—¿Me puedes decir, Octavia, por qué parece que nuestra suerte nunca cambia para bien? —preguntó Drusilla Wright a su hermana, y añadió con un suspiro—: Necesitamos un tejado nuevo.
La señorita Octavia Hurlingford dejó caer las manos en su regazo, meneó la cabeza tristemente e hizo eco al suspiro de su hermana.
—¡Oh, querida! ¿Estás segura?
—Denys dice que sí.
Como su sobrino Denys Hurlingford era el propietario de la ferretería local y poseía asimismo un próspero negocio de instalaciones sanitarias, su palabra era ley en estas cuestiones.
—¿Cuánto costará un tejado nuevo? ¿Hay que cambiarlo por completo? ¿No podríamos sustituir sólo las láminas más deterioradas?
—Sólo hay una lámina que valga la pena conservar, según Denys, así que me temo que nos costará unas cincuenta libras.
Se produjo un sombrío silencio, mientras ambas hermanas se devanaban los sesos en busca de una fuente de ingresos que les proporcionase los fondos necesarios. Se hallaban sentadas de lado en un sofá relleno de crin cuyos buenos tiempos eran tan remotos que ya nadie los recordaba. Drusilla Wright hacía vainica en el borde de una tela de lino con una destreza minuciosa y delicada, y Octavia estaba ocupada con una labor de ganchillo tan exquisitamente trabajada como la vainica.
—Podríamos emplear las cincuenta libras que padre puso en el banco cuando nací —dijo la tercera ocupante de la habitación, ansiosa de compensar el hecho de no ahorrar ni un céntimo del dinero que sacaba vendiendo huevos y mantequilla.
También estaba trabajando, sentada en una silla baja, haciendo encaje con una lanzadera y una madeja de hilo de color crudo, moviendo los dedos con la absoluta eficacia de quien domina hasta tal punto la tarea que puede realizarla sin mirar ni pensar.
—Gracias, pero no —dijo Drusilla.
Y aquello puso fin a la única conversación que se produjo durante el rato de labor, que ocupaba dos horas de la tarde del viernes, porque poco después el reloj del vestíbulo empezó a dar las cuatro. Con las últimas vibraciones todavía suspensas en el aire, las tres mujeres procedieron a guardar sus labores con el automatismo propio de las viejas costumbres: Drusilla su vainica, Octavia su ganchillo y Missy su encaje. Cada una de ellas colocó su labor dentro de una bolsa de franela gris idéntica a las otras, que se cerraba con un cordoncillo, tras lo cual guardaron sus respectivas bolsas en una desvencijada cómoda de caoba situada debajo de la ventana.
La rutina no variaba nunca. A las cuatro se terminaba la sesión de dos horas de labor en la sala de estar, y empezaba otra, también de dos horas pero distinta. Drusilla se sentaba al órgano, que era su único tesoro y su único placer, mientras Octavia y Missy se iban a la cocina, donde preparaban la cena y finalizaban las tareas exteriores.
Reunidas en el umbral de la puerta como tres gallinas de jerarquía incierta, era fácil adivinar que Drusilla y Octavia eran hermanas. Ambas eran de elevada estatura y poseían un rostro alargado, huesudo y anémicamente pálido; pero mientras Drusilla era robusta y musculosa, Octavia estaba achacosa y disminuida por una larga enfermedad de los huesos. Missy tenía en común con ellas la altura, aunque apenas medía un metro setenta, frente a los uno setenta y siete de su tía y uno ochenta y dos de su madre. No guardaba ningún parecido, pues era tan morena como rubias ellas, con un pecho tan plano como generosos los de las otras, y sus rasgos eran tan pequeños como grandes los de ellas.
La cocina era una gran habitación desnuda al fondo del curvo vestíbulo central y sus paredes de madera pintadas de marrón contribuían lo suyo a la atmósfera de tristeza general.
—Pela las patatas antes de ir a coger las judías, Missy —dijo Octavia, al tiempo que se ataba el voluminoso delantal marrón que la protegía de los peligros de la cocina.
Mientras Missy pelaba las tres patatas que se consideraban suficientes, Octavia atizó los rescoldos que ardían en la cocina de hierro negra que ocupaba toda la parte frontal de la chimenea; luego añadió más leña, reguló el tiro para que entrase más aire y puso a hervir un enorme recipiente de hierro lleno de agua. Hecho esto, se dirigió a la despensa a buscar la materia prima para la papilla de avena de la mañana siguiente.
—¡Oh, no! —exclamó. Un instante después emergía con una bolsa de papel marrón de cuyas esquinas iba cayendo una lluvia de avena hasta el suelo, a modo de abultados copos de nieve—. ¡Mira esto! ¡Ratones!
