1139 d. C.
Dos figuras se hallaban una junto a la otra sobre la muralla del castillo de Sarisberie. Había transcurrido una semana desde la fiesta de Pascua y la temperatura era templada y agradable.
El individuo más alto lucía una magnífica capa de lana negra, forrada de seda y sujeta con una cadena de oro sobre el pecho; tenía el cabello castaño, salpicado de canas en las sienes, y lo llevaba peinado de forma singular: largo, con la raya en medio y los mechones del centro cepillados hacia delante formando un flequillo; su barba era rizada. Tenía el rostro alargado, con una nariz aguileña y dos profundos surcos que se extendían casi desde debajo de sus ojos hasta las comisuras de sus delgados labios, que a veces se curvaban hacia arriba en una expresión irónica y divertida. Era Richard de Godefroi, un caballero normando de rango modesto.
Al observar la achaparrada figura de Nicholas, que estaba a su lado, vestido con un coleto de gamuza sin mangas, las impasibles líneas de su rostro no lograron desmentir la inquietud que reflejaban sus ojos. Pues el albañil acababa de formular una pregunta en su lengua nativa inglesa que el caballero, de habla francesa, comprendió perfectamente, pero no deseaba responder:
—¿Por qué el obispo está llenando el castillo de armas?
Al otro lado de los campos se encontraba la indefensa población de Wilton, donde en épocas de paz el sheriff, o alguacil, presidía el juzgado del condado; en el norte, en el valle que tres generaciones de la familia del normando habían llegado a amar, se hallaba, concretamente en Avonsford, la finca que al caballero le había traspasado el gran terrateniente de Wiltshire, William de Sarisberie. El normando contemplaba el paisaje apreciando cada detalle del mismo: el día poseía esa luminosa claridad que presagia lluvia, y Richard se dijo con talante sombrío que se asemejaba al rostro sereno de un hombre que se dispone a perpetrar una traición.
—Quizá piense pertrecharse en el castillo contra el rey —sugirió el achaparrado albañil.
Eso era justamente lo que temía Richard.
El castillo se erguía en el lugar donde confluían los cinco ríos. Era mucho más alto y terrible que cualquier edificio que hubieran visto anteriormente en Sarum.
Alrededor del gran círculo cretáceo de la primitiva duna, situada sobre un promontorio barrido por el viento, se alzaba a la sazón una elevada muralla de piedra que estaba por terminar. A los pies de la colina se veía un grupo disperso de casas y parcelas. En medio de la duna, los conquistadores normandos habían erigido una segunda colina interior, un montículo enorme cuya cima medía media hectárea de ancho, rodeado por otra elevada muralla. Dentro de este recinto central, habían construido una gigantesca torre grisácea. Así, el castillo se alzaba sobre el lugar como un telescopio invertido; su estructura iba estrechándose: desde el promontorio hasta la muralla, desde la muralla hasta el montículo interior, desde la segunda muralla hasta la alta torre con sus baluartes que parecían rozar el firmamento.
Era un tipo de fortificación típicamente normando compuesto por montículos de tierra y murallones. Cuando Guillermo el Bastardo de Normandía y su cohorte de aventureros normandos, bretones y demás conquistaron el reino anglosajón de Inglaterra en 1066, el rey se había apresurado a erigir castillos en todo el país. A diferencia de los burgos sajones, modestamente fortificados, los castillos normandos eran gigantescos, compactos y prácticamente inexpugnables. Construidos originalmente en madera se habían transformado paulatinamente —durante los reinados de los dos hijos de Guillermo y ahora de su nieto Esteban— en unos bastiones de piedra. El castillo de Sarisberie no era el mayor, pero no dejaba de ser una estructura imponente. Cuando Guillermo el Conquistador recibió el Domesday —el inmenso inventario de su reino insular—, convocó en ese castillo a sus nobles para que le juraran lealtad, en una memorable ceremonia a la que había asistido el abuelo de Godefroi. Dentro del recinto rodeado por la elevada muralla se encontraba incluso la descomunal catedral guarnecida de torres que constituía la sede del obispo. Los pináculos de piedra y los techados de paja de los numerosos edificios del castillo se apiñaban en torno al cuerpo central, cuya elevada mazmorra se cernía sobre el paisaje, negra, inmensa y amenazadora.
El castillo pertenecía al rey, y el alguacil se encargaba de su defensa y mantenimiento. Siempre había sido así en los reinados del Conquistador y de sus hijos Guillermo II el Rojo y Enrique, cuando el monarca empuñaba con firmeza las riendas del país y el castillo era un símbolo de mando y orden militar. Pero cuatro años atrás el sobrino de Enrique, Esteban, había ascendido al trono de Inglaterra, y aunque su pretensión al mismo había contado con el respaldo de la mayor parte de los magnates y había sido sancionada por el Papa, cuando se hizo evidente que no era un monarca tan fuerte como sus antecesores empezaron a brotar murmullos de descontento. El castillo se hallaba a la sazón en manos del obispo, y éste lo estaba llenando de armas.
El sistema feudal, por el que se regía la mayor parte de Europa, presentaba enormes deficiencias. Después de la fragmentación del imperio de Roma y del posterior desmembramiento del imperio de Carlomagno, las enormes extensiones de tierra que aún no se habían aglutinado para formar los países de la Europa moderna fueron durante siglos patrimonio de unas tribus y luego de unas familias; y aunque un rey poderoso era capaz de afirmar su soberanía sobre muchos notables inferiores a él, los señores feudales se hallaban entre sí en un estado de permanente disputa. Ningún pueblo podía sentirse ciudadano de un solo estado: Europa constituía un gigantesco rompecabezas de estados susceptibles de ser comprados, vendidos, adquiridos por medio de guerras o a través del matrimonio. Incluso caballeros de escasa relevancia como Godefroi poseían tierras a ambos lados del Canal de la Mancha. Ciertamente, existían leyes que regían las relaciones y las propiedades feudales; y no era menos cierto que la Iglesia había proclamado una paz cristiana y había ordenado que se observaran unos días de tregua en cada territorio. Sin embargo, eso sólo había servido para añadir interminables disputas y apelaciones legales al largo e intermitente proceso de violencia que constituía el mundo feudal.
Los condes y duques de Normandía habían tratado de poner orden en ese sistema de caos formalizado, primero en Normandía y luego, con mayor éxito, en la isla conquistada de Inglaterra. Durante la conquista, el reino de Haroldo había caído, al menos teóricamente, en manos del duque Guillermo; y éste había cedido las vastas tierras de los líderes anglosajones más destacados a sus principales partidarios, que sólo las ocupaban en calidad de feudatarios suyos a cambio del servicio militar. Aunque a veces Guillermo otorgaba a sus nobles más leales unos poderes que la primitiva burocracia del rey no alcanzaba a controlar, la justicia —y buena parte de los beneficios derivados de ésta en forma de multas— se hallaba por lo general en manos del monarca. Ese sistema centralizado, ese orden, representaba un caso único en Europa.
Funcionaba bien, siempre y cuando el rey fuera fuerte.
Pero Esteban no lo era, y su derecho a reinar había sido impugnado por la hija del difunto rey y viuda del monarca germano, la emperatriz Matilde. Era el pretexto que aguardaban los ambiciosos nobles: habiendo dos partes que solicitaban su respaldo, existía siempre la oportunidad de beneficiarse de ello. En la primavera del año 1139 flotaba en el ambiente un tufo a traición.
Y ningún hombre era más traidor que el obispo.
—Es el mismísimo diablo —comentó Nicholas, y aunque Godefroi le dirigió una mirada de reproche ante esa impertinencia, en su fuero interno estaba de acuerdo con él. El obispo pasaba mucho tiempo ausente, pero cuando aparecía su pronunciada mandíbula y sus ojos escrutadores impresionaban incluso al caballero.
Roger de Caen, un aventurero de baja estirpe, había logrado congraciarse con el rey Enrique, según decían, porque como joven capellán era capaz de celebrar la misa en un santiamén cuando el rey quería salir de caza. Había ascendido rápidamente a canciller de Inglaterra, y dirigido todo el aparato de gobierno para Enrique con una implacable eficiencia sólo comparable a su avaricia y ambición. Era sacerdote, pero tenía numerosas amantes y un hijo que le sucedió como canciller. En recompensa por los servicios prestados, el rey nombró a Roger obispo de Sarisberie y a sus dos sobrinos obispos de Lincoln y Ely; de forma que, en el espacio de una generación, esa familia había alcanzado una posición de riqueza y poder comparable sólo a la de algunos de los nobles más importantes del país.
Por otra parte, el achacoso rey Enrique y el débil Esteban habían permitido a Roger adueñarse de varios castillos; en la primavera de 1139 la familia controlaba no sólo Sarisberie, sino los castillos meridionales de Malmesbury, Sherborne y Devizes. Y a la sazón los estaban llenando de armas. El propio Godefroi había advertido aquella mañana a su esposa: «Un paso en falso por parte del rey y estallará la anarquía».
La situación no era halagüeña para Richard de Godefroi, el caballero de Avonsford, pues tenía unos planes secretos, unos planes que una guerra civil arruinaría. Mientras rumiaba esos pensamientos, Richard miró al pequeño obrero que estaba junto a él, frunció el ceño y comentó en la lengua de Nicholas:
—Será mejor que reces.
La relación entre los dos hombres era cordial. Cuando los descendientes de Aelfwald el noble lucharon y perdieron en Hastings, fueron desposeídos de la mayoría de sus tierras. La finca de Avonsford había sido cedida, junto con una docena de propiedades, a la gran familia de la cual William de Sarisberie era el actual jefe, y éste a su vez la había cedido a los caballeros de Godefroi en calidad de ocupantes hereditarios. Aunque los nobles y pequeños terratenientes habían perdido sus propiedades, las personas más modestas —los villanos semilibres como la familia de Nicholas— no habían sufrido graves percances. Actualmente tenían un señor feudal a quien debían prestar servicios o pagar alquiler, y que presidía un tribunal de juicios sumarios que era competente en toda la propiedad; pero no era una situación muy diferente de la existente bajo Canuto, Eduardo el Confesor o Haroldo. La familia de Godefroi contaba con severos militares, que sin embargo no eran unos tiranos. Hablaban la lengua normanda y el francés, pero pronto supieron hacerse entender en el dialecto local inglés, y trataban a la familia de los artesanos con respeto. El padre de Nicholas había participado en la construcción de la casa del normando, y cuando Richard se percató de la habilidad manual que poseía Nicholas, dejó que éste fuera a trabajar en los edificios del castillo; el estipendio que le pagaban a Nicholas en el castillo era más que suficiente para abonar a la mansión una modesta cantidad en compensación por los servicios manuales que dejaba de prestar en ella.
A raíz de la conquista, la familia de Nicholas había adquirido un apodo relativo a su habilidad como albañiles. Pues a menudo, cuando los caballeros de Godefroi no lograban recordar los nombres de Nicholas o de su padre, gritaban: «¡Eh, haz esto, Masoun!», utilizando un término normando que significaba «albañil». Los aldeanos de Avonsford seguían llamándolo Nicholas, pero a veces, en parte por imitar en son de burla la arrogancia del normando y en parte por respeto a la destreza del albañil, lo llamaban Nicholas Masoun.
El albañil contempló con aire pensativo el rostro sombrío del caballero. Aunque conocía a Godefroi de toda la vida, no le resultaba fácil adivinar su estado de ánimo; y era importante que eligiera el momento con tino.
Pues Nicholas tenía un asunto importante que le preocupaba, un tema que deseaba abordar sólo en el momento oportuno. Fijó la vista en sus propias manos, de dedos cortos y gruesos mientras decidía si debía hablar o no.
—Tenéis un villano en vuestra propiedad —dijo por fin—. Godric Body.
Godefroi conocía bien al joven, un escuálido e insignificante siervo de diecisiete años. La madre del chico había sido hermana de Nicholas; su padre, un pescador; ambos habían muerto y el muchacho no tenía parientes, que supiera el caballero, salvo Nicholas y un primo de su padre, un individuo bastante conflictivo.
—¿Y bien? ¿Qué quieres? —preguntó Godefroi con voz áspera y fría. Había aprendido que era preferible mostrarse severo cuando la gente te pedía un favor, como evidentemente se disponía a hacer el albañil.
Nicholas carraspeó antes de responder.
Pero en aquel preciso instante oyeron un grito.
Godric Body no daba crédito a su suerte.
En primer lugar, la noche anterior había comido carne. No era una cosa que hiciera a menudo, salvo cuando atrapaba un conejo o recibía su modesta porción de despojos de las reses que se sacrificaban a mediados de verano y a principios de invierno. Pero su tío Nicholas y su familia, aunque eran unos humildes villanos como él y poseían pocas tierras, gozaban de una situación mucho más desahogada. Gracias a su habilidad, el albañil con frecuencia percibía el doble del penique de plata diario que era el jornal de un trabajador, y su familia no sólo comía carne, sino que a veces la compartía con su pariente pobre.
—Mi esposa parece una pera —comentó Nicholas con satisfacción mientras la afable mujer dotada de un trasero enorme trajinaba por la habitación—; y mis hijos parecen manzanas.
Cuando Godric contempló las sonrosadas mejillas y las caritas redondas de los chiquillos, tuvo que reconocer que la descripción era exacta.
Si cerraba los ojos todavía notaba el sabor del cerdo en salazón y percibía su aroma, de modo que a ratos en su rostro de expresión generalmente taciturna se dibujaba una sonrisa.
Godric Body era un hombre menudo y delgado. El estrecho rostro que había heredado de su padre pescador estaba siempre pálido y demacrado; el rojo cabello le crecía en desiguales mechones, como la hierba, lo cual le daba un aspecto desaliñado. Tenía las manos delgadas y delicadas, poco apropiadas para el duro trabajo que realizaba. Y lo peor de todo era que había nacido con una joroba, no muy pronunciada ni grotesca, pero que proyectaba su cabeza hacia delante de forma exagerada y hacía que los otros niños le llamaran Godric la Rata. Sus padres habían confiado en que no viviera, su madre por temor a que no fuera capaz de trabajar y su padre porque detestaba contemplar lo que él denominaba sin ambages un enano.
Godric había sobrevivido, y trabajado, con dolores pero con admirable perseverancia; y cuando fue un chico mayor incluso los aldeanos tuvieron que reconocer que aquella criatura desgarbada con unos ojos sorprendentemente dulces y soñadores era sin duda el más hábil tallista de Avonsford. Sus padres habían muerto cuando él tenía trece años y desde entonces Godric había llevado una existencia solitaria, realizando con grandes esfuerzos su trabajo en la propiedad. No se atrevía a expresar lo que pensaba o sentía, pero alimentaba una sola y apasionada ambición: hallar el medio de mejorar su suerte.
Su segundo golpe de fortuna consistió en que su tío Nicholas accediera a hablar aquel mismo día, en su nombre, con el señor del feudo. Godric sabía que Godefroi, con quien no se atrevía a hablar personalmente, respetaba al albañil y eso le infundía esperanza.
Pero todavía tuvo un tercer golpe de suerte. Pues ante sus ojos, en el pequeño mercado que se encontraba dentro del recinto del castillo, se desarrollaba una extraordinaria escena que prometía ofrecer una interesante e inesperada diversión. Con paso enérgico y decidido, la pequeña y encorvada figura de Godric se abrió paso entre la muchedumbre para contemplar mejor el espectáculo; y lo que vio le hizo sonreír de oreja a oreja.
En el centro de la plaza dos mujeres estaban plantadas frente a frente.
La más corpulenta parecía a punto de reventar. Era una fémina inmensa, y su túnica de lana escarlata parecía acentuar la furia que su cuerpo irradiaba. Pese a los rollos de grasa que rodeaban su anatomía, resultaba obvio que era fuerte y peligrosa. Sus gruesas mejillas que por lo general estaban siempre tan rojas como su vestido de pronto se arrugaron, haciendo que sus ojos parecieran meras rendijas. Godric la miró con una mezcla de repugnancia y admiración. La conocía bien, era Herleva, la esposa de su primo William atte Brigge.
—¡Ramera! ¡Ladrona! —gritó la corpulenta mujer; luego su rostro se contrajo en una mueca venenosa y espetó entre dientes—: ¡Sierva!
El objeto de esos insultos era una joven rubia y guapa, de veintitantos años, cuya ligera gordura le añadía un atractivo del que ella era gratamente consciente. Llevaba una sencilla túnica ceñida en la cintura con una faja de color azul pálido que ponía de relieve su hermosa cabellera, que la joven no cesaba de agitar mientras replicaba con desdén a la mujer mayor. Godric también la conocía. Era la esposa de un granjero sajón, John de Shockley. Era cierto que, hasta que se casó con el hombre libre que era John, ella había sido una humilde sierva propiedad de un caballero normando. Pero el pretendido insulto que le había lanzado la otra sólo la hizo sonreír y contestar en tono burlón:
—Un año y un día.
La multitud prorrumpió en carcajadas. Todos sabían que William atte Brigge se había fugado de la finca de Avonsford cuando era un muchacho y había vivido un año y un día en la pequeña población de Twyneham, en la costa; a un villano que permanecía fugado durante ese período se le concedía la libertad si su señor no lo reclamaba. William se había hecho curtidor —una profesión que gozaba de escasa popularidad debido a los desagradables olores que emanaban de la tenería— y se había trasladado a Wilton, donde tanto su mal carácter como su profesión le habían granjeado la antipatía de la gente, adquiriendo el nombre de Brigge debido a que su casa estaba situada junto a un pequeño puente de madera tendido sobre un remanso del río.
—Pero tu marido es un hombre libre —agregó la joven a voz en cuello—, porque ningún Godefroi quiso reclamarlo.
La multitud emitió un rugido de aprobación. Siempre se había dicho que los dueños de la finca se habían alegrado de librarse de aquel tipo tan pendenciero.
Eso fue demasiado para Herleva. Con un chillido de rabia, se arrojó sobre la joven desgarrándole la túnica por un hombro con sus toscas manazas y derribándola al suelo, antes de caer sobre ella. Ese incidente fue el causante del grito que el normando y el albañil habían oído desde los baluartes.
