Año Santo en Roma

Vista desde mi perspectiva de hoy, la Barcelona de los años cuarenta era una ciudad más triste, gris y pobretona de lo que mi falta de experiencia me permitía apreciar entonces. Calles mal iluminadas y sin apenas coches, restricciones de luz, gran parte de la población pasando hambre —gran parte también de la población, aunque esto lo supe años más tarde, pasando miedo—, falta total de objetos importados, perros sin amo vagando por las calles. La mitad de los libros que se escribían en el mundo no llegaban a España, o llegaban censurados, y lo mismo ocurría con el cine. El triunfo de los aliados no había supuesto la caída de Franco, pero nos había dejado aislados. (Luego, lentamente, se irían restableciendo relaciones diplomáticas con otros países, y recuerdo la frecuencia con que aparecía en el No-Do la llegada a Madrid de un nuevo embajador, otro póker de ases que nuestro Caudillo se sacaba de la manga). España era de veras diferente. España estaba hecha una porquería.

Pero habíamos ganado la guerra, el país era nuestro, y nos sentíamos moderadamente orgullosos de sus virtudes y delirantemente orgullosos de sus defectos. No sé de dónde nacía la convicción de que nuestra policía era la mejor del mundo, nuestras mujeres las más hermosas, nuestros soldados los más valientes. O de que el público del Liceo —pero del Liceo hablaré más adelante— era el más entendido de todos los escenarios europeos: los cantantes más famosos temblaban cuando tenían que actuar aquí. Y aunque yo oía hablar mal de Franco, no sólo a tía Sara, sino en los tranvías, en la calle, en las tiendas, en la cocina de casa, en todas partes —porque la represión fue terrible, pero, por paradójico que parezca, la gente criticaba en público al gobierno e inventaba cada día un chiste nuevo—, la mayoría de nuestros amigos seguía tan franquista como lo fuera al terminar la guerra.

La primera vez que vino Franco a Barcelona, y no se animó a hacerlo hasta los años cuarenta y algo, las precauciones policiales fueron inauditas (la casa donde vivía tía Blanca en el Paseo de Gracia, y todas las que, como la suya, formaban parte del itinerario, bastante extenso, por el que tenía que pasar el Caudillo, fueron registradas días antes y se apostaron agentes armados en balcones y azoteas), pero fue multitud la gente que salió a vitorearlo, y mi madre quiso estar en dos puntos distintos para verle dos veces —a la llegada por mar y en el Paseo de Gracia—, de modo que nos desplazamos a toda prisa en coche de un lugar a otro, y volvió a gritar «Franco» hasta quedar sin voz, como el día que habían entrado las tropas en Barcelona.

Mamá no cambiaría nunca sus convicciones, mientras que mi padre sí las modificaría de forma radical, siguiendo en gran medida, quizás en exceso, las opiniones de sus hijos, pero eso ocurrió mucho más tarde. Papá acabaría votando al PSUC y declarándose comunista ante quien fuera, con tan poco empacho y tanta naturalidad como mostrara al rechazar la prensa que le ofrecieron en Perpiñán un grupo de exiliados españoles.

Mi padre sentía pasión por los viajes y ya siendo yo muy pequeña, en la casa oscura, venía algunas noches a sentarse junto a mi cama y me describía los lugares a los que iríamos y las cosas maravillosas que veríamos en cuanto terminase la guerra europea y se abrieran las fronteras. Pero la ocasión no se presentó (seguramente porque mamá, obstinada en no compartir nada con su marido, tampoco compartía su pasión viajera) hasta que se proclamó el Año Santo, en 1950, y tío Juan organizó un viaje en autocar a Roma, supongo que con feligreses de la parroquia. Entonces mi padre prometió que me llevaría, si cumplía tres condiciones: sacar buenas notas, no pelearme con Óscar y dejar de morderme las uñas. Lo de las notas estaba chupado, no pelear con mi hermano durante los muchos meses que faltaban para el viaje fue durillo, pero no morderme las uñas constituyó una auténtica proeza.

En fin, cumplí lo acordado, y allí estábamos un día, en la plaza Universidad, a las siete de la mañana, subiendo a los dos autocares, papá, yo, mi prima Tere —siete años mayor, pero con la que anduve compincheada todo el tiempo—, su futura suegra, un montón de feligreses y, organizándolo todo, tío Juan.

