Los míos habían ganado la guerra, volvían a conquistar, con mayores o menores dificultades, la normalidad, la vida que habían llevado antes del alzamiento militar, trataban de restañar sus heridas —algunas imposibles de cicatrizar, ¿cómo cerrar las heridas que había abierto un millón de muertos?—, y se proponían también recuperar el tiempo perdido, compensar de algún modo el sufrimiento y las penurias. Ya he contado que uno de los primeros actos de mi madre tras la entrada en Barcelona del ejército franquista fue abrir un pote de leche condensada, de la que se había privado durante dos años para reservármela a mí, y comérselo entero. Era un gesto de avidez, pero no se trataba de una manifestación de glotonería. No era una golosina lo que mamá devoraba a cucharadas, era todo aquello de lo que la habían privado, de lo que la vida le debía y le había sido escamoteado, y de lo que ahora por fin esperaba disfrutar a manos llenas.
Sentada sola en la cocina, ante mis ojos atónitos, mamá se despedía con cada cucharada del miedo, del hambre, del encierro, de la fealdad que la rodeaba, de su suegra distante y gélida, de los rosarios y las bendiciones de mesa y tanta gazmoñería acumulada, de sus cuñadas tricotando enclaustradas en su habitación, de un marido al que había descubierto ya que no iba a querer jamás, y sobre todo del aburrimiento.
Creo que pocas personas se han aburrido tanto como se aburrió durante largas etapas de su vida, tal vez durante su vida entera, mi pobre madre, tan capacitada para múltiples empeños, tan creativa y llena de talento, y condenada, como las restantes mujeres de su clase social y de su generación, a limitarse a la casa, a cuidar de los hijos, del marido, de su propio aspecto, a participar en actos sociales, a colaborar en obras benéficas, o poner, como mucho, una tienda de objetos de regalo o de ropita de bebé, y, si nada de esto le interesaba, como era el caso de mamá y supongo que de muchas otras, a la pura inanidad.
Dejamos la casa de Pedralbes y volvimos, tanto la Abuelita como nosotros, a los pisos de la ciudad. En aquellos años vivíamos casi todos muy cerca los unos de los otros, en una zona pequeña, que se circunscribía al Ensanche. Desde mi piso de la casa oscura, en una esquina de Rambla de Cataluña con la calle Mallorca, sólo me separaban tres manzanas de la casa de mi abuela paterna, y otras tres, aunque en dirección contraria, de la de mi abuela materna y su hijo Víctor. Y para ir a casa de mi tía preferida, Blanca (una de las hadas buenas de mi infancia —aunque, al igual que sus dos hermanas, mi madre y tía Sara, podía comportarse también como una arpía: eran muy suyas las hermanas Guillén—, a la que debo casi todos los, por otra parte escasos, paréntesis de felicidad de que disfruté aquellos años), bastaba cruzar las dos calles delante de mi casa y luego seguir por el Paseo de Gracia, de modo que, salvo bajar a la papelería que ocupaba los bajos de nuestro mismo edificio, éste fue el primer trayecto que se me autorizó a recorrer sola: mi madre me vigilaba desde el balcón hasta que había cruzado, y luego ya no tenía que salirme para nada de la acera. En los años cuarenta supongo que los niños de barrios periféricos —que yo no pisaba para nada, que ni siquiera tenía conciencia de que existían— salían y entraban libremente de sus casas, jugaban y corrían por la calle, tal vez vivían prácticamente en la calle, pero los hijos de la burguesía sólo disfrutábamos de ese privilegio durante los veraneos. En la ciudad se nos acompañaba de puerta a puerta.