La joven, sepultada bajo el peso de Herleva, tenía escasas probabilidades de ganar. La otra le tiró del pelo y la abofeteó con saña. Pero la joven luchó valerosamente, utilizando su agilidad para propinar unas feroces patadas a la mujer mayor y arañar su grueso rostro, que empezó a sangrar copiosamente. La multitud se abstuvo de intervenir. No habían presenciado un espectáculo tan divertido en muchos años. Godric, que no sentía la menor simpatía por Herleva, al ver su cara cubierta de profundos rasguños se frotó las manos de gozo.
La pelea entre las dos mujeres tenía sus raíces en las generaciones precedentes. Cuando los descendientes de Aelfwald el noble perdieron sus tierras tras la conquista, la granja de Shockley en el valle del Wylye fue cedida a la abadesa de Wilton. Pero ésta se compadeció de los propietarios y les permitió quedarse en la granja en calidad de arrendatarios. Allí permanecieron, reivindicando todavía su antiguo estatus de caballeros, pero viviendo como modestos agricultores. Según la ley eran unos hombres libres, pero su situación era de hecho apenas más desahogada que la de los villanos más prósperos. Poco después estalló una disputa familiar cuando la hija, que había contraído matrimonio con un burgués de Wilton, afirmó que el arrendamiento de la granja le había sido prometido a ella y no a su hermano. La abadesa, en su corte de justicia, falló contra la joven y confirmó que el arrendatario era su hermano; pero el asunto no quedó ahí. El burgués y su esposa trataron en vano de llevar el caso ante un tribunal superior, y cuando los funcionarios que realizaron el gran inventario de tierras llamado Domesday Book inspeccionaron la zona comprobaron que el arrendamiento de la granja era materia de litigio. Transcurrieron los años, pero el burgués y su esposa no perdieron su furioso resentimiento, ni tampoco lo perdió su hija, Herleva. Y cuando ésta se casó con William atte Brigge, ese obstinado y codicioso individuo hizo suya la causa y en más de una ocasión juró a la familia de John de Shockley:
—Expondré el caso ante el mismo rey. Seréis expulsados de la granja antes de que yo muera, os lo prometo.
Esos pleitos eran muy comunes en aquella época, y podían prolongarse durante varias generaciones. La amenaza se cernía sobre la vida del granjero como un negro nubarrón, y cada vez que William o Herleva se topaban con un miembro de la familia Shockley, no perdían ocasión de empeorar las cosas insultándolos. Los encontronazos acompañados de gritos e improperios entre las dos mujeres tampoco eran raros, pero nunca habían derivado en una pelea física, y, para contento de Godric, la riña estaba adquiriendo proporciones épicas.
El peso de Herleva terminó triunfando. Tras arrancarle la ropa a su víctima, haciendo caso omiso de sus gritos y de sus propias heridas, Herleva buscó un objeto contundente con que golpear a la joven.
Pero de pronto el círculo de espectadores se separó y guardó silencio al tiempo que Richard de Godefroi avanzaba hacia las dos mujeres. Le seguían los maridos de éstas, con expresión aterrorizada; ambos habían abandonado sus quehaceres en el castillo para acudir a toda prisa. Al ver al caballero normando, incluso Herleva olvidó su furia y se incorporó torpemente. La esposa de Shockley se cubrió apresuradamente el pecho con los jirones de su túnica.
La voz de Godefroi sonó gélida en medio del silencio.
—Estáis alterando la paz. ¿Preferís la silla zambullida en el agua o el cepo?
Las palabras del caballero habrían bastado en cualquier tribunal de condado o municipio para hacer que castigaran a las mujeres; y además de la indignidad que entrañaban ambos castigos, el tormento consistente en sujetar al reo a una silla y sumergirla un rato en el agua podía ser peligroso si el condenado permanecía demasiado tiempo sin aire. La esposa de Shockley se estremeció.
—Llevaos a vuestras mujeres —mandó secamente el caballero a los dos hombres—. Si vuelven a alterar la paz, me ocuparé de que respondan de ello ante el tribunal. —Godefroi hizo un gesto imperioso y ordenó a la multitud—: ¡Dispersaos! —Luego dio media vuelta y se alejó.
John de Shockley se llevó a su esposa rápidamente de allí. Pero William se quedó contemplando el rostro de Herleva, frunciendo el entrecejo y visiblemente enojado.
Era un hombre que imponía. En muchos aspectos constituía un ejemplo típico de las antiguas gentes del río que todavía se hallaban en Fisherton y otras aldeas emplazadas junto a los cinco ríos. Al igual que ellas, tenía los dedos de las manos y los pies muy largos; y su angosto semblante, con los ojos muy juntos, era casi una réplica exacta del rostro de Godric Body. Pero allí terminaba el parecido entre el curtidor y su primo. William atte Brigge era alto, delgado y fuerte; tenía el pelo oscuro y los ojos negros como el azabache, duros y crueles.
Y estaba furioso, no porque su esposa hubiera atacado a la mujer de Shockley, sino porque le había puesto en ridículo a él. Cuando Herleva se incorporó, un tanto asustada por lo que había hecho, su marido le dirigió una mirada que la hizo empalidecer. Luego William miró a su alrededor.
Godric había estado tan absorto contemplando el drama que no se había dado cuenta de que la multitud se había dispersado y que él era la única persona que quedaba en la plaza. De pronto advirtió que el curtidor se dirigía hacia él.
William atte Brigge lo miró enfurecido. El hecho de ver a su pariente, a quien detestaba debido a su deformidad, siempre le enojaba, y en el momento presente estaba seguro de que el joven se reía de él. Su boca se contrajo en una mueca de rabia. Atravesó la plazoleta echando rápidos vistazos a diestra y siniestra para asegurarse de que nadie le observaba; luego, tras comprobar que estaban solos, propinó al muchacho una patada con todas sus fuerzas, derribándolo al suelo. Sin una palabra, William todavía asestó otras tres patadas al infeliz antes de alejarse apresuradamente, satisfecho de haber conseguido desahogarse un poco.
En silencio, Godric miró cómo se alejaba su primo. Las patadas le habían dolido. Pero pese a ser un pobre jorobado y su primo William un hombre rico, éste no conseguiría nunca hundirlo en la desesperanza. Y al incorporarse lentamente el joven esbozó una sonrisa.
—Pagarás esas patadas —murmuró. Ese pensamiento le reconfortó.
Cuando abandonó el castillo y se dirigió a su casa en el valle, vio a John de Shockley y la esposa de éste. Se hallaban en la sombra de un portal, discutiendo ásperamente. A Godric le caía bien el granjero, y se alegraba de que su guapa mujer hubiera arañado a Herleva. Sí, pensó el joven, haré pagar a William su vileza.
De haber oído lo que John le decía a su mujer, Godric se habría sentido decepcionado.
—Debes hacer las paces con Herleva —dijo John.
—Ella tiene la culpa. Me llamó ramera —protestó su esposa.
—Debes poner la otra mejilla; alejarte sin replicar.
—Jamás. Le arañé la cara —repuso su vehemente esposa con orgullo.
Pero John meneó la cabeza.
—Haz las paces con ellos, no les provoques —le rogó.
En ocasiones a la joven le parecía que su marido era débil. No era un cobarde, de eso estaba segura; pero ante la menor insinuación de una disputa, sus honestos ojos azules reflejaban una gran preocupación. Se acariciaba nervioso la rubia y corta barba, buscando con infinita paciencia una solución en lugar de pelearse, como habrían hecho otros hombres.
La amenaza hecha por William arrojaba una sombra sobre su vida que nada lograba disipar. Cada noche John rezaba para que William abandonara el pleito y se reconciliara con ellos; el recuerdo de que el abuelo Shockley había perdido las propiedades familiares no cesaba de atormentarle.
—No enfurezcas a William —solía advertir a su esposa—. Podríamos perder la última cosa que nos queda.
Pero ella sacudía la cabeza con impaciencia y replicaba:
—Si eres un caballero, ¿por qué eres tan tímido?
Sin embargo, ella le había visto encararse, con pasmosa calma, con un toro que se había escapado y al que nadie se atrevía a acercarse; de modo que no era un cobarde. Ella no acertaba a comprenderlo.
Ni el mismo John de Shockley se explicaba lo que sentía. Sólo sabía que amaba su granja, y que la paz era para él más importante que para otros hombres.
—¿Irás a ver a Herleva? —preguntó a su esposa sabiendo de antemano la respuesta.
Ella meneó la cabeza en sentido negativo.
—No hasta que William venga a verte a ti.
Godefroi entró en la iglesia.
Era una estructura grande, de tres naves y con fuertes arcos redondeados, que los normandos habían construido en la explanada que rodeaba el castillo. Al igual que la mayoría de iglesias normandas, su planta tenía forma de cruz, y por orden del obispo Roger estaban añadiéndole unos espléndidos adornos.
El noble se alegraba de penetrar en aquellos sosegados y solemnes espacios, dejando atrás el ruido y la barahúnda que tanto le habían irritado hacía unos momentos.
Pues Richard de Godefroi tenía importantes asuntos en qué meditar.
Los majestuosos arcos y la fría luz le complacían. Hacía cuarenta años, al poco de completarse la iglesia, ésta casi había quedado destruida por un incendio. Entonces Roger comenzó a edificar esa nueva estructura, más recia, sobre el armazón de la primitiva iglesia, y la tarea de reconstrucción que mantenía a Nicholas y a muchos otros tan ocupados se había prolongado desde entonces hasta la fecha actual. Habían pintado algunas tumbas y pilares, pero mientras que los trabajos del techo continuaban, los trabajos de la decoración del interior se habían aplazado. La fría piedra, tan solemne y sencilla, encajaba a la perfección con el estado de ánimo de Godefroi, que sintió que su irritación se desvanecía y empezó a respirar con más facilidad.
El objeto de su búsqueda era una modesta tumba de piedra situada en el lado norte del nuevo presbiterio del obispo. Al caballero le gustaba rezar ahí, y al postrarse de rodillas tocó la desnuda lápida con afecto.
Debajo de ella yacían los restos del anterior obispo, el bondadoso Osmund, que había mandado construir la primera iglesia. Richard lo recordaba bien: un hombre apacible, de pelo canoso, a quien los niños solían seguir por la calle. Osmund había aportado un aire de santidad a la catedral construida sobre la colina del sombrío castillo; él había recopilado las leyes de la iglesia, y otros sacerdotes habían transformado el lúgubre castillo en un lugar de estudio; y fue el propio Osmund quien comenzó a disponer las normas para el funcionamiento de la catedral y sus servicios, en un código que posteriormente, con el nombre de «misal de Sarum», sería utilizado en toda Inglaterra y más allá de sus fronteras. Osmund había sido, y seguía siendo para Godefroi, el espíritu conductor de ese lugar. El que el rey anterior hubiera cedido el episcopado al perverso Roger era un crimen que hasta al leal caballero le resultaba difícil perdonar.
A solas, Godefroi alzó su largo y afilado rostro y habló en voz alta ante la tumba del obispo.
—¿Qué debo hacer para salvar mi alma?
No era una pregunta desusada. Al igual que todo hombre desde el rey para abajo, Godefroi sabía muy bien que el mundo entero se hallaba en un estado de perpetua guerra, no sólo entre el orden y el caos, sino entre Dios y el Demonio, el espíritu y la carne. Éste era el conflicto universal, que no se resolvería hasta el Día del Juicio Final, un evento que otorgaba a la vida su deslumbrante color y su trágico dramatismo. Fuera cual fuese su posición, señor feudal o caballero, burgués o villano —incluido el propio obispo Roger—, todo hombre sabía que debía hacer las paces con Dios, o después de la muerte se abrasaría eternamente en el fuego del infierno.
Sin embargo, la Iglesia había ideado unas atractivas opciones para que un caballero normando salvara su alma. Al igual que otros, Godefroi podía cumplir penitencia, donar unas tierras a la Iglesia o, mejor aún, viajar.
En los tiempos de su abuelo todo era más sencillo. Cuando el papa Urbano II, en el año 1095 de la era cristiana, anunció la Primera Cruzada, el anterior Richard de Godefroi había partido con el corazón henchido de gozo. ¿Qué más podía pedir un caballero que tener la oportunidad de purificar su alma en la clase de guerra que mejor conocía y más le satisfacía? Godefroi pensó con envidia en aquellos tiempos y en los relatos de su abuelo sobre las privaciones que habían soportado y las valerosas campañas en aquellos remotos países bajo un sol abrasador. Eran unas historias que de niño habían estimulado su imaginación.
No sólo le atraía la idea de conquistar honores militares. En su fuero interno Godefroi sentía una inquietud, un afán de aventura que, pese a la agradable existencia que llevaba en su feudo, se hacía más fuerte y apremiante con cada año que transcurría. Él mismo no se lo explicaba. Sin embargo la explicación era bien simple: los conquistadores normandos de Inglaterra eran mayormente escandinavos, primos de los vikingos daneses, quienes se habían afincado en el norte de Francia hacía un siglo y medio. Esa tribu de aventureros no se había contentado con invadir Inglaterra: eran unos nómadas impenitentes. Los caballeros normandos habían cosechado fama de mercenarios en Italia, donde para empezar se habían apoderado de grandes extensiones de terreno y luego se habían convertido en los más poderosos aliados del Papa. Habían llegado a ser dueños y señores de Sicilia. Godefroi sabía que unos parientes suyos habían surcado en sus navíos todo el Mediterráneo, en cuyas templadas costas se habían agenciado unas haciendas espléndidas que dejaban pequeño su modesto feudo. Viajaban hacia el sur y servían a la Iglesia, del mismo modo que varios siglos atrás sus antepasados vikingos habían recorrido el mundo septentrional y a su muerte, eran enterrados o quemados junto con sus barcos, a fin de que su alma pudiera realizar el gran viaje para reunirse con sus antepasados y los dioses del norte. Godefroi seguía llevando en la sangre el espíritu del aventurero escandinavo, aunque actualmente hablara francés y viviera de las rentas de sus tierras.
La Primera Cruzada había sido muy fácil: entonces un guerrero podía viajar, luchar en nombre de Dios y lograr que todos sus pecados le fueran perdonados. No se podía pedir más. Pero, desgraciadamente, en la generación de Godefroi no existían cruzadas. Lo cual le dejaba la siguiente alternativa: una peregrinación, preferentemente a Tierra Santa.
Y éste era el problema al que se enfrentaba Richard de Godefroi. Durante años había trabajado para mantener a su esposa y sus tres hijos; .sus dos propiedades se hallaban en perfecto orden. Durante años, no había pasado un día sin que soñara con emprender la gran aventura de su vida. Ansiaba partir, y había llegado la hora de hacerlo.
—Voy a cumplir cincuenta años —murmuró—. Si no me decido ya, será demasiado tarde.
No obstante, en el momento en que estaba dispuesto a emprender ese viaje, un estúpido rey y una banda de nobles poderosos y carentes de escrúpulos amenazaban con destrozar el país en una guerra feudal. Godefroi sabía que si la contienda estallaba no podría abandonar a su familia; y dados los tiempos de incertidumbre que corrían, su señor feudal, William de Sarisberie, seguramente no le autorizaría a viajar hasta uno de los santuarios en Italia, y mucho menos a Tierra Santa.
Godefroi permaneció ante la tumba de Osmund por espacio de media hora, creyendo que estaba rezando, pero en realidad estaba haciendo conjeturas sobre el posible estado de ánimo de cada gran señor feudal; y al comprender que no iba a llegar a ninguna conclusión, se levantó con un suspiro y abandonó a paso lento la iglesia.
No le sorprendió comprobar que Nicholas le aguardaba respetuosamente junto a la puerta. Godefroi esbozó una fría sonrisa y, recordando la conversación que habían mantenido antes y que había sido interrumpida por la pelea entre las dos mujeres, cortó al villano antes de que éste le soltara un tedioso discurso.
—Hablabas de tu sobrino, Godric Body —dijo con brusquedad—. ¿Qué querías decirme?
A la mañana siguiente, mientras contemplaba los campos iluminados por el sol, Godric Body pensó que en su vida aún había espacio para la esperanza. Su tío había accedido a interceder por él ante el señor del feudo, y las contusiones provocadas por la agresión de William atte Brigge no eran tan serias como había supuesto.
Godric alargó la mano y acarició el suave pelaje de su perro, que era poco más que un cachorro y que permanecía junto a él a la expectativa. Harold, pues así se llamaba el animal, era de dudoso pedigrí, aunque Godric afirmaba que era un strakur (un perro de caza de raza inferior, vagamente parecido a un podenco), y tenía el pelo negro con manchas de color pardo y unos ojos alertas y perspicaces. Godric miró a su compañero canino con una pícara sonrisa.
—Nos vengaremos de William —le aseguró; aunque no sabía exactamente cómo conseguirlo.
Debía procurar no dar un paso en falso. La semana anterior el reeve, o administrador del feudo, le había advertido de malos modos:
—Creo que eres un pendenciero, Godric Body. Ándate con cuidado; el frankpledge te vigila.
El frankpledge, formado por doce vecinos de cada aldea que se comprometían a responder ante el alguacil del rey de la buena conducta de todos los miembros de su comunidad, constituía una fuerza policial oficiosa, pero muy eficaz, pues en caso de permitir que un criminal se fugara, sus miembros serían multados. Godric sabía que el administrador de la finca se había metido con él porque era menudo y enclenque; pero como sus delitos se limitaban al pequeño hurto consistente en sisar a Godefroi en las cuentas del maíz o el ganado, no se tomó la amenaza muy en serio, y siguió pensando en su venganza.
