Ya he dicho que mi madre se aburría, se cansaba de todo. Como no podía modificar su vida en lo fundamental, introducía cambios en cuanto tenía a su alcance. De repente se le ocurría que una puerta, que a nadie causaba el menor problema, estaría mejor un par de metros más allá, y en veinticuatro horas había conseguido el permiso de la dueña de la casa y que los albañiles terminaran su trabajo. Yo, que la había seguido en tantas cosas, detestaba esa obsesión por los pequeños cambios inútiles. Me inquietaba. Me gusta, no ya volver a los mismos restaurantes, sino ocupar la misma mesa, que me atienda el mismo camarero y hasta repetir los mismos platos. Para mí, el traslado a una nueva vivienda ha supuesto siempre una enfermedad, y me lleva años sentirme cómoda en ella, sentirme «en casa». Me apego a los objetos y a los ambientes como los gatos.
Un territorio conflictivo era el de las joyas. Le gustaban. Había heredado muchas de su madre y le había regalado otras papá o se las había comprado ella misma.
Yo preferí desde muy pequeña las antiguas. Algunas veces mamá abría la cajita de caudales para mostrármelas, pero lo más frecuente era que yo las viera las noches que iba a salir, generalmente para ir al Liceo, y las elegía y se las ponía delante de mí. La que más me gustaba era un anillo con una esmeralda, no muy grande, engarzada en una montura de platino y pequeños brillantes. Me la prometió y luego, un día, se olvidó —supongo que se olvidó— e hizo con el anillo lo que hacía con otras joyas: lo desmontó y lo transformó en el cierre de un collar de perlas. Me llevé un berrinche, pero lo peor vino después, cuando encargó al joyero una copia exacta del anillo y me la regaló, segura de darme una alegría, y me negué a aceptarla. Después de tantos años, ahora que ella ha muerto y yo soy una anciana, reconozco que no fue la mejor de las madres, que no fue, desde luego, la madre que yo necesitaba, pero que yo era a mi vez una niña difícil —con mi timidez, mis miedos, mis problemas para relacionarme con otros niños, mi susceptibilidad—, y que a partir de cierto momento parecí encontrar cierto placer en decepcionarla. De todos modos no parece normal que un buen día, sin ni antes consultárselo, mamá cogiera todas las copas deportivas de plata que había ido ganando su marido a lo largo de años y las fundiera para hacer cucharillas de café, que para colmo sobraban.
Otra de las cosas de las que mi madre se cansaba eran los pueblos de veraneo. Desechó Sant Pol, que era el lugar donde pasaba el verano su familia y donde había conocido a mi padre; alquiló una casita en Vilassar, cuando acababa de nacer Óscar; después se construyó allí una torre deliciosa en primera línea de mar, no muy grande, pero con garaje y rodeada de jardín; la vendió dos años más tarde, y al otro verano fuimos a un elegante hotel de S’Agaró, La Gavina, y por fin recalamos en el Hotel Costa Brava, de Playa de Aro, y allí seguimos bastante tiempo, porque mi madre, que detestaba el verano (el «veraneig» decía en su pésimo catalán) y los pueblos, había dado con la solución ideal: instalarnos a Óscar y a mí en el hotel con una criada y quedarse ella, con mi padre y la otra criada, en el piso de Barcelona, subiendo a vernos los fines de semana, acompañados de dos o tres amigos, uno de los cuales supongo que fue a lo largo de toda la vida su amante, aunque nunca me lo confesó, y la verdad es que a mí no me importaba que tuviera un amante o varios, o quiénes fuesen, ¿por qué iba a importarme, si era obvio, y eso sí lo confesaba, y eso sí era grave, que no había querido nunca a mi padre? Sólo me sorprendía que hubiera ido a enamorarse de un tipo tan convencional, tan poco interesante, tan poco romántico, que no se parecía en nada a los amantes de las heroínas de las novelas. Y me ha intrigado hasta hoy saber cómo lo llevaba mi padre, que nunca hizo la menor alusión a ello.
