Banderita roja y gualda

Habíamos ganado la guerra. Hace unos días oí comentar que la guerra civil española la habíamos perdido todos. No es verdad. Cierto que, tras una contienda que dejaba el país en ruinas y había ocasionado un millón de muertos, tenía que haber forzosamente motivos de duelo en ambos bandos. Pero unos la habían perdido y otros la habían ganado. Los que la ganaron lo sabían bien, y los que la perdieron debían de empezar a calibrar, supongo, la magnitud de la catástrofe. Y yo, con mis tres añitos, pertenecía al bando de los vencedores.

Uno de mis primeros recuerdos es ver avanzar a una multitud de soldados por una carretera o por una avenida. Había mucha gente aclamándoles desde ambos lados de la carretera o desde las aceras. Mi padre, que no había pisado la calle desde hacía casi dos años, me sostenía en alto para que viera desfilar a la tropa. Mi madre gritaba el nombre de Franco con un entusiasmo que yo le vería manifestar en muy contadas ocasiones a lo largo de su vida, y siguió un buen trecho a los soldados sin dejar de vitorear y de aplaudir. Era el ejército de los militares rebeldes que entraba en Barcelona, que ocupaba mi ciudad, era un momento trágico, que para unos significaba el fin de toda esperanza, y que otros, los míos, llevaban esperando ansiosos desde hacía meses, pasándose unos a otros noticias y rumores, pegado el oído a la radio, muy baja para que no la oyeran los vecinos, sobre todo, en nuestro caso, porque figuraban entre ellos unas mujeres de la FAI, que, a pesar de que encargaban labores de costura y de punto a las dos hermanas solteras de papá y les aseguraban que no debía preocuparles el futuro porque, cuando terminara la guerra, seguirían dándoles trabajo (seguridad que estremecía de horror a mis jóvenes tías, que no concebían futuro más miserable que seguir trabajando para unas mujeres que, en circunstancias «normales» —o sea las que mis tías consideraban normales—, no habrían rebasado la zona de servicio), nos hubieran denunciado sin vacilar. Pero yo tenía tres años y sólo sabía que había ocurrido algo muy bueno, y que la calle se había llenado de gente, y que todos estaban contentos y gritaban mucho, y que mi madre gritaba más que nadie, y que también los soldados sonreían y nos saludaban, y uno de ellos me dio al pasar una banderita de papel, roja y amarilla, roja y gualda. Y ni siquiera tengo la certeza de que sea un recuerdo real y no un mero producto de mi imaginación, o un recuerdo basado en un hecho cierto pero modificado por mis fantasías.

Los míos recibían a Franco como a su salvador, y para ellos lo fue. Mi padre, totalmente desinteresado, como muchos otros españoles, de la política hasta el inicio de la guerra, había desertado del frente republicano. Sin duda, porque no eran los suyos, pero también porque, según me contó en una de sus poco frecuentes confidencias, no soportaba la tarea que como médico le habían asignado —acercarse a las víctimas tras los fusilamientos y, si todavía las detectaba con vida, darles el tiro de gracia—, y vivía escondido, sin atreverse siquiera a asomarse a una ventana o a levantar la voz, con el miedo constante a que alguien lo denunciara o a que dieran con él en un registro casual, como habíamos sufrido varios. En uno de aquellos registros, y era curiosamente lo que mi madre menos les perdonaba a los «rojos», se habían llevado todos los botes de leche condensada, con los que a mí, todavía bebé, me alimentaba.

Tampoco mamá, de familia liberal y con un padre masón, se había interesado por la política antes de la guerra, pero a partir de ahí, y al revés que papá, siguió siendo franquista hasta la muerte. Una madre extremadamente tolerante en muchos aspectos y para colmo atea, pero de derechas. Un producto extraño para la época. Algún papel debió de desempeñar en esa historia la leche condensada, porque, al terminar la guerra y las penurias, mi madre, lejos de brindar con champán, se zampó a cucharadas un bote entero de La Lechera, y uno de los ritos familiares de mi infancia y de la de mi hermano era verle preparar botes de leche condensada al baño maría, tan deliciosa o más que el dulce de leche que traerían a España treinta años más tarde los argentinos, y apurarlos luego con goloso deleite. En realidad las habilidades culinarias de mamá —tan dotada para muchas cosas, pero nada interesada por las tareas del hogar— se reducían a preparar este manjar ludico y trasgresor, y un arroz hervido durante veinte minutos exactos —amante ella de los relojes y fanática de la puntualidad—, sin otro condimento que un puñadito de sal, un generoso chorro de aceite y un par de ajos, echados en el agua ya hirviendo cinco minutos antes, un arroz capaz de sanar todos los males, incluidos los del alma, y me pregunto si mi hermano, ahora tan fino gourmet, habrá afrontado como yo muchas de las desdichas del humano vivir parapetado tras esos mágicos arroces de la infancia.