La vida de Godric Body era penosa. No poseía prácticamente nada. El administrador de la finca, el hombre más veterano de la aldea, poseía un hide entero que se distribuía (al igual que todas las parcelas de propiedad individual) por los dos inmensos campos llamados Paraíso y Purgatorio emplazados junto a la aldea de Avonsford. Nicholas y su familia eran dueños de un virgate, una cuarta parte de un hide (o sea, unas doce hectáreas), del que la familia obtenía unos modestos beneficios. Su tío poseía además cuarenta ovejas, que pastaban en el prado comunitario situado en la ladera. Pero el infeliz Godric, que ocupaba el peldaño más bajo del escalafón social, tenía menos de una hectárea de tierra cultivable. Cuando murió su padre, hacía unos años, Godefroi se quedó con una de las tres desmedradas vacas que la familia pastoreaba en el prado comunitario. No se trató de una imposición, sino que era el pago habitual que el señor del feudo tenía derecho a percibir cuando fallecía un villano. Por otra parte, Godric estaba obligado a dedicar cuatro días de trabajo semanales a las tierras de Godefroi; era un trabajo duro, desde recolectar el grano hasta acarrear estiércol y desbrozar los campos; y si bien esta tarea normalmente era compartida por todos los miembros de la familia de un villano, el pobre Godric, solo en la vida, tenía que realizarla sin ayuda de nadie. Eso no era lo único que debía hacer. En Pascua debía entregar al sacerdote de la localidad el acostumbrado regalo de unos huevos de Pascua procedentes de la docena de gallinas que mantenía junto a su chabola, y cuando recolectara la cosecha una décima parte de la pequeña cantidad de trigo que cultivaba en sus campos iría destinada al diezmo que también debía satisfacer al sacerdote. Godric podía mantenerse él solo, siempre y cuando estuviera sano; pero necesitaba una esposa que lo ayudara. Y aunque su madre, al contemplar su cuerpo deforme, siempre le había asegurado que ninguna mujer accedería a casarse con él, el optimista Godric no había abandonado la esperanza de hallar esposa.
Incluso tenía una candidata en mente. La hija menor del herrero del pueblo había sufrido de niña una afección cutánea que le había dejado el rostro picado de viruelas y que la hacía decididamente fea. Era una joven menuda que miraba achicando los ojos, como si recelara de todo el mundo, y solía exhibir un aire de amargura que no aumentaba su atractivo. Su familia era casi tan pobre como la de Godric, y la joven parecía siempre tener hambre. Sin embargo en otros aspectos, según pensaba Godric, la chica no resultaba tan desagradable, de modo que había dejado entrever que estaba interesado en ella. Si el herrero hubiera tenido mejores perspectivas para su hija ya habría despedido a Godric con cajas destempladas; pero lo cierto era que toleraba su presencia; y en cuanto a Mary, en un par de ocasiones había permitido, aunque sin mucho entusiasmo, que Godric le agarrara la mano. Pese a su mirada recelosa, Godric comprobó que le excitaba contemplar los incipientes senos que comenzaban a asomar en el pecho de la joven de trece años, y se prometió que, cuando llegara la época de recolección, los sostendría en sus manos.
Y quizá, tal como había reconocido el herrero ante su esposa y su hija en Pascua, el joven Godric tenía algunas virtudes. Tanto si había heredado la habilidad de la familia de su madre, o si Dios le había concedido ese don para compensarle de su deformidad, el hecho era que sabía tallar la madera con asombroso talento. Su especialidad era la talla de los cayados de los pastores. Los tejones, las ovejas, los elegantes cisnes que adornaban los curvados mangos parecían cobrar vida en la mano. Godefroi le había encargado algunos trabajos en la mansión, y eso había permitido a Godric añadir unos peniques a su mísero estipendio. Pero seguía siendo pobre de solemnidad.
—Y no es un muchacho fuerte —se lamentó la esposa del herrero—. Las faenas agrícolas son demasiado fatigosas para él. Ojalá fuera un pastor.
Ojalá. Pues eso era exactamente lo que Godric deseaba ser. En todos los momentos que le dejaba libre su trabajo, subía a los cerros donde pastaban las ovejas para conversar con los pastores y ayudarles a lavarlas y esquilarlas, sin necesidad de que se lo pidieran. No existía ningún aspecto del cuidado de las ovejas que Godric desconociera; y sin duda físicamente era más apto para este oficio que para el duro trabajo de labriego. Por lo demás, un pastor tenía derecho a un cuenco de suero durante todo el verano, a leche de oveja los domingos, a uno de los corderos del amo cuando eran destetados y al vellón de una res cuando las esquilaban. Éste había sido el ruego que su tío había hecho a Godefroi el día antes.
—Dadle el puesto de pastor —le suplicó—. Yo respondo por él y os aseguro que no tendréis motivo de queja. Mi sobrino no posee la suficiente fortaleza para trabajar en los campos.
Godefroi no se había comprometido. Le disgustaba que trataran de manipularle.
—Pero no ha dicho que no —informó Nicholas a su sobrino.
Puesto que era el día siguiente a Hokeday, el segundo martes después de Pascua, había mucho que hacer. Ese día las ovejas de la comunidad eran encerradas en las tierras de la propiedad, donde permanecerían hasta la fiesta de san Martín en noviembre, de forma que el amo pudiera disponer de abundante estiércol para sus campos durante los meses estivales. Durante toda la mañana Godric ayudó a los villanos a construir con cañas unos recios apriscos en las laderas sobre el valle. Luego, al mediodía, lo llamaron para que ayudara a una yunta de bueyes a tirar del pesado arado, a fin de remover la tierra del enorme campo que aquella temporada estaría en barbecho. A media tarde, el administrador, que ya no tenía más tareas que encomendarle, le dijo que podía marcharse.
Era un golpe de fortuna inesperado, pues aún quedaban muchas horas de luz diurna, y Godric apenas estaba cansado. No le llevó mucho tiempo regresar a la aldea, recoger a su perro y echar a caminar a través del valle.
El azar quiso que aquel día tuviera la oportunidad de vengarse de William.
Godric comenzó a descender por el valle sin un fin determinado salvo el de alejarse de la aldea por si el administrador de la finca cambiaba de parecer; pero como hacía un día espléndido y el perro Harold estaba impaciente por dar un paseo, al poco rato Godric pasó frente a las murallas del castillo y se dirigió hacia el este a través de la vaguada ligeramente boscosa que se extendía más abajo.
Cuando hubo recorrido un par de kilómetros Godric se paró en seco, pues se dio cuenta de que había irrumpido en una zona vedada.
Sin querer, había penetrado en el bosque real de Clarendon.
Los bosques reales normandos cubrían una extensión enorme, casi una quinta parte del reino, y Sarum se encontraba en el centro de uno de los más grandes. Hacia el oeste, entre los ríos Wylye y Nadder, se hallaba el vetusto bosque de Grovely, y más allá, de norte a sur, se extendía, como en tiempos del rey Alfredoo, la amplia espesura de Selwood. Al suroeste, donde aún podía verse el agger cubierto de hierba de la antigua calzada romana que conducía a Dorchester, había otra zona de caza, la selvática y desolada región de Cranborne Chase. Pero hacia el este del lugar donde confluían los cinco ríos comenzaba el bosque más grande emplazado en el sur de la isla. Una franja de bosque y páramo de setenta y cinco kilómetros de largo se extendía de norte a sur; partiendo del borde nororiental de la llanura de Salisbury, recorría la región de Sarum y se ensanchaba en una amplia curva que terminaba en el canal de Solent. A través de la Edad Media los diversos sectores de ese bosque habían recibido distintos nombres que llegarían a ser bien conocidos en la historia de la isla: Savernake, en el norte; Clarendon, una vez pasada la aldea de Britford junto a Sarum; y New Forest, en la parte sur que se prolongaba hasta la costa. Dentro de los confines del bosque había también prados donde pastaban los rebaños, así como zonas selváticas. Y prácticamente todo el lugar, cada ciervo, cada jabalí y cada árbol pertenecía al rey y estaba reservado para sus cacerías.
El bosque estaba protegido por unas estrictas leyes forestales. Un hombre, si disponía de licencia, podía coger madera seca para la lumbre; pero si tocaba un árbol vivo era multado. Ningún campesino podía apacentar sus rebaños en esa vasta superficie a menos que pagara un canon a los agisters, los funcionarios encargados de regular el pastoreo en el bosque; y aunque un hombre podía matar a uno de los animales o aves no pertenecientes a la reserva —liebres, zorros, ardillas, pichones, faisanes o becadas—, pobre de él si tocaba un ciervo. Esa ofensa estaba castigada con la amputación de una mano o la muerte.
Godric sabía que había cometido un delito. Pues no había sometido a Harold a cierta operación.
Se trataba de una precaución sensata que los guardias forestales aplicaban con rigor: ningún perro, salvo los más pequeños, podía entrar en el bosque a menos que le hubieran cortado tres uñas de las patas delanteras, una operación indolora pero que dejaba al animal demasiado cojo para perseguir a los ciervos. Godric rara vez entraba en el bosque y, dado que había adiestrado a Harold para que le ayudara a pastorear las ovejas, una función para la que el joven can había demostrado un admirable talento, no deseaba practicarle esa operación. Godric llamó al perro y se apresuró a retroceder por donde había venido.
No bien hubo recorrido cien pasos, se paró en seco. Había visto al agister.
Por suerte, éste no se había percatado de su presencia. Caminaba lentamente a través del bosque y en aquel momento no le preocupaban los cazadores furtivos. Pensaba en una discrepancia que había descubierto en las cuentas que debía presentar al guarda forestal. Edward Le Portier era un hombre preciso: la mayoría de la gente lo consideraba excesivamente escrupuloso. Pero era una figura de autoridad. Durante la invasión normanda, su abuelo, que llevaba el apellido de Port, había decidido (para disgusto de los otros nobles) que dado que el normando Guillermo luchaba bajo la enseña de la aprobación papal, él debía apoyarlo. Fue una decisión que la gente de la comarca jamás le había perdonado, pero que había valido a la familia la concesión de fértiles tierras, algunas de las cuales estaban situadas dentro de los límites del bosque. El apellido Port, cuyos orígenes romanos sus portadores habían olvidado, pero al que seguían aferrándose con tenacidad, había adquirido la forma francesa de Le Portier, y tanto Edward como su padre habían sido nombrados agisters.
Edward era un hombre delgado y moreno, con el rostro redondo y perfectamente rasurado; sus ojos poseían una mirada extraña e intensa que revelaba una carencia total de sentido del humor. Su voz era áspera y aflautada. Y en esos momentos se encontraba tan sólo a veinte metros del joven y su perro.
Por fortuna, a pocos pasos había un roble. Ocultándose tras él, Godric se postró sobre una rodilla, tapó suavemente con la mano el morro de Harold y contuvo la respiración. Oyó a Le Portier detenerse un momento. Pero el agister sólo se había parado para pensar, y enseguida echó a andar de nuevo.
No obstante, durante unos minutos Godric no se movió. Harold esperó pacientemente a su lado. Cuando el joven estuvo seguro de que no había moros en la costa se levantó y salió de su escondite. Había llegado el momento de regresar a casa.
Entonces vio al cerdo.
Un cerdo negro. No era muy grande, pero sí rollizo y avanzaba pausadamente en línea recta a través del bosque con el morro cerca del suelo. Sin duda buscaba algunas bellotas que estuvieran incrustadas en la hierba. No tenía nada de particular encontrarse allí con un cerdo, salvo por un detalle: una pequeña marca en los cuartos traseros del animal que indicaba a Godric que éste pertenecía a William atte Brigge.
Godric sabía que el curtidor poseía media docena de puercos y que pagaba una cuota para que hozaran en el bosque; mientras observaba al animal, en el rostro del joven se pintó una sonrisa. El riesgo era elevado, pero le ofrecía la oportunidad de vengarse. Godric apoyó la mano en el lomo de Harold, señaló al cerdo y murmuró:
—Ve a por él.
Tres días más tarde, había oscurecido cuando Godric Body fue a casa del herrero y preguntó a Mary si le apetecía dar un paseo con él. Tras vacilar unos instantes mirándole con su acostumbrada expresión de recelo —una mirada de reojo capaz de desanimar a cualquiera—, la muchacha accedió. Pero Godric estaba contento y, sin que ella se lo pidiera, le cogió la mano mientras caminaban por el borde inferior de los inmensos campos de cultivo. Harold los seguía saltando y brincando. Habían aparecido los primeros brotes de las cosechas estivales; pero el aire era todavía algo fresco y húmedo, de modo que al cabo de unos minutos Godric rodeó los hombros de Mary con un brazo. Al principio ella movió los hombros, irritada; pero al ver que él persistía no protestó. Al llegar al extremo del campo Godric se volvió hacia Mary y preguntó en tono desenfadado:
—¿Sabes guardar un secreto?
—Depende —repuso ella.
Durante unos minutos Godric no dijo nada. Luego emprendieron el regreso.
—¿De qué se trata? —preguntó ella al cabo de un rato.
Godric se paró de nuevo, antes de responder.
—Te lo mostraré.
Lentamente, condujo a Mary de regreso a la aldea donde su mísera casucha ocupaba el último lugar de una hilera de destartaladas viviendas. La muchacha observó una delgada columna de humo que brotaba a través del techo de la chabola. En la puerta Mary dudó antes de entrar y Godric notó que enderezaba los hombros, como colocándose a la defensiva. El joven sonrió.
—Está dentro —dijo, invitándola a pasar.
La chabola era sencillísima. Bajo una techumbre de paja, la gran pieza que había nada más entrar era un almacén que contenía dos pollos en una jaula, los aparejos de labranza de Godric, unos montones de cañas y media docena de palos, junto con otros cachivaches de su mísera existencia. El suelo era de tierra. El espacio interior era más reducido, de unos cuatro metros cuadrados, tenía el piso cubierto por juncos secos y, en el centro, un hogar en el que ardía un pequeño fuego cuyo humo se escapaba por un agujero practicado en el techo. Un poco de luz penetraba por una pequeña abertura cuadrada que había en la pared y que estaba cubierta, al estilo de las viviendas más modestas, con una delgada piel de cordero, tensa y engrasada de forma que resultaba translúcida.
Pero en lo que Mary se fijó después de hacer su cautelosa entrada, fue en un espetón posado sobre el fuego, en el que se asaba un pedazo de cerdo en salazón. Pese a su reticencia, los ojos de la muchacha se iluminaron al percibir el suculento aroma. Hacía un mes que no comía carne.
—¿Quieres un poco? —preguntó Godric.
Mary no se movió. El joven sabía que se sentía tentada.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó ella en voz baja, un poco asustada.
—No importa. ¿Quieres un trozo?
Mary no acababa de decidirse. Godric sacó el cuchillo y empezó a cortar un trozo de carne. Aun sin mirarla, supo que la resistencia de la joven se venía abajo.
Frente a la lumbre había una silla con el asiento de mimbre. Mary se acercó lentamente y se acomodó en ella.
Se lo comieron todo.
Cuando hubieron terminado, Godric se volvió hacia la muchacha y la observó con expresión seria.
—¿Prometes no decírselo a nadie?
Mary bajó la vista. Ambos conocían la gravedad de lo que habían hecho. En el mejor de los casos multarían al ladrón; en el peor, lo colgarían.
Mary meneó la cabeza afirmativamente.
—Si te lo preguntan, no has comido carne —le recordó él.
Ella asintió de nuevo.
Luego se levantó y acompañada de Godric abandonó la chabola.
—Hay más —murmuró éste cuando salieron. Ya era de noche.
—¿Dónde?
Godric sonrió.
—En un sitio que jamás encontrarán.
Ella se sintió impresionada por la cautela que demostraba Godric.
Él la acompañó a casa a paso lento; al llegar a la puerta de la casa del padre de la joven, la besó en la mejilla y ella no protestó.
Luego Godric y su perro echaron a andar hacia su casa, y el joven sonrió de nuevo. Había dado el primer paso con Mary. Ahora existía un vínculo entre ambos.
La víspera del solsticio de verano fue un día de mucho ajetreo en el feudo de Avonsford, y comenzó con una breve pero importante reunión entre Richard de Godefroi y John de Shockley.
Durante los últimos meses el granjero había pedido en varias ocasiones al caballero que le recomendara qué hacer ante las continuas amenazas proferidas por William de reabrir el pleito contra él, y aunque Godefroi opinaba que el sajón se preocupaba más de lo debido, todas las veces le escuchó con paciencia y le dio consejos sensatos.
—Ante todo, no demuestres que le temes. Y por lo que más quieras procura que tu esposa no se meta en líos —le advirtió.
Pero en la víspera del solsticio estival Godefroi había mandado llamar al granjero para pedirle un favor a cambio.
El asunto se refería a su esposa.
A mediados de verano, la situación política en Inglaterra había adquirido tintes alarmantes. La semana anterior, en el pequeño puerto fortificado de Twyneham, un mercader francés le había asegurado que la emperatriz Matilde se proponía cruzar el Canal de la Mancha y desembarcar en Inglaterra hacia finales de año, y que ésta contaba con el apoyo de Robert, conde de Gloucester —uno de los numerosos hijos bastardos del difunto rey— y sus aliados, quienes ocupaban las grandes e inexpugnables poblaciones occidentales de Bristol y Gloucester junto al Severn. Pese al hecho de que Matilde, con su prepotencia, se había granjeado la antipatía de muchos, y pese al hecho de que tanto el Papa como Luis de Francia respaldaban decididamente a Esteban, los rebeldes estaban convencidos de que lograrían destronarlo.
En opinión de Godefroi, era posible que estuvieran en lo cierto. El afable rey había dado muchas muestras de debilidad. El segundo marido de Matilde, el implacable Godofredo de Anjou, estaba empeñado en arrebatar por todos los medios Normandía a Teobaldo, aliado y hermano de Esteban. El apoyo con que contaba el rey en el sur del Canal podía desvanecerse en el momento más impensado. Aparte de la gloriosa batalla de Standard librada el año anterior, en la que el rey había aplastado al ejército invasor de escoceses en Yorkshire, el monarca tenía pocas conquistas militares en su haber. A la sazón el ambiente estaba plagado de rumores.
Mientras pensaba en los principales terratenientes de Sarum, Godefroi se dijo que las perspectivas eran más sombrías que nunca. Al sur, la inmensa propiedad de Downton, que se extendía casi hasta Britford, se encontraba en manos de otro de los hermanos del rey, el obispo de Winchester, quien estaba furioso con Esteban porque éste no le había nombrado arzobispo de Canterbury, y se sentía insatisfecho con su cargo de legado papal.