Nuestros padres tenían en el hotel una habitación fija para los meses de julio y agosto, donde dejaban sus cosas, aunque sólo la ocuparan los sábados y los domingos. No era una solución habitual. Lo normal era que las familias con medios económicos se trasladaran con todos sus pertrechos a una segunda residencia, y que las madres compartieran con los hijos todo el verano y los padres lo que les permitiera su trabajo, como he contado en «Los veraneos interminables». Y las familias con niños que iban al Hotel Costa Brava solían pasar allí quince días o un mes, para disfrutar de un período de playa, e instalarse luego en otro lugar. Hace sólo unos días me di cuenta de hasta qué punto resultaba insólita la situación cuando, en un club de bridge, me reconoció una señora para mí enteramente desconocida. «Coincidimos en el hotel de Playa de Aro, ¿no te acuerdas?». ¿Cómo iba a acordarme si habían transcurrido más de cincuenta años? «Pues yo sí me acuerdo perfectamente de tu hermano y de ti. ¡Era tan raro que dos niños estuvieran solos en un hotel!», me dijo. De modo que para aquella señora éramos una especie de Eloise, el famoso personaje infantil norteamericano, que se aloja con su institutriz en el Hotel Plaza de Nueva York y vive sus aventuras en sus distintas dependencias, mientras una madre famosa y siempre de viaje la telefonea a veces desde el otro extremo del planeta.
El hotel había tenido un origen curioso. Era una casa, supongo que de pescadores, a la que un día acudieron unos señores de Barcelona, porque uno de ellos se mareó en la barca y querían una infusión. El sitio les encantó y preguntaron si no les alquilarían en verano un par de habitaciones. Después aumentaron los clientes y las habitaciones, pero el hotel, llevado por Poldo, su mujer, sus dos hijos y luego la nuera y el yerno correspondientes, conservaba su carácter familiar. Cocinaban de maravilla y la comida no podía ser mejor ni más abundante. A algunas de las familias más encopetadas que veraneaban allí, y que veraneaban con su propio servicio, les pareció que para las criadas tal abundancia era excesiva, y llegaron a un acuerdo para que se les suprimiera un plato del menú del almuerzo y otro del de la cena, y conseguir así un pequeño descuento en la pensión. Las personas de servicio y los niños comíamos aparte, en un altillo contiguo al comedor principal.
Yo era una cursi redomada y era franquista como mis padres y como casi toda la gente que me rodeaba, pero cosas como ésa me sumían en el desconcierto más absoluto, me avergonzaban, me revolvían el estómago. En aquellos años, yo y los niños en mi misma situación apenas teníamos contacto con la clase obrera, no salíamos del Ensanche, íbamos siempre acompañados. Las señoritas un poco cursis un poco entrañables del Real Monasterio nos hicieron montar una vez una canastilla para una mujer muy humilde e ir todas a entregársela a su casa. Nos esforzamos muchísimo, se hizo con la mayor ilusión y con la mejor intención, pero todo resultaba artificioso y falso: la gratitud desmesurada de la mujer, nuestra actitud de niñas buenas, nuestra insistencia en lo monísimo que era el bebé… su afirmación de que unas botitas para un niño de tres años iban a serle enseguida útiles. La experiencia no sirvió de gran cosa.
Era el trato que daban los señores —algunos señores, claro— a las criadas, a los chóferes, a los dependientes, a los camareros, y el trato de favor que ellos a cambio recibían en todas partes, lo que me escandalizaba. Que en las tiendas nos atendieran en cuanto entrabamos, hubiera o no otra gente esperando; que las taquilleras tuvieran para nosotros las mejores localidades; que los maîtres nos reservaran la misma mesa y nos aconsejaran platos especiales, o torcieran el gesto ante una elección equivocada, «yo a usted esto hoy no se lo aconsejaría», o sea que no estaba en perfectas condiciones, pero lo mantenían en el menú y dejaban que otros clientes lo pidieran y comieran.