Era mi primera salida al extranjero y la disfruté enormemente, pero el viaje, juzgado objetivamente en sí mismo, fue una catástrofe. Era una suerte que mi señora madre no se hubiera planteado ni por un instante la posibilidad de acompañarnos. La primera noche teníamos que estar en Marsella con tiempo para cenar y dar un paseo por la ciudad, y eran más de las cuatro y media cuando llegamos. Lo mismo ocurriría todas las noches: en lugar de llegar a la hora de la cena, entrábamos en las ciudades de madrugada, después de haber tenido que telefonear a los hoteles para que nos mantuvieran la reserva de las habitaciones. Los dos autocares se perdían el uno al otro, o se perdían juntos los dos. A menudo las comidas eran infectas. Pasábamos horas haciendo cola ante los inmundos lavabos de las estaciones de servicio… Y al tercer día ya habíamos perdido una jornada entera y hubo que modificar y acortar el itinerario.

La primera mañana, delante del hotel de Marsella, tuvo lugar el incidente al que ya me he referido en dos ocasiones, pero que voy a transcribir tal como figura en el diario de viaje que escribí en una libreta encuadernada en piel e ilustrada con fotografías para regalársela a papá el día de su santo, a fin de dejar claro cuál era en aquellos tiempos mi actitud, la actitud de una adolescente burguesa, hija de padres franquistas, en el año 1951:

Ya delante del hotel y mientras cargaban las maletas, se acercó a nosotros un grupo de jóvenes socialistas y repartieron unos folletos de propaganda comunista. Le dieron uno a mi padre, pero él, después de echarle una ojeada, lo devolvió diciendo:

—No me interesa.

—Si hoy no le interesa, ya llegará el día en que le interesará —respondieron indignados.

Papá se quedó tan fresco, pero yo estuve a punto de meterme debajo del autocar. Tuve miedo, sí. No me asustó el gesto bravucón con que acompañaron sus palabras, ni el sentido de éstas. No. Lo que me asustó fue el idioma en que las pronunciaron, pues el perfecto castellano demostraba a las claras que eran compatriotas míos quienes nos amenazaban. ¡Qué dura me resultó la idea de que fueran mis propios hermanos los que en nación extranjera batallaran contra mi patria, que era también la suya!

En este mismo diario describo así nuestra llegada a Roma:

Aquel día el resto del viaje fue muy desagradable, quizá porque los ánimos estaban exaltados. El descontento por lo largo de los trayectos y el desorden de horario alcanzó su punto máximo en las seis interminables horas que tardamos en llegar. Eran las cuatro cuando entrábamos en Roma y la Ciudad de las Siete Colinas dormía…

¿Qué pasó después?

Nos perdimos, el hotel estaba lejísimos, no nos habían preparado cena, las habitaciones eran húmedas… Todos estaban furiosos.

Tío Juan había prometido a los devotos feligreses que Su Santidad nos recibiría en una audiencia casi privada, y le vimos en la plaza de San Pedro, entre una multitud inmensa y desde tan lejos que era poco más que un puntito blanco. Pero yo era cursi y novelera —y también era todavía franquista y todavía creyente—, de modo que escribí:

El Papa salió del edificio de la derecha y, cruzando la plaza, penetró en la basílica. No intentaré decir lo que pasó por mí, porque no puedo y, si lo intentara, faltaría a la verdad.

¿Qué pensé? Nada. Poco después mil hermosos pensamientos cruzaron por mi mente, pero en aquellos instantes, cuando le tuve ante mí, mirándonos a todos y a cada uno de nosotros y bendiciéndonos con su gesto dulce y fatigado, no pensé nada. Sentí, y el sentimiento no puede expresarse con palabras.

Y aquel papa de gesto dulce y fatigado, que nos miraba individualmente una a una a las cien mil personas que debía de haber en la plaza, de modo parecido al que lo debe de hacer dios, era nada menos que Pío XII. ¡Lo que me acordé de aquella gloriosa tarde romana cuando vi, muchos años más tarde, El Vicario en un teatro de París!