«Un traidor nato», había dicho Godefroi a su esposa. De los otros terratenientes, las abadesas de Wilton y Shaftesbury, que poseían buena parte de las tierras emplazadas al oeste, probablemente adoptarían una postura neutral; y en cuanto a las familias locales como los Giffard, Marshall y Dunstanville, Godefroi no estaba seguro. Pero no le cabía la menor duda de que William de Sarisberie se volvería contra Esteban si le convenía, y en lo concerniente al obispo y sus cuatro castillos ya estaban preparados para la guerra. Últimamente se decía que el rey, de un carácter en exceso bondadoso, se había vuelto receloso y taciturno. Motivos no le faltaban.
Pero ¿qué debía hacer el propio Godefroi?
Al pensar en su posición feudal, movió la cabeza en un gesto de irritación. La cosa era complicada. William de Sarisberie, como principal arrendatario del rey, debía a Esteban los servicios de numerosos caballeros. Teóricamente, se los proporcionaba estableciendo a nobles de escasa relevancia como subarrendatarios suyos, cada uno en una parcela de tierra lo suficientemente grande para representar la cuota de un caballero. Pero en la práctica sus tierras estaban divididas en numerosas y pequeñas propiedades cuyos arrendatarios pagaban sólo una cuarta, una décima o una cuadragésima parte de la cuota de un caballero, y además solían pagarle en dinero. El mismo Godefroi era uno de esos arrendatarios; pero también era un caballero diestro en las artes militares y por tanto uno de los que William podía llamar para que prestara servicio, por el cual percibiría un dinero. De modo que aunque su deber feudal era servir a su señor, en realidad no era más que un mercenario temporal. Pero ¿y si le pedían que luchara contra el rey? ¿A quién debía lealtad? ¿Cuál era la solución más prudente? Godefroi le había dado muchas vueltas al asunto, pero aún no había hallado la respuesta.
Aunque una cosa sí había decidido.
Godefroi observó con aire pensativo al granjero sajón de ojos azules.
—¿No tienes un pariente en Londres?
—Sí. Es un burgués —respondió John con orgullo. Los burgueses libres de Londres constituían una fuerza nada desdeñable. El caballero asintió con la cabeza.
—Bien. Deseo que vayas con mi esposa y mis hijos a Londres y los dejes al cuidado de tu pariente. ¿Lo harás? John se ruborizó. Era un honor para él.
—Te lo agradezco —dijo Godefroi inclinando la cabeza con elegancia.
John de Shockley dedujo lo que aquello significaba, y se preguntó qué noticias habría recibido Godefroi.
—¿Permanecerán… —John titubeó antes de continuar— mucho tiempo allí?
—Tal vez. —Estaba claro que el normando no deseaba hablar del asunto—. Partiréis mañana.
Cuando John se hubo retirado, Godefroi miró a su alrededor con expresión abstraída. Su casa solariega no era grande, pero típica de aquellos tiempos. La planta baja consistía en un espacioso semisótano abovedado, como un granero, con gruesos muros de piedra y pilares en el centro, utilizado principalmente como almacén. Sobre éste se hallaba la vivienda propiamente dicha, a la cual se accedía mediante una escalera de madera exterior. La vivienda consistía en una hermosa y amplia sala que ocupaba dos terceras partes del espacio; separado de ésta por una pesada cortina de cuero se hallaba el solar, o desván, donde estaban los dormitorios de la familia, divididos por mamparas. En la pared de la sala había una gigantesca chimenea de piedra, y en el ángulo nordeste del edificio una pequeña torre que contenía el garderobe, donde el caballero conservaba los objetos de valor. Las ventanas de las habitaciones superiores eran grandes y tenían vidrios de potasa, más dúctil aunque menos resistente que el vidrio de sosa de la época romana, pero que proyectaba una grata luz verdosa en el interior. Las ventanas del semisótano consistían en unas meras rendijas, en caso de que la casa tuviera que ser defendida.
Godefroi estaba sentado ante una amplia mesa de roble. En la pared, sobre él, pendía un escudo de madera, sobre cuyo fondo rojo aparecía representado un elegante cisne blanco. El arte de la heráldica, que se encontraba en sus albores, no se había consolidado todavía, pero cuando se puso de moda el que un caballero poseyera su propio escudo, Godefroi eligió como su símbolo uno de los cisnes que veía deslizarse en silencio sobre el Avon cuando miraba por la ventana de la sala. Cerca de la chimenea, oscurecida por el humo, había una mampara de madera, a cuyos extremos Godefroi había hecho añadir recientemente otros dos cisnes tallados cuyas gráciles siluetas le complacían.
Eran obra del joven Godric, a quien hacía poco Godefroi había dado el puesto de pastor, y el muchacho se los había regalado espontáneamente, en señal de agradecimiento. Godefroi decidió encargar al joven Godric otros trabajos.
Pero no en aquel momento. Al día siguiente Nicholas el albañil quitaría los cristales de las ventanas superiores para reducirlas a unas estrechas rendijas, como las del semisótano: la mansión iba a ser fortificada.
—Como simple precaución —murmuró Godefroi con un suspiro.
Al cabo de unos minutos, cuando su esposa, una mujer afable y discreta, hija de un caballero bretón, entró en la sala con sus tres hijos, Godefroi les explicó lo que debían hacer.
—John de Shockley os llevará mañana a Londres. Enviaré con vosotros una suma de dinero, la mitad de cuanto poseo. Su pariente es un burgués que os buscará alojamiento y se ocupará de que estéis a salvo.
Era una decisión prudente. Durante siglos, desde los tiempos de Alfredo, Londres había constituido un lugar aparte. Era el mayor puerto del reino; sus murallas eran imponentes. Y pese a la gran torre que el Conquistador había construido allí para intimidar a sus ciudadanos, los burgueses independientes de la ciudad podían imponer sus propias condiciones a cualquier monarca que tratara de apoderarse de la corona. La esposa de Godefroi no sólo estaría allí a salvo, sino que si por casualidad él acababa en el bando perdedor del conflicto, al vivir ella en la ciudad independiente y disponer de suficientes fondos, podría defenderlo y pagar la cantidad que fuera necesaria para que él recuperara el favor del rey. Aunque de carácter sosegado, su esposa era una mujer capaz, y él sabía que podía confiar en ella.
—¿Qué crees que sucederá? —preguntó su mujer.
—Creo que los rebeldes se atrincherarán en el oeste. La zona se convertirá en un campo de batalla. Debemos estar preparados para lo peor.
Cuando volvió a quedarse solo, Godefroi reanudó su labor.
Sobre la mesa yacían dos libros y un ábaco, una reciente importación del Mediterráneo que Godefroi había llegado a dominar en poco tiempo. Desde el amanecer de aquel día había estado ocupado revisando sus cuentas.
La descripción del feudo de Avonsford que figuraba en el Domesday —el informe sobre la división territorial de Inglaterra, elaborado por Guillermo el Conquistador— era breve y sencilla.
Richard de Godefroi arrienda Avonsford a Edward de Sarisberie. Durante el reinado del rey Eduardo pagaba dinero por 6 hides. Hay tierra para 30 arados. En las tierras solariegas hay 10 arados y 20 esclavos; 30 villanos y 15 inquilinos poseen 20 arados. Hay un prado para 4 arados y pastos para el ganado de la aldea. Hay una iglesia.
Era una propiedad típicamente feudal, consistente en las tierras solariegas (pertenecientes por entero al señor feudal), que eran cultivadas separadamente, y las tierras comunes, que éste compartía con los aldeanos. La finca era muy rentable, ya que le procuraba a Godefroi más de veinte libras al año. La propiedad que tenía en Normandía —que visitaba pocas veces pero que un pariente de su esposa se encargaba de administrar— le rentaba otras diez libras anuales.
Aparte de esto, hacía unos años Godefroi había adquirido un patronato en Devon. Ésta era una práctica mediante la cual un señor podía ceder la finca de uno de sus arrendatarios —que a la sazón se hallaba en manos de una viuda o un menor de edad— como pago a otro terrateniente, quien administraba dicha finca y se quedaba con la mayor parte de los beneficios hasta que la viuda volvía a contraer matrimonio o el menor alcanzaba la mayoría de edad. Concebido originariamente para proteger las haciendas de quienes eran incapaces de administrarlas, en la práctica este sistema propiciaba unos abusos escandalosos, pues algunos terratenientes aprovechados vendían sistemáticamente los bienes muebles y devolvían tan sólo el cascarón de la propiedad a los herederos legítimos. Godefroi era un administrador escrupuloso, pero lo cierto era que el feudo de Devon le reportaba unas provechosas veinte libras anuales.
Godefroi calculó los bienes de su propia hacienda. Aquella primavera había decidido convertir todo cuando pudiera en dinero líquido, y el período de mediados de verano era crucial. Había ordenado al administrador de la finca que seleccionara un número de animales mayor de lo habitual —ganado vacuno y lanar— para ser engordados y sacrificados. Se trataba de unos magníficos ejemplares, la mayoría de los cuales dentro de pocos días serían conducidos al mercado de Wilton, y unos pocos irían a un nuevo y pequeño mercado que los burgueses regentaban en la población de Sarisberie. En las tierras altas había comenzado la esquila de las ovejas. La mitad de la lana que preveían obtener ya la habían vendido a un comerciante procedente de Flandes, el gran centro pañero situado al otro lado del Canal de la Mancha; la otra mitad iría a parar a los mercados locales. Lo mismo ocurriría con el queso y el trigo sobrante que producía la finca. Godefroi calculó que dentro de dos semanas podría enviar otras diez libras a su esposa en Londres.
Cuando por fin terminó su tarea, dejó el ábaco. Había hecho cuanto podía.
Antes de levantarse, alargó las manos hacia uno de los dos tomos encuadernados en cuero que yacían sobre la mesa junto al ábaco. Godefroi formaba parte de una minoría de caballeros que sabían leer y escribir. No es que fuera difícil hallar el medio de educarse. Las escuelas ya no estaban restringidas a los monasterios como en siglos precedentes. Y en la actualidad no sólo existían escuelas de derecho, filosofía y literatura en los grandes centros de Lyon, Chartres, París y Bolonia —de las cuales habían salido eruditos como el gran Abelardo, el amante de Heloisa—, sino que actualmente la ciudad de Oxford contaba con una pequeña comunidad de eruditos, y las catedrales como Sarisberie atraían a gran número de intelectuales. Pero pocos hombres de la clase social de Godefroi se molestaban en aprender a leer y escribir, y él se ufanaba de saber hacerlo. De niño había recibido clases de los canónigos de Sarisberie, junto con otros jóvenes de Sarum, algunos de los cuales, al igual que el gran clérigo John de Sarisberie, se harían célebres por su erudición en lugares tan lejanos como Roma. Los conocimientos de Godefroi eran más modestos. Sabía leer latín lo suficientemente bien para descifrar un documento, o para leer las nuevas historias de la isla, tales como la que había escrito William de Malmesbury. Leía el inglés más fluidamente, y uno de los más preciados de los ocho libros que poseía era la traducción de Boecio al inglés realizada por Alfredo de Wessex hacía doscientos cincuenta años, cuya filosofía estoica le calmaba cuando se sentía agobiado por los problemas. Pero su gran afición eran las canciones y los relatos de amor cortesano de los poetas trovadores que él leía en su francés nativo, y que describían el mundo caballeresco por excelencia: cortés, civilizado, donde los nobles del castillo servían a una dama idealizada, tan fielmente como si se tratara de la misma Virgen María. Era un mundo delicado y luminoso, una fantasía muy alejada de las prosaicas realidades del castillo de Sarisberie; pero invocaba un ideal caballeresco que el obstinado Godefroi respetaba y se tomaba muy en serio.
La semana pasada le habían enviado un nuevo libro, un pequeño volumen traducido deprisa y mal del latín al francés por un escribano cuya caligrafía era abominable. Con todo, el pequeño volumen —no mayor que sus dos manos juntas— le había proporcionado más placer que cualquier lectura de los últimos tiempos. Esbozando una sonrisa que dulcificó su severo rostro, Godefroi tomó el libro y lo guardó en una amplia bolsa de cuero que colgaba de su cinturón, antes de abandonar la casa.
Al cabo de una hora había completado la inspección de los campos y el esquileo, había visto al administrador examinar los restos de dos ovejas para cerciorarse de que el rebaño no estaba aquejado por la peste, y había comprobado que la calidad de la lana cumplía con lo estipulado en el contrato con el mercader flamenco. Luego Godefroi se dirigió a su lugar favorito.
El pequeño claro en la colina situada al borde del terreno elevado le procuraba siempre un grato solaz. Dada su proximidad a la finca, pues se encontraba sólo a un kilómetro y medio de distancia, era el primer lugar por el que el noble recordaba haber paseado de niño, y siendo ya adulto recorría siempre el mismo trayecto: subía por el empinado sendero a través del bosquecillo de hayas que cubría la ladera, hasta llegar a un lugar donde los árboles empezaban a hacerse más escasos. Luego, al salir del bosquecillo y trepar hasta la cima, Godefroi alcanzaba la maravillosa y abrupta meseta formada por los desnudos cerros cretáceos, que se extendía hacia el norte y el este, casi hasta el infinito. Y allí, sobre un pequeño montículo, se hallaba el claro rodeado de un círculo de árboles; el calvero tendría unos treinta metros de diámetro y en el centro presentaba una protuberancia.
El propio padre de Godefroi había descubierto ese lugar y lo había hecho suyo. Aunque no tenía la menor idea de que aquello fuera un túmulo funerario, ni que sus antepasados celtas hubieran venerado allí a sus dioses hacía más de mil años, algo en aquel paraje, aparte del espléndido panorama, le atraía con fuerza, y poco antes de que naciera Richard había plantado un doble círculo de tejos alrededor del calvero. En la actualidad los árboles, altos y gruesos, ocultaban la vista; pero al mismo tiempo protegían el lugar del viento, y Richard había instalado allí dos bancos, sobre la prominencia, en los que le gustaba sentarse a solas.
No conocía un rincón más silencioso; era incluso más apacible que el interior de la catedral sobre la colina del castillo. Y el firmamento era su techo. En las desnudas laderas que lo circundaban, donde aún se observaban rastros del antiguo sistema celta de arar en dos sentidos, vertical y horizontal, como si la tierra estuviera ligeramente grabada, sólo las ovejas pastaban de vez en cuando en la corta hierba. Nadie acudía allí.
Éste era el lugar que Godefroi llamaba la arboleda, y fue aquí donde se sentó para olvidar durante una hora sus cuitas y leer su pequeño tomo.
Era una obra prodigiosa. Pretendía ser una historia de los reyes ingleses, escrita por un funcionario llamado Geoffrey de Monmouth, un bretón de nacimiento que se había criado en los límites del sur de Gales y que se había propuesto no sólo complacer a su patrón, el peligroso conde de Gloucester, sino a un amplio público en todo el norte de Europa. Monmouth había completado el libro hacía sólo cuatro años, pero ya habían comenzado a circular en toda la isla unas traducciones como la que poseía Godefroi.
Uno de los relatos le fascinaba de modo especial, al igual que había fascinado a muchos otros lectores. Era la historia del rey Arturo. Utilizando los retazos aparecidos en anteriores crónicas, el astuto autor presentaba una corte de ambiente semejante al mundo de los trovadores, situada en el oeste de Inglaterra, cuyo rey luchaba en pro de la caballerosidad y el cristianismo contra las fuerzas del mal. Era una fábula magnífica, una saga romántica semejante a la célebre Canción de Rolando, digna de los cruzados. Tenía muy poco que ver con el muy real general Artorius, casi olvidado, que en los últimos tiempos de la civilización romana había tratado de defenderla contra los paganos sajones.
Pero la historia escrita por Geoffrey todavía carecía de muchos de los rasgos más sobresalientes del mundo artúrico: los caballeros Lancelot y Percival, la historia de Tristán e Isolda, la leyenda de la Tabla Redonda y el Santo Grial serían añadidos un siglo más tarde por los escritores románticos. No obstante esas deficiencias, la historia conmovía profundamente a Godefroi. Dado su actual estado de ánimo le parecía muy superior a las canciones de los trovadores, mejor aún que la Consolación de la filosofía, de Boecio. Pues Arturo era un monarca cristiano, el ideal de un rey feudal, un hombre de la talla de los héroes cristianos como el poderoso Carlomagno, o el sajón Alfredo, o el último auténtico monarca del reino insular antes de la conquista, el bondadoso Eduardo el Confesor, capaz de curar una dolencia llamada escrófula con el simple toque de su mano. Sí, habían existido grandes reyes cristianos como Arturo.
—Pero antes de que yo naciera —comentó Godefroi con amargura.
Cerró el libro. Tal vez, cuando hubiera remontado esa mala época, consiguiera desembarazarse de los problemas que le causaba su vida en Sarum, volver la espalda al incompetente Esteban, al perverso obispo Roger y, si no había ninguna guerra cristiana en la que participar, emprender su peregrinaje a Tierra Santa.
—Cada vez estoy más harto de este mundo —pensó Godefroi, que ansiaba salvar su alma—. Pero ¿me concederá Dios el tiempo preciso? —se preguntó.
Era mediados de verano. En el bosque real, durante esa época los ciervos estaban en celo y los guardas forestales se aseguraban de que ningún intruso perturbara su tranquilidad, mientras que en las colinas que rodeaban Sarum tenía lugar el esquileo de las ovejas.
A Godric Body le parecía que el mundo era un lugar más alegre que antes.
Durante toda la mañana había ayudado a lavar las ovejas, una operación que realizaban en la pequeña represa que los hombres habían construido con juncos en el riachuelo que discurría junto al borde del terreno elevado.
Habían transcurrido dos meses desde que Godefroi le permitiera ayudar a los pastores. Godric trabajaba en las laderas de sol a sol, y su vida estaba regulada por el calendario del año de los pastores. Por la festividad de santa Elena, a principios de mayo, habían reunido a los rollizos corderos para venderlos; dentro de dos días, en san Juan, cuando los peones comenzaran a escardar los cultivos, conducirían a las ovejas viejas al mercado. Hoy, todos los villanos disponibles debían colaborar en las tareas de lavado y esquila. El rebaño se componía de casi un millar de ovejas. Los hombres sujetaban con pericia las ovejas entre las rodillas mientras cortaban con unas tijeras de hierro los gruesos vellones que la nueva lana estival que crecía debajo comenzaba a alzar.