—No te preocupes, pondré algunas ratoneras esta noche —dijo Missy sin prestarle demasiada atención, mientras colocaba las patatas en una pequeña perola de agua y añadía una pizca de sal.
—Las ratoneras que pongas esta noche no harán que mañana tengamos el desayuno sobre la mesa, así que tendrás que preguntar a tu madre si puedes acercarte de una corrida a la tienda del tío Maxwell a comprar más copos de avena.
—¿No podríamos prescindir de ellos por una vez?
Missy odiaba la avena.
—¿En invierno? —le dijo Octavia, mirándola como si se hubiese vuelto loca—. Un buen plato de avena es barato y te da energías para todo el día. Ahora, date prisa, ¡por el amor de Dios!
Del otro lado de la puerta de la cocina la música del órgano era ensordecedora. Drusilla era una pésima intérprete a quien toda la vida le habían dicho que era una buena organista, pero incluso tocar con aquella ineptitud tan firme requería ejercitarse sin reparos, así que, entre las cuatro y las seis de cada día de la semana, Drusilla practicaba. Tenía su razón de ser, pues todos los domingos imponía su falta de talento en la extensa congregación de Hurlingford que se reunía en la iglesia anglicana de Byron; ninguno tenía oído, por lo que todos ellos pensaban que el acompañamiento musical de la ceremonia era excelente.
Missy entró cautelosamente en la sala, no en la que habían estado haciendo labor, sino en la que reservaban para ocasiones especiales, que albergaba el órgano; allí, Drusilla atacaba a Bach con todo el clamor y el estruendo de una justa entre caballeros, sentada con la espalda erguida, los ojos cerrados, la cabeza inclinada y la boca crispada.
—¿Madre?
Era el más leve de los susurros, un filamento de sonido enfrentado a cientos de barcos con sus velas preparadas para zarpar.
Pero fue suficiente. Drusilla abrió los ojos y se volvió, con más resignación que enojo.
—¿Y bien?
—Siento interrumpirte, pero necesitamos más avena antes de que tío Maxwell cierre. Los ratones se han acabado toda la bolsa.
Drusilla suspiró.
—Pues tráeme el monedero.
Le alcanzó el monedero, de cuyas fláccidas cavidades pescó una moneda de seis peniques.
—¡Avena a granel, no lo olvides! Todo lo que pagas por una marca comercial es la caja bonita.
—¡No, madre! La avena envasada sabe mucho mejor y tampoco tienes que hervirla durante toda la noche. —Missy alimentó una ligera esperanza—. De hecho, si tú y tía Octavia prefirierais comer avena envasada, yo prescindiría de ella alegremente para compensar la diferencia de gusto.
Drusilla acostumbraba decirse a sí misma y a su hermana que vivía para ver el día en que su tímida hija manifestara alguna señal de resistencia, pero aquel humilde amago de independencia fue a dar contra una pared autoritaria que la madre ignoraba haber levantado. Así que dijo, consternada:
—¿Prescindir? ¡De ninguna manera! La papilla de avena es nuestro alimento básico en invierno y es más barata que el carbón. —Su tono de voz se hizo más cordial, más de igual a igual—. ¿A qué temperatura estamos?
Missy consultó el termómetro de la sala.
—¡Cinco grados! —exclamó.
—Entonces cenaremos en la cocina y pasaremos ahí la velada —gritó Drusilla, que ya estaba aporreando de nuevo a Bach.
Envuelta en su abrigo de sarga marrón, una bufanda de lana marrón y un gorro tejido marrón, con los seis peniques del monedero de su madre metidos en el dedo de un guante de lana marrón, Missy salió de la casa y se apresuró por el pulido sendero de ladrillos hasta la verja principal. En la pequeña cesta de la compra llevaba un libro de la biblioteca; las oportunidades de hacer una escapada a la biblioteca eran escasas y poco frecuentes, y si se daba prisa nadie tenía por qué saber que había hecho algo más que ir a la tienda de tío Maxwell a buscar avena. Aquella noche su tía Livilla estaría al frente de la biblioteca, así que tendría que coger un libro de tipo edificante en lugar de una novela, pero, a los ojos de Missy, era mejor cualquier clase de libro que ninguno. Y el domingo siguiente Una estaría allí, así que podría coger una novela.