Sí es cierto, en cambio, que la guerra había trastornado por entero la vida de todos, de aquellos que la ganaron y de aquellos que la perdieron. Huyendo de los bombardeos que castigaban el centro de la ciudad, mis padres se habían refugiado en un piso que ocupaba junto al monasterio de Pedralbes —con sus dos hijas solteras, su hermana Tula y una criada, Gregoria— mi abuela paterna, a la que los nietos llamábamos la Abuelita. Todo mujeres, menos mi padre, condenado a la absoluta inactividad, y mujeres, además, incapaces de valerse por sí mismas, mujeres que, salvo la sirvienta, claro, no se habían planteado siquiera la posibilidad de trabajar en otra cosa que no fuera el gobierno de la casa y el cuidado de los hijos, o la mera supervisión del cuidado de los hijos. De modo que nadie salía a la calle a buscarse la vida y pasaban un hambre atroz. Suerte tenían de las vecinas milicianas que les encomendaban trabajo de punto, con las que ignoro lo que ocurrió al terminar la guerra, y de que mis tías (a las que imagino encerradas meses y meses en su habitación, tejiendo jerséis y rebecas) hubieran aprendido algo en las clases de labores del colegio para señoritas.

Ya he contado en alguna de mis novelas que mi madre, la más fina de las princesas del guisante, se negaba a ingerir la bazofia que le servían en la mesa, y estaba rozando el límite de la invisibilidad de puro flaca, cuando consiguieron para ella un huevo de verdad, producto de una de las escasas gallinas supervivientes, y se lo sirvieron con gran pompa y expectación, y entonces mamá, ante el general estupor y la general desaprobación, no fue capaz de tragar ni un bocado. Me pregunto quién se comería al fin aquel huevo memorable, desdeñado por la princesa del guisante.

No deja de ser curioso que, a pesar de la situación en que se encontraban, siguieran disponiendo de una criada, que les servía en el comedor y comía luego ella en la cocina, y con la que sin duda mantenían el mismo trato educado y distante que habían mantenido siempre con el servicio, y que seguirían manteniendo con la propia Gregoria durante un montón de años, hasta que, demasiado anciana para ser útil en el trabajo, la ingresaron generosamente en un asilo —eran muy caritativos, y sobre todo muy religiosos, los miembros de la familia de mi padre—, del que la sacaban el día de su santo o de Navidad. Ignoro por qué les siguió haciendo de criada en pleno torbellino revolucionario y si les quedó muy agradecida por haberle resuelto así la vejez, en una época muy distinta de la actual, en la que sobraba espacio en los grandes pisos del Ensanche y no se mandaba a ningún ser querido a un asilo. Claro que, por mucho que dijeran que Gregoria era como de la familia, no dejaba de ser más que una criada. Otro dato curioso durante el curso de la contienda es que mi abuela —la Abuelita—, ferviente religiosa, pero ante todo enormemente soberbia y obstinada, se negara a quitarse las medallas y transitase por las calles con ellas al cuello hasta el último día, y que nunca le ocurriera nada.

Todo un personaje mi abuela Teresa, a la que mi madre —de familia más que acomodada pero que no figuraba en la lista de apellidos ilustres de la ciudad, hija de un padre liberal, lectora incansable, incluso de libros prohibidos por la Iglesia, de más que dudosa religiosidad y de gustos e ideas en absoluto convencionales— no parecía en absoluto el modelo ideal para su hijo. Claro que —ya he dicho que la guerra les cambió a todos— tampoco debieron de gustarle las muchachas con las que otros dos de sus hijos se vieron comprometidos durante la contienda —lo mismo ocurriría con un hermano de mamá, Víctor, que merece en este libro un capítulo aparte—, y que en circunstancias normales jamás hubieran ingresado en el clan de los Tusquets. Matrimonios morganáticos que —dado que sólo en mi familia hubo tres casos— debieron de abundar. Mujeres de clase social inferior, a menudo con buenas relaciones en el bando republicano, o al menos a salvo de toda sospecha de fascismo, que tuvieron a hombres como mis tíos escondidos en sus casas, les sacaron de la cárcel o incluso les salvaron la vida.