A este respecto, hubo un hecho que me llamó poderosamente la atención. Tuvo lugar en Zaragoza. Recorríamos con unos amigos la Basílica del Pilar y nos encontramos con un magnate de la industria catalana acompañado de su querida. No era en absoluto una mujer de la calle y les unía una relación de muchos años. Pero el hombre (para mí no era un «señor», si aceptábamos la distinción entre «señores» y «hombres») no se limitó a hacernos un gesto de saludo al pasar y seguir adelante, ni se acercó con ella a saludarnos: la detuvo con un gesto imperativo, a unos ocho metros de nosotros, como si se tratara de un perro al que no está permitida la entrada en un recinto, y estuvimos hablando un buen rato, relajados y sin prisas, como si ella no existiera. Tal vez el industrial le regaló algo después, en desagravio, o tal vez estaba todo tan dentro de la norma establecida que no había nada que desagraviar.
Es normal que los primeros excursionistas que llegaron un día casualmente a la casa que sería luego, y hasta hoy, el Hotel Costa Brava, quedaran fascinados. El lugar es de veras excepcional. El edificio descansa sobre un promontorio rocoso, un poco adentrado en el mar. A la derecha, tras una diminuta cala y un par de rocas, se extiende interminable la playa del pueblo. A la izquierda está la playa que llamábamos «del hotel», porque sólo los propietarios de tres torres dispersas la compartían con nosotros. Era una playa grande, pero mamá, los días que aparecía un autocar de cuarenta o cincuenta domingueros, no bajaba a la playa porque no soportaba las aglomeraciones ni mezclarse con según qué gente… Muy finolis mi señora madre. Al final de la playa empieza un camino de ronda que bordea unas calas y peñascos maravillosos.
Hace cuatro o cinco años sentí curiosidad y una mañana fui en coche hasta allí. Me llevé la sorpresa de que el camino que va desde la carretera hasta el mar y hasta el hotel, que entonces quedaba a un kilómetro de las cuatro tiendas y las escasas torres que formaban el pueblo, estaba ahora en el centro de la población —grande, con rascacielos, asadores argentinos, pizzerías, locales de noche, McDonald’s, tiendas de todo lo imaginable, supermercados, hoteles, pensiones—, pero, al llegar al final del camino, nada había cambiado demasiado. Sólo un gran hotel en la playa —la nuestra, no la del pueblo— echaba a perder la imagen, pero desde muchos puntos, por ejemplo desde la ventana de la habitación que cogí, no se veía. Habían cambiado, no hacía demasiado tiempo, los dueños, y el edificio había seguido creciendo en distintas etapas.
El hotel se abría al mar por tres de sus lados; dos grandes terrazas, el comedor y la mayor parte de habitaciones daban al mar, y unas escalerillas de piedra descendían directamente a las playas. En cualquier momento yo podía salir de mi habitación y estar, en menos de cinco minutos, metida en el agua. De esto he conservado una permanente nostalgia: una casa pegada al mar, sin nada que se interponga. Ahora que estoy próxima al final, sé con certeza que la gran pasión de mi vida ha sido el mar. (¡Cuánto me gustaría, y es poco probable que suceda, morir oyendo el rumor del mar!). Más que los libros, más que el arte, más que el teatro, más que el juego, más que los animales (los animales son una afición importante, pero teñida de responsabilidad, de sufrimiento, de sentimientos de culpa: a veces pienso que es mayor la preocupación que me comportan que el placer). Los seres humanos son otra cosa, entran en una categoría muy distinta. El mar ha sido y es mi gran pasión. Todos los mares. Pero los míos son dos: el mar de la playa del Hotel Costa Brava, y el mar que recorro con la Tururut, la barca de madera que diseñó mi padre, desde Port Lligat hasta Cap de Creus.
Pasábamos, pues, dos meses en Playa de Aro, en un hotel aislado, y, a pesar del mar, yo me aburría a morir. Soy urbanita hasta la médula, necesito estar en una ciudad, aunque pase días sin asomar la nariz a la calle. Echaba de menos a los compañeros y profesores del colegio, a Herta, a tía Blanca, los cines, los teatros, el bullicio de las tiendas, hasta las bocinas de los coches y el ruido de los tranvías. Leía horas y horas, y escribía cartas muy literarias y muy nostálgicas. Como se me terminaban las lecturas y en el pueblo no existían librerías, dividía las páginas que me quedaban por leer por los días que faltaban para que terminara las vacaciones, y consumía cada día la ración correspondiente, cual si se tratara de las reservas de agua en una expedición por el desierto.