El aire estaba lleno de una fina y suave neblina escocesa que vacilaba entre niebla y llovizna y cubría de gruesas y redondas gotas de agua el seto de aligustre que bordeaba la casa denominaba Missalonghi. En el momento en que Missy puso los pies en Gordon Road, empezó a correr, y sólo redujo su marcha a un rápido caminar al llegar a la esquina, a causa de aquella punzada terriblemente dolorosa en el costado izquierdo que la atenazaba. Al aflojar el paso siempre se le calmaba la molestia, así que siguió trotando más despacio y empezó a experimentar aquel destello de felicidad que la invadía cuando se le ofrecía este placer: la oportunidad de escapar sola de los límites de Missalonghi. Reanudando de nuevo su paso nada más desaparecer la punzada, empezó a mirar los lugares familiares que Byron ofrecía en la tarde de nieblas de un corto día de invierno.
Todas las cosas del pueblo de Byron ostentaban un nombre relacionado con algún aspecto del poeta; incluso la casa de su madre, Missalonghi, cuya denominación derivaba del lugar donde lord Byron había tenido una muerte prematura. Esta peculiar nomenclatura urbana era obra del bisabuelo de Missy, el primer sir William Hurlingford, que había fundado la ciudad cuando acababa de leer Childe Harold y estaba tan contento de haber descubierto realmente una obra literaria que pudiera entender, que desde entonces había embuchado cantidades indigeribles de Byron en la garganta de todo el que conocía. Missalonghi estaba situada en Gordon Road, y Gordon Road desembocaba en Noel Street y Noel Street en Byron Street, que era la calle principal; en la parte mejor del pueblo, George Street serpenteaba varios kilómetros hasta precipitarse en el maravillosos Valle Jamieson. Incluso había una diminuta calle sin salida, denominada Caroline Lamb Place, situada por supuesto al otro lado de la línea del tren (al igual que la casa llamada Missalonghi); habitaban allí una docena de mujeres de vida alegre divididas en tres casas, adonde acudían muchos visitantes masculinos del campo de trabajadores del ferrocarril, así como de la inmensa planta embotelladora que afeaba los suburbios de la zona sur del pueblo.
Una de las facetas más desconcertantes y de mayor interés del carácter del primer sir William fue que en su lecho de muerte había ordenado con todo rigor a su progenie que no interfirieran en el curso de la naturaleza alterando la función de Caroline Lamb Place. De modo que, desde entonces, ésta se había mantenido claramente a la sombra, y no debido a los castaños que poseía. De hecho, el primer sir William había practicado lo que él describió siempre como «un sistema metódico de denominar las cosas» y había puesto nombres latinos a todas sus hijas porque ello estaba bien visto en las capas más altas de la sociedad. Sus descendientes siguieron manteniendo la costumbre, por lo que había Julias, Aurelias, Antonias, Augustas; incluso una rama de la familia había intentado mejorar esta política con la llegada de su quinto hijo y había empezado a ponerles a los varones nombres de números en latín, glorificando de esta manera el árbol genealógico de los Hurlingford con un Quintus, un Sextus, un Septimus, un Octavius y un Nonus. Decimus se murió al nacer, de lo que nadie se extrañó.[1]
¡Oh, qué preciosidad! Missy se paró maravillada ante una inmensa telaraña adornada de cientos de gotitas dejadas en ella por los suaves jirones de niebla que se desplazaban palpitando desde el valle invisible del extremo opuesto de Gordon Road. Había una enorme araña peluda y brillante en medio de la tela, escoltada por su diminuto y contrito compañero del momento, pero Missy no sintió miedo ni repulsión: sólo envidia. Aquella afortunada criatura, además de ser dueña intrépida y decidida de su mundo, enarbolaba la bandera original de las sufragistas, no sólo porque dominaba y utilizaba a su marido, sino porque se lo comía después de que su utilidad quedara esparcida sobre los huevos que ella había puesto. ¡Oh, afortunada, afortunada señora araña! Puedes destruir su mundo, que ella volverá a hacerlo con serenidad siguiendo indicaciones innatas, tan bonito, tan etéreo que su temporalidad carecerá de importancia; y cuando termine la nueva tela, organizará en ella la siguiente serie de consortes, como una fiesta móvil, con el apenas robusto marido de hoy cerca del centro, y sus sucesores cada vez más pequeños a medida que se alejaban de la Madre ubicada en el centro.
¡Se hacía tarde! Missy empezó a correr otra vez, girando hacia Byron Street y dirigiéndose a la hilera de tiendas colocadas en formación a ambos lados de un bloque del centro del pueblo, pocos metros antes de que Byron Street se haga grandiosa y exhiba el parque, la estación de ferrocarril, el hotel con el frente de mármol y la imponente fachada egipcia de los Baños Termales de Byron.
