De niña yo sólo veía a tío Juan en casa de la Abuelita (una casa mucho más negra que la casa oscura de mis padres). Ella no salía de su dormitorio y —tras atravesar el amplio y luminoso salón de muebles lacados en oro, siempre desierto— nos sentábamos a charlar junto al balcón. Muy puestos todos, muy formales. Las dos hermanas solteras se casaron pronto: la pequeña y la más bonita, María, hizo lo que se llama una buena boda; la otra, Montse, se casó con un contable que la pretendía desde años atrás, Guillermo, que pasó a ocuparse durante el resto de su vida de aquella editorial pintoresca de curiosa trayectoria, que ya no era Ediciones Antisectarias sino Lumen (que se había llamado de otro modo, había publicado textos antisemitas y la había financiado más o menos directamente Franco no lo supe hasta leer a Preston).
Ahora editaba libros de texto de religión para todos los cursos de bachillerato, lo que daba unos ingresos fijos y seguros que garantizaban su subsistencia, y algunos otros libros educativos, religiosos y juveniles, supongo que escritos o propuestos por tío Juan. Uno de ellos fue, durante un montón de años, un best seller fabuloso, se vendieron cientos de miles de ejemplares. Y cuando, en 1960, compró mi padre la editorial, y eliminamos el fondo antiguo, seguimos recibiendo pedidos desesperados y de cantidades importantes desde todos los países de habla hispana. Se llamaba A Dios por la ciencia y lo había escrito un jesuita, el padre Simón. En cada capítulo se trataba un tema científico, generalmente un caso curioso de las ciencias naturales —por ejemplo, la organización de las abejas en sus colmenas—, y cada capítulo finalizaba con la conclusión de que sólo Dios podía haber ideado semejantes prodigios. Recuerdo que uno de los capítulos teorizaba sobre la imposibilidad de que el ser humano llegara a la luna… Supongo que lo suprimirían o modificarían más adelante.
En casa de la Abuelita vivieron también, durante varios años, tía Teresa y sus dos hijos. Tras ser asesinado su marido, habían quedado los tres prácticamente en la calle, y tío Juan se había hecho cargo de ellos ya desde Burgos. La fortuna del banquero se había ido disipando, no tanto porque habían sido once hermanos y cinco de los chicos estudiaron carrera en la universidad, como porque mi abuela, al enviudar, no confió, me parece, los negocios, sobre todo la Banca, a gente experta, honrada y capaz, sino a amigos cuya garantía radicaba en ser personas de misa o de comunión diaria. No recuerdo si decían «de misa» o «de comunión», pero era una expresión muy utilizada. En fin, los comulgantes o míseros abusaron seguramente de esta confianza, y en aquellos años de la posguerra no andaban en casa de la Abuelita holgados de medios; poco quedaba del pasado esplendor. Eran muchas personas, sobre todo al principio, y sólo una, tío Juan, ganaba algún dinero, no demasiado, pues, como reconoce el propio Preston, cuando al terminar la guerra le ofrecieron cargos influyentes y bien remunerados, los rechazó. Por grave que fuera lo que hizo mi tío, es indiscutible que lo hizo por convicción y no por interés.
Coincido con Preston en que le asustó la brutalidad de la represión franquista, y añado, aunque el historiador inglés no estaría tal vez de acuerdo, que, cuando publicó, en plena República, las listas de masones, con nombre y apellidos y referencia a la logia a la que pertenecían, no preveía que aquellas listas sirvieran más adelante para ajusticiar a nadie, como parece que ocurrió, y la cuestión es más grave si figuraban en las listas nombres equivocados.
Lo que sí sé de cierto —pero esto lo descubrí más tarde, cuando estudiaba en la universidad e iba algunas tardes a su casa a trabajar para él— es que, una vez terminada la guerra, se negó en redondo a dar o ampliar cualquier tipo de información, y lo descubrí por haber escuchado varias veces, estando en su despacho, conversaciones telefónicas. Su negativa era siempre tajante.
