Viví en casa de la Abuelita parte de mis tres primeros años. Seguro que en aquella etapa la traté mucho, y es posible, no seguro, que me cogiera cierto afecto especial. Digo que no es seguro porque me parece que los niños no le gustaban demasiado. La recuerdo desde siempre con el cabello gris recogido, vestida de negro, con una cinta de terciopelo, también negra, o una toquilla por los hombros. Supongo que se vistió así cuando murió su marido y que nunca abandonó ese medio luto. En mis recuerdos más lejanos aparece ya como una anciana y, sin embargo, no debía de serlo tanto. En compensación, reconozco que tampoco percibí apenas que envejeciera. Salvo muy al final, su aspecto fue siempre el mismo.
Era, eso sí, de pies a cabeza una gran señora. Era también terca y distante. Pienso ahora que el nombre de «abuelita», propio de un personaje de cuento infantil, no le cuadraba demasiado. Pese a sus dolencias y a su aparente fragilidad, pese que se trataba de una histérica casi de manual, era de acero. Pertenezco a una familia en que abundan las mujeres terribles, y las que adoptaban el papel de quejumbrosas víctimas —como Sara y en ocasiones la Abuelita— eran acaso las peores. Imperiosas, obstinadas, a menudo inteligentes, poco dóciles, de difícil convivir y aspirantes a la inmortalidad, o casi. Cuando celebramos con una gran fiesta el noventa aniversario de la Abuelita, reunión monstruosa del extenso clan familiar, uno de sus hijos comentó al despedirse: «Ha sido estupendo, mamá. Lo podríamos repetir todos los años». A lo que ella replicó, escandalizada: «No, no, sale muy caro. Cada cinco años estará bien». Diría, y tal vez ande equivocada, que sólo con su primogénito, tío Juan, el cura, mantuvo una relación de igual a igual. Creo que se querían y se admiraban; es más, creo que se sentían profundamente orgullosos el uno del otro. Él la mimó durante toda su vida, y, cuando murió jovencísimo y de repente en París mi abuelo, parece ser que abandonó sus estudios en Lovaina para ayudarla a resolver el caos en que habían quedado los negocios. Según mamá, siempre maliciosa y partidaria del «piensa mal y acertarás», el abuelo habría muerto en un burdel. Estaba con sus dos hijos mayores, Juan, el brillante sacerdote, y Mercedes, la más estirada y sabihonda de las chicas, doña Perfecta, de modo que la historia habría tenido su miga, pero no sé en qué basaba mi madre esa teoría. Lo único que me parece extraño en la muerte de mi abuelo es que, en lugar de traer el cuerpo a Barcelona y enterrarlo en un panteón familiar, lo dejaran en París.
De esa complicidad a dos entre la Abuelita y su primogénito quedaba la pobre Tula, la tía solterona que vivió siempre con ellos, excluida. De todos los hermanos, Juan era tal vez el único que no quería más a Tula que a su propia madre. ¿Será posible que no me engañe la memoria y que, mientras a la Abuelita la tratábamos de usted, tuteáramos todos a Tula, que, siempre dispuesta a ayudar, se instalaba en casa de los sobrinos para cuidar de los niños cuando los padres estaban de viaje o había algún enfermo?
Hubo, sin que yo lo provocara en absoluto, un extraño malentendido. La Abuelita decidió que, a pesar de ser hija de una mujer de comportamiento dudoso e incierta religiosidad, yo era una niña extraordinariamente buena y piadosa, fantaseó incluso, sin que nadie alentara sus fantasías, que tenía vocación religiosa. Supongo que se debía a mi timidez, a lo poco que hablaba en su presencia, a mi descuido en el vestir (que desesperaba, en cambio, a mamá), o a que el día de mi primera comunión, que no fue ni remotamente el más feliz de mi vida, sino más bien decepcionante (mis padres tuvieron la audacia insólita de dejarme ir al cine, lo cual me encantó pero me hizo sentir culpable, ¡nadie va al cine la tarde de su primera comunión!), tuve la brillante idea de escribir mi primer poema y leerlo en voz alta. Decía algo así como: «Amada Virgen María, cuan grande fue la alegría que percibí en mí, cuando yo, oh sí, a tu Hijo en mí recibí». Les gustó muchísimo. Tan emotivo y con tantas rimas por todas partes.