Había una tienda de ultramarinos y productos agrícolas, propiedad de Maxwell Hurlingford; una ferretería propiedad de Denys Hurlingford; una sombrerería de damas propiedad de Aurelia Marshall, Hurlingford de soltera; una herrería y estación de gasolina, propiedad de Thomas Hurlingford; una panadería, propiedad de Walter Hurlingford; una tienda de telas, propiedad de Herbert Hurlingford; una biblioteca, propiedad de Livilla Hurlingford; una carnicería, propiedad de Roger Hurlingford Witherspoon; una tienda de caramelos y tabacos propiedad de Percival Hurlingford, y el Café Olimpus, propiedad de Nikos Theodoropoulus.
Como correspondía a su importancia, Byron Street estaba asfaltada hasta que convergía con Noel Street y Caroline Lamb Place; poseía un abrevadero para los caballos, de granito esculpido, donado por el primer sir William, y estacas para atar los carruajes a lo largo del tramo entoldado de tiendas. Estaba bordeada de bonitos y vetustos eucaliptos y su aspecto era a la vez tranquilo y próspero.
Había muy pocas viviendas particulares en la parte central de Byron. El pueblo vivía de los visitantes estivales ansiosos de alejarse del calor y la humedad de la llanura costera y los que en cualquier época del año esperaban mitigar sus dolores reumáticos bañándose en las aguas termales que alguna grieta geológica había situado bajo el suelo de Byron. Por ello había muchas pensiones y residencias a lo largo de Byron Street, la mayoría de ellas propiedad de los Hurlingford y regentadas por ellos, naturalmente. Los Baños Termales de Byron ofrecían grandes comodidades para quienes no escatimaban en gastos, el amplio y prestigioso Hotel Hurlingford hacía gala de baños privados para uso exclusivo de clientes, mientras que para aquellos cuyos recursos pecuniarios cubrían sólo la habitación y el desayuno en una de las pensiones más baratas, existían las piscinas, limpias aunque espartanas, del Balneario, situado a la vuelta de la esquina de Noel Street.
Se había pensado incluso en las personas demasiado pobres como para llegar a la localidad de Byron. El segundo sir William había inventado la Botella Byron (como se la conocía en toda Australia y Pacífico Sur): una botella de algo más de medio litro, artística y esbelta, de un cristal muy transparente, llena de la mejor agua de manantial de Byron; un agua apenas efervescente, con un efecto ligeramente laxante pero nunca drástico, y con un sabor peculiar. «¡Pero si es agua de Vichy!», decían las personas lo bastante afortunadas como para haber estado en Francia. La vieja botella de Byron no sólo era mejor, sino además mucho más barata. Una oportuna compra de acciones de la industria del vidrio había acabado de redondear aquel negocio local que acarreaba tan pocos gastos y resultaba tan lucrativo; continuaba creciendo y aportando enormes cantidades de dinero a los descendientes varones del segundo sir William. El tercer sir William, nieto del primero e hijo del segundo, ejercía la actual presidencia del imperio de la Compañía Embotelladora Byron con la misma rudeza y rapacidad que habían caracterizado a sus anteriores tocayos.
Maxwell Hurlingford, descendiente directo del primer sir William y, por lo tanto, hombre inmensamente rico por herencia, no tenía necesidad alguna de estar al frente de una tienda de ultramarinos y productos agrícolas. Sin embargo, el instinto comercial y la perspicacia de los Hurlingford no desaparecían así como así, y los preceptos calvinistas por los que se regía el clan prescribían que un hombre debía trabajar para hallar gracia a los ojos del Señor. Una rígida observancia de esta norma podría haber hecho de Maxwell Hurlingford un santo en la Tierra, pero sólo había conseguido crear un ángel en la calle y un demonio en casa.
Cuando Missy entró en la tienda, sonó una estentórea campana, lo cual es una descripción perfecta del sonido que había ideado Maxwell Hurlingford para gratificar tanto su ascetismo como su moderación. Nada más sonar la campana, emergió de la trastienda donde se apilaban el salvado, la paja, el trigo y la cebada, el forraje y la avena en ordenados montones de sacos de cáñamo; Maxwell Hurlingford satisfacía no sólo las necesidades gastronómicas de la población de Byron, sino que avituallaba asimismo a sus caballos, vacas, ovejas y gallinas. Como dijo un aldeano ingenioso cuando se quedó sin heno, Maxwell Hurlingford siempre lo tenía a uno yendo y viniendo.
En el rostro se le leía una amarga expresión normal y en la mano derecha esgrimía una gran pala con una maraña de hebras de forraje.
—¡Mira esto! —gruñó, agitando la pala delante de Missy en una sorprendente imitación de su hermana Octavia cuando había sacado la bolsa de avena comida por los ratones—. Hay gusanos por todas partes.