Eso no significa que renegara de sus ideas. Había partes de su pasado que creo prefería ignorar, que seguramente hubiera querido borrar, y es posible que en sus declaraciones, llevado por el afán de justificarse, faltara a la verdad, pero estaba orgulloso de su participación en el alzamiento, mantenía buenas relaciones con Franco y otros miembros del gobierno, y le envanecía que en ocasiones le pidieran consejo en cuestiones relacionadas, por ejemplo, con los conflictos estudiantiles en Barcelona. Y los daba. Comentó en cierta ocasión que fue suya la idea, que habían puesto con éxito en práctica, de desmembrar la universidad trasladando algunas facultades a nuevos edificios construidos a ese fin en la zona alta de la Diagonal.
En cierta ocasión vino a Madrid durante el curso que yo pasé en aquella universidad, y me llevó a almorzar a casa del capellán privado del Caudillo, el padre Bulart. Vivía con su madre en un piso sencillo, que sólo tenía algo realmente excepcional: el equipo de música, de una sonoridad para mí desconocida, y una discoteca fabulosa, por la cantidad y la calidad. Era un vejete amable y cordial, y estuvimos todo el tiempo escuchando a Bartók, que —y fue una sorpresa, dado lo poco aficionada que soy a la música— me encantó.
Pero todo esto tuvo lugar mucho más tarde. De niña, tío Juan era un personaje más de la familia Tusquets. Por ser el mayor, por ser sacerdote y por su prestigio intelectual y moral, era, junto con la Abuelita, el cabeza de clan. Vivió algún tiempo rodeado de mujeres: su madre, tía Tula, las dos hermanas aún solteras, la hermana viuda, Gregoria… Como resultado de la guerra —un millón de muertos— quedaba un mundo en que predominaban las mujeres… y escaseaban los hombres en edad casadera. Según mi madre, siempre maliciosa, esto habría animado a Montse a aceptar a un pretendiente que la familia consideraba poco para ella.
La encopetada familia del rico banquero quizá judío y la refinada casi aristócrata se había quedado sin fortuna, había perdido dos hijos y un yerno, había permitido que dos hijos se casaran por razones de la guerra con mujeres de clase social muy inferior, y otro, mi padre, con una muchacha absolutamente inconveniente, y ahora la cuarta hija se casaba con un contable. Sólo el sacerdote de brillante carrera; tío Carlos, que financiaba Lumen, trabajaba en la Banca Tusquets y se había casado con «una Llinás» —cuando anteponían el artículo indeterminado al apellido, yo ya sabía que se trataba de alguien importante, es decir, rico o de muy buena familia—; Mercedes —la mayor de las hijas y la más enérgica—, y María —la menor y la más bonita—, que habían hecho una buena boda, mantenían a cierto nivel la dignidad de la familia.
En cuanto a los Guillén, les traía sin cuidado ese tipo de dignidad. Mi abuelo, por otra parte de una seriedad extrema, había sido masón, escribía críticas teatrales en la prensa liberal y era un mujeriego de mucho cuidado. Todos los hombres Guillén lo eran: Ignacio, el hermano mayor, hijo de la primera mujer de mi abuelo y con el que éste se peleó de modo tan definitivo que ni llegué a verle nunca, era un juerguista de tal calibre que en la Casa de Seguros donde le habían empleado por respeto a su padre le propusieron a éste seguir pagándole el sueldo pero a condición de que no apareciera por las oficinas, y parece ser que se casó para ganar una apuesta, y en cuanto a Víctor, el nazi de opereta, vivía una aventura tras otra. He llegado a pensar que mamá lamentaba en ocasiones que Óscar no se sumara a esa veta donjuanesca familiar, porque mi hermano ha cambiado varias veces de mujer pero no le tengo por promiscuo.
