Los gusanos de seda, la Escuela Suiza y mi sublime decisión

Hasta los nueve años fui al Colegio Alemán de la calle Moià y viví en la casa oscura, pero hermosa, que abría sus tres balcones al mar de hojas de la Rambla de Cataluña. Es el piso de que hablo en El mismo mar de todos los veranos. Era una niña tímida, sensible, imaginativa, abocada a todos los miedos. Me sentía y me hacían sentir distinta, cuando lo que yo deseaba con todas mis fuerzas era ser lo más igual posible a los otros niños. Lo cuento en uno de mis textos más autobiográficos, la primera carta de Correspondencia privada, dirigida a mi madre:

Tú eras una madre distinta y a mí me encantaba casi todo el tiempo que lo fueras, aunque podía resultar engorroso que en casa imperaran costumbres insólitas (y no era la menos inquietante que ni papá ni tú fuerais los domingos a misa) y que te obstinaras en que yo —una cría torpe, algo gordita y con gafas antes de cumplir tres años— llevara el pelo corto, a lo paje, cuando las otras niñas lucían casi sin excepción trenzas o melenas onduladas (sólo el día del bautizo de mi hermano, tú todavía recluida en cama, me hizo a escondidas tía Sara, aprovechando que en aquel momento no debía de tener el pelo demasiado corto, un proyecto de tirabuzones), y que idearas para mí prendas de vestir insólitas, un punto más deportivas de lo usual, supongo que elegantísimas, pero que me diferenciaban dondequiera que iba, en unos años en que mi máxima aspiración era integrarme en los grupos y pasar inadvertida, y dentro de las cuales —basta ver la cara de desdichada que tengo en alguna fotografía— moría yo de vergüenza y de incomodidad. Recé durante todas las noches de un curso a María Santísima para que a la mañana siguiente no lloviera y no nos plantificaran a Óscar y a mí unas capitas impermeables a cuadritos, que no sé de dónde demonios habías sacado y que me convertían, o eso me parecía a mí, en el hazmerreír de la clase.

Pero seguramente no es justo culpar a mi madre. Yo era una niña rara y supongo que a veces difícil de soportar. Salvo en Sant Pol, donde era sencillamente una persona distinta, no sabía relacionarme con los otros niños, les tenía miedo, dejaba que se burlaran de mí, les daba, sin quererlo y sin sospecharlo, motivo para ello. Ya he dicho que los recreos me inspiraban miedo, y las fiestas infantiles eran una tortura. Es curioso que fuera mi padre, que nunca se metía en nada, que casi nunca, a lo largo de toda mi vida, me impuso nada, quien me obligara a participar en la fiesta infantil que se celebró en el hotel de Puigcerdà donde pasábamos aquel año la obligada quincena de veraneo sin mar. Lloré, pataleé, amenacé, supliqué, recurrí a mamá. Todo fue inútil. He olvidado cómo resultó al fin la fiesta (supongo que fatal), pero recuerdo como si fuera ayer mi desesperación por tener que asistir a ella.

Sin embargo, aunque pueda parecer raro, en el colegio de la calle Moià yo era bastante feliz. A pesar de las terribles clases de gimnasia, de los tirones de orejas, de que en un par de ocasiones (no más) padecí el «schäme dich», de que me elegían la última todas las jefas de equipo, y de que mis libretas estaban siempre, para mi desesperación, llenas de borrones; a pesar de no haber nacido dotada para la música ni para el dibujo, o sea, pese a carecer justamente de esas cualidades que hacen que uno destaque en los cursos de primaria, iba contenta al colegio y ni siquiera esperaba con impaciencia los sábados y domingos, ni me hacía especial ilusión que no se diera clase por la tarde y termináramos al mediodía.

Antes del verano, se supo definitivamente que el Colegio Alemán no abriría sus puertas el próximo curso. Algunas familias habían perdido todo interés por la cultura y la lengua alemanas, a las que no veían futuro (Herta, mi profesora particular desde los tres años, y su hermana Elizabeth se quedaron con poquísimos alumnos) y se integraron sin dificultad en los colegios de siempre. Pero los padres alemanes o tan coherentes como los míos se tuvieron que lanzar a una carrera desenfrenada para conseguir plazas para sus hijos. Se abrieron enseguida dos o tres pequeños colegios que se pretendían sucesores del Alemán, y estaba además la Escuela Suiza de toda la vida. Mi madre estuvo dudando entre otras opciones, y, cuando se decidió por esta última, ya no quedaba lugar. Mandó a tía Blanca, y ésta bordó una escena tan magistral y melodramática sobre una madre supuestamente moribunda que la enviaba a ella a pelear por lo que más le importaba en el mundo, el futuro de su hijita (la hijita, casi huérfana, yo, se iba acurrucando muerta de vergüenza y encendida como un tomate en la silla, haciendo fervientes votos para que la tragara la tierra y segura de que se notaba a la legua que aquello era una burda patraña), que el ingenuo director terminó con los ojos anegados en lágrimas. Fui admitida fuera de plazo, en una clase ya completa, donde no quedaba ni un pupitre libre y tuvieron que añadir para mí una silla supletoria.