Los míos habían ganado la guerra, pero yo había perdido —lo descubrí en cuanto volvimos a la casa oscura— mi pequeña parcela de paraíso. En Pedralbes, mi madre se aburría seguramente más que nadie, pero los demás se aburrían también. Mi padre debía de estar desesperado por aquel interminable encierro que le vedaba toda actividad, que le hacía imposible salir a conseguir trabajo y alimentos mientras los suyos padecían hambre; sus dos hermanas, Montse y María, ambas muy jóvenes, y por más que mamá las tildara de poco sociables, tenían que lamentar forzosamente verse privadas de toda diversión, del más mínimo trato con gente de su edad, acaso del contacto con muchachos que les gustaban o que las pretendían; hasta la Abuelita añoraría a ratos las misas oficiadas por tío Juan, con sus elaborados y celebrados sermones, las novenas, las mesas petitorias, el visiteo con las amigas.
Sólo tía Tula aceptaba aquel exilio con la resignación y el optimismo y la buena voluntad con que lo aceptaba todo, pero es que tía Tula era una santa. Lo sabía yo de niña y lo he seguido sabiendo siempre, incluso mucho después de dejar de creer en los santos. Para mujeres como tía Tula debería existir un cielo, un cielo pequeñito, pues no se lo merecerían muchos más. ¡Son tan raras la bondad genuina, la generosidad sin límites, la limpieza de corazón! Tía Tula no se aburría nunca porque siempre había algo que hacer en favor de otros, alguien a quien socorrer o a quien consolar, y, en Pedralbes, la tenía muy ocupada intentar que la situación fuera menos dura para todos.
Imagino que tampoco se aburriría Gregoria, que hacía allí lo que había hecho desde la adolescencia y lo que haría hasta que la llevaran al asilo, lo que debía de creer que le había sido asignado desde la cuna y contra lo que nunca se había rebelado: fregar, ir al mercado, lavar y planchar la ropa, cocinar para los demás. Sólo el matrimonio hubiera podido librarla de ese destino inapelable, y Gregoria no era en absoluto atractiva, Gregoria era bigotuda y fea, y no tenía gracia para arreglarse, seguramente su aspecto físico la traía sin cuidado.
En Pedralbes vivían todos encerrados con un solo juguete, que no era en este caso el sexo como en la novela de Marsé, sino yo. Siempre comí lo mejor, siempre fui el centro de atención, siempre me colmaron de mimos. Y luego volvimos a la ciudad. Mi padre decidido a recuperar el tiempo perdido, a situarse como médico, a adquirir prestigio, a ganar el dinero que consideraba básico para el bienestar familiar, para la felicidad incluso de aquella mujer de la que seguía tan pendiente, a la que había conseguido como esposa pero a la que nunca conseguiría enamorar (tres malcasadas las tres hermanas Guillén). Y mamá —después de una juventud con un padre liberal y masón y mujeriego, pero que, tal vez por eso mismo, tenía bien sujetas a sus hijas y no les permitía ni siquiera las pequeñas libertades habituales entre las muchachas de su edad, después de dos años decepcionantes de matrimonio y del horror de la guerra civil—, decidida a pasarlo bien, a disfrutar a tope. Y tal vez lo consiguiera, tal vez durante unos meses lograra incluso divertirse, o lo habría logrado de no estar casada con un hombre como papá, que habría podido hacer felices a un montón de mujeres, pero que a ella le resultó siempre irremediablemente aguafiestas y aburrido.
Pasé, pues, de convivir el día entero con mis padres a no verles apenas; de estar siempre acompañada por gente que me quería a permanecer horas y horas en manos de personas del servicio. Pero creo que la reacción de mis padres no era una excepción. Comentaba Gil de Biedma que, en caso de sufrir él un complejo de Edipo, lo hubiera establecido con la tata, no con su madre (seguramente una madre a la que veía tan poco como yo a la mía).