Lo cierto es que mi abuela me prefería, creo, a sus otras nietas, o a la mayoría de ellas, aunque me veía muy poco. Algunos domingos —no todos— Teresa, la señorita que venía a pasar conmigo y con Óscar los días festivos, nos llevaba un ratito a su casa después de asistir a misa, y sólo en raras ocasiones vino ella a la nuestra. Recuerdo dos visitas memorables.
La primera la hizo con nuestro tío cura. Habíamos cambiado de piso, y por lo visto en aquel tiempo una casa nueva tenía que bendecirla un sacerdote. De modo que allí estaba Juan con un hisopo y un recipiente de agua bendita, recorriendo las habitaciones y salpicando agua por todas partes, y los otros detrás. Y lo mismo él que mi abuela no paraban de inspeccionarlo todo y de escudriñar por los rincones, buscando afanosamente algo que no encontraban, y mi madre y yo nos mirábamos conteniendo la risa, porque sabíamos lo que buscaban y no encontraban; seguramente mi padre le había advertido a mamá que en las casas tenía que haber forzosamente una imagen del Sagrado Corazón, por repugnantes que le parecieran a ella aquellas estatuillas de escayola o aquellas láminas coloreadas donde se veía a Cristo sosteniendo en una mano la repugnante víscera ensangrentada y chorreante. La Abuelita y tío Juan no la encontraban por ninguna parte, y finalmente preguntaron. Entonces mi madre, con absoluta naturalidad, los condujo ante el retrato de un hermoso joven —una reproducción de la cabeza de Jesús en la Última Cena de Leonardo— y exclamó: «¿No lo habíais visto? Está aquí», dejándolos tan perplejos que no replicaron nada ni se volvió a discutir nunca la cuestión.
La segunda visita de la Abuelita que recuerdo tuvo lugar una vez que yo estaba enferma y vino a verme.
Estábamos en Semana Santa, y se presentó con un delicado envoltorio de papel de seda que debía contener una palmita de plata. Lo abrí con entusiasmo, porque no conocía otras palmas que las de hojas de palmera, y que las hubiera de plata me parecía casi mágico, y allí no había nada. La pequeña palma se había deslizado fuera del escurridizo papel y se había perdido. Y qué extraño, yo, que en el aspecto material lo tenía todo, todos los juguetes que podían encontrarse en la paupérrima España de la Segunda Guerra Mundial, advierto ahora, al contarlo más de sesenta años después, que no me he consolado nunca de aquella pérdida, que no he superado el desencanto del envoltorio vacío. Si llego con vida a la próxima Semana Santa, y las siguen fabricando, y me acuerdo, voy a llenar mi alcoba de infinitas palmitas de plata. Qué bonito… O qué tonto… O qué bonito y qué tonto a la vez.
Durante las vacaciones, las interminables vacaciones de entonces, en las que de hecho no existía el teléfono (sólo se utilizaba por motivos graves, y entonces te pasabas horas esperando la conferencia en la centralita del pueblo), la Abuelita me escribía cartas o tarjetones, en elegante papel o cartulina color crema, y con una caligrafía impecable —me parece que todas las alumnas del Sagrado Corazón o de Jesús María tenían exactamente la misma letra clara, pareja, ligeramente inclinada—, pero lo que me asombraba era que, cuando se le terminaba el espacio, en lugar de coger otra hoja, escribía en perpendicular sobre lo ya escrito, y quedaban los dos textos entrecruzados. Nunca supe si era por razones de ahorro o si era una costumbre delas niñas de su generación, pero me parece que no se lo he visto hacer a nadie más.
Un día, yo era ya una adolescente, la Abuelita me mandó uno de sus tarjetones crema. Me pedía que, a ser posible, fuera a buscarla la mañana siguiente a su casa, para acompañarla en una misión secreta de la que no debía hablar a nadie. La recogí a la hora acordada, nos metimos en un taxi y nos apeamos delante de un banco para mí desconocido. Entramos, se dirigió al mostrador de recepción y dijo que era Teresa Raurell, viuda de Tusquets, y que quería ver al director. Yo estaba muerta de vergüenza y pensé que no nos harían ni caso. Pero avisaron en el acto al director, y él, en lugar de hacernos pasar, salió a buscarnos personalmente y nos condujo amabilísimo a su despacho. Todos nos miraban con curiosidad, y poco faltó para que extendieran una alfombra roja a nuestro paso.