Pero estos matrimonios desiguales habían perdido, incluso para mi abuela, la importancia que pudieran tener anteriormente, no sólo porque la brutalidad del choque entre las dos Españas la había enfrentado a horrores que ni en la peor de sus pesadillas pudo imaginar, sino porque la había herido muy de cerca: los dos hermanos más jóvenes de papá —Jaime, que era abogado, y Manuel, estudiante de Medicina— habían tomado las armas el 18 de julio, para intentar defender la ciudad de las «hordas marxistas», y no habían regresado. Al parecer murieron en combate la misma madrugada del día siguiente, en Montjuïc. No sé hasta qué punto se sintió Juan, el mayor de los hermanos, sacerdote muy comprometido con la rebelión militar, que seguramente los había adoctrinado (adoctrinamiento que mi padre no había recibido o al que se había mostrado impermeable), responsable de estas muertes, ni en qué momento las daría su madre por un hecho, renunciando a la esperanza de que reaparecieran sus hijos con vida. Nunca se hacían comentarios sobre la cuestión, nunca oí hablar de aquellos pobres muchachos en las por otra parte poco frecuentes reuniones familiares. Creo que mi cristianísima abuela no perdió en ningún momento una entereza que tal vez fuera admirable y que a mí, en cuanto tuve uso de razón, me pareció monstruosa.

Por otra parte, hay que reconocer que los Tusquets nunca se pusieron medallas ni sacaron ventajas de estas muertes, como habrían podido perfectamente hacerlo y como tantísima gente lo hizo. Dos hermanos lanzándose voluntariamente a la calle el 18 de julio y muriendo para apoyar el alzamiento de los militares contra la República era algo que tenía mucho peso. Sólo se sacó, que yo sepa, un beneficio de ello, y muy curioso. Dieciocho años más tarde, cuando (inesperadamente y por razones que explicaré en su momento) me hice falangista, papá quiso hacerme un regalo de Reyes especial, y en la carta que escribió a Pilar Primo de Rivera pidiéndole para mí una felicitación navideña de su puño y letra, sacaba a relucir la muerte de sus hermanos. Ella la envió, y creo que aún la conservo.

Todavía hubo en nuestra familia más muertes: al marido de tía Teresa, Emilio Blay, un ingeniero que los Tusquets se habían resistido a aceptar por su humilde origen y que trabajaba como empleado en una fábrica, acudieron a protegerlo, contaba mi tía, los obreros de la empresa, pero otros de empresa ajena, que no le conocían, se les habían adelantado ya, se lo habían llevado, y mi tía, con los que la acompañaban, encontraron el cadáver pocas horas después. Quedaba viuda, sin recursos y con dos niños muy pequeños, uno de ellos aquejado de un defecto físico.

Ganaríamos la guerra, pero habíamos pagado, y no creo que fuéramos una excepción entre los vencedores, un precio muy elevado.

Gran parte de la familia de mi padre —entre ellos tío Juan, el sacerdote— había logrado salir de la zona republicana y se había refugiado en Burgos. Mi madre, siempre malévola, ironizaba sobre mi tío, que, disfrazado de civil (también ella y mis tías, por otra parte, intentaban disfrazarse de obreras con mejor o peor fortuna), ocultaba como podía su coronilla sacerdotal, y, habituado al uso de la sotana, se cogía las perneras de los pantalones cuando subía una escalera. Que conociera esos detalles me hace suponer que Preston, el historiador inglés que ha estudiado el personaje de mi tío, lleva razón al decir que lo tuvimos unos días escondido en nuestra casa.

Por raro que parezca, o por raro que sea, yo pasé los primeros años de mi vida, bastantes años, convencida de que la guerra civil española (que la calificaran de «Alzamiento» debería haberme sacado inmediatamente de mi error) la habían iniciado los «rojos», rebelándose contra la legítima autoridad de los nuestros. Nadie me lo explicó así, nadie me mintió, pero lo di por sentado: pura cuestión de lógica.

En aquel piso de Pedralbes, donde todos, menos yo, se morían de hambre; donde todos, menos yo, pasaban un miedo atroz; donde mi padre no se atrevía a levantar la voz ni a asomar la cabeza a una ventana, y se angustiaba ante su impotencia para aliviar nuestra situación; donde mi abuela —que veía con malos ojos a mi madre— se obstinaba en salir a la calle con su repertorio de medallas de oro al cuello; donde mi madre —a la que mi abuela no le gustaba y a la que sus cuñadas, encerradas a todas horas en sus habitaciones, tricotando a solas, en lugar de hacerlo en la sala, le parecían, como quizá todos los Tusquets, bichos raros— se desesperaba por tener que vivir en una casa ajena donde para colmo no se sentía aceptada, y por las interminables horas de mortal aburrimiento; en aquel piso de Pedralbes, desde que nos instalamos en él, momento del que no guardo memoria, hasta el día, del que tal vez guardo una memoria adulterada, en que el soldado me dio a su paso por la avenida una banderita roja y gualda, yo fui extraordinariamente feliz. Creo que fue la única etapa feliz de mi primera infancia.