A veces había otros niños en el hotel, y a veces lo pasaba bien con ellos. Allí conocí un verano a Jorge Herralde, que reencontraría muchos años después, y llegaría a ser un gran editor y un buen amigo. Construíamos cabañas en el punto donde la playa lindaba con el cañaveral, íbamos de excursión en bici, a buscar moras o a recoger piñas. Jugábamos a cartas, poníamos tangos, boleros y valses en la gramola y aprendíamos a bailar, íbamos a la Fiesta Mayor de Sant Feliu, al pueblo a comer helados. Se flirteaba. Y casi todos los atardeceres bajábamos a la playa y desenterrábamos el poste que un vecino que nos caía mal —tenía un genio endiablado, era un déspota feroz y, entre otras rarezas, sólo permitía que sus hijos tomaran el sol tumbados de cara, de modo que todos estaban negros por delante y blancos por detrás— utilizaba para sostener un toldo, de modo que, entre terribles amenazas y miradas de soslayo, tenía que ordenar cada mañana al chófer que volviera a enterrarlo en su lugar.
Pero todos se marchaban antes que nosotros y amistad verdadera no hice con nadie. Insisto en que era rara, aunque lo cierto es que lo creí a fuerza de oírlo a los otros, no porque a mí me lo pareciera. O quizá toda nuestra familia era un poco rara. Escandalizaba, por ejemplo, descubrí un día, que se me permitiera ir con un chico en el bote de remos hasta un punto en que no se nos distinguía desde la playa. No era decente. Además, no únicamente nuestros padres nos dejaban solos la mayor parte de la semana, sino que —allí era imposible ocultarlo porque todos íbamos juntos a la misma ermita de la montaña— no nos acompañaban a misa los domingos. Los otros niños nos preguntaban a Óscar y a mí con maldad, en el camino de regreso, si teníamos estropeado el coche, porque la ermita estaba a una distancia que eximía de ir andando, y querían asegurarse de que no había excusa, de que mis padres tenían ya un pie y medio en el infierno.
Y yo bajaba la montaña, muerta de calor y de sed y de vergüenza, y llegaba al hotel como una exhalación y me precipitaba en el mar de cabeza.
Es curioso que de mi hermano, que después sería una figura importante en mi vida, no recuerde apenas nada. Nos llevamos casi cinco años, y a una adolescente de diez, once, doce, un crío tan pequeño no debe de interesarle demasiado. Recuerdo, eso sí, los malos tratos a que le sometían algunas criadas. Porque me parece que no he dicho todavía que, si bien nuestro padre jamás nos puso la mano encima y mamá me dio únicamente cuatro bofetadas —históricas, memorables, pero sólo cuatro—, algunas de las personas del servicio nos pegaron lo que les vino en gana. ¿Nos hacían pagar a nosotros una situación de la que no éramos responsables? Y, por raro que parezca, nunca se lo contamos a nadie. Creo poco probable que esto ocurriera en otras casas, pero no estoy segura, porque no supe hasta época muy reciente que el portero de nuestra finca infligía a mi hijo auténticos malos tratos. ¿Por qué ocultarán los niños esas cosas?
Así era Playa de Aro y así era nuestro hotel a finales de los años cuarenta: un lugar paradisíaco, bellísimo, un remanso de paz donde no había otra cosa que mar y paisaje, un lugar desértico y aburrido a morir, hasta que de repente, muy de repente, y en cantidades enormes, llegó el turismo. Y cambió para bien y para mal nuestro país. Para bien: España dejó de ser diferente, por lo menos dejó de ser tan diferente. Para mal: mi Costa Brava, mi mar, dejó en parte de ser un paraíso.