A Godric le gustaba ver cómo las ovejas salían corriendo en cuanto las soltaban, con su pelaje recortado reluciendo bajo el sol.
Harold solía acompañarlo a trabajar. El perro se mostraba cada día más hábil, y pese a su juventud, había aprendido a ser paciente; sus perspicaces ojos vigilaban continuamente las ovejas, mientras ayudaba a Godric a conducirlas de un cerro a otro. Para celebrar su nueva vida, Godric se había confeccionado un hermoso cayado, en cuyo mango había esculpido una figura que representaba fielmente la esbelta y ágil silueta del can y su carácter vivaracho. Con el cayado en la mano y el perro a su lado, Godric experimentaba una satisfacción que no había conocido nunca.
Pero eso no era todo. Godric tenía fundados motivos para creer que estaba haciendo progresos con Mary.
Durante las últimas semanas, incluso el herrero y su familia le habían acogido con cordialidad.
—Si el señor le da el empleo de pastor —dijo a Mary su madre—, no es mal partido.
Godric había hecho la corte a la joven con delicadeza pero también con firmeza; y no había tardado en descubrir la forma de conquistarla.
La había atraído con comida.
El cerdo que había puesto en salazón le había durado bastante tiempo. Godric lo había consumido poco a poco, a veces sólo para que Mary no se tomara su invitación como algo habitual, y a veces en compañía de ella.
Se había vengado de William atte Brigge a su entera satisfacción. Cuando el curtidor descubrió la pérdida del gorrino, se enfureció y trató de organizar un escándalo; pero como nunca hallaron al animal, no pudo hacer nada. Sin embargo, el percance no dejaba de atormentarle. Tanto en Wilton como en Sarisberie, el curtidor solía abordar inopinadamente a un transeúnte para interrogarle sobre la cuestión, de modo que con el tiempo todos menos el propio perjudicado se tomaron aquel asunto a broma. Y cuando William atte Brigge se dio cuenta de que la gente se reía de él, su furia aumentó.
—¿Has visto a un marrano? —preguntaban los hombres en el mercado cuando le veían acercarse. Y otro, para irritarlo aún más, respondía:
—Sí, en la granja de Shockley.
En una ocasión el curtidor trató de interrogar a Mary sobre el tema; pero la expresión recelosa de la muchacha le hizo desistir de su empeño.
Godric había tentado a la joven con una asombrosa variedad de alimentos que había conseguido atrapar sin correr peligro alguno. En los pastos comunitarios solía cazar alguna que otra liebre, un faisán o un pichón. Había otro sabroso y prolífico animal que le gustaba mucho y que era un recién llegado a la isla, pues los primeros conejos habían aparecido en la zona con posterioridad a la conquista normanda. Los nativos los llamaban coneys, y Godric tenía una gran habilidad para atraparlos, y para llevar a cabo la delicada tarea de asar la oscura y suculenta carne del pequeño animal.
Dos o tres veces a la semana, Godric llevaba a Mary a su pequeña chabola para que compartiera con él una nueva exquisitez, observándola de reojo mientras la muchacha se relamía ante la comida que había preparado para ella.
Poco a poco la joven fue mostrando una actitud más conciliadora hacia él. Su rostro parecía menos afilado, sus líneas más suaves. Alguna vez incluso sonrió, y permitió a Godric que la besara; el chico hasta creyó detectar un incipiente entusiasmo en ella. Pero no trató de forzar las cosas, sino que siguió actuando de forma calculada hasta que sus encuentros se convirtieron, para Mary, en un hábito que no había motivos para romper. A fines de mayo todos sabían que ambos eran novios. Incluso Godefroi estaba enterado del hecho, y en dos ocasiones saludó a Godric con un cordial gesto de la cabeza cuando ambos pasaron junto a él.
Durante los últimos encuentros con Mary, Godric se percató de que el estado de ánimo de ella había cambiado: mostraba cierta timidez y vacilación, como si en su interior se librara una dura batalla. La mirada defensiva de recelo que mostraban sus ojos dio paso a una expresión más suave, de incertidumbre y temor.
Un día, a primeras horas de la tarde durante la época de la esquila, Mary subió del valle. Iba sola.
En los campos comenzaban a asomar los verdes tallos del trigo y la cebada; el heno iba adquiriendo un tono dorado. Mary continuó caminando, dejando los campos tras ella.
Había trabajado todo el día en la granja lechera junto a la mansión, adonde acarreaban los grandes recipientes de leche y donde elaboraban los quesos de leche de vaca y de cabra. Mary llevaba consigo un pequeño queso de cabra y media hogaza de pan.
Al contemplar el cerro que se alzaba ante ella, Mary comprendió que una vez que lo hubiera atravesado no podría retroceder. Pero no vaciló.
Había reflexionado detenidamente sobre su futuro. Todavía era muy joven, pero su vida podía ser corta, y no existía ninguna razón por la que no pudiera ser agradable. Luego…, Mary supuso que iría al cielo o al infierno. ¿Quién podía adivinarlo? Entretanto, sólo necesitaba saber dos cosas: tenía que comer y, si fuera posible, tenía que buscarse un hombre.
Mary acababa de rebasar la pubertad; dentro de poco esas cuestiones se harían apremiantes; y sus perspectivas no eran halagüeñas.
De momento contaba con una pequeña ventaja a su favor. Su cuerpo era aún muy aniñado, y poseía cierta frescura que el joven pastor aquejado de una joroba encontraba atrayente; y su sabio instinto le dijo: «Nunca seré más guapa de lo que soy ahora, probablemente seré más fea».
A veces, en ciertos momentos de debilidad, Mary se había puesto a pensar en los hombres que encontraba atractivos. Uno de ellos era el caballero de Avonsford. Apuesto, con el pelo canoso, distante, muy diferente de los torpes campesinos de la pequeña aldea; tan alto, tan erguido. Mary trató de adivinar sus pensamientos. Pero era un personaje de otro mundo, con quien ella sólo podía soñar. Sin embargo, cuando Mary repasaba a todos los hombres que conocía en Avonsford, comprobaba que no le atraía ninguno; y de los que había visto durante sus escasas visitas a Sarisberie o Wilton, ninguno se había dignado dirigirle la palabra.
Pero Godric sí había hablado con ella, y eso le había hecho recelar de él. A fin de cuentas, Mary sabía que no podía esperar mucho de la vida: esa certeza era lo único que tenía para protegerse contra una humillación. Por tanto Mary había deducido que si Godric le había hablado era solamente porque no había conocido a una chica que le gustara más. Pero el caso es que le había hablado, y si ello se debía a que creía no poder encontrar nada mejor, al menos, pensó Mary encogiéndose de hombros, eso demostraba que era un joven práctico.
Pues desde que Mary se había percatado de que tendría que luchar para sobrevivir, detestaba todo lo que no fuera práctico. Lo cierto era que, con el paso del tiempo, se sentía cada vez más atraída por la competencia del joven pastor. Admiraba su habilidad para tallar madera; le gustaba la comida que preparaba para ella; y, durante la semana anterior, de no haber sido tan cauta habría cedido varias veces a la tentación de sonreírle.
Su padre hablaba bien de él, lo cual era un punto a favor de Godric.
Y curiosamente, la deformidad del joven se había convertido también en un atractivo para ella. No porque se compadeciera de él, pues Mary creía que no podía permitirse el lujo de compadecerse de nadie. Pero cuando pensaba en su propio aspecto poco agraciado, le consolaba pensar que él nunca podría despreciarla.
Así pues, en esa época fecunda del año, Mary hizo un pacto con su destino al decidir entregar su vida al menudo y enclenque pastor.
Cuando Mary pasó junto a los hombres que trabajaban en las laderas, éstos se volvieron para mirarla. Era como si un viejo instinto les dijera lo que la muchacha se proponía hacer.
Las sombras comenzaban a alargarse cuando Mary llegó al lugar donde los esquiladores estaban realizando su tarea. Sobre una amplia zona, el suelo aparecía cubierto de mechones de lana blanca y el aire cargado de polvo se estremecía como una bruma. Y al igual que antes, cuando Mary pasó ante ellos los hombres alzaron la vista para contemplarla.
El esquileo había empezado a primeras horas de la mañana, y la tarea todavía iba a durar dos días más, de modo que los peones habían hecho una pausa. Junto a las pilas de sacos que contenían la lana recién esquilada, grupos dispersos de hombres charlaban con animación. El lugar ofrecía el aspecto de un campamento desordenado. Por doquier se percibía el olor agridulce de los excrementos de las ovejas.
Godric estaba ayudando a recoger la lana, y aunque Harold se acercó para saludar a Mary, el muchacho no se percató de su presencia hasta al cabo de unos momentos. Cuando la vio, sonrió y se dirigió hacia ella.
—¿Has terminado en la granja?
Ella asintió con la cabeza.
Godric observó que llevaba un paquetito.
—¿Qué es eso?
Con el rostro impasible, Mary le mostró el queso.
—Es para ti.
Godric la miró unos instantes y luego tomó el queso con aire solemne. Ella nunca le había hecho un regalo y él sabía lo que significaba: la muchacha había tomado una decisión. Los hombres que estaban junto a ellos sonrieron.
—Todavía tardaré un rato… —empezó a decir Godric, pero de pronto oyó a treinta metros la voz del administrador de la finca.
—Por hoy has terminado, Godric Body.
Sus compañeros se echaron a reír. Godric se sonrojó y miró al administrador, que sonreía de oreja a oreja. No era frecuente que el administrador le dirigiera una mirada amistosa.
—¡Vete! —gritó éste.
Godric observó a la chica. Por primera vez desde que había empezado a cortejarla, se sintió cohibido.
—¿Te apetece dar un paseo? —le preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Vayamos hacia allí —propuso Mary señalando los cerros, lejos del valle.
Cuando echaron a andar, Godric notó en la espalda el calor del sol, y ella le tomó del brazo. Harold brincaba alegremente ante los dos, persiguiendo su sombra.
Caminaron durante media hora, sin que ninguno de los dos dijera gran cosa. A su alrededor no había más vegetación que grupos espaciados de árboles. La hierba comenzaba a secarse. Dado que las ovejas habían sido conducidas al valle para ser esquiladas, en los cerros no se veía alma viviente.
Al llegar a la zona donde pastaban los rebaños de Avonsford había una hondonada, en uno de cuyos extremos se alzaba un largo edificio de piedra. Siglos atrás había sido una granja, pero en la actualidad se utilizaba sólo para alojar las ovejas; a poca distancia del caserón, el terreno formaba una depresión amplia y circular, de un metro y medio de profundidad en su centro, que incluso ahora, en plena canícula, contenía más de dos palmos de agua.
Los jóvenes se sentaron junto al borde y comieron el pan y el queso que ella había traído.
Mary miró la charca, intrigada. No parecía haber ningún riachuelo que la alimentara. Godric, al observar su perplejidad, dijo:
—Es un estanque de rocío. Fue construido para las ovejas.
A continuación le explicó que, una vez cada generación, se revestía el fondo del estanque con arcilla y paja, prensándolos muy bien a fin de que no se perdiera ni una gota de agua.
—Así —continuó Godric—, todo el rocío que cae alrededor va a parar al estanque, y las ovejas pueden beber esa agua durante todo el verano.
Y al oírle explicar los pormenores con tanto entusiasmo, Mary se dijo que se alegraba de que Godric fuera pastor, e incluso se sintió orgullosa de él.
El lugar era agradable, pero ella no quería detenerse allí más rato; el cobertizo de las ovejas estaba demasiado cerca del lugar donde los hombres estaban esquilando a los animales. De modo que al cabo de unos momentos Mary hizo que Godric se levantara y echaron de nuevo a andar.
Caminaron durante otra media hora, con las mariposas como única compañía.
Había oscurecido, pero aún hacía calor cuando llegaron al henge.
Sólo una tercera parte de los gigantescos menhires se hallaba todavía enhiesta, y menos de un tercio de las piedras de menor tamaño situadas dentro del antiguo círculo seguía en pie. La muralla de tierra no era mucho mayor que los terraplenes que dividían las parcelas en los campos. La avenida ceremonial casi había desaparecido y sólo se veía uno de los dos pilares de la entrada. A la luz de un rojo dorado con que el sol estival bañaba las deterioradas piedras grises, el antiguo templo tenía la apariencia de un lugar apacible e inofensivo.
—Dicen que lo construyeron unos gigantes —comentó Godric—. Es mágico.
Ella le cogió la mano.
—Vamos —dijo suavemente.
Mientras el sol se ponía tras el templo, Godric no reparó en el hecho de que al amanecer sus primeros rayos incidirían en el centro del círculo sagrado y se extenderían por la borrosa gran avenida, ni se percató de que aquel día la luna saldría frente al lugar donde se había puesto el sol; como tampoco comprendió, en la exultación que tomó a ambos por sorpresa, que el lugar había estado destinado a sacrificios humanos.
Godric supo que cuando Mary se quedara encinta se casarían, y eso le satisfizo.
El día de san Juan, el 24 de junio de 1139, estalló la crisis que venía amenazando el reinado de Esteban desde hacía tiempo, dando paso al período de la historia de Inglaterra conocido como la Anarquía.
El conflicto no era inesperado. Las posibilidades de que el débil gobierno de Esteban se viera contestado desde dentro, o, más probablemente, por su enérgica prima, la emperatriz Matilde, se habían acrecentado en los últimos años.
—El espíritu del Conquistador y sus hijos está más presente en la emperatriz que en Esteban —tuvo que reconocer Godefroi. Y los rumores de la inesperada llegada de Matilde crecían día a día.
Pero en el inicio del drama no estuvo implicada la emperatriz, sino el obispo de Sarisberie.
El primer acto tuvo lugar en Oxford, donde Esteban había convocado a sus magnates para una reunión del consejo; y el detonante del conflicto no fue sino una pelea en una hostería entre algunos hombres del obispo Roger y unos hidalgos al servicio de otros magnates, que estalló a propósito de una discusión sobre las habitaciones. Muchos dijeron que la disputa había sido planeada por el rey. Era posible. Varios hombres resultaron heridos y un caballero murió a consecuencia de la escaramuza.
Tanto si él lo había planeado como si no, fue la excusa que buscaba Esteban: los hombres del obispo Roger habían quebrantado la paz del rey; el obispo era el responsable. El monarca mandó llamar de inmediato no sólo a Roger sino a su hijo el canciller y a sus dos sobrinos, los obispos de Ely y de Lincoln. Les informó de que deberían dar satisfacción por la reyerta, y que de momento tendrían que entregarle las llaves de sus castillos como garantía de que podía fiarse de ellos.
Fue una medida muy oportuna. Los obispos quedaban así indefensos, alejados de sus fuertes. La decisión del rey les pilló desprevenidos; pero si fueran leales, entregarían las llaves inmediatamente.
Sin embargo los obispos vacilaron.
El rey comprendió lo que debía hacer. Dejó que regresaran a sus aposentos. Luego envió a sus hombres a arrestarlos.
Pero como de costumbre, Esteban no había dispuesto convenientemente la trampa, y aunque el obispo Roger, su hijo y el obispo de Lincoln fueron capturados, Nigel, el obispo de Ely, logró escapar.
—Se ha ido a Devizes —informó el excitado mensajero a Godefroi—. Se ha pertrechado en el castillo y el rey se dirige hacia allí.
El cuadro no podía ser más claro. Las ciudades situadas en un amplio círculo alrededor del terreno elevado de Sarum: Marlborough, cuarenta kilómetros al norte, luego Devizes, Trowbridge y Malmesbury al noroeste, Sherborne al suroeste, y finalmente Sarisberie en el centro —unas ciudades mercantiles dotadas cada una de las ellas de un recio castillo— serían el escenario de las operaciones. Gracias a Dios que Godefroi había enviado a su familia a Londres. Era imposible adivinar lo que sucedería; pero en cuanto a su propia posición, el noble procuraría acercarse lo más posible al centro, para comprobar en qué sentido soplaba el viento. Era preciso obrar con rapidez.
Al cabo de una hora Godefroi habló con Nicholas.
—Fortifica la mansión, Masoun —le ordenó—. Parto para Devizes.
La instalación del campamento real en las afueras de Devizes, como muchas de las operaciones emprendidas por Esteban, había sido acometida precipitadamente y de forma desorganizada. Godefroi no tardó en hallar las dos tiendas de campaña ocupadas por William de Sarisberie y su hermano Patrick, y antes de entrar, uno de los jóvenes hidalgos le refirió las últimas noticias.
—El obispo Roger ha sido detenido —dijo señalando una tienda de campaña junto a la cual montaban guardia dos hombres—. No ha probado bocado desde que partimos de Oxford. Y su hijo el canciller está encerrado en una mazmorra.
Godefroi emitió un pequeño silbido. Eso constituía un duro revés para la poderosa familia de advenedizos.
—¿Quién hay allí? —inquirió indicando el recio castillo emplazado dentro de las murallas de la población.
—El obispo de Ely. Tiene consigo a Matilde de Ramsbury.
Ésta, una mujer morena y atractiva, era la amante del obispo Roger y madre del canciller.
El caballero se echó a reír.
—Menudo golpe para la familia. ¿De modo que el rey se ha propuesto hundirlos?
El joven le dirigió una mirada curiosa.
—Veremos si lo consigue. Podéis pasar.
Los dos hermanos se encontraban en la tienda de campaña, conversando con otros caballeros. Cuando William vio entrar a Godefroi se quedó un tanto sorprendido y miró al hidalgo con recelo; pero al comprender que no era probable que el caballero de Avonsford estuviera intrigando con otros nobles, se dirigió hacia él y le tendió la mano. Al igual que su hermano, William de Sarisberie era un hombre alto y delgado, con un rostro alargado de rasgos armoniosos, cuya corrección se veía empañada únicamente por una nariz brutal y ligeramente ganchuda.
—No os hemos mandado llamar, Richard, pero nos alegramos de que hayáis venido —dijo en tono cordial—. ¿Os habéis enterado de la noticia?
Godefroi asintió con un gesto. William ladeó un poco la cabeza y murmuró:
—Es posible que el rey pueda ganar esta escaramuza, si consigue resistir.
