Siempre pienso en aquella casa —donde nací y donde viví luego desde los tres hasta los diez años y a la que me hubiera gustado, a veces pienso que me gustaría todavía, regresar— como en la casa oscura, aunque todos afirmaran que no lo era.
Tenía, al igual que muchos pisos del Ensanche, tres balcones en la fachada principal, que daba a la Rambla de Cataluña —un paseo arbolado que yo prefiero a todas las otras calles de mi ciudad—, y salir a ellos en primavera era como asomarse a un mar levemente encrespado de verdores tiernos. Desde el balcón central, que correspondía a la sala de espera de la consulta de papá, miraba a veces a los transeúntes, los escasos coches, los carros tirados por caballos, que yo temía siempre ver resbalar y caer, ver maltratar, y a veces ocurría, por los cocheros; y, ya con mi hermano, y era una de las pocas travesuras de nuestra infancia de niños buenos, demasiado buenos (en esto estamos, me parece, de acuerdo los dos), tirábamos las noches de verbena inocuos petardos a la gente que se ponía a nuestro alcance.
Desde ese balcón seguí durante meses, incrédula y emocionada (porque tener un cine justo delante de casa —cerca había muchos: el Fantasio, el Savoy, el Publi, el Alcázar, el Kursaal, el Montecarlo, el Fémina, ya he dicho que habitábamos una Barcelona muy chica, en la que todo quedaba a cuatro pasos—, me parecía casi un milagro) la construcción del Alexandra. Es imposible que los jóvenes de hoy, que disponen de vídeo, televisión, internet, se hagan una idea siquiera aproximada de lo que significaba el cine para nosotros, única puerta entonces, junto con los libros y los relatos orales, abierta a la fantasía, único vehículo transmisor de historias. Vi cómo terminaban las obras, cómo adornaban la fachada con luces y oropeles. Y allí estaba yo, la tarde de la inauguración, muy pegada a tía Blanca, una mujer todavía joven, todavía hermosa, con la coquetería de un cabello totalmente blanco, la tez de porcelana, los ojos de un azul claro, como el de mamá, pero sin su dureza y sus reflejos metálicos, allí estaba yo, un vacío en el pecho y la mirada extasiada, mientras se atenuaban despacio las luces rosadas que brotaban de unas conchas de oro y dejaban por fin la sala en la oscuridad, y el inconfundible rugido del león de la Metro anunciaba el comienzo siempre renovado del milagro.
Milagro que compartía con mi primo Bubi, cinco años menor que yo, las tardes de los sábados, sólo ensombrecido por el temor de que, y esto ocurría desde muy muy niña y con cierta frecuencia y nunca lo compartí con nadie, el vecino de la butaca contigua, en la oscuridad de la sala, iniciara sus manejos: la pierna muy pegada a la mía, la mano aventurándose por mi falda, intentando incluso, a veces, introducirse entre mis muslos, acariciando el pedazo de mi muñeca donde la blusa se abría antes de llegar al botón que cerraba la manga. Y yo esquivándole, replegándome en mi butaca, apartando una y otra vez su mano, asustada y asqueada, pero sin decir palabra, convencida de que, si Blanca lo descubría, iba a armar un escándalo de tal magnitud que se pararía la proyección, lapidarían al culpable antes de que se pusiera a salvo y yo moriría de vergüenza.
Me parece que no se ha hablado lo suficiente de las agresiones a que estábamos expuestas las niñas y las adolescentes de la pacata y reprimida España de los años cuarenta y cincuenta. Niñas de la burguesía, tan protegidas y celosamente guardadas, no podíamos subir a un tranvía o a un metro repleto sin que, una de cada tres veces, sintiéramos que un pene se restregaba contra nuestros muslos o nuestro vientre, o que una mano se nos introducía entre las piernas. A veces el agresor era descubierto y tenía que salir huyendo, pero lo habitual era que nos escabulléramos, cambiáramos de lugar, nos parapetáramos tras el bolso o la carpeta, y calláramos por vergüenza. Y, cada vez que en mi presencia alguien, generalmente un varón, inicia una defensa o un elogio del piropo —una costumbre tan galante y tan nuestra, un halago y un homenaje a la mujer—, me pregunto si tiene idea del grado de grosería y de agresividad que encierran muchos de ellos.