En la Escuela Suiza no caíamos bien, en general, los muchos alumnos que habíamos pasado a ella, evidentemente sólo a causa del idioma, al cerrar el Colegio Alemán. Se nos suponía, si no partidarios de los nazis, sí al menos pro alemanes. Pero yo lo tenía peor. Ingresé más tarde, no conocía a nadie, ignoraba las costumbres y las normas del nuevo colegio, había perdido varias clases y me suponía un esfuerzo seguir las explicaciones y, aun con la ayuda de Herta, hacer bien los deberes. Sentada en una silla supletoria que habían adosado al pupitre de otras niñas, sin lugar para apoyar bien la libreta, ni para guardar los libros, sin equipo de gimnasia, me sentía más tímida e incómoda que nunca, convencida de ser un estorbo, incluso para los profesores, que no me hacían el menor caso.

Todo lo recuerdo horrible, un curso de pesadilla, pero, casi al final, tuvo lugar un incidente que fue la gota que hizo desbordar el vaso, que me llevó a la convicción de que así no podía seguir y de que debía tomar, como la heroína de Miguel Mihura (no recuerdo si entonces había visto ya la obra o si la vi después), una sublime decisión que invirtiera el curso de mi vida. La Escuela Suiza había agudizado tanto mis problemas de timidez y de inadaptación que se habían convertido en cuestión de supervivencia.

El incidente al que me refiero no fue más grave que otros muchos, pero adquirió un significado especial. Fue un intento más por ganarme a mis compañeros, por caerles simpática, por conseguir que me aceptaran, y terminó en un estrepitoso fracaso.

En aquella época los escolares nos dedicábamos periódicamente a coleccionar cromos y a criar gusanos de seda. Lo de los gusanos, aunque tenía visos científicos y merecía el aplauso de nuestros profesores, sobre todo de los de ciencias, era una porquería. Unos bichos asquerosillos, metidos en unas cajas de cartón y comiendo hierbajos. Después tenían que construir un capullo, y se suponía que más tarde se rompería el capullo, saldría volando una mariposa y nos quedaría una materia tan hermosa y brillante como la seda. De hecho, los gusanos ensuciaban la caja, morían antes de tejer el capullo (a veces de hambre, porque no conseguíamos hojas de morera que darles), del capullo no salían casi nunca, y, si alguna vez llegaba a surgir la mariposa, era casi más birria que los propios gusanos, y por descontado los restos del capullo no se parecían en absoluto a los tejidos de seda de los vestidos. Pero allí íbamos todos al cole con nuestras cajitas.

Y como nuestra madre (aunque mi hermano Óscar no lo recuerde así) compraba siempre lo mejor de lo mejor, yo tenía los gusanos más gordos y relucientes, o sea los más caros. Y una de mis compañeras tenía, en cambio, unos bichitos ridículos, canijos, al borde de perecer de inanición. Entonces se me ocurrió una idea genial: le cambiaría sus gusanos por los míos, y así conseguiría a la vez hacerme su amiga y ganarme las simpatías de mis compañeros. Resultado: me tomaron —la niña beneficiada por el trueque la primera— por una idiota irrecuperable. Se rieron de mí hasta caerse de las sillas.

Creo que allí salió a la luz el germen de mi sublime decisión, que había ido creciendo soterrado a lo largo de los años y sobre todo de aquel último curso. De modo que, al ponerse el sol, me encaramé a la cima del Tibidabo, alcé el puño cerrado contra el cielo rojizo y grité: «¡A Dios (y por una vez escribiré dios con mayúscula) pongo por testigo de que nadie volverá a reírse de mí! ¡A Dios pongo por testigo de que no dejaré que vuelvan a pisotearme jamás, aunque, para evitarlo, tenga que pisotear yo a los otros!».