—¡Oh, no! ¿La avena también?
—Todo.
—Entonces será mejor que me des una caja de avena de desayuno, por favor, tío Maxwell.
—Menos mal que los caballos no tiene manías —refunfuñó, depositando la pala y escurriéndose por detrás del mostrador.
La campana volvió a sonar con energía cuando un hombre abrió la puerta con una deslumbrante y vivaz determinación.
—¡Demonios, ahí fuera hace más frío que en las tetas de una madrastra! —dijo jadeando el recién llegado mientras se restregaba las manos.
—¡Caballero! ¡Hay damas presentes!
—¡Uhau! —dijo el recién llegado, olvidando apostillar aquella interjección con una adecuada disculpa. En lugar de ello, se inclinó frente al mostrador haciendo una mueca maliciosa a la boquiabierta Missy—. ¿Damas en plural? ¡Yo sólo veo media!
Ni Missy ni tío Maxwell pudieron adivinar si aquello era una alusión ofensiva a su falta de altura en una ciudad de gigantes o si intentaba insultarla descaradamente sugiriendo que no era una verdadera dama. Pero, en el momento en que el tío Maxwell había conseguido hacer acopio del corrosivo ingenio que lo caracterizaba, el forastero se había embarcado ya en su lista de compras.
—Quiero seis bolsas de salvado y forraje, una de harina, una de azúcar, una caja de cartuchos de calibre doce, una lonja de tocino, seis latas de levadura, cinco kilos de mantequilla en lata, cinco de pasas, una docena de latas de jarabe de azúcar, seis latas de mermelada de ciruelas y una lata de cinco kilos de galletas variadas Arnott.
—Son las cinco menos cinco y cierro a las cinco en punto —dijo tío Maxwell secamente.
—En ese caso, será mejor que ponga manos a la obra, ¿no le parece? —le dijo el forastero con indiferencia.
El paquete de avena se hallaba encima del mostrador; Missy extrajo del guante la moneda de seis peniques y la tendió esperando en vano que tío Maxwell le devolviera el cambio, sin valor para preguntarle si una pequeña cantidad de alimento básico podía costar tanto, aun envuelta en un paquete tan bonito. Al final, cogió la avena y se marchó, no sin antes lanzar otra mirada furtiva al forastero.
Éste poseía un carro tirado por dos caballos, pues había un carro amarrado frente a la tienda que no estaba allí cuando Missy había entrado. El carro tenía buen aspecto; los caballos estaban limpios y lustrosos, su porte era airoso, y el carruaje parecía nuevo, con los radios de las ruedas destacados en color amarillo sobre un exquisito fondo marrón.
Las cinco menos cuatro minutos. Si invertía el orden de llegada a la tienda de tío Maxwell, podía argumentar la grosería del forastero y su extenso pedido como excusa para llegar tarde y con ello podría incluir una escapada a la biblioteca.
La ciudad de Byron no poseía biblioteca pública; en aquella época, pocas ciudades de Australia la tenían. Pero, para llenar aquel vacío había una privada con servicio de préstamo. Livilla Hurlingford era viuda y con un hijo muy costoso de mantener; la necesidad económica junto con su aspiración de respetabilidad la habían llevado a abrir una sala de lectura bien equipada. La popularidad y rentabilidad obtenidas la habían inducido a ignorar las leyes comerciales que obligaban a cerrar las tiendas de Byron a las cinco de la tarde los días laborables, pues la mayoría de sus clientes preferían cambiar los libros a última hora de la tarde.
Los libros eran el único solaz de Missy y su solo lujo. Se le permitía quedarse con el dinero que ganaba con la venta de los excedentes de huevos y mantequilla de Missalonghi, y gastaba aquella mísera cantidad en pagar el préstamo de los libros de la biblioteca de su tía Livilla. Ni su madre ni su tía estaban conformes con esta práctica, pero habiendo anunciado hacía algunos años que Missy tendría la oportunidad de ahorrar algo más que las cincuenta libras que le había asignado su padre al nacer, Drusilla y Octavia eran demasiado justas como para rescindir su propio decreto sólo porque Missy hubiese resultado una despilfarradora.
Siempre que cumpliera con las obligaciones que tenía asignadas —cosa que hacía con minuciosidad sin escatimar un ápice—, nadie le ponía trabas a que leyese libros, pero sí a caminar por el bosque. Caminar a través de la maleza era someter su discutiblemente deseable persona al riesgo de un asesinato o una violación, y no se lo iban a permitir de ninguna manera. Por ello Drusilla ordenó a su prima Livilla que sólo prestara a Missy libros buenos; ni novelas cualesquiera, ni biografías procaces o escandalosas, ni ningún material de lectura que estuviera escrito para el género masculino. Tía Livilla respetaba rigurosamente esta sentencia, pues tenía las mismas ideas que Drusilla acerca de lo que podía leer una dama no casada.