En esta zona delantera del piso, con sus tres balcones abiertos al paseo, la luz tenía que entrar forzosamente a raudales, pero estaba ocupada por el dormitorio de mis padres, el despacho de papá y la salita de espera (que los enfermos no cupieran en ella y desbordaran por el pasillo —dejándola sitiada en su dormitorio o en la zona trasera hasta que terminaba la consulta— era una de las tragedias de la vida cotidiana de mamá, que sólo terminaría cuando alquilaran otro piso, al que fuimos a vivir, y dejaran el de Rambla de Cataluña sólo para la consulta médica), y las habitaciones de la parte de atrás, como en casi todas las casas del Ensanche, no se abrían directamente al amplio espacio interior, casi siempre ajardinado, que ocupaba el centro de la manzana. Una galería larga, con una hilera de ventanas, recorría de un extremo a otro la fachada posterior. Allí estaban los armarios de la ropa blanca, las jaulas de los periquitos o los canarios, una mesa donde hacía yo los deberes, daba algunas tardes la clase de alemán, merendaba, jugaba; primero sola, luego con mi hermano, que nació cuando todavía vivíamos en Rambla de Cataluña. A la galería del piso de tía Blanca salíamos, después de las comidas, a tomar el café, en lugar de pasar al salón. Sin embargo, estas galerías, en sí mismas muy bonitas, tamizaban la luz que llegaba a las habitaciones, entre las que figuraban, en mi casa, el comedor y el cuarto de los niños. De modo que tal vez sí esté justificado que recuerde aquella casa como la casa oscura.
Había además en la casa oscura, como en todos los pisos del Ensanche, un pasillo largo y mal iluminado, al que se abrían las puertas de todos los miedos. A veces mamá o tía Sara me enviaban desde la galería o desde el cuarto de los niños a buscar algo al dormitorio de mis padres, o sea justo al otro extremo de la vivienda, y la niña obediente y pusilánime que yo era avanzaba despacio, procurando no hacer el menor ruido y bien pegada a la pared, hasta llegar a cada una de las puertas —siempre abiertas y siempre sin luz en el interior—, entonces las trasponía de un salto y proseguía de nuevo cautelosa y lenta. El viaje de regreso era una carrera enloquecida, desenfrenada, que me hacía arribar al seguro puerto donde estaban reunidos los demás jadeante y sonrojada, con el corazón saliéndoseme por la boca, lo que provocaba las reconvenciones y la risa de los mayores, que —salvo mi madre— no entendían nunca casi nada.
La casa oscura, la casa de la soledad, la casa del abandono, la pérdida del paraíso. Así lo vivía yo. Y, sin embargo, nuestros pisos de entonces eran organismos vivos, en permanente movimiento y siempre con gente. Las dos criadas fijas, que vivían con nosotros, salían sólo las tardes de los domingos, ambas, y otra, por turnos, a la semana, y había un trasiego continuo de personas que venían a repasar la colada, a planchar, a coser, a limpiar, a darnos clase a los niños. Además estaba casi siempre allí tía Sara, para ayudar a mamá a llevar la casa y para cuidar de mí y de mi hermano. El cuarto de costura y de la plancha era el punto de reunión, el núcleo de la zona de servicio. Casi todas las criadas procedían de fuera de Cataluña, eran jóvenes y tenían novio. Y, en cuanto habían terminado sus obligaciones, se ponían a confeccionar su ajuar. No hacían apenas otra cosa en su tiempo libre. Era su aportación al matrimonio, como era aportación del novio encontrar un lugar donde vivir y amueblarlo. Completar el ajuar les llevaba años, y buena parte de su sueldo se iba en telas, algunas muy finas, en entredoses y en puntillas. El contenido del ajuar obedecía a un plan establecido, que todas seguían estrictamente. Al parecer era imposible casarse sin disponer del conjunto de ropa interior que llevarían debajo del traje de novia, del lujoso camisón para la noche de bodas, más otras seis combinaciones más sencillas y otros seis camisones de todo llevar, y, para la casa, dos docenas de toallas, doce juegos completos de cama, uno de ellos más fino y con las iniciales bordadas en realce, también para la primera noche y para circunstancias especiales (supongo que para atender a las visitas después de los partos, para recibir la extremaunción, para morir), más otras tantas mantelerías. Lo iban apilando poco a poco en su armario, y a medida que aumentaba el montón se acercaba el momento de la boda. Yo espiaba el crecimiento del ajuar con la impaciencia emocionada de quien ve desarrollarse una planta.
Y, mientras bordaban o zurcían o hacían dobladillos o planchaban, y mientras escuchaban los consultorios sentimentales y los seriales de la radio, hablaban sin parar. Era un mundo, y eran unas conversaciones, muy distintos de los de mis padres y sus amigos, un mundo con el que yo no tenía otros puntos de contacto y que, si bien aumentaba con frecuencia mis miedos, no cesaba de sorprenderme y de fascinarme. No sólo por el cúmulo de supersticiones y de historias truculentas, sino porque allí, en la zona de servicio, la censura era mucho menor: se olvidaban de que yo estaba presente y decían y contaban cosas que nunca se hubiera permitido nadie mencionar ante una niña en el salón. El demonio, el pecado, el sexo, la muerte, eran temas tabú para mis padres, y, sin embargo, eran allí habituales.