—¿Lo hará?
William hizo una mueca.
—Sólo Dios lo sabe. Es como el viento: moviéndose continuamente pero cambiando siempre de dirección. Comienza bien las cosas pero nunca las termina. Quizá se aburra y suspenda el asedio.
—Si lo hace, ¿qué pasara?
El magnate miró fijamente a Godefroi.
—Ya os comunicaremos lo que debéis hacer —repuso, y se alejó.
Aquel día Godefroi vio al rey en varias ocasiones. Esteban se paseaba por el campamento con la cabeza descubierta, como de costumbre, acompañado por un grupo de nobles. Godefroi observó que su pelo rizado comenzaba a clarear. Pero parecía muy animado. Su general, William de Ypres, había apostado a sus hombres frente a las puertas del castillo, dispuesto a llevar a cabo un asedio en toda regla. Pero la tarde en que llegó Godefroi, de pronto salió un emisario de la tienda de campaña del rey y se lanzó al galope hacia la población.
El mensaje del rey sorprendió incluso a William de Sarisberie.
—Les ha dicho que a menos que se rindan colgará al canciller frente a las puertas del castillo —explicó William a Richard—. En cuanto al obispo Roger, el rey dice que puesto que ha comenzado a ayunar, puede seguir haciéndolo hasta que se muera de hambre. No le dan nada, ni agua siquiera.
Pero si el monarca creía que de esta forma iba a resolver el problema, había subestimado al obispo de Ely.
—El obispo de Ely dice que el rey puede colgar y matar de hambre a quien quiera —contó muy excitado a Godefroi el caballero que montaba guardia ante la tienda de campaña de William, quien no tardó en confirmarlo.
—El obispo de Ely ha aceptado el reto del rey —comentó William fríamente—. Veremos qué pasa.
A la mañana siguiente sacaron al canciller, un hombre corpulento y calvo, de su tienda de campaña. Estaba maniatado y tenía una soga en torno al cuello. Lo montaron en un caballo y lo condujeron hasta las murallas del castillo antes de llevarlo de regreso al campamento. Pero los ocupantes del castillo no respondieron a ese gesto.
Por la tarde utilizaron otra táctica: enviaron al obispo Roger a hablar con los rebeldes.
Godefroi vio cómo seis hombres armados lo conducían hasta allí. Incluso custodiado por unos guardias y tras varios días de ayuno, el obispo presentaba un aspecto que imponía; el ayuno no había reducido su voluminosa barriga y al caminar le temblaba la papada. Roger avanzó sin mirar a diestro ni a siniestro, y Godefroi, como de costumbre, se estremeció al verlo. Aquel hombre irradiaba un aura de poder y ferocidad que jamás le abandonaba.
Pero la conferencia que se celebró frente a las puertas de la ciudad entre el obispo Roger y su sobrino fue un fracaso. Roger, con su espíritu práctico, vio de inmediato que era preferible entregar el castillo y reconquistar el favor del rey; la resistencia sólo serviría para debilitar la postura de su sobrino y podía costarle la vida a su hijo. Pero era evidente que a Nigel de Ely le tenía sin cuidado que mataran a su primo y que su tío muriera de hambre, y al cabo de unos minutos Roger regresó al campamento.
Al día siguiente continuó el enfrentamiento entre el rey y el obispo de Ely. William de Sarisberie comenzó a impacientarse.
—Si el rey va a colgar al canciller, ¿por qué no lo hace de una vez? —preguntó irritado.
Era su falta de firmeza lo que hacía de Esteban un mal gobernante; si el monarca era incapaz de cumplir su amenaza, hasta un humilde caballero como Godefroi veía que jamás habría orden en el reino.
Transcurrió otro día.
Entonces, inopinadamente, Esteban consiguió cuanto se había propuesto. Llegó un mensajero de la población ofreciendo la rendición del castillo si el obispo Roger y su hijo eran liberados. Al cabo de pocos minutos acordaron los términos y el rey recorrió el campamento sonriendo muy ufano.
Pero aquella victoria no impresionó a los magnates.
—No fue el obispo de Ely quien envió el mensaje —dijo William a Godefroi—. Fue Matilde de Ramsbury; no podía soportar que colgaran a su hijo. —El noble esbozó una mueca de disgusto—. El rey ha tenido suerte. Pero si la emperatriz invade Inglaterra, Esteban no conseguirá atemorizarla tan fácilmente.
Pero de momento, Esteban se sentía satisfecho. Tenía los castillos de Devizes, Malmesbury, Sherborne y Sarisberie; no sólo eso, tenía el tesoro y las armas que el obispo Roger había amontonado en ellos. La inminente crisis parecía haberse desvanecido.
Aquella noche se celebró una fiesta, a la que Godefroi fue convidado por William, y a la mañana siguiente los hombres empezaron a levantar el campamento.
Pero el caballero de Avonsford había de llevarse otra sorpresa. Cuando estaba ensillando su montura, de pronto vio una figura que se abría paso entre las tiendas de campaña y los caballos de carga. Era William atte Brigge.
Mostraba una expresión seria pero decidida. Atravesó apresuradamente el campamento, deteniéndose tan sólo para preguntar dónde se hallaba el rey. Pues el quisquilloso curtidor, al enterarse de que el soberano se encontraba cerca, había acudido a solicitar justicia real en el caso referente a la granja Shockley.
Esas peticiones no eran desusadas: la corte del rey existía en cualquier lugar donde se hallara el monarca, y cualquier hombre libre tenía derecho a la justicia real. Anteriormente los litigantes seguían a los monarcas normandos por toda la isla, e incluso al otro lado del mar, hasta Normandía, para tratar de exponer su caso ante el rey.
Tan pronto como Godefroi vio el hosco semblante del curtidor adivinó el motivo de su visita; dado que acababa de enviar al granjero de Shockley a Londres con su esposa, no podía por menos de sentirse responsable de él. Soltando una blasfemia, corrió tras él.
El caballero no tenía por qué preocuparse. Cuando William atte Brigge llegó al lugar donde se encontraban el rey y un grupo de nobles, expuso su solicitud sin rodeos al caballero que le preguntó el motivo de su presencia en el campamento: le habían traicionado, le habían arrebatado su granja; había venido para pedir al rey que dispensara su justicia. Sus airadas palabras brotaban a borbotones. Pretendía que el monarca le atendiera de inmediato.
Esteban lo miró sorprendido, luego sonrió.
—¿De dónde vienes?
—De Wilton —repuso el curtidor.
Esteban se volvió hacia el grupo de hombres que le rodeaba.
—Tenemos un castillo cerca de aquí —comentó. Los nobles rompieron a reír. William atte Brigge los miró, enojado.
—Escucharé tu caso, curtidor —dijo el rey—; en mi castillo de Sarisberie. —Y con eso indicó a Brigge que se retirara.
El curtidor se mostró satisfecho. Aunque los nobles se hubieran reído de él, el rey le había prometido escuchar su caso. Complacido. Brigge dio media vuelta para marcharse, y Godefroi, moviendo la cabeza con perplejidad y preocupado no sólo por la osadía del curtidor sino por los problemas que ello podía causar a su amigo de Shockley, montó en su caballo y regresó a Sarum.
Se sentía francamente inquieto. Al margen del triunfo temporal que hubiera logrado el rey, mientras cabalgaba por el terreno elevado recordó las palabras del magnate:
—Nosotros os diremos lo que debéis hacer.
Había otra cosa que le preocupaba, y durante los meses siguientes en Sarum, mientras esperaba a ver el rumbo que tomaban las cosas, Richard de Godefroi se sintió presa de una profunda desolación.
Lo que le inquietaba no era sólo la anarquía política que crearía una guerra entre Esteban y la emperatriz, ni el ambiente de traición que flotaba sobre Sarum, ni siquiera el temor de que en aquellos tiempos de incertidumbre él pudiera perder sus tierras.
Era algo más profundo, la convicción de que no sólo Inglaterra, sino toda la cristiandad, estaba enferma. Godefroi lo había intuido al observar la conducta de los obispos en Devizes. Pues aunque era un hombre sensato y realista, el caballero de Avonsford seguía creyendo que la Iglesia era sagrada. Pero ¿cómo podía serlo con esos tres obispos?
—Creo en la Iglesia de nuestro Señor —confesó a John de Shockley al cabo de unos días—. Pero no sé dónde hallarla.
En otros tiempos, pensó Godefroi, las cosas eran más sencillas. Ningún hombre podía dudar de la santidad del obispo Osmund. Durante los reinados anteriores casi nadie había cuestionado la autoridad de esos grandes servidores de la Iglesia, como el arzobispo Lanfranc o el erudito Anselmo. ¿Acaso no habían hecho santa a Edith, la antigua abadesa de Wilton y miembro de la antigua casa real sajona? Cuando el papa León había anunciado la Primera Cruzada, ¿acaso alguien puso en duda que al ir a luchar contra los sarracenos cumplían la voluntad de Dios? Ésa era la Iglesia verdadera; la Iglesia que gobernaba la vida espiritual de toda Europa al igual que, tiempo atrás, Roma había gobernado el mundo temporal con sus ejércitos; la Iglesia que constituía la indiscutible voz de la autoridad moral; la Iglesia que ordenaba a los mismos monarcas que observaran unos días de paz; la Iglesia que, a pesar de sus defectos, se renovaba constantemente.
Los obispos debían ser hombres de Dios, nombrados por el rey, ciertamente; podían ser, también con la autorización real, propietarios de vastas tierras; pero debían proceder de los monasterios o ser designados por sus congregaciones, como antiguamente. Tal era el punto de vista de Godefroi, pero estaba dispuesto a modificarlo en un aspecto. Desde hacía tiempo existía la costumbre de que el rey recompensara a sus servidores más leales con unos prósperos obispados; éstos lógicamente no eran transferibles y, dado que eran tierras de la Iglesia, al rey no le costaba nada concederlos. Se trataba de un compromiso; pero en él Godefroi no veía nada malo siempre y cuando los servidores del rey fueran hombres dignos. Pero lo que acababa de presenciar era la actuación de tres canallas de una familia de advenedizos que se burlaban del sagrado título que ostentaban. Y hasta el rey parecía aceptarlo. Aquello había provocado en Godefroi una profunda repugnancia.
Tanto la Iglesia como el estado eran necesarios; pero debían constituir los lados opuestos de una misma moneda cristiana, y estar en mutua armonía.
Pero ya no era así. En recientes generaciones había estallado un nuevo conflicto, un conflicto entre el poder del estado y la autoridad religiosa, regnum et sacerdotum, que había de persistir durante toda la Edad Media y más allá de ésta. ¿Quién era superior en la Tierra, el Papa o un monarca? ¿Quién otorgaba a los obispos su autoridad espiritual y sus propiedades, el vicario de Roma o el rey? ¿Quién elegía a los abades y a los obispos? Si un sacerdote cometía un delito, ¿debía ser juzgado por la corte del rey o por el obispo? En el mejor de los casos, se trataba de una disputa entre el rey y la Iglesia universal, la cual estaba empeñada en conservar su independencia espiritual. En el peor, era un pretexto que daba pie a una cínica política de poder entre el monarca y la Iglesia, poseedora de vastas propiedades. Fue justamente esa lucha de poder la que, en el siguiente reinado, tuvo unas nefastas y sangrientas consecuencias cuando Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury, fue asesinado.
En los meses que siguieron a la escena de Devizes, la disputa adquirió sus tintes más cínicos. En virtud de su Carta de Libertades, Esteban había confirmado que la Iglesia permanecería libre de toda injerencia secular. Así pues, el obispo Roger y sus viles sobrinos, basándose en que habían sido ordenados sacerdotes, declararon que el rey no tenía ningún derecho a ponerles la mano encima. Los otros obispos, respaldados por ese maestro de la hipocresía, Enrique, hermano de Esteban y obispo de Winchester, les apoyaron. A fines de agosto se reunió un consejo de obispos en Winchester con la pretensión de que el rey compareciera ante ellos para darles cuenta de su conducta.
Por fortuna, a principios de septiembre, Esteban ganó su caso cuando el arzobispo de Ruán llegó de Normandía para recordar al consejo de Winchester que los obispos no tenían ningún derecho a pertrecharse en castillos fortificados. Los obispos principales del reino se postraron de rodillas ante el monarca, y Roger regresó con el rabo entre las piernas a Sarisberie, donde se encerró y apenas fue visto.
Pero aquel asunto dejó a Godefroi muy deprimido.
Si el reino de Dios en la Tierra era como un gran castillo, pensó, esos consejos sólo servían para cubrir las grietas con una mano de cal. Los cimientos estaban podridos.
A fines de septiembre ocurrió el desastre. La emperatriz Matilde desembarcó en Arundel, en el sureste.
Fue entonces, ante la estupefacción de Godefroi y prácticamente de todos los caballeros de Inglaterra, que Esteban cometió la mayor torpeza de su reinado. Siguiendo el consejo del traidor obispo de Winchester, el rey permitió alegremente a la emperatriz atravesar su reino sin tropezarse con el menor obstáculo para ir a reunirse con sus partidarios, los cuales se habían congregado en el baluarte occidental de Bristol.
Cualesquiera que fueran los motivos de tan extraordinaria decisión, ésta precipitó la guerra civil, que estalló al cabo de un mes.
Era exactamente lo que había temido Godefroi: ¿alcanzaría el conflicto a Sarum?
El caballero aguardó a ver el rumbo que tomaban los acontecimientos.
Godric Body y su perro anduvieron sigilosamente a lo largo de las murallas del castillo. El pastor sentía el tibio sol del atardecer sobre su joroba. Avanzó con cautela, manteniendo a Harold junto a él, pues no quería ser observado mientras atravesaba el terreno cubierto de hojas otoñales.
Habían transcurrido unos días desde la fecha de san Miguel. Habían recolectado la última cosecha y en los grandes campos habían comenzado a plantar nuevas semillas. En las laderas de las colinas, la marca roja que los carneros llevaban en el pecho, pintada a fin de que éstos dejaran una señal sobre cada oveja que montaran, empezaba a desvanecerse. Cada mañana Godric se encargaba de mantener a las ovejas encerradas en los apriscos un rato más, hasta que el sol hubiera secado el moho que cubría la hierba, para evitar que las ovejas enfermaran al comerla. La época cálida y húmeda del otoño era una época peligrosa en el calendario de los pastores.
Dos días antes, la última de las ovejas viejas había sido sacrificada y salada, y el día de Todos los Santos celebrarían un gran festín en la aldea y degustarían la sabrosa carne de los animales que habían sacrificado.
Pero aquella tarde Godric no pensaba en las ovejas, sino en el puerco que había robado a William atte Brigge.
Godric había supuesto que para fines de verano el curtidor habría olvidado el episodio; pero no fue así, y su entrevista con el rey había dejado a William tan exultante que el día de Todos los Santos había decidido ofrecer una recompensa de tres marcos a cambio de alguna información sobre el animal. Era una cantidad superior a lo que valía el puerco, pero William era un hombre obstinado y quisquilloso, y estaba rabioso porque hasta el momento su recompensa no había dado ningún resultado.
Godric había obrado con mucha cautela. Habían pasado cuatro meses desde la última vez que se acercara al lugar donde estaban enterrados los restos del animal; los había escondido tan bien que el pastor estaba seguro de que nadie los hallaría jamás. No obstante, una mezcla de prudencia y curiosidad le había llevado a visitar de nuevo el lugar para cerciorarse de que nadie lo había descubierto.
Tras dejar el río a sus espaldas se había dirigido lenta y sigilosamente hacia el bosque.
Era un magnífico mes para la caza: los ciervos y gamos estaban en celo y desde la fiesta de la Sagrada Cruz, a mediados de septiembre, el jabalí había echado carnes y podía ser cazado también. Godric sabía que los guardas forestales estarían por los alrededores y se mantuvo alerta.
Le llevó media hora alcanzar el lugar: una depresión en el terreno oculta por una tupida mampara de cañas. Godric lo inspeccionó detenidamente. Los restos del cerdo se hallaban enterrados a un metro de profundidad, a salvo bajo las capas de tierra que los cubrían. Por lo demás, el suelo estaba cubierto de hojas, por lo que era imposible detectar la presencia del animal. Satisfecho, el pastor siguió caminando. Quizá pudiera atrapar un conejo.
Pero no lo consiguió; y después de recorrer el bosque describiendo un amplio arco, Godric decidió regresar a casa.
Casi había anochecido cuando vio el ciervo.
Se encontraba en una hondonada, semioculto entre unos árboles jóvenes, adonde el cervato había acudido para comer; luego evidentemente había ocurrido algo, y Godric adivinó en el acto de qué se trataba. El pastor se acercó al venado.
Éste había caído en una ingeniosa trampa formada por unas ramas entrelazadas entre los árboles con el fin de atrapar los cuernos de un venado cuando agachara la cabeza para comer, o las patas de un cervatillo. La trampa había cumplido su misión: las patas delanteras del cervato habían quedado enredadas entre las ramas y el pobre se había partido una al tratar de liberarse. El pequeño animal permanecía inmóvil, temblando lastimosamente.
A Godric le disgustaban las trampas: era un método de caza cruel, pero sabía que no debía tocar a uno de los ciervos del rey; por otra parte, aunque podía avisar a un guarda forestal, no deseaba encontrarse con uno yendo acompañado por Harold, puesto que aún no le había cortado las garras al perro. Lo más prudente era alejarse cuanto antes de la trampa, que era ilegal.
Pero no lo hizo. Movido por una mezcla de curiosidad y preocupación, Godric se ocultó a unos cincuenta metros de donde se encontraba el cervato y aguardó.
Empezó a anochecer. No apareció nadie. Pero algo —¿tal vez la curiosidad?— hizo que Godric permaneciera allí.
De golpe el animal comenzó a quejarse.
No era un sonido potente; en ocasiones no era sino un resuello, seguido por un débil gemido; pero luego aumentaba hasta convertirse en un plañido que concluía con un lúgubre y estremecedor lamento cuyo eco resonaba suavemente a través del bosque. Era el grito desolado de un animal abandonado.