Pero aquel último mes Missy venía guardando un secreto culpable: alguien le estaba facilitando novelas en abundancia. Tía Livilla se había buscado una asistenta que le permitía estar al frente de la biblioteca sólo los lunes, martes y sábados, con lo cual gozaba de cuatro días para descansar de las impertinencias y quejas de aquellos residentes que ya habían leído todo lo que contenían sus estanterías y de los visitantes cuyos gustos no lograba satisfacer. Naturalmente, la nueva asistente era una Hurlingford, pero no una Hurlingford de Byron; procedía de los antros de Sidney.
La gente apenas prestaba atención a la tímida e inhibida Missy Wright, pero Una, como se llamaba la nueva asistenta parecía haber detectado en ella al instante la madera de una buena amiga. Desde que empezó a trabajar allí, pues, Una había conseguido que Missy le abriese su corazón de manera asombrosa; conocía las costumbres, acontecimientos, expectativas, problemas y sueños de Missy. También había ideado un sistema infalible mediante el cual Missy podía tomar prestados frutos prohibidos sin que tía Livilla lo descubriese, y la atosigaba con novelas de todo tipo, desde la más aventurera a la más rabiosamente romántica.
Claro que aquella noche atendía tía Livilla, por lo que el libro sería de los antiguos, y sin embargo, cuando Missy abrió la puerta de vidrio y entró en el alegre calor de la biblioteca, se encontró a Una sentada tras el mostrador, y ni rastro de la temida tía Livilla.
No era sólo la innegable vivacidad de Una, su compresión y su amabilidad, lo que había despertado el afecto de Missy; era además una mujer en verdad muy hermosa. Tenía una excelente figura, con una altura suficiente como para distinguirla como una auténtica Hurlingford, y su ropa le recordaba a Missy la de su prima Alicia, siempre de buen gusto, siempre a la última moda, siempre con un encanto especial. La claridad de su piel, cabello y ojos deslumbraba, pero aun así Una no tenía ese aspecto semicalvo y desvaído que era el sino de todas las mujeres Hurlingford, exceptuadas Alicia (que poseía una belleza tan fascinante que Dios le había dado cejas y pestañas oscuras cuando creció) y Missy (que era completamente morena). Todavía más atractiva que la hermosura de Una era una extraña y luminosa cualidad suya: una deliciosa lozanía que residía no tanto a flor de piel como en su interior; sus uñas, ovales y alargadas, irradiaban esa esencia henchida de luz, y lo mismo ocurría con su cabello, encrespado alrededor de su cabeza y recogido en un reluciente moño, tan rubio que parecía blanco. El aire que la circundaba cobraba un brillo que, al mismo tiempo, estaba y no estaba. ¡Fascinante! Missy, que durante toda su vida no había visto más que Hurlingfords, no estaba preparada para el fenómeno de una persona que irradiaba una fuerza especial. Y ahora, en el breve espacio de un mes, había tropezado con dos: Una con su luminosidad, y el forastero de la tienda de tío Maxwell, con su esponjosa nube de energía azul crepitando a su alrededor.
—¡Olé! —gritó Una al ver a Missy—. ¡Querida, tengo una novela que te va a entusiasmar! De una joven noble pero sin recursos que se ve obligada a trabajar de institutriz en la casa de un duque. Se enamora del duque, quien la mete en líos y luego no quiere saber nada de ella, porque es su mujer quien posee todo el dinero. Por ello la embarca con destino a la India, donde su hijo se muere de cólera al poco de nacer. Entonces un maharajá increíblemente guapo la ve y se enamora de ella al instante, porque su cabello es de un color dorado rojizo y sus ojos verdes como limas, mientras que sus docenas de mujeres y concubinas son morenas. La rapta con la intención de convertirla en su juguete particular, pero cuando la tiene en sus garras se da cuenta de que la respeta demasiado. Se casa con ella y despide al resto de sus mujeres, diciendo que ella es una joya de tal rareza que no tiene rival. Se convierte así en una maharajaní de mucho poder. Entonces llega el duque a la India con su regimiento de húsares para aplacar un levantamiento de nativos en las colinas. Consigue su cometido, pero cae mortalmente herido durante la batalla. Ella lo lleva a su palacio de alabastro, en donde el duque muere en sus brazos, pero después de obtener su perdón por haberle hecho tanto daño. Y el maharajá comprende por fin que ella lo ama más de lo que amó al duque un día. ¿No te parece una historia maravillosa? ¡Te aseguro que te encantará!