Ya en su despacho, nos sentamos, nos ofreció algo que beber y le preguntó a mi abuela en qué podía serle útil. La Abuelita, vestida como siempre de negro, muy erguida en el incomodísimo sillón, desgranó con calma un discurso que sin duda llevaba preparado de antemano. Más o menos venía a decir que las cosas habían ido como habían ido, o sea mal, al perder ella tan joven a su marido y no haber nadie capacitado para sustituirlo, y que se había perdido la Banca Tusquets. (De hecho, aunque esto no lo mencionó, claro, se había producido una quiebra, sospechosa y acaso fraudulenta, desde luego absolutamente inesperada, pues Carlos, el hermano de papá que trabajaba allí, no advirtió a nadie, ni siquiera a su madre, y nos pillaron a todos mucho dinero, y justo es reconocer que, entre la histeria general y los durísimos reproches a Carlos, mi padre no perdió la calma y mi madre estuvo magnífica, feliz quizá de tener ocasión por una vez de hacer algo útil). La Abuelita no entró en detalles. Dijo que la pérdida era un hecho consumado y asumido, pero que había algo que para ellos no tenía ningún valor y que en cambio para ella significaba mucho. Venía a pedirles el retrato al óleo de mi abuelo que figuraba en el vestíbulo de la Banca Tusquets.
Estaba magnífica, como una princesa troyana pidiendo a los griegos vencedores, dueños ahora de cuanto quedaba de la ciudad, los despojos o la espada del marido muerto en el combate. Estaba magnífica y al mismo tiempo toda la escena tenía un punto disparatado y ridículo, porque habían transcurrido años desde la quiebra de la Banca, y yo me preguntaba cómo no había hecho esa gestión antes y dónde habría ido a parar a esas horas el dichoso retrato. El director, un poco perplejo, respondió que estarían encantados de devolverle el cuadro y que él haría lo posible por localizarlo, aunque había pasado mucho tiempo; era una pena que no lo hubiera reclamado antes. Y nos acompañó hasta la puerta para despedirnos.
Desde luego, el retrato del abuelo no debió de aparecer, y la Abuelita nunca volvió a mencionar nuestra expedición secreta, para la que me había elegido de acompañante y de la que no sé si estaba al corriente nadie más.
Tampoco sé si prodigaba a muchos las confidencias íntimas que me hacía a mí las raras ocasiones en que nos quedábamos a solas en su alcoba, sentadas junto al balcón que daba a la calle. Era la mejor habitación de la casa, junto con el salón contiguo, que no se utilizaba casi nunca, donde había un par de mueblecitos antiguos y una enorme cantidad de sillas doradas alineadas a lo largo de las cuatro paredes. Todos los restantes dormitorios, e incluso el despacho de tío Juan y el comedor, tenían, como era habitual en los pisos del Ensanche, poca luz, y, sin embargo, una de las dos habitaciones más luminosas y bonitas estaba siempre vacía.
Mi abuela, quizá para sonsacar mis proyectos de futuro y confirmar sus sospechas de mi vocación religiosa, me contaba sus propias experiencias. Pertenecía, por parte materna, a la familia Milà. Ella y Tula quedaron huérfanas muy jóvenes y pasaron a vivir con unos parientes. Teresa tenía clarísima su vocación religiosa, y estaba previsto que ingresara en un convento. Pero se cruzó en su camino mi abuelo, que, según Paul Preston, historiador al que citaré extensamente al hablar de tío Juan, «descendía de banqueros judíos».
Aunque del origen judío no oí hablar nunca, y es raro que, caso de haberlo sabido o sospechado, mi madre, tan crítica con la familia de su marido, no lo hubiera ni sugerido jamás, lo cierto es que era muy rico, propietario de la Banca que llevaba su nombre y presidente de un curioso sindicato (si los obreros se unían en sindicatos para defender sus intereses, ¿por qué no iban a hacer lo mismo, por qué iban a quedar indefensos, los banqueros?, me han contado que decidió mi abuelo, de modo que fundó uno y lo presidió); que estaba habituado a salirse siempre con la suya y que se enamoró perdidamente de Teresa. Tal vez, aunque esto mi abuela no lo mencionó nunca ni a mí se me ocurriría hasta años después, en el ánimo de aquel banquero rico, interesado en política, ambicioso, emprendedor y seguramente judío, pesara también el deseo de emparentar con una de las familias más distinguidas de la ciudad.