En una ocasión, a lo lejos, Godric creyó oír el aullido de un lobo. De hecho había pocos lobos en Sarum, pero de vez en cuando aparecía uno en las lindes del bosque y mataba a las ovejas que no estaban protegidas. El ciervo percibió también aquel sonido y durante un rato cesó de quejarse.
Pero luego, al cabo de unos minutos de silencio, el animal, solo e invisible, comenzó de nuevo a gemir en la oscuridad. Parecía como si pidiera auxilio a Godric.
El pastor no pudo resistirlo más.
Sabía que los guardias forestales tendrían que matar a un ciervo que se había partido una pata; de eso no cabía la menor duda.
—Si he sido capaz de ocultar a un cerdo —pensó Godric—, ¿por qué no voy a poder ocultar a un cervatillo? —Salió sigilosamente de su escondite—. Mañana Mary comerá venado —se dijo.
Cuando llegó adonde estaba el ciervo, le rodeó el cuello con los brazos para calmarlo. El cervato se echó a temblar. Luego, Godric extrajo disimuladamente su cuchillo y puso fin al tormento del animal.
Al cabo de unos momentos el ciervo se desplomó en el suelo, y Godric se arrodilló junto a él.
El súbito ladrido que emitió Harold no dio tiempo a Godric a incorporarse antes de notar que una mano le aferraba el hombro y oír la voz de Le Portier, el agister, que llevaba un buen rato observándolo desde otro lugar.
Richard de Godefroi estaba solo en la arboleda de tejos gozando de los últimos rayos del sol otoñal y releyendo, por enésima vez, la historia que Geoffrey de Monmouth había escrito sobre el rey Arturo, cuando, al alzar la cabeza, vio la figura achaparrada de Nicholas dirigiéndose hacia él. ¿Cómo se atrevía aquel tipo a irrumpir en su refugio privado?
Pero el albañil, con el rostro congestionado y sudando copiosamente, no se dejó amedrentar por el gesto ceñudo del caballero ni por el tono brusco de su voz cuando éste preguntó:
—¿Qué pasa, Masoun?
—Mi sobrino Godric, milord —contestó el atribulado Nicholas—. Dicen que ha robado un ciervo. Ayudadnos.
Al oír esta noticia el caballero se levantó, cerró el libro y echó a andar sin decir una palabra.
La situación no podía ser peor, según comprobó Godefroi cuando llegó a la vivienda del agister situada en el bosque y habló con él.
Lo peor que le podía pasar a un hombre al que sorprendieran violando las leyes forestales normandas era que lo encontraran con las manos manchadas de sangre —algunos lo llamaban con las manos rojas—; y Godric no sólo tenía las manos ensangrentadas, sino que le habían pillado en el momento en que mataba al ciervo.
—Y no le ha cortado las garras a su perro —informó Le Portier a Godefroi.
Acto seguido Le Portier sacó a Harold de la pequeña perrera donde le había encerrado e insistió en demostrar que era demasiado grande para pasar a través del aro de cuero. Era ésta una prueba a la que debían someterse todos los perros cazadores, y sólo los más chicos y capaces de atravesar el aro podían eludir la operación de cortarles las garras.
—¿Y la historia del chico?
Aquella mañana el caballero había pasado una hora con Godric en la casa del guarda forestal, donde aquél permanecía detenido, y había escuchado con paciencia su relato; aunque resultaba un tanto inverosímil, Godefroi había decidido que probablemente era cierto.
Pero Le Portier le miró impertérrito.
—Da lo mismo —contestó—. Tenía las manos manchadas de sangre, y según la ley…
—Ya sabemos lo que dice la ley —le interrumpió el hidalgo, irritado. En un tribunal de justicia las explicaciones del muchacho serían inútiles—. Pero ¿estáis seguro de que el caso se oirá ante un tribunal de justicia? ¿Y si el chico ha cometido un error?
Entonces correspondería al swanimote, el consejo de funcionarios forestales, oír el caso en su tribunal de embargo antes de decidir si debían referirlo a los jueces para que procesaran formalmente al joven pastor, y la declaración del agister era crucial.
—¿Estáis seguro de que el muchacho debe ser acusado? —inquirió Godefroi.
Pero si el agister tenía alguna imaginación, parecía resuelto a no utilizarla.
—Los términos de la ley son claros —repuso, mirando a Godefroi con la misma expresión impertérrita y sonrisa artificial.
Aquella noche el caballero dijo a Nicholas con tristeza:
—No tengo muchas esperanzas, Masoun. —Pero no se rindió. El siguiente mes fue un período crítico.
El pobre Godric no pudo haber elegido peor momento para enemistarse con los guardias forestales. El swanimote debía reunirse el día de san Martín, el once de noviembre, e inmediatamente después se reuniría el tribunal de embargo. Quedaba menos de un mes. Posteriormente, a menos que alguien lograra impedirlo, Godric tendría que comparecer ante los jueces. La corte de Forest Eyre solía visitar Wilton sólo una vez cada tres años; pero, por desgracia, le tocaba reunirse aquel mes de noviembre y, como no tardó en descubrir Godefroi, los funcionarios forestales estaban empeñados en castigar a quienes vulneraran la ley.
—Esperan que castiguemos a unos cuantos, de lo contrario dicen que no cumplimos con nuestro deber —le explicó uno de los caballeros que inspeccionó el bosque.
No obstante, Godefroi hizo cuanto pudo, no sólo porque creía que el joven seguramente era inocente, sino porque éste era un buen trabajador y sobrino del albañil, por quien sentía una gran simpatía. Habló con Waleran, el funcionario encargado de vigilar la parte del bosque que se prolongaba hasta la costa, y que iba a presidir el tribunal de embargo. Habló con los guardas forestales y los hidalgos que componían el tribunal, y a instancias suyas, varios de ellos se entrevistaron con Godric. A fines de octubre muchos de ellos simpatizaban con él. Pero tal como dijo Waleran a Godefroi:
—Yo me mostraría benévolo con él, pero si el agister insiste en que lo sorprendió con las manos ensangrentadas, no hay nada que hacer. Tendrá que comparecer ante el Forest Eyre.
—¿Y entonces?
Waleran no respondió a la pregunta. Ambos sabían lo que ocurriría entonces.
Godefroi se entrevistó en dos ocasiones con Le Portier, pero el agister no estaba dispuesto a ceder.
Las noticias de más allá de Sarum tampoco eran halagüeñas. Todo indicaba que el país estaba abocado a la anarquía. Pese al triunfo de Esteban ante los obispos, las fuerzas rebeldes habían incrementado su dominio en el oeste. Habían tomado Malmesbury. Wallingford, cerca de Oxford, constituía otro de sus baluartes. Al poco tiempo otros fuertes, como Trowbridge, cayeron en sus manos. Como de costumbre, Esteban corrió de un lugar conflictivo a otro, siempre activo, pero sin conseguir nada. A principios de noviembre, Godefroi se enteró de que las importantes poblaciones de Worcester y Hereford, en la región central, estaban a punto de caer también en poder de los rebeldes.
—Antes de Navidad —comentó a John de Shockley—, todo el sector occidental de Inglaterra será suyo.
Dio gracias a Dios de que su esposa y sus hijos estuvieran a salvo en Londres.
El granjero había cumplido bien su misión, instalándolos en un lugar seguro y, aunque estaba preocupado por su granja y por sus problemas con el curtidor, no quiso marcharse de allí hasta al cabo de un mes, cuando estuvo seguro de que sus parientes velarían por la seguridad de la esposa y los hijos del caballero. Godefroi se mostró agradecido; pero cuando preguntó al sajón qué podía hacer por él a cambio de ese favor, John se echó a reír y contestó:
—Matar a William atte Brigge en mi nombre, milord.
Godefroi se dijo que no pasarían muchos días antes de que la guerra llegara a Sarisberie; pero de momento todo estaba tranquilo. Un puñado de hombres del rey había ocupado la guarnición; y si William de Sarisberie, o los Giffard u otros magnates tramaban alguna traición, aún no habían dado muestra de sus intenciones. En cuanto al obispo Roger, apenas le habían visto desde su regreso, y corrían rumores de que padecía fiebres cuartanales. Godefroi tenía la sensación de que una nube de desolación se cernía sobre toda la región.
Su propia depresión se agudizó cuando, a principios de noviembre, vio a la joven Mary. La muchacha se encontraba una tarde en la calle, en Avonsford, cuando él pasó a caballo frente a ella, y aunque Mary agachó la cabeza en señal de respeto, el caballero se percató de que lo observaba con expresión recelosa. Godefroi se detuvo para saludarla, pero cuando le informó de que cabía la posibilidad de que Godric escapara con vida del trance en el que se hallaba, Mary meneó la cabeza con tristeza y señaló su vientre.
Godefroi la miró.
—¿Estás encinta?
La muchacha asintió.
—Haremos cuanto podamos por él.
Ella alzó la cabeza. Parecía exhibir una expresión de desdén, aunque era difícil asegurarlo.
—Ha matado un ciervo, ¿no? Por lo tanto lo ahorcarán —dijo la joven con voz inexpresiva pero amarga.
Antes de seguir cabalgando, Godefroi murmuró un comentario muy vago, pero supuso que la chica probablemente estaba en lo cierto.
A medida que se aproximaba el día del juicio las esperanzas iban menguando. Llegó la noticia de que los rebeldes habían tomado no sólo Worcester y Hereford, sino otros dos castillos en el suroeste.
—Quizá los jueces forestales no vengan —apuntó Godefroi a Waleran, pero éste movió la cabeza negativamente.
—Todo el país, excepto el oeste, está en manos del rey. Vendrán.
La noche anterior a la reunión del consejo de funcionarios forestales, Nicholas fue a ver a Godefroi con una última propuesta. Llegó a la mansión al anochecer; su rostro mofletudo parecía haber adelgazado y tenía una expresión preocupada; sus dedos cortos y rollizos sostenían un pequeño talego de cuero que entregó con aire solemne al caballero, rogándole que lo abriera. Godefroi contó el contenido del talego sobre la mesa: nueve marcos, o sea seis libras; una suma que a buen seguro Nicholas había tardado muchos años en reunir. El albañil parecía turbado, temeroso de mirar a Godefroi, pero al mismo tiempo resuelto.
—¿Qué es esto, Masoun? —preguntó el caballero.
—Es para el agister —respondió Nicholas solemnemente.
—Nueve marcos.
—Es cuanto tengo, milord.
Godefroi arrugó el ceño.
—¿Pretendes que trate de sobornarlo? —El caballero pensó en el envarado y serio agister, siempre tan preciso con cada pormenor de sus informes.
Nicholas se sonrojó, pero asintió con la cabeza.
El caballero de Avonsford se sintió en parte enojado y en parte divertido.
—¿Crees realmente que lo aceptará?
—Algunos dicen que acepta sobornos —masculló el albañil.
Godefroi se quedó atónito. Conocía a Nicholas desde hacía muchos años y sabía que era incapaz de mentir. Al parecer en Sarum se llevaban a cabo unas operaciones clandestinas que él desconocía.
—¿Y te atreves a pedirme que haga esto? —preguntó indignado.
Nicholas clavó la vista en el suelo. Sus regordetas manos no dejaban de temblar, pero no se movió.
—Sólo soy un pobre villano, milord. El agister no se dignaría hablar conmigo.
«Pero aceptaría tu dinero», pensó Godefroi.
—¡Largo de aquí! —gritó.
Nicholas se marchó apresuradamente. Pero los nueve marcos permanecieron sobre la mesa.
A la mañana siguiente, movido por la curiosidad, Godefroi fue temprano a casa del agister. Sin decir una palabra, le arrojó el pequeño talego; y se quedó estupefacto ante la reacción del funcionario forestal. Con la misma expresión impertérrita y sonrisa artificial que exhibía siempre, Le Portier contó el dinero.
—¿Deseáis que el chico se libre de la horca? —preguntó.
—Es evidente —repuso secamente el caballero.
—Nueve marcos no son suficientes —dijo Le Portier con expresión serena.
—Es cuanto puedo daros.
Le Portier meneó la cabeza. Sin apenas dar crédito a sus oídos, Godefroi inquirió:
—¿Cuánto queréis?
—¿Por Godric Body? Doce marcos.
Con un gesto de desdén el caballero le entregó otros tres marcos. El agister se inclinó respetuosamente.
—¿Cómo conseguiréis librarlo de la horca?
Le Portier reflexionó unos instantes antes de responder.
—El ciervo era de calidad inferior, no apto para la mesa del rey —dijo con aire pensativo—. El delito sigue siendo grave, pero el tribunal se mostrará menos intransigente. Harán menos preguntas. —Le Portier se detuvo—. Además —continuó apretando sus delgados labios—, el otro día vi una trampa idéntica, y a un hombre que huía. Godric Body estaba preso, de modo que probablemente no fue él quien colocó la trampa.
Godefroi le escuchó con atención.
—En cuanto a que el chico degollara al ciervo —prosiguió Le Portier—, diré a los jueces que yo le ordené que lo hiciera, al ver que el animal se había roto una pata. En aquellos momentos supuse que había sido él quien había colocado la trampa, de modo que en ese sentido le pillé con las manos manchadas de sangre. —El funcionario parecía satisfecho—. Por supuesto, tendrá que cortarle las garras a su perro. Y tendrá que pagar una multa por no haberlo hecho aún.
Godefroi no pudo por menos de admirar la astucia de aquel individuo.
—Deberías haber sido sacerdote —murmuró secamente, y tras eso se marchó.
Era sabido que el cargo de funcionario forestal generaba pingües beneficios, conseguidos por lo general formulando acusaciones ilegales, lo cual equivalía a una forma moderada aunque reprobable de extorsión. Pero la calma que exhibía el agister en un asunto que podía costarle la vida al joven disgustó a Godefroi.
—Espero que os ahorquen un día —dijo el caballero antes de alejarse. Le Portier se limitó a observarlo mientras sus delgados labios esbozaban la acostumbrada sonrisa forzada.
«Qué tipo tan extraño», pensó Godefroi. No sabía nada sobre los ancestros de Le Portier, pero de haberse enterado de que los antepasados de éste, los Porteus, habían luchado con el rey Arturo, se habría quedado pasmado. De pronto, con gran perspicacia, el caballero murmuró:
—Tan tieso y riguroso como un antiguo romano; pero su único mérito es la precisión con que manipula el dinero…, el dinero de cualquiera.
Mientras se dirigía a caballo hacia el castillo de Sarisberie, su ira se fue disipando.
«Al menos —se dijo—, he logrado salvar al chico».
La asamblea de funcionarios forestales duró buena parte de la mañana, pero por fin se reunió el tribunal que había de juzgar el caso.
El juicio se celebró en el castillo, y estuvo presidido por Waleran. Todos los funcionarios forestales se hallaban presentes: los caballeros inspectores, los guardas mayores de los bosques reales, los guardas forestales, los encargados de supervisar la tala de árboles y los agisters. Cada uno lucía sobre su jubón la insignia de su cargo: los inspectores un lazo, los guardas un cuerno. Tras seleccionar a un jurado de doce entre los presentes se inició la sesión. Aunque era un juicio privado, dejaron las puertas abiertas y una pequeña multitud entró para asistir al mismo. Godefroi se colocó en primera fila; Nicholas unos pasos detrás de él.
Por el rabillo del ojo el caballero vio a Mary y a William atte Brigge abriéndose paso entre la multitud en el preciso instante en que daba comienzo el juicio.
Waleran no perdió el tiempo. Cuando los guardias trajeron a Godric, el presidente del tribunal se volvió hacia el agister y le ordenó secamente:
—Exponed vuestro caso, Le Portier.
Godefroi observó fijamente al agister. Éste se puso de pie. Su rostro aparecía sereno, y el caballero creyó ver que le dirigía una breve mirada y un esbozo de sonrisa.
—La acusación no es la misma que la expuesta con anterioridad —empezó a decir el agister en tono untuoso.
Pero no pudo continuar.
Pues un grito interrumpió la sesión.
La mañana anterior al juicio, Mary estaba convencida de que iban a ahorcar a Godric Body; y al meditar sobre su nueva situación, comprendió que el futuro que se abría ante ella era bastante deprimente.
Era pobre, poco agraciada y estaba esperando un hijo. De no haberse liado con Godric, quizás habría logrado atrapar a otro hombre, aunque la cosa era dudosa. Pero ¿quién iba a querer casarse ahora con ella? Mary conocía perfectamente la respuesta. Y no tenía más que catorce años.
De nuevo, se formuló las preguntas que le habían dado tanto que pensar el verano pasado. ¿Tendría una vida larga? No le resultó difícil imaginársela. Con suerte, trabajaría en la mansión otros cuarenta años; o quizá trabajara en los campos, lo cual aceleraría su muerte. Entretanto, tendría que mantener al niño.
—Ojalá este feto se muriera —pensó Mary.
Pero estaba segura de que la criatura que llevaba en su vientre era sana.
La conducta de la gente de la aldea le hizo darse cuenta de su situación con mayor claridad. Nicholas estaba demasiado preocupado con sus propios proyectos para pensar en la muchacha; la mayor parte de los otros villanos y sus familias, aunque se compadecían de ella, la rehuían instintivamente e incluso sus padres se mostraban fríos, temiendo que Mary se convirtiera en una carga para ellos.
—No podemos manteneros a ti y al niño —le comunicó su madre sin rodeos—. Tendrás que valértelas por ti sola.
Dos días antes le habían permitido ver a Godric. El joven le pidió que le llevara unos pedazos de madera que guardaba en su casa para entretenerse confeccionado otro cayado. Pero cuando Mary se los llevó, Godric se mostró esquivo; no porque deseara herirla, sino porque se sentía impotente.
—¿Hay alguna esperanza de que salgas con vida? —había preguntado Mary.
El joven movió la cabeza negativamente; y Mary se marchó al cabo de unos minutos.