Creo que eran muchas las mujeres que en el fondo admiraban a los hombres por sus aventuras, y las toleraban bien, mientras tuvieran la certeza de que no iban a perjudicar la paz del matrimonio ni a constituir un dispendio excesivo. Que el marido se sintiera en falta no dejaba de tener sus ventajas. Hay un chiste catalán que, a pesar de ser malo, ilustra cuál era la situación: una señora se entera de que su marido tiene una querida y de que un amigo común de la familia tiene otra a su vez. Tras montar el consabido número de celos y enojo, se empeña en verlas, y el marido la lleva al Teatro del Liceo y se las muestra desde su palco. La esposa las observa detenidamente a las dos con los prismáticos y concluye exultante y cómplice: «Pero ¡la nuestra es más guapa!». Tal vez el chiste no sea exactamente como lo he contado, pero la conclusión es la misma.
La querida aparece como una propiedad común, al igual que el coche, la segunda residencia o la embarcación de recreo. Y la esposa, mientras el marido la tenga satisfecha (recuerda mamá que cuando entraba por las mañanas en el dormitorio de sus padres para despedirse de mi abuela antes de irse al colegio, la encontraba desmadejada en la cama, con expresión beatífica, y el camisón había ido a parar a lo alto del armario) o le conceda sus caprichos (ya dije que parte de la colección de joyas de tía Blanca obedecía a los deslices de tío Xavier), no tiene mucho que decir. Ni la sociedad tampoco. Incluso la Iglesia —por lo menos un amplio sector del sacerdocio— se muestra sorprendentemente comprensiva y tolerante cuando es el hombre el que peca contra el sexto mandamiento.
Aunque pueda parecer paradójico (de hecho no lo es), hombres como mi abuelo o tío Víctor ejercían una vigilancia feroz sobre las mujeres de la propia familia, especialmente sobre las hijas. Las tres hermanas Guillén leían a Voltaire, pero no gozaban de mayor libertad que las pacatas y virtuosas hermanas de papá. Y pienso que Blanca y mi madre, como muchas otras jóvenes en sus mismas condiciones, se casaron para escapar de la casa de sus padres y disfrutar de mayor independencia. Las mujeres casadas gozaban en algunos aspectos de una situación privilegiada en el ámbito de la burguesía barcelonesa de aquel tiempo.
Por ejemplo, una señora de la alta sociedad podía acostarse sin recato con unos y con otros, coleccionar amantes, sin que nadie o casi nadie, por mucho que se la criticara a sus espaldas, se animara a dejar de tratarla, pero, si esta señora se separaba de su marido, ya podía despedirse del golf del Prat, de los clubes y sociedades realmente selectos, y aceptar que la enorme mayoría de amigos, que seguían tratando como siempre al marido, le cerraran las puertas de sus casas.
Pero todo esto no tenía nada que ver con los Tusquets ni constituía motivo de preocupación para tío Juan, al que yo, por otra parte, traté muy poco durante mi infancia. Se acercaba a veces un ratito al cuarto de la Abuelita, cuando nosotros estábamos allí. Nos hacía algunas preguntas, contaba un chiste, casi siempre malo. Me parecía un tipo agradable, amable, un poco ingenuo quizá. Como sacerdote y como hermano mayor, era jefe del deteriorado clan Tusquets. Daba algunos consejos, que quizá nadie seguía, y tomaba las decisiones que concernían a los que vivían en casa de la Abuelita. Presidía con ella los memorables almuerzos navideños, que se celebraban en la casa, alrededor de una mesa interminable que desbordaba del comedor y se alargaba por el pasillo, porque éramos un montón; almuerzos que mamá consideraba horrendos. Celebraba los matrimonios y bautizos, y supongo que también los funerales, aunque a mí me llevaron a muy pocos, de la familia.
En esta primera etapa de mi relación con tío Juan sólo tuvo lugar un acontecimiento de veras importante. Tío Juan hizo posible uno de los sueños por mí más largamente acariciados: salir de España, viajar por fin, ahora que la guerra había terminado, al extranjero.