Ahora que han pasado tantos años, reconozco que Roma estaba horrenda, atestada de curas y de monjas, de congregaciones religiosas, de cantos y plegarias. No se podía dar un paso. Hicimos todo lo preciso para ganar el Jubileo. Nos confesamos, comulgamos, visitamos las cuatro basílicas, compramos las indulgencias plenarias y a punto estuve de subir de rodillas una escalera interminable que todo el mundo subía de rodillas. Y —aunque en lo hondo de mí misma me corroía la espantosa sospecha de que mi padre podía haber comulgado sin haberse antes confesado, cometiendo un pecado enorme, un auténtico sacrilegio— le comenté lo maravilloso que sería para él morir en aquel preciso instante y poder ir al cielo sin pasar siquiera un minuto por el purgatorio. Pero no le gustó la idea, y aseguró que sería mejor para todos esperar un poco.

En aquellos años yo apenas veía a mi padre, y el viaje me dio ocasión de conocerle un poco más. Aparte de rechazar los folletos de propaganda comunista, recuerdo otras dos actuaciones muy suyas, ambas relacionadas conmigo.

La primera tuvo lugar en un pueblecito donde hicimos una parada y se nos dejó un tiempo libre. Lo único que interesaba a los participantes en aquel viaje era ganar las indulgencias, ver al papa, hacer unas fotos para mostrar a los amigos y comprar. Las fotos las hacían los hombres, y las compras corrían a cargo de las mujeres. Y unos y otras llegaban siempre tarde al punto de reunión que se nos había fijado. Siempre había que esperar a alguien y siempre salíamos con retraso. Pues justo aquel día Tere y yo nos entretuvimos cinco minutos eligiendo unos pañuelos de seda, y, cuando llegamos, estaban ya todos subidos a los autocares. Lo insólito, por lo desmesurado, fue el enfado de papá. No gritó —mi padre no gritaba nunca—, pero no aceptó ningún tipo de disculpa. Sencillamente, no lo entendía: no entendía que alguien —y menos su hija— llegara cinco minutos tarde y tuviera esperando a un centenar de personas. Aseguró, además, que los pañuelos le parecían una birria.

La segunda, en cambio, fue a mi favor. Llevábamos tanto retraso en el itinerario del viaje, que un día nos anunciaron que llegaríamos a Florencia demasiado tarde para que nos diera tiempo a visitar la ciudad como estaba previsto. Me sentí morir, porque Florencia era para mí esencial. Todos se lamentaban. Sólo mi padre no dijo nada. Estuvo tomando notas con su letra minúscula en una libretita. ¿Qué sería aquello? Pronto lo supimos, pues se levantó y, con los cálculos exactos en la mano —número de kilómetros, tiempo necesario para recorrerlos, el que se destinaría al desayuno y a sacar fotos, hora exacta a la que debíamos levantarnos—, nos comunicó que quedaba tiempo suficiente para que un buen guía nos mostrara lo más destacado de la ciudad. Él lo organizaría todo, pero, que quedara claro, no se esperaría a nadie.

Todos aceptamos, todos fuimos por una vez puntuales y la visita a la ciudad resultó un éxito completo. Me puse tan contenta que le perdoné a papá que no le gustaran los bonitos pañuelos que habían sido los culpables de que Tere y yo les hiciéramos esperar a todos.

Casi al final del viaje, y no recuerdo por qué motivo, pero sí recuerdo que era nimio, estalló el motín, que se venía fraguando desde hacía días, una auténtica rebelión a bordo. A los sufridos feligreses se les acabó la paciencia. Veneraban a mi tío, algunos incluso le querían y eran sus amigos, escuchaban con devota unción sus brillantes sermones de la misa de los domingos, pero ahora pedían su cabeza o que se les devolviera el dinero.

Sus familiares —yo, papá, la prima Tere y su futura suegra— nos refugiamos discretamente en nuestras habitaciones y nos perdimos las escenas finales del conflicto. Lo cierto es que tío Juan volvió con su cabeza a Barcelona, y que unas semanas después recibimos una carta donde se nos comunicaba que los gastos habían superado lo previsto y se nos rogaba que agregáramos una cantidad suplementaria al importe pagado.