El hecho de que le explicaran todo el argumento no era motivo para que Missy dejase de leer un libro, así que aceptó Amor oriental al instante y lo puso en el fondo de su cesta de la compra, al tiempo que buscaba su monedero. Pero no estaba allí.
—Me temo que me he olvidado el monedero en casa —dijo a Una, con una mortificación que sólo experimentan las personas a la vez muy pobres y orgullosas—. ¿Cómo puede ser? ¡Estaba segura de haberlo metido! Bueno, quédate con el libro hasta el lunes.
—¡Por Dios, querida, olvidarte el dinero en casa no es el fin del mundo! Llévate el libro ahora; de lo contrario, lo cogerá otro, y es tan bueno que tardará meses en volver a estar disponible. Me pagas la próxima vez que vengas.
—Gracias —dijo Missy, consciente de embarcarse en algo que contrariaba por completo los preceptos de Missalonghi, pero incapaz de evitarlo a causa de su debilidad por los libros.
Sonriendo incómoda, empezó a salir de la biblioteca a toda prisa.
—No te vayas todavía, querida —le suplicó Una—. ¡Quédate a charlar conmigo, anda!
—Lo siento, de verdad que no puedo.
—Venga, ¡sólo un minuto! Entre esta hora y las siete, esto está tranquilo como una tumba; todo el mundo está en casa, cenando.
—De verdad, Una, no puedo —dijo Missy, sintiéndose miserable.
Una parecía empeñada.
—Sí que puedes.
Missy descubrió de pronto que uno no puede negar favores a aquellas personas con las que estás en deuda, y se rindió.
—Bueno, de acuerdo, pero sólo un minuto.
—Lo que deseo saber es si ya te has fijado en John Smith —dijo Una, mientras sus brillantes uñas revoloteaban sobre su moño rutilante, y sus ojos, de un azul luminoso, resplandecían.
—¿John Smith? ¿Quién es John Smith?
—El tipo que compró tu valle la semana pasada.
En realidad, el valle de Missy no era su valle, por supuesto. Simplemente se extendía a lo largo del extremo de Gordon Street, pero siempre pensaba en él como si fuera suyo y le había hablado a Una más de una vez de sus deseos de ir a caminar por él. Su cara se entristeció.
—¡Oh, qué lástima!
—¡Bah! Si quieres saber lo que pienso, me alegro de ello. Ya era hora de que alguien pusiera los pies en la puerta de los Hurlingford.
—Bueno, nunca he oído hablar de este John Smith, y estoy segura de no haberlo visto nunca —dijo Missy, dándose media vuelta para marcharse.
—¿Cómo sabes que nunca lo has visto si ni siquiera te quedas a oír cómo es?
La imagen del forastero que había visto en la tienda de tío Maxwell pasó por la mente de Missy; cerró los ojos y dijo, con más seguridad de la habitual:
—Es muy alto y de constitución robusta; tiene el cabello rizado de color castaño rojizo y la barba del mismo color con dos mechones blancos; lleva unas ropas toscas y blasfema como un arriero. Tiene un rostro agradable, pero sus ojos lo son todavía más.
—¡Es él! ¡Es él! —chilló Una—. ¡Así que lo has visto! ¿Dónde? Cuéntamelo todo.
—Acaba de entrar en la tienda de tío Maxwell hace unos minutos y ha comprado muchas provisiones.
—¿De veras? Será que se va a vivir al valle —dijo Una, haciendo una mueca maliciosa a Missy—. Creo que te ha gustado lo que has visto, ¿verdad, Missy, Mosquita Muerta?
—Sí —dijo Missy sonrojándose.
—A mí me pasó lo mismo la primera vez que lo vi —dijo Una con indolencia.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace siglos. En realidad, hace años, querida. En Sidney.
—¿Lo conoces?
—Y tanto —dijo Una suspirando.
El exceso de novelas del último mes había ampliado considerablemente la educación emocional de Missy, así que se sintió lo bastante segura para preguntar.
—¿Lo amabas?
Pero Una se echó a reír.
—No, querida; si de una cosa puedes estar por completo segura, es de que nunca lo amé.
—¿Viene de Sidney?
—Entre otros lugares.
—¿Era amigo tuyo?
—No. Era amigo de mi marido.
Esto constituía una auténtica novedad para Missy.
—¡Oh, lo siento, Una! No tenía idea de que fueras viuda.
Una se volvió a reír.
—¡Querida, no soy viuda! ¡Los santos me preservan de los vestidos de luto! Wallace, mi marido, está todavía muy vivo. La mejor manera de describir mi fallida unión es decir que mi marido se divorció del matrimonio… y de mí.
