No muchos niños han tenido un tío que haya montado en su casa un minúsculo museo dedicado a los nazis. Claro que no muchos niños habrán tenido un tío como Víctor, ni una familia tan disparatada como la mía. Era el hermano menor de mamá, hijo, como ella, del segundo matrimonio de mi abuelo masón, y mi abuela Concha —la que me daba más o menos a escondidas palomitas de anís— le adoraba. También le adoraba tía Blanca. Y mucha otra gente, yo diría que casi todas las mujeres y gran número de hombres. A mi tío Víctor había que adorarlo o detestarlo. Y me parece que mamá, opuesta a él en casi todo, estaba más cerca de quienes le detestaban, indignada desde pequeña por el trato tan distinto y tan privilegiado que se le daba.
Tío Víctor fue toda su vida un niño mimado y malcriado, al que se le consentía todo, se le perdonaba todo, y cuyas barrabasadas se reían y celebraban, incluso cuando tenían más de canallescas que de graciosas. Borracho, jugador, mujeriego, despilfarrador sin límite, irresponsable sin límite, egoísta sin límite también… pero irresistiblemente simpático, divertido, ocurrente, vital, encantador.
Era mi padrino y supo llenar de magia parte de mi infancia. Le gustaban mucho las niñas, y de su breve e intermitente matrimonio con Elia, la bellísima actriz de trágica muerte, había tenido un solo hijo, Bubi, un varón. Fue otra de esas bodas desiguales a las que dio lugar la guerra. Irresponsable hasta poner en peligro la propia vida, tío Víctor desertó del frente, pero, lejos de esconderse como hizo papá o de intentar salir del país, siguió viviendo en casa de la abuela Concha, paseando con mujeres de bandera en coches descapotables y corriéndose las grandes juergas nocturnas de siempre. Hasta que le detuvieron y le condenaron a muerte por desertor. Elia le sacó de la cárcel y mi tío se casó con ella.
Creo que nuestra familia la veía como a una putilla roja. Lo de roja era evidente, y para sospecharla puta bastaba que hubiera estado liada con mi tío y que se dedicara a la farándula. Elia era de una belleza y de una fragilidad conmovedoras. Yo era una niña cuando murió y la vi pocas veces —sólo las contadas ocasiones en que fui al cine con ella y con mamá, o algunos sábados que pasó a recoger a su hijo por casa de tía Blanca y se quedó a charlar un rato—, pero no he olvidado su elegancia, su delicadeza, sus grandes ojos de víctima, su preciosa voz. Una voz que reconozco todavía en películas de los años cuarenta, porque, después de la boda, mi tío le prohibió que volviese a subir a un escenario, pero le permitió que siguiera con el doblaje.
A veces, cuando ya no éramos unos niños ni compartíamos los sábados con tía Blanca, yo encontraba a Bubi haciendo cola ante las sesiones matinales donde pasaban viejos films, dispuesto a verlos infinitas veces para escuchar la voz de la madre que había perdido a los seis o siete años, sin que ni su padre ni nadie se lo comunicara ni le diera explicación alguna.
El matrimonio fue desde el principio un desastre, pero, en una de las múltiples y tumultuosas y brevísimas reconciliaciones, Elia quedó embarazada, y ya volvía a estar sola cuando parió un hijo tan frágil, tan guapo y tan predestinado a la desdicha como ella. Tío Víctor les daba dinero, mucho dinero, recogía un día a la semana a Bubi en el colegio, le compraba montañas de regalos en la mejor tienda de juguetes de la ciudad, le reñía por sus malas notas, por su nula afición a los deportes, pretendía enseñarle matemáticas, criticaba a su madre y a su abuela, le aterrorizaba, y daba así por cumplida su función de padre.
Pero, en cambio, yo era la niña de sus ojos. Me llevaba en vísperas de Navidad a la Feria de Santa Lucía, delante de la catedral, y me compraba para el pesebre las figuritas de mejor calidad —en aquel entonces todas eran de barro y muy bonitas—, el musgo más fresco y verde, la estrella más grande y reluciente, mientras bromeaba con las vendedoras. Tío Víctor me hizo además el mejor regalo que he tenido nunca, mi primer perro: Gabi, la caniche marrón a la que asesinaron antes de que cumpliera tres años. La trajo un día y mi padre, aunque todavía no se había pasado a nuestro bando —a los Tusquets no les gustaban los animales—, permitió que nos la quedáramos. La verdad es que entonces había muy poca gente que tuviera perro en los pisos. Tío Víctor me llevaba también al zoo, e inventó una fantástica historia con la vieja elefanta, que me escribía cartas, me enviaba postales y le daba recados y regalitos para mí.
Víctor venía a almorzar a casa una vez por semana, creo que los jueves, solo, porque ya se había separado, y era siempre un acontecimiento. Creo que las comidas de los sábados en casa de Blanca, y las venidas de Víctor a la nuestra los jueves, eran los ratos más felices de una infancia que no fue feliz. Recuerdo el revuelo que su llegada causaba en el servicio y que yo no acababa de entender. Había algo en Víctor que no he detectado en ningún otro hombre, al menos no en tal grado. Su mera presencia excitaba a las mujeres. No se trataba de que fuera más o menos atractivo, sino de una fuerza más profunda, física, netamente animal. Como si su olor a macho pusiera en celo a cuantas hembras pulularan a su alrededor. Sólo he observado algo parecido en una de mis perras, Safo. Las otras atraen a los machos cuando van altas, y no todas los atraen por igual; Safo los enloquecía en cualquier época del año, y los siguió enloqueciendo hasta su extrema vejez.
Mi tío llegaba a casa: siempre con retraso (mamá era fanática de la puntualidad), siempre con algún regalo insólito (que a mamá le parecía excesivo o sencillamente disparatado), siempre con una historia rocambolesca y divertida que contar (a la que a mamá, pese a su fino sentido del humor, o tal vez por su fino sentido del humor, no veía la gracia). Entraba un momento a fisgar en la cocina y a bromear con las criadas (que se morían de risa y se sonrojaban hasta las orejas y no daban ya pie con bola: nunca se rompían tantos platos, se vertían tantas salsas, se quemaban tantos guisos como esos días), y después, era un ritual sagrado, nos dábamos un beso a lo esquimal —restregando nariz contra nariz—, me cogía en brazos y bailábamos el Vals de las olas, que él tarareaba, haciéndose acompañar a veces por un raro personaje —chófer, secretario, ayuda de cámara, compañero de orgías— al que se dirigía con un solemne «mi coronel» y con quien intercambiaba un saludo militar. Lo recuerdo como si fuera ayer: Víctor llevándome en volandas, a un ritmo cada vez más vertiginoso, y tarareando cada vez más alto, pero sin romper la solemnidad del encuentro, de un extremo al otro de la sala y el comedor. Las criadas espiaban desde el pasillo, papá reía, mamá levantaba una ceja a lo Greta o a lo Marlene, yo era feliz.
Víctor era un macho poderoso, el rey de la selva, uno de los mayores seductores que he conocido; desbordaba simpatía, seguridad en sí mismo, vitalidad. Víctor podía ser generoso —o tal vez fuera más exacto decir dadivoso— en lo material, podía ser incluso cariñoso y tierno. Pero eso no quitaba que fuera asimismo un bruto y un cabronazo de mucho cuidado.
En algunas ocasiones la imagen mítica que yo tenía de él sufría un revés, y no por lo que alguien contara ni por los comentarios siempre mordaces de mi madre, sino por cosas que decía él mismo. Se lamentó un día, por ejemplo, de que el director del picadero donde montaba y alquilaba los caballos no le permitía utilizar bien las espuelas, «porque no le interesaba que los clientes le devolvieran los animales con las barrigas reventadas». Que alguien pudiera romperle con las espuelas la barriga a un animal como el caballo no me cabía en la cabeza. Ni tampoco podía entender, cuando le pregunté y me explicó en qué consistía el tiro al pichón, que gente normal, o que teníamos por normal, se apostara rifle en mano en la pista de un club, a la espera de que soltaran a un pobre palomo que tenían encerrado en una cajita, para dispararle entonces, cuando el ave emprendía el vuelo cielo arriba hacia la libertad. ¿Podía eso resultar divertido? ¿Era un deporte? A mí me parecía algo horrible. Una salvajada. Como destripar a los caballos.
Y tío Víctor contó otro día una historia que le parecía enormemente jocosa. Una historia de amor, que yo no entendí muy bien, pero sí entendí que había terminado mal, mal para la mujer, claro. Y entonces la mujer le había dicho: «Víctor, tú no eres un caballero, ni un hombre». Y mi tío, riendo como un loco, lo repitió tres o cuatro veces: «Víctor, tú no eres un caballero, ni un hombre». Le parecía enormemente gracioso.
En fin, mi tío Víctor, hijo de padre librepensador y masón, era, lo fue hasta el fin de sus días, nazi. No se trataba de que fuera germanófilo y de que deseara que Alemania ganara la guerra, lo cual coincidía con la actitud oficial en la España franquista, reflejada con fuerza y sin fisuras en todos los medios de comunicación y mayoritaria entre la gente que yo trataba (menos tía Sara, claro). No. Tío Víctor era un nazi histriónico, un nazi de opereta. La mitad de nuestro almuerzo semanal discurría contándonos proezas de la guerra, aventuras que parecían sacadas de un tebeo infantil. Y allí oí hablar por primera vez mal de los judíos. ¡Mira por dónde mi tío materno, parrandero, borracho y jugador, coincidía con el hermano mayor de mi padre, docto sacerdote, amigo de los militares rebeldes y futuro monseñor!
Tío Juan había empezado ya antes de la guerra, y luego en Burgos, sus alegatos antisemitas, en que prevenía al mundo contra la amenaza del contubernio marxista judaico masónico, que iba a destruir nuestra civilización cristiana, y tío Víctor iba repartiendo ejemplares y dándole a leer a mi madre Los protocolos de los sabios de Sión, que venía a confirmar las mismas teorías y se discutía ampliamente en nuestros almuerzos semanales. Creo que, para Víctor, el holocausto, ni siquiera cuando mucho tiempo después hubo pruebas fidedignas de él, existió nunca en realidad. Quizá sí, en un mal momento, Hitler mató a un puñado de judíos, que eran, de todos modos, perniciosos para el país.
Tío Víctor era, he dicho, una caricatura de nazi, y había reunido a su alrededor a otros tipos tan exaltados como él. Que yo sepa, y seguro que nos lo habría contado, no hicieron nunca nada grave. Tal vez alguna pelea en un bar. Lo suyo era ir a cenar a un restaurante alemán, ponerse morados de choucroute y de codillo de cerdo y, sobre todo, de cerveza, cortar a tiras las corbatas con los colores de la bandera alemana que, previsores, se habían puesto aquella mañana (me pregunto si fabricantes y tenderos habrían reparado en que ese modelo se vendía ahora mejor y si sabrían a qué atribuirlo), prenderse las tiras en la solapa, y salir de madrugada dando tumbos, cogidos del brazo y aullando un destemplado y atronador Deutschland, Deutschland über alles, en el que intercalaban —parándose entonces un instante, intentando mantenerse firmes y con el brazo en alto— un Heil, Hitler! estentóreo que hacía temblar los cristales de las ventanas y despertaba a los vecinos.
¡Pero cualquiera llamaba a la policía para quejarse de que un grupo de patriotas pro alemanes no les dejaba dormir! En los años cuarenta, mi tío, y la gente como mi tío, como nosotros, la gente que había ganado la guerra, se podía permitir esto y más. La calle era nuestra, la ciudad era nuestra, el país era nuestro. De algún modo se nos había dicho, como el rey Asuero a la reina Esther: «No temas. Las leyes de mi reino no rigen para ti». Conseguíamos antes el coche, para los que había una larga lista de espera; obteníamos enseguida el teléfono, para el que la lista de solicitudes era interminable; ni catábamos la comida que daban con las cartillas de racionamiento; el pasaporte nos lo entregaban por la puerta lateral de jefatura, saltándonos la cola y sin que nadie protestara; las taquilleras de los cines y de los teatros nos conocían y nos guardaban las mejores localidades. Era un país desmoronado y pobretón, pero era nuestro.
De modo que tío Víctor podía armar broncas en los bares y despertar al vecindario con sus Heil, Hitler! y su Deutschland, Deutschland über alles sin que nadie le llamara la atención.
Y en el piso familiar, donde siguió viviendo hasta su muerte, había instalado un minúsculo museo nazi. Muchos años después de que los alemanes hubieran perdido la guerra (en eso sí coincidían mi tío y mamá: mantenían sus ideas contra viento y marea, sin veleidades oportunistas ni asomos de cambios de chaqueta), seguía añadiendo nuevas piezas a la colección, y casi siempre que ibas a su casa, sobre todo si alguno de los presentes no lo conocía, organizaba una «visita guiada», en la que iba comentando —medio en serio, medio en broma, y era todo un espectáculo, porque ya he dicho que mi tío era simpático y ocurrente y divertido— las fotografías de Hitler, de sus colaboradores, de Eva Braun, de desfiles y momentos históricos, los recortes de prensa, cada vez más amarillos y borrosos, los mugrientos banderines y medallas y condecoraciones, los soldaditos de plomo con uniformes del Tercer Reich.
Para tío Víctor, mítico personaje de mi infancia, tan viril, tan seductor, tan simpático, tan imaginativo, tan querido por todos (o por casi todos), tan mimado, para tío Víctor, que hincaba las espuelas en las barrigas de los caballos hasta hacerlos sangrar, que consideraba un deporte disparar contra palomas que volaban desde una caja hacia la improbable libertad, que encontraba divertido que sus amantes dijeran que no era un caballero ni un hombre, Hitler siguió siendo hasta el fin de sus días un héroe, los alemanes un pueblo superior, el holocausto no existió jamás —y, caso de existir, fue una bagatela— y la guerra se perdió por una infame conjura de las fuerzas del mal, los marxistas y los judíos, apoyados por esos niñatos absurdos que son los norteamericanos, que, encabezados por un presidente comunista, se habían metido donde nadie les llamaba.