Mamá —por tolerancia o por pereza— era incapaz de despedir a nadie, y no recuerdo que ninguna chica se marchara por propia voluntad de una casa donde la señora las trataba bien y no se metía en nada. Tía Blanca podía reprenderlas por cantar mientras trabajaban o por ponerse una ropa que no correspondía a su condición. No importaba que dispusieran de dinero para comprarla: una criada estaba obligada a vestir como una criada, y no dejaba de sorprenderme la fealdad de las bufandas y jerséis que se tejían para los pobres, y es que ser pobre no consistía únicamente en no tener dinero, ser pobre suponía pertenecer a una condición distinta, y a una persona de esta condición no se le ocurriría jamás entrar en un buen restaurante, o en un teatro, o coger un taxi si no era de extrema necesidad, aunque dispusiera de dinero para hacerlo. Convencidas en el fondo muchas señoras de que la gente humilde no tenía la misma sensibilidad: su hambre era otra hambre, su frío era otro frío, ni siquiera el dolor por la muerte de un hijo era equiparable. A los vencedores la guerra no les había enseñado en este sentido apenas nada: que fueran en tantos casos las criadas, los porteros, los chóferes o las manicuras quienes habían hecho las denuncias y llevado a sus señores ante el pelotón les parecía sólo una prueba más de la inaudita maldad e ingratitud de aquella gente y de que no debes fiarte de nadie.
A mí me llamó la atención aquello de que la muerte de un hijo no era lo mismo para los pobres que para los ricos y, después de que mamá y mis tías me aseguraran que la muerte de un hijo es lo peor que te puede deparar la vida, sin posible comparación con la muerte de un marido, corrí a la zona de servicio con la misma pregunta, y, ante mi asombro, la respuesta fue rotundamente distinta: todas preferían ver morir a uno de los hijos, porque, en caso de morir el marido, quedaban todos sin medios de subsistencia.
Aquel modo de tratar al servicio —que a mí me escandalizó desde muy niña, y que nunca, justo es reconocerlo, vi en mis padres— era más notorio en las mujeres (habría que decir en las «señoras» y no confundir los términos, porque a menudo venía la doncella a anunciar «ha venido un señor», y mi madre regresaba al poco rato muerta de risa: «Qué tontería, no era un señor, era un hombre»), pero, ante mi estupor, el médico con el que trabajaba papá lanzó un día con furia el plato con su contenido contra la doncella, que le había servido un pan con tomate sin untarlo por ambos lados, y ni ella protestó ni ninguno de los presentes tuvo nada que objetar.
Para mis tías y sus amigas los problemas del servicio y los dislates de la criadas constituían, junto con el encarecimiento de la vida, uno de los principales temas de conversación, de los que mi madre quedaba excluida, porque nunca tuvo ni remota idea de lo que valían unas chuletas o un kilo de tomates, y nunca quiso inmiscuirse en el funcionamiento de la casa, de modo que las muchachas, terminado el ajuar, y después de que el novio consiguiese la vivienda, salían a menudo de nuestra casa para casarse.
Como mamá no se metía en nada o en casi nada, y no despedía a nadie, hubo en la casa oscura todo tipo de personal. Chicas que hacían bien su trabajo, y otras con las que todo andaba manga por hombro; muchachas cariñosas y amables y divertidas, que nos trataban bien a mi hermano y a mí, y auténticas arpías, que nos pegaban o le tenían a él, todavía muy pequeño, encerrado horas en la habitación porque se había orinado en la cama. Le he oído contar a Óscar varias veces una anécdota que debió de marcarle y que yo también recuerdo. Andábamos de paseo con una de las criadas, ella hablando animadamente con una amiga o con un noviete, y a mi hermano, muy pequeño, se le cayó un zapato. Tanto él como yo tratamos con insistencia de advertírselo, sin conseguir que nos hiciera el menor caso. Cuando por fin se dio cuenta, nos propinó a cada uno una soberbia bofetada.
Pero lo peor que hicieron (Óscar está seguro de que fue una de ellas y es probable que lleve razón) y lo peor que me ocurrió en la casa oscura y lo peor que me ocurrió en mi infancia, fue el envenenamiento de la pobre Gabi, el primer perro, una caniche, que tuvimos en casa y a la que yo adoraba. Dos circunstancias hicieron que este hecho fuese para mí especialmente atroz. Aquella mañana, antes de ir al colegio, yo le había pegado con la correa, al ver que se había ensuciado en el comedor, y la había encerrado en el cuartito de castigo, cuando estaba, aunque yo no lo sospechara, enferma de muerte. Me he repetido mil veces que no se trató de una auténtica paliza, que no pude hacerle mucho daño, pero me duele igual. Todavía hoy, más de sesenta años después, gimo de angustia al recordarlo, gimo en voz alta. Si de todo lo malo que he hecho en la vida me permitieran borrar una sola cosa, sería ésta. Y tal vez todos los animales que he defendido, recogido, a los que he salvado, cuidado y mimado hayan sido sustitutivos de Gabi. He hecho de adulta lo que de niña no podía hacer por ellos.