Missy no había conocido a una divorciada en toda su vida; los Hurlingford no deshacían matrimonios, ya se contrajeran en el cielo, el infierno o el limbo.
—Debe de haberte resultado muy difícil —dijo en voz baja, esforzándose por no parecer escrupulosa o impresionada.
—Querida, sólo yo sé lo difícil que fue. —La luz de Una desapareció—. En realidad, fue un matrimonio de conveniencia. A él, o, más bien, a su padre, le pareció adecuada mi posición social y a mí me pareció conveniente su gran cantidad de dinero.
—¿No lo amabas?
—Mi gran problema, querida, que me ha acarreado mucho más, es que nunca he amado a nadie tanto como a mí misma. —Hizo una mueca, y su luz, que acababa de recuperar su intensidad normal, volvió a desaparecer—. No te creas, Wallace era muy correcto en todos los aspectos y tenía un físico muy agradable. Pero su padre… ¡Aj!, su padre era un hombrecillo odioso que olía a pomada barata y a tabaco todavía más barato y no tenía la más mínima idea de lo que eran los buenos modales. No obstante, tenía la ardiente ambición de ver a su hijo sentado en la cima de la sociedad australiana, por lo cual dedicó gran parte de su tiempo y dinero a producir la clase de hijo al que un Hurlingford no se resistiría. Cuando, en realidad, lo que le gustaba a su hijo era la vida sencilla; no deseaba sentarse entre la flor y la nata de la sociedad y sólo lo intentó porque amaba con desesperación a aquel espantoso anciano.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Missy.
—El padre de Wallace falleció poco después de que el matrimonio fracasase. Mucha gente, incluido Wallace, creyó que la causa había sido el corazón destrozado. En cuanto a él…, hice que me odiase como ningún hombre debería odiar a una mujer.
—No puedo creerlo —dijo Missy lealmente.
—Me atrevería a decir que en verdad no puedes. Pero no por ello deja de ser cierto. Con el tiempo, me he visto obligada a admitir que fui una perra con un egoísmo feroz a la que tendrían que haber ahogado nada más nacer.
—¡Oh, Una, no digas eso!
—Querida, no me compadezcas: no me lo merezco —dijo Una, otra vez dura y brillante—. La verdad es la verdad, y ya está. Así que aquí me tienes, arrojada a la orilla por la última vez en un rincón recóndito como Byron, haciendo penitencia por mis pecados.
—¿Y tu marido?
—Él se ha recuperado. Por fin ha hallado la oportunidad de hacer todo lo que había deseado siempre.
Missy se moría de ganas de preguntarle cientos de cosas más: sobre el cambio evidente experimentado por Una, sobre la posibilidad de que pudieran arreglarse las cosas entre ella y su perdido Wallace, sobre John Smith, el misteriosos John Smith; pero la breve pausa que siguió al final de la exposición de Una le devolvió la conciencia del tiempo con un sobresalto. Un apresurado adiós y salió volando antes de que Una la retuviese un minuto más.
Hizo corriendo los ocho kilómetros hasta su casa, con punzada o sin ella, y debía de tener alas en los pies, pues, cuando llegó sin aliento a la puerta de la cocina, encontró a su madre y a su tía perfectamente dispuestas a aceptar la historia de la voluminosa compra de John Smith como excusa suficiente para justificar su retraso. Drusilla había ordeñado a la vaca, pues los huesos de Octavia no estaban en condiciones de realizar esos menesteres; había cogido las judías que ahora se cocían en la sartén. Las mujeres de Missalonghi se sentaron con toda puntualidad a dar buena cuenta de su cena. Tras lo cual llegó la última tarea del día: remendar las medias, la ropa interior y la lencería, tantas veces usadas y otras tantas lavadas.
Con la mente dividida entre la dolorosa historia de Una y la persona de John Smith, Missy escuchaba soñolienta a Drusilla y Octavia, que se deleitaban en la disección nocturna de cualquier noticia que pudiera haber llegado a sus hambrientos oídos. Aquella noche, después de un período inicial dedicado a hablar del misterioso forastero de la tienda de Maxwell Hurlingford (Missy no había soltado prenda de lo que se había enterado por Una), abordaron el acontecimiento inminente más importante del calendario social de Byron: la boda de Alicia.
—Tendré que ponerme el de seda marrón, Drusilla —dijo Octavia, soltando una lágrima de auténtico disgusto.
—Y yo el de gorgorán marrón y Missy el de lino marrón. ¡Dios mío, estoy tan cansada de marrón, marrón, marrón! —gritó Drusilