Al cerrar el Colegio Alemán, el edificio fue cedido al Liceo Francés. Algunas tardes yo me desviaba un poco de la ruta que me llevaba desde el punto donde me dejaba a media tarde el autocar del colegio hasta el picadero donde intentaba, sin demasiada fortuna —¿cómo puedo ser tan torpe?; si nunca fui capaz de trepar por una cuerda, ni de saltar a la comba, ni de dar una voltereta, tampoco fui nunca capaz de adaptarme al ritmo del trote a la inglesa, y bailoteaba sobre la grupa del penco más viejo y manso de la cuadra como un saco de patatas, ¡yo, que me veía a mí misma como a una heroína de Zane Grey, galopando a pelo sobre Huracán por un bosque en llamas!—, aprender a montar a caballo, para acercarme un segundo a la tapia del edificio de la calle Moià y echar una lagrimita nostálgica recordando los viejos tiempos, y no porque los viejos tiempos hubieran sido excepcionalmente buenos, sino porque fui, hasta donde me alcanza la memoria, una profesional, una adicta a la nostalgia, capaz de echar de menos hasta lo malo, y era ésa una de las debilidades que la sublime decisión iba a tener que eliminar.
Como eran más de dos mil los estudiantes que quedaban sin escuela y muchos los profesores, alemanes y españoles, que quedaban sin trabajo, se habían improvisado enseguida, como he dicho, varios colegios que pretendían ser continuadores del de la calle Moià. Y un año después de terminar la Segunda Guerra Mundial, las monjas de un convento de clausura de Sarria, el Real Monasterio de Santa Isabel, ya fuera por penurias económicas, ya porque les sobraba espacio, alquilaron la mitad del edificio a su capellán, el padre Ros —un curita joven, atractivo, hipersensible y fantasioso, que en el Colegio Alemán se había ocupado de las clases de nuestra primera comunión—, para que montara allí un colegio. Y mi madre nos sacó a mi hermano y a mí de la Escuela Suiza y nos matriculó en el Real Monasterio de Santa Isabel.
La verdad es que, contra lo que a ella le habían vendido, de alemán tenía muy poco: no había apenas alemanes entre los profesores, aunque la mayoría procediera del Colegio Alemán, ni entre los alumnos, y las asignaturas se impartían en castellano. Y del orden, la disciplina, la dureza y la exigencia de lo que fuera una institución dependiente del gobierno nazi no quedaba, ni para bien ni para mal, el menor rastro. Otra diferencia importante era que, en lugar de asistir sólo por las mañanas, teníamos colegio mañana y tarde, y casi todos nos quedábamos a comer allí. Pero compartíamos las clases chicos y chicas, el profesorado —en muchos casos excelente— era seglar, y sólo teníamos misa los viernes. De modo que tampoco nos parecíamos a los colegios religiosos, ni a los pocos colegios extranjeros que había en la ciudad, e imagino que todavía menos a las escuelas nacionales.
El Colegio del Real Monasterio de Santa Isabel era un caso aparte, irrepetible, caótico y disparatado. Pero era un lugar donde los alumnos nos sentíamos felices y era justo el lugar adecuado para que yo llevara a cabo mi sublime decisión, porque todos éramos nuevos, nadie conocía a nadie, no era preciso el esfuerzo de modificar mi imagen a los ojos de viejos compañeros y profesores: se trataba de presentarme desde el primer día, desde el primer momento, con una imagen distinta. Y lo hice. Por algo había puesto a Dios (con mayúscula) por testigo. Fue una decisión acertada —pura cuestión, tal vez, de supervivencia, de adaptación al medio—, aunque, al igual que la pobre Scarlett O’Hara, algo perdí en el trueque, algo tuve que dejar por el camino, y a veces pienso con nostalgia en aquella personilla tan sensible, tan sincera, tan preocupada por los demás, tan buena en definitiva, que yo era, que pude tal vez haber seguido siendo y que dejé de ser.
Pero no quería de ningún modo convertirme en una nueva tía Tula (no aspiraba a ser santa), ni tenía, como Sara, vocación para la desdicha (aspiraba a ser lo más feliz posible, aspiraba —utopía a la que nunca he renunciado— a la felicidad total). Siempre me produjo cierto desagrado definir en la Salve el mundo como «este valle de lágrimas», y nunca entendí por qué debía afirmar en el acto de contrición que precedía o seguía, no lo recuerdo, a la confesión —y la confesión fue durante años para mí una tortura—, «por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa». ¿Cuál era esa grandísima culpa que nos hacían asumir desde la primera comunión, o sea desde los siete años? ¿Por qué nos quería la Iglesia a todos culpables, gravemente culpables, purgando además una culpa que habían cometido en el comienzo de los tiempos nuestros primeros padres, tentados por el que fuera el más hermoso de los ángeles?
En el Real Monasterio había menos alumnos por clase, eran inconcebibles los castigos corporales y, elemento importante para mí, las clases de gimnasia y el deporte, sobre todo para las niñas, eran pura filfa. Las mujeres, salvo excepciones (entre ellas mamá, que nadaba un crol precioso, montaba a caballo, esquiaba e incluso había ganado de soltera una regata en el puerto de Barcelona), no se dedicaban a esto en la España de los años cuarenta y cincuenta. Las pocas chicas que habían participado en competiciones internacionales contaban orgullosas que, pese a quedar invariablemente las últimas, habían tenido un éxito enorme al desfilar el día de clausura por la pista con zapatos de tacón y el cabello crepado; las habían vitoreado más que a nadie, ¡no como a aquellas horribles campeonas del Este, que acaparaban todas las copas y medallas pero parecían hombres! Y es que no había en el mundo mujeres más guapas ni, sobre todo, más femeninas que las nuestras.
Yo seguía sin saber saltar a la comba y sin ser capaz de dar una voltereta (ahora, a mis setenta años, me ha sugerido una amiga que lo intente en el agua, donde resulta más fácil, y a lo mejor consigo aprobar todavía antes de morir esa asignatura pendiente), pero allí no importaba, tal vez ni se dieran cuenta, porque las niñas íbamos a clase de danza (clásica, claro), y en el festival de fin de curso nos poníamos unas largas faldas de tul y bailábamos valses.
Los chicos, incluso los más negados para el estudio, cursaban todos bachillerato, no estaba prevista otra posibilidad. Las chicas hacíamos, casi todas, «enseñanzas del hogar». Ni siquiera unos padres como los míos se plantearon la posibilidad de que yo, aunque pareciera dotada para el estudio (oí a menudo el torpe comentario: «Qué pena que la chica sea la lista y el chico sea el guapo»), pudiera ir a la universidad. Ni se habló, ni se discutió, ni me preguntaron, ni a mí me pareció extraño que así se hiciera. Y cursé durante tres años «enseñanzas del hogar».
«Enseñanzas del hogar» no respondía a ningún objetivo determinado, ni nos preparaba, en realidad, para nada. Se habían limitado a suprimir las asignaturas más teóricas, o difíciles, o «masculinas» (las matemáticas, el griego, el latín) y a sustituirlas caprichosamente por otras.
Dábamos, a los diez, once o doce años, clases de puericultura, donde nos explicaban cómo alimentar al bebé, cambiarle los pañales, conseguir que durmiera, o lo que debía hacerse si presentaba síntomas de estar enfermo. También nos impartían, absolutamente teóricas, porque nunca vimos un fogón ni preparamos una ensalada, clases de cocina. Y unas clases de manejo de la casa —ventilarla, decorar el cuarto de los niños, disponer los armarios— y del marido, al que había que contentar a toda costa y utilizando siempre la mano izquierda, porque lo nuestro era reinar desde las sombras, que se hiciera lo que queríamos aparentando hacer lo que quería él. Evitar las discusiones, nunca oponérnosle de frente. Se insistía muchísimo en que había que ganárselo por el estómago, dándole bien de comer (del sexo no se hablaba), y en que, cuando llegaba cansado a casa, debíamos llevarle las zapatillas. El detalle de las zapatillas era una auténtica obsesión.