En aquella Barcelona miserable, sucia, rota, chata, mal alumbrada, de una monotonía terrible, la Barcelona de las restricciones eléctricas, de las libretas de racionamiento, de más de media población aterrorizada y hambrienta, tan distinta de la Barcelona rutilante del pasado que me describían los mayores, los nuestros trataban de enriquecerse y de divertirse a toda costa. Era, por un lado, la época del estraperlo, los cargos elegidos a dedo, los negocios turbios y fulgurantes que dieron origen a una generación de nuevos ricos; y, por otro, de las fiestas, los bailes, los disfraces, los asaltos, los fines de semana de esquí, las noches de ópera. Reinaba en algunos grupos de la burguesía una frenética, una obstinada, alegría de vivir. Ellos les ponían pisos a sus queridas y ellas se olvidaban misales o mantillas en los meublés. Habían sobrevivido, habían ganado la guerra, el país entero era ahora suyo, más que nunca, dado que el enemigo lo había perdido todo, y, aunque fuera entre las ruinas, aunque fuera sobre un millón de muertos, aunque estuviera a punto de estallar una segunda guerra mundial, nadie les iba a privar de celebrarlo y de disfrutar de los privilegios conseguidos.
A una de mis primas que nació aquel año le pusieron de nombre, como a otras muchas, Victoria. Mis padres, que siempre habían hablado conmigo en catalán, utilizaron con mi hermano, nacido tras la guerra, el castellano (y esto se mantuvo inalterable: cincuenta años después, en las comidas familiares, mis padres y yo seguíamos dirigiéndonos a Óscar en castellano y hablando entre nosotros tres en catalán, casi sin reparar en el cambio de idioma, y sin que nos pareciera raro, a pesar de que para entonces el catalán de él fuera tan bueno, o tan malo —no dejaba de ser el denostado y degradado catalán de los barceloneses—, como el nuestro), que era, por una parte, el idioma de gran parte de la pijería aristocrática y alto burguesa, y, por otra, el que utilizábamos con el servicio, procedente casi siempre de otras partes de España. ¡Ah, y en el recibidor de mi casa plantificaron una foto del Generalísimo! Hasta creo recordar que alguien propuso, sin demasiado éxito, que le saludáramos brazo en alto cada vez que recorriéramos el pasillo. En aquel pasillo oscuro y larguísimo, donde acechaban mis miedos infantiles, ¡sólo me hubiera faltado tener que detenerme a medio camino para saludar al Caudillo!
¡Claro que habían ganado la guerra y que lo sabían! Recuerdo que existían cartillas de racionamiento, pero no que sus productos se utilizaran en casa. Tampoco recuerdo el pan negro, aunque mi hermano —y resulta extraño, porque nació casi cinco años más tarde— asegura que él sí. Ni recuerdo haber usado un azúcar que no fuera blanco. No conocía a un solo niño que asistiera a una escuela pública, ni a nadie que no recurriera a la medicina privada. No recuerdo haber hecho nunca interminables colas para que me pusieran una vacuna o para conseguir un documento en la policía. Y sí recuerdo que subiera un policía para hacernos, en el salón de mi casa, el carné de identidad. Aunque recuerdo también haber tenido desde muy pequeña, acaso desde siempre, la sensación de que algo iba mal, de que las cosas no podían ser de aquel modo, o al menos de que yo no encajaba, y seguramente llevaban razón cuando decían que yo era rara, y a lo mejor los nuestros no eran los míos, pero ¿quiénes eran los míos entonces? Y ¿dónde demonios estaba mi lugar?
Muchos años más tarde, papá —cosa extraña en él, porque solía ser ecuánime y sensato— me comentaría en una carta que, después de nuestra guerra, se había enfrentado a una situación durísima y se había visto obligado a partir de cero. Tal vez sí, pero la situación durísima incluía un piso de más de doscientos metros cuadrados en Rambla de Cataluña, dos chicas fijas de servicio, más otra que venía a repasar la ropa, coche, casita de veraneo en la costa, abono en el Liceo, salidas a esquiar, colegio extranjero y de pago para los niños, más una Fräulein que venía a enseñarme alemán y una señorita que se ocupaba de nosotros los domingos. Era una miseria bastante relativa y tolerable, sobre todo en una Cataluña y una España donde mucha gente pasaba auténtica hambre.