Hubo, ya he dicho que fueron dos, otra circunstancia agravante: mi madre permitió que fuera la chica que iba todos los mediodías a recogerme al colegio la que me lo comunicara. No se molestó en ir por una vez personalmente a buscarme, ni en darle instrucciones de que lo callara y decírmelo luego ella en casa. De hecho, mamá ni siquiera estaba en casa cuando llegué. Se habían llevado a Gabi, y, arrastrada por su pereza a crearse conflictos, ni siquiera pidió una autopsia para determinar la causa de la muerte. No intentó averiguar nada, no quiso saber nada. Y, sin embargo, de mi madre había aprendido yo el amor hacia los animales, el preocuparme y sufrir por ellos, y parecía querer a la perra tanto como yo.
No me considero rencorosa, pero en esta historia no he perdonado a nadie: ni a la persona que la envenenó, ni a mamá, ni a mí misma.
Unas cocineras preparaban platos exquisitos y otras pura bazofia. Mamá no indicó nunca lo que debían hacer para comer. Mamá se sentó siempre a la mesa sin saber lo que nos iban a servir, y sin que le importara lo más mínimo. De hecho, comer le parecía una vulgaridad, y le habría encantado sustituir los alimentos —excepto, tal vez, el chocolate y la leche condensada al baño maría— por píldoras. El trato de mi madre con la cocinera se reducía a un simulacro de pasar las cuentas de la compra, y digo simulacro porque mamá —como por otra parte yo misma hasta el día de hoy— no tuvo nunca la más remota idea del precio de los alimentos, y no podía meter baza cuando otras señoras hablaban de lo caro que iba todo y de que la vida se había puesto por las nubes. Ya he dicho que las barrabasadas de las criadas y el aumento del coste de la vida eran dos importantes temas de conversación de los que quedaba excluida.
Hubo sirvientas a las que quise mucho y otras a las que odié, pero hay dos —no sé si coincidieron por puro azar o si una trajo a la otra, no sé si nos las proporcionó tía Sara— a las que no he olvidado. Lejos de considerar, como Gregoria, la criada de mi abuela, que habían nacido para servir a los demás, afirmaban que a la primera criada y a la primera señora que hubo en el mundo deberían haberlas ahorcado frente a frente. En la mesa se servía un día sí y otro también ensaladilla rusa («así os preparáis para cuando lleguen los nuestros», me adoctrinaban en voz baja, convencidas sin duda de que en Moscú se atiborraban todos de ensaladilla; «para cuando dé la vuelta la tortilla», me amenazaban, sin que yo terminara de entender a qué se referían, aunque intuyera, por primera vez, que no todos veían a Franco del mismo modo).
A principios de los años cuarenta, en lo más duro de la represión, aquellas locas recorrían a saltos, cogidas de la mano, la carretera del pueblo de la costa donde veraneábamos, Vilassar de Mar, al grito de: «¡Somos comunistas! ¡Somos comunistas!», antes de reunirse con un pastor que nos dejaba beber directamente la leche de las ubres de sus cabras. Si mi madre se hubiera enterado, si mi madre hubiera querido saber algo de lo que ocurría en su propia casa y con sus propios hijos, le habría horrorizado mucho más tan peligrosa falta de higiene que las entusiastas manifestaciones de comunismo.
Pero volvamos a la casa oscura y a lo sola que me sentí allí al terminar la guerra, a pesar de que siempre hubiera alguien, de la tertulia constante en el cuarto de costura, de que papá, que por las mañanas trabajaba en el hospital, tuviera por las tardes la consulta en casa, y de que mamá se pasara horas y horas leyendo en la sala y me llevara a menudo con ella si salía de compras, o a la modista, o al sastre, o a la peluquería, por las mañanas. La tragedia era que sí salía fijo, y desde luego sin mí, todas las tardes, y yo le daba un beso de despedida en el recibidor, ya con las lágrimas rodándome por las mejillas, y me quedaba largo rato sentada allí, debajo de la fotografía de Franco, llorando sin ruido. Aprendí ya entonces que la soledad no consistía siempre en no tener a nadie al lado: mi soledad consistía puramente en estar sin mamá, la soledad consiste simplemente en la ausencia de la persona amada.