Estas asignaturas, impartidas por dos señoritas solteras y sin hijos, que el padre Ros debía de haber reclutado en la parroquia o entre sus amistades, porque en el Colegio Alemán no habían puesto un pie jamás, y que a fuerza de ridículas e ingenuas devenían para mí finalmente entrañables, se plasmaban en unos álbumes ilustrados, de modo que nos pasábamos casi todo el tiempo hojeando revistas femeninas y recortando fotos de armarios artísticamente forrados, neveras repletas, bebés mofletudos, jardines plagados de flores multicolores y horrendas habitaciones decoradas con ingenio por el ama de casa. En las clases de costura, hacíamos unos trapitos con muestras de los distintos puntos. Una birria. Hasta aquí la parte que nos preparaba para ser, diez años después, madres y esposas ejemplares.
Pero, por si alguna de nosotras no se casaba, o tenía intenciones de trabajar fuera del ámbito doméstico, en el Real Monasterio de Santa Isabel se incluían, dentro de las «enseñanzas del hogar», dos asignaturas que venían a llenar ese vacío. Servían sólo para emplearse como secretaria, pero ¿a qué otra profesión podía aspirar una chica? Dábamos, pues, taquigrafía y contabilidad. La taquigrafía no estaba mal; hubiera podido sernos útil —caso de aprenderla, cosa que ninguna se molestó en hacer— para tomar cualquier tipo de apuntes. Y tampoco hubiera estado mal disponer de unas nociones de contabilidad, pero eran unas clases muy raras. Nos hicieron comprar un libro grandote (creo recordar que se llamaba «mayor») y una plumilla especial, y todo consistía en pasar en cuidada redondilla en el libro algo que llamaban «asientos» y que iban unos a un lado y otros al otro, tal vez en el debe y en el haber, no estoy segura.
Esto se daba en los años cincuenta, en un colegio de pago, en un colegio con pretensiones, a las niñas que cursábamos «enseñanzas del hogar». La verdad es que lo pasábamos en grande. Dejábamos a los chicos —y a las dos únicas niñas que cursaban bachillerato (África, sobrina del catedrático Guillermo Díaz Plaja, y Blanca Muntadas, que llegó precedida por el prestigioso rumor de que su familia era dueña del Monasterio de Piedra)— en la clase, peleando con las mates y con el latín, y nos íbamos a deambular por el convento, a pegar fotos, hacer vainica y redondilla, escuchar y decir tonterías. A nadie le importaba en qué nos ocupáramos ni dónde estuviéramos. No había que preocuparse por las notas.
Y hablábamos mucho con las dos señoritas, un poco ridículas pero en el fondo entrañables. Por ejemplo, de lo maravilloso que era morir a los trece años como María Goretti por valorar más que la vida la virginidad. O de los encantos de Pío XII, un papa tan distinguido, tan culto, tan espiritual. O de cómo se las podía arreglar dios para evitar que un cura traicionara jamás el secreto de confesión, de lo cual alguien (no recuerdo si la Virgen, o el mismísimo dios o algún papa, pero sin duda alguien absolutamente fiable) nos había dado garantía absoluta, de modo que teníamos la certeza de que no había acontecido jamás, ni una sola vez, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, ni iba a acontecer tampoco en el futuro, sin privar, no obstante, al sacerdote de su derecho al libre albedrío: dios tendría que provocarle, pues, una amnesia total, o dejarle mudo y paralítico, o enviarle un infarto fulminante, para no faltar a su palabra. O de que yo —no sé por qué les había dado esa manía— sería una gran mujer o una gran pecadora, sin que cupieran términos medios. Lo cual me preocupaba un poco, porque no me veía de gran mujer, pero tampoco me apetecía ser una pecadora, ni, sobre todo, arriesgarme al fuego eterno, de modo que me proponía una vez más hacer los nueve viernes —o sea, comulgar nueve primeros viernes consecutivos— y conseguir así, por expresa promesa de la Virgen, la garantía de que, hiciera lo que hiciera y por mucho que pecara, no iría al infierno. A lo mejor me enviaba un infarto salvador justo en el momento en que iba a pecar, como al cura que iba a violar el secreto de confesión…
En cualquier caso, creo que nada he empezado tantas veces y con tan poco éxito como los nueve primeros viernes y el aprendizaje del inglés.