A pesar de pertenecer a tan distinguida familia, las dos huerfanitas disponían de escasos medios. Pero —decidida la una a ingresar en un convento y ocupada la otra únicamente en hacer el bien— no creo que el dinero les preocupara demasiado, y nada más lejos de las intenciones de mi abuela que aceptar un matrimonio de interés. De modo que mi abuelo recurrió a los curas. En lugar de hacerle regalos a la muchacha, hizo donativos a la Iglesia. Si no era capaz de convencerla a ella, convencería a su director espiritual. Le llevó su tiempo, pero funcionó. Los mismos que la habían alentado a hacerse religiosa le decían ahora que tal vez había tomado una decisión precipitada, que a dios se le podía servir de muchas maneras, que tal vez ella le complaciera más en el mundo —siendo una buena esposa y una madre ejemplar— que encerrada en un convento. Tenía que pensar en lo mucho que podría ayudar a la gente necesitada con un marido tan rico, y además tan generoso, y tan inteligente, y tan enamorado.
Los curas, sobre todo su director espiritual, convencieron a la Abuelita, y la muchachita distinguida, frágil, medio monja, se casó con el rico banquero. La noche de bodas tuvo la novia su primer ataque de histeria, y, según me contó ella misma, el novio, en los lujosos hoteles de la luna de miel, tuvo que dormir solo en el sofá. Luego, en algún momento, mi abuela cedió. Y, a pesar de que mi abuelo murió joven, dio tiempo para que Teresa tuviera once hijos y varios abortos. Todo —estoy convencida— sin que le gustase follar ni demasiado los niños. Los concebía sin placer (tal vez fuera verdad que mi abuelo buscaba relaciones más satisfactorias fuera de casa, y ¿por qué no en París?), los paría con todo el dolor que prescribía la Biblia y los pasaba inmediatamente a las amas de cría, las amas secas y, sobre todo, a tía Tula. A ésta sí le gustaban los niños: hizo de madre a sus sobrinos y más adelante nos hizo de abuela a los de la nueva generación. Venía a mi casa a cuidar de mí y luego también de mi hermano, cuando mis padres se iban a esquiar. Y lo mismo hacía con todos. Y, sin embargo, siempre me pareció que mi abuela y tío Juan la tenían en poco, menos distinguida, menos alta, menos guapa, menos inteligente, que ellos, la tía soltera a la que acogían bajo su techo. Muy buena, pero un poco pobre de espíritu. No sé si se daban cuenta de que, según las Bienaventuranzas, ella estaba más cerca que nadie del Reino de los Cielos.
De estas historias familiares, hoy tan remotas, que se cuentan casi siempre incompletas y a media voz, suelen existir distintas versiones. ¿Por qué no se casó Tula? Buena, cariñosa, agradable, tan dotada para hacer felices a los demás, muy piadosa pero sin la menor intención de encerrarse en un convento… Decían que se había enamorado, todavía muy joven, de uno de sus primos, y, como no les autorizaron a casarse por razón del parentesco, ella decidió que, si no podía ser con él, no sería con nadie. Pero la Abuelita tenía otra versión, terrible (a mí me pareció terrible), y me la contó.
Veraneaba un grupo de parientes y amigos en una gran mansión, y entre ellos estaban Teresa y Tula. Una noche, ya a altas horas de la madrugada, uno de los invitados, seguramente borracho, se puso a aporrear la puerta de Tula y a pedirle a gritos que le abriera. Ni ella abrió, ni había seguramente nada entre los dos. Pero supuso de todos modos un escándalo, pues, si un hombre se atreve a tal locura, es posible que de algún modo haya dado pie a ello la muchacha. Tula no quedó deshonrada, pero sí bajo sospecha. Y, según la Abuelita, ése fue uno de los motivos que alejó a los pretendientes.
Un último detalle divertido, y una de las poquísimas cosas que sé de mi abuelo paterno: era tan sensible y tan amante de la comodidad que, en el comedor, detrás de su silla, colocaban con cuidado un biombo, para que no le molestara el aire que levantaba al pasar junto a él la doncella que servía la mesa. Mucho refinamiento para un presunto banquero judío…