La mañana del juicio, Mary, que ignoraba lo del soborno de Le Portier, se dirigió a Sarisberie; y tal como había supuesto, encontró a William atte Brigge en la plaza del mercado, conversando con otros hombres. Cuando Mary le preguntó si seguía ofreciendo una recompensa por cualquier información sobre el puerco que le habían robado, William le aseguró que la oferta continuaba en pie. De modo que Mary le contó todo lo que sabía, porque a fin de cuentas, según pensó la joven con perfecta lógica, tenía que hacerlo rápidamente para que Godric declarara la verdad y les dijera dónde había enterrado al puerco. William atte Brigge emitió una carcajada de alborozo y, lo que era mejor, le dio el dinero en el acto, la cogió del brazo y la condujo hasta el tribunal, justo cuando la multitud se disponía a entrar en la sala. A Mary le pareció que había obrado con absoluta sensatez.
Mientras continuaban los murmullos de asombro y excitación, Waleran reflexionó detenidamente sobre la interrupción que acababa de producirse.
—¿Acusáis a Godric Body de haber matado a un segundo animal en el bosque?
—Sí. —Los ojos del curtidor tenían una expresión de triunfo.
—Si la matanza ocurrió dentro de los límites del bosque —dijo Waleran—, el caso compete a este tribunal. —Waleran miró a Godric. Era consciente de que el tiempo transcurría inexorablemente—. Muy bien. Oiremos ambos cargos. ¿Tenéis testigos?
El curtidor sonrió. Y cuando señaló a Mary, en el rostro de Godric Body se dibujó una expresión de incredulidad.
Mientras el curtidor ocupaba su lugar ante el presidente del tribunal y todos los ojos estaban puestos en la muchacha, Le Portier se dirigió discretamente hacia donde se hallaba Godefroi. Sin que nadie le observara, extrajo el pequeño talego que contenía las monedas de su cinturón y se lo entregó murmurando:
—No hay esperanza.
El juicio de Godric Body ante los jueces del Forest Eyre no fue muy largo.
El primero de diciembre, mientras comenzaba a lloviznar, los guardias condujeron al joven a una horca que habían erigido la víspera en la plaza del mercado. Godefroi y Nicholas se encontraban entre la multitud que contemplaba la escena; al igual que Mary. Pero cuando Godric subió a la plataforma bajo la horca y el verdugo le colocó la soga alrededor del cuello, la triste y última mirada del joven no fue para ella sino para su perro Harold, al que habían cortado las garras y a quien su tío había traído a petición suya.
La multitud enmudeció —no se oyó ni el grito triunfal reservado a un canalla ni el lamento emitido por un hombre a quien estimaban— cuando el verdugo le propinó el empujón que lo derribó de la plataforma hacia el foso y el cuerpo de Godric se balanceó en el aire. Mientras el nudo se tensaba alrededor de su cuello, su figura menuda y deforme se convulsionó y su pálido y tenso rostro se tornó lívido. Los ojos se le salieron de las órbitas en tanto su mirada seguía fija en su perro.
Todo terminó rápidamente.
Poco después de su muerte, Harold se soltó de la cadena y se precipitó hacia el lugar donde colgaba el cadáver de su amo, y Nicholas se las vio y deseó para llevárselo de allí.
En el mes de diciembre de 1139, varios hechos importantes se produjeron en el castillo de Sarisberie.
El diez de diciembre, cuando visitó el mercado, Godefroi oyó unos gritos estremecedores procedentes de la casa del obispo, como si en la vivienda habitara un loco. Al cabo de unos momentos, un sirviente salió corriendo y el caballero le preguntó qué ocurría.
—Es el obispo, señor. La fiebre cuartanal se ha agravado. Creo que se trata de una crisis. Cuatro hombres tratan de contenerlo, y el obispo no deja de delirar.
Había transcurrido un mes desde la última vez que sus vecinos habían visto a Roger, y todos sabían que la enfermedad se había cebado en su voluminoso cuerpo.
—¿Por qué grita?
El sirviente hizo una mueca.
—Sus castillos y su tesoro, señor. Creo que el haberlos perdido es lo que le ha provocado las fiebres.
Godefroi alzó la vista y contempló la casa con tristeza. Sus gruesos muros de piedra, bellamente decorados con los dibujos en zigzag que tanto gustaban a Roger, constituían un tributo a su buen gusto y su riqueza.
—¿Es que el concepto de Dios y de su Iglesia no proporciona a su espíritu alivio alguno?
—No, señor.
En aquel momento oyeron un estruendo procedente de la casa.
—Por Dios bendito, creo que ha vuelto a escaparse —dijo el hombre, y se alejó apresuradamente.
El once de diciembre, el obispo Roger murió.
El siguiente acontecimiento, que se produjo poco después, fue la visita del rey. Habían pactado una tregua para Navidad y Esteban, con su optimismo habitual, se comportó como si se tratara de una paz definitiva.
Entró en el castillo montado de excelente humor en su caballo, inspeccionó sus sólidas murallas, la hermosa casa del obispo y la recia torre. El tesoro que encontró allí lo dejó atónito.
—¡Creo que el obispo era más rico que yo! —exclamó. Y se llevó cuanto pudo.
Pero eso no fue todo. Los canónigos de la catedral decidieron comprar la exención de un antiguo impuesto sobre sus tierras, y ofrecieron al rey la cuantiosa suma de dos mil libras por dicho privilegio. Este nuevo golpe de fortuna complació aún más al rey, y en prenda de su gratitud donó cuarenta marcos para las obras del tejado de la catedral.
—Me gusta vuestro Sarisberie —comentó el rey a Godefroi cuando éste acudió a presentarle sus respetos—. Antes de que el obispo se rebelara me sirvió con eficacia y lealtad; y ahora la diócesis me ha hecho rico.
El rey mostró una gran admiración por la catedral, y dijo a los canónigos:
—Al margen de las críticas que pueda merecer el difunto Roger, no puede negarse que sabía construir.
Pocos días antes de Navidad, Esteban celebró una audiencia pública en el salón del castillo en presencia de un grupo de magnates y caballeros entre los cuales se contaba Godefroi. El rey se quedó sorprendido al ver a un curioso puñado de individuos que se dirigían hacia él. El conjunto estaba formado por William atte Brigge, John de Shockley, las esposas de ambos, que les seguían decorosamente a unos pasos de distancia, y unos cuantos curiosos. William, que todavía saboreaba su triunfo en el asunto de Godric Body y el puerco, mostraba un aire satisfecho y seguro de sí; el granjero, por otro lado, aparecía muy pálido y sus azules y dulces ojos expresaban perplejidad y preocupación.
Cuando el rey les preguntó qué deseaban, fue William quien respondió:
—El rey me prometió justicia aquí, cuando estaba acampado en Devizes.
Esteban miró sorprendido al curtidor, pero de pronto recordó vagamente el episodio y sonrió.
—Ese hombre tiene razón, se lo prometí. —Y volviéndose hacia los caballeros agregó—: Oigamos lo que pretende.
Mientras William le exponía su queja, el monarca le escuchó con atención. Fue un parlamento largo y prolijo y al cabo de un rato Esteban le interrumpió.
—¿Decís que este asunto se remonta a los tiempos del abuelo de vuestra esposa? —Cuando William asintió con la cabeza, el monarca continuó—: ¿De eso hace cincuenta años? —Así era.
El rey miró a su alrededor. Pese a todos sus defectos, era un hombre inteligente. No sólo había ya juzgado el carácter de William, sino también el del solemne granjero de ojos azules que había permanecido en silencio y con aire apenado durante la larga letanía de quejas del curtidor.
—Os concederemos vuestro deseo —dijo el rey—. Vuestro caso será juzgado. —Esteban hizo una breve pausa—. Pero no por un jurado.
William se quedó desconcertado. Aunque el sistema del jurado aún no se aplicaba de forma sistemática, había supuesto que si se lo solicitaba al rey —a quien, como todos sabían, disgustaba la violencia—, éste le concedería ser juzgado por un jurado. El astuto curtidor había estado preparando durante meses sus pruebas y, lo que era más importante aún, adiestrando a sus testigos.
El rey lo miró impertérrito.
—Se trata de una vieja disputa, William atte Brigge. Se resolverá mediante el antiguo y probado método utilizado en los reinados de nuestros antecesores en todos los casos de litigios sobre tierras. Ordeno un juicio por batalla.
El rey se reclinó hacia atrás para observar la reacción del curtidor. Éste frunció el ceño, tratando de organizar sus pensamientos.
Pero John de Shockley experimentó un cambio aún más extraordinario. Parecía haberse quitado un gran peso de encima. Durante años había recelado del complejo procedimiento de los tribunales, consistente en juramentos y la presentación de pruebas; pues, aunque no era un imbécil, temía sentirse atrapado e impotente frente al taimado curtidor. John mostró una expresión de profundo alivio; su expresión de inquietud se disipó en el acto y miró al rey con expresión risueña y confiada. El descendiente de la familia de Aelfwald y Aelfgifu no temía pelear por sus tierras, si Dios estaba de su parte. Y estaba convencido de que lo estaba.
El rey, tras mirar a uno y a otro, sonrió.
Pero William no había llegado hasta allí para llevarse un chasco.
—Tengo derecho a elegir a alguien que pelee en mi nombre —declaró.
Esteban arrugó el entrecejo. El hosco individuo tenía razón, por desgracia. Y sin duda poseía el dinero para contratar a un energúmeno que matara al honesto granjero. Por más que lo deseara, no podía negarle esa petición.
—¿Deseáis elegir también a alguien que pelee en vuestro nombre? —preguntó a John de Shockley, confiando en que éste asintiera.
Pero John de Shockley, aun cuando fuera consciente del peligro que corría, parecía contentarse con defenderse él mismo.
Se produjo una tensa pausa.
Entonces Godefroi comprendió lo que debía hacer. Fríamente, ante el asombro de ambos litigantes, y para gozo del rey, dio un paso al frente y dijo:
—Yo pelearé por John de Shockley.
Había hallado el medio de devolver al granjero el gran favor que éste le había hecho.
William calló. Ningún hombre a quien contratara duraría un minuto siquiera ante la legendaria habilidad de un caballero como Godefroi, suponiendo que se atreviera a pelear con él. La rápida hoja del normando era capaz de rajar en dos a cualquier patán o soldado antes de que éste pudiera arrojarse sobre él. William miró de un lado a otro, desconcertado.
—Bien —dijo el rey con tono impaciente—, ¿deseáis seguir adelante o no?
Malhumorado, el curtidor agachó la cabeza.
—No, majestad —contestó.
—Caso zanjado —dijo el rey, guiñando el ojo a Godefroi.
Todos los presentes prorrumpieron en carcajadas, lo cual enfureció aún más a William.
Había sido derrotado, su labor había sido inútil, y encima todos se habían burlado de él. Pero antes de marcharse el curtidor se volvió hacia su esposa y juró:
—Algún día nuestra familia se vengará.
Llegó Navidad, y en el castillo de Sarisberie el rey Esteban, siguiendo la antigua y simbólica costumbre de los monarcas normandos, convocó a los magnates de la localidad para que se reunieran con él, quien luciría ceremoniosamente su corona. Pero no obstante la presencia del rey, el caballero de Avonsford no mandó llamar a su familia de Londres.
—Esperemos a ver qué pasa —dijo a John de Shockley.
Cuando, transcurrida la Navidad, el período de tregua iba aproximándose a su fin, Godefroi experimentó de forma más palpable la sensación de desolación que se cernía sobre el sombrío castillo que se erguía sobre la elevada colina cretácea.
En la primavera del año 1140 de la era cristiana, Richard de Godefroi, un caballero normando de modestos méritos que se había cansado del mundo, halló una forma satisfactoria de salvar su alma.
Se le ocurrió el cinco de enero, cuando se dirigió a la catedral erigida sobre la colina del castillo para rezar y, como de costumbre, se arrodilló ante la tumba del obispo Osmund. Era un día muy frío. Cuando Godefroi se postró de rodillas y pronunció en voz alta los Avemarias, su aliento formó unas nubecillas de vapor ante sus ojos. Sin embargo a Godefroi le pareció que, pese al intenso frío, aquel día poseía un calor especial —una sensación que había notado en un par de ocasiones anteriormente—, un calor que parecía emanar de la losa bajo la cual yacían los restos del obispo santo; y mientras se hallaba frente a la tumba, al caballero le invadió una grata sensación de paz. Aquel día permaneció rezando más tiempo de lo habitual y, como siempre, concluyó sus oraciones con este ruego:
—En estos tiempos impíos, te suplico, Osmund, que me indiques lo que debo hacer.
Al cabo de unos minutos, cuando salió de la iglesia, Godefroi vio a Nicholas.
El albañil estaba sentado junto al portal, su enorme cabeza inclinada sobre un pergamino; estaba tan enfrascado en la lectura del mismo que no se percató de la presencia del caballero.
—¿Qué es esto, Masoun? —inquirió Godefroi.
Nicholas levantó la vista.
—¿Esto, señor? Es un gran misterio. Vedlo por vos mismo —dijo alzando el pergamino.
Se trataba de un complicado dibujo: un círculo dividido en cuatro partes a través de las cuales pasaba una serpenteante faja, como una serpiente que se enroscaba a través de los diversos segmentos hasta concluir en un círculo más pequeño en el centro. Godefroi lo observó desconcertado.
—¿Un dibujo?
Nicholas asintió con la cabeza.
—Es un laberinto. Mirad. —El albañil señaló con su rechoncho índice la entrada del laberinto y siguió el serpenteante camino que avanzaba y retrocedía, volviendo sobre sí mismo antes de avanzar hacia el siguiente segmento y terminar en el centro del círculo. El caballero admiró la perfecta y endiablada simetría del pequeño laberinto.
—¿Para qué sirve?
—Han colocado varios en lo suelos de las iglesias —le informó Nicholas—. Y algunos en el umbral de los portales. Incluso han instalado uno en Roma. —El albañil contempló el dibujo con admiración—. Es una hermosa decoración, desde luego, y los llaman los Caminos de Jerusalén —añadió sonriendo—. Dicen que para salvar sus almas los hombres hacen penitencia recorriéndolos de rodillas, cuando no pueden viajar a Jerusalén.
Godefroi también sonrió.
—Es una buena penitencia, supongo —comentó, y se olvidó del asunto.
Dos días más tarde, cuando Godefroi se dirigía a través del hayedo hacia su retiro favorito, recordó de pronto la belleza del laberíntico dibujo. Y al contemplar la apacible glorieta en su círculo de tejos bajo el vasto firmamento, pensó que era el lugar ideal para erigir allí esa construcción. ¿Era posible que el obispo Roger hubiera respondido a sus oraciones?
El caballero decidió hablar con Nicholas y examinar de nuevo el dibujo.
En febrero del año 1140, cuando el reino de Inglaterra gozaba de un breve período de paz, y mientras las ovejas parían en los oscuros apriscos construidos sobre las laderas, Nicholas, llamado Masoun, dirigió a una pequeña partida de hombres en una curiosa labor.
En la superficie del antiguo túmulo rodeado por el círculo de tejos, trazaron un extraño bosquejo: tras dividir el círculo en cuatro segmentos, diseñaron un camino serpenteante que discurría desde su borde externo pasando a través de cada uno de los segmentos, hasta que por fin, exactamente igual que en el pergamino, alcanzaba el centro. Era un camino endiablado. Primero parecía dirigirse directamente hacia el centro, pero de pronto describía un recodo, avanzaba y retrocedía, girando sobre sí mismo una y otra vez, y cuando parecía a punto de alcanzar el borde exterior volvía a curvarse para penetrar en el siguiente segmento y repetir la operación. Sólo en el último de los cuatro recorridos, cuando el camino daba la impresión de apuntar de nuevo hacia el borde exterior, avanzaba súbita e inesperadamente hacia el centro. Era, según comprendió Godefroi sabiamente, una perfecta alegoría de la vida espiritual: un sutil y perfecto sustituto de un peregrinaje.
—El hombre que diseñó esto era un hombre sabio —comentó Godefroi a Nicholas, pero aunque el artesano movió la cabeza afirmativamente, sólo era consciente de su simetría geométrica.
La construcción del laberinto resultó sencilla. El camino medía sesenta centímetros de ancho y sus lados estaban marcados mediante dos surcos paralelos que los hombres habían practicado en la tierra cretácea, de modo que parecía una cinta verde y herbosa enmarcada por los cauces blancos de la creta. Sus medidas poseían una simetría casi mística, lo cual deleitó al caballero: medía treinta y seis pasos de diámetro; y el recorrido a través del laberinto estaba constituido por 660 pasos desde la entrada hasta el círculo interior y 666 pasos hasta el mismo centro.
Los hombres trabajaron en él minuciosa y diligentemente.
Tres días antes de fin de mes, la obra quedó completada.
En los años sucesivos, el laberinto de Godefroi, señor de Avonsford, fue muy admirado. Pero todavía suscitó más admiración la fría y decidida piedad del caballero, que le convirtió, en todo Sarum, en objeto de reverencia.
Pues no tardó en saberse que el caballero se había impuesto una obligación secreta: secreta porque la practicaba al amanecer, y jamás hablaba de ella. Durante el resto del día se ocupaba de su propiedad, realizaba sus tareas en el castillo o atendía a su señor, tal como exigía la costumbre; pero en el transcurso de los años en que imperó la Anarquía y su familia permaneció en Londres, el caballero se dirigía silenciosamente al laberinto cada día al amanecer, en invierno y verano, hiciera frío o calor, y allí recorría lentamente de rodillas el laberinto hasta llegar al centro. Ello le llevaba aproximadamente una hora.
¿Por qué lo hacía? No se trataba de fanatismo, ciertamente; Godefroi era un hombre equilibrado. Pero el hartazgo que le producía el mundo le había llevado a adoptar esta penitencia que exigía una dura autodisciplina, y aunque esa mortificación no logró aportarle la anhelada paz de espíritu, le procuró cierta satisfacción.
Godefroi calculó que recorría de rodillas más de ciento cincuenta kilómetros al año, lo cual, sin duda alguna, le valió la remisión de muchos años de tormentos en el infierno.
¿Quién no habría tratado de salvar su alma en aquellos tiempos? Pues en el castillo de Sarisberie, cuya siniestra silueta se erguía sobre los cinco ríos que atravesaban el valle, no cabía la menor duda de que corrían unos tiempos funestos.
El 1 de marzo de 1140, tres días después de que quedara terminado el laberinto de Godefroi, se produjo un eclipse solar total, de modo que a nadie asombró el que, poco después, estallara de nuevo la Anarquía.