otros no sé de dónde habían salido. Era obvio que no formaban un equipo coherente, ni creo que coincidieran sus ideas sobre el modo de llevar un colegio, ni sus ideas sobre nada. De modo que cada uno iba por su lado y hacía lo que mejor le parecía.

El señor Jiménez —del que me enamoré, pero esto merece un capítulo aparte— era el director español. Era falangista, y daba la cara ante la administración cuando surgían problemas. Y surgieron varios. Hubo denuncias de vecinos malévolos y ociosos, o celosos guardianes de la moral, que nos espiaban desde balcones y azoteas, y juraban (con razón) que, si bien en los recreos permanecíamos separados chicos y chicas en distintas zonas del jardín, en las clases estábamos juntos. La coeducación seguía prohibida y habrían podido cerrarnos el colegio, pero, tal vez debido a las buenas artes del señor Jiménez, las denuncias nunca progresaron, ni siquiera cuando apuntaron a un hecho de perversidad casi patológica: chicos y chicas, bajo el pretexto de que un profesor estaba enfermo, habíamos dado juntos —con pantaloncito corto, blusas y camisetas— la clase de gimnasia.

Sí tuvo éxito, en cambio, la denuncia de que había entre el profesorado individuos de religión protestante, y los alumnos españoles nos quedamos a mitad de curso sin dos de nuestros mejores profesores, la de griego y el de matemáticas (ni una ni otro habían esbozado el más ligero intento de proselitismo, acaso no fueran ni siquiera creyentes, pero de ella se murmuraba que en el antiguo Colegio Alemán daba clases de gimnasia con la camiseta a pelo, sin sujetador, y que se presentaba a veces de esa guisa en la salita de profesores), expulsados de la noche a la mañana y sustituidos por profesores de otras asignaturas, ante la indignación impotente de la mayor parte del profesorado y la totalidad del alumnado. De modo que agarré la pluma —por algo era la poetisa oficial de la clase y había llenado de versos ramplones los álbumes de autógrafos de mis compañeros— y escribí un encendido poema, también horrendo, contra la madre patria, esa España que yo había idolatrado y que había sido capaz de un acto tan injusto y tan ruin.

El señor Jiménez se pasaba la mitad del curso viajando a Madrid, llegaba casi siempre tarde, y, si un día no nos apetecía dar clase —aunque sus clases de literatura eran excelentes—, bastaba que citáramos algo relacionado con los toros —cómo había estado, por ejemplo, la corrida del domingo— para que nos estuviera hablando de Manolete hasta que sonaba el timbre para el recreo. Además de falangista, era feo, católico y sentimental. En cambio, el señor Vidal era sin duda nacionalista catalán, antifranquista e izquierdoso. En su clase podía hablarse de política, o del París de la Rive Gauche, o de Eva al desnudo, o de las piernas de Marlene, o podía coger una tiza, acercarse a la pizarra y, respondiendo a la pregunta de una alumna, explicar, ayudándose de gráficos, cómo se fabrican los niños. El señor Herrero —chaqueta casposa y pantalón deforme y arrugado— debería habernos dado clase de química, pero se nos iba el tiempo discutiendo una revista, creo que se llamaba Ensalada, humorístico-informativa-literaria, que pretendíamos publicar todos los meses y de la que salieron únicamente cuatro o cinco números.

Supongo que al director alemán le traía sin cuidado lo que dijeran en sus clases los profesores españoles o cómo las dieran, pero tampoco los alemanes marcaban, aquellos primeros años, el paso (más adelante seguro que sí, seguro que, más adelante, se volvió al orden y a la disciplina que uno espera del Colegio Alemán, pero ¡qué suerte que a mí me tocaran los años locos!). Uno flirteaba con las alumnas, otro se declaraba comunista, otro echaba abiertamente de menos los años del Tercer Reich. Lo más gordo, o por lo menos lo más espectacular, lo protagonizó el profesor de gimnasia que en la calle Moià golpeaba cabeza contra cabeza a los alumnos que se estaban pegando, que seguía haciéndolo, y que, sin embargo, nos caía bien. En Barcelona nieva pocas veces; nevó una noche y por la mañana las zonas altas que coronan la ciudad aparecieron blancas. Surgió el profesor, dijo «yo me voy al Tibidabo», y echó a andar, y todos los chicos, el colegio entero, fuimos tras él. Como las ratas y después los niños tras el flautista de Hamelín. Todos al Tibidabo a ver la nieve, y el colegio vacío. Ese día sí se enfadó el director.

Lo curioso es que, a pesar de tanto disparate, siempre quedamos bien en los exámenes finales, que teníamos que pasar en el Instituto, y que llegué a la universidad sabiendo mejor cómo se estructuraba un trabajo que la mayoría de mis compañeros al enfrentarse a la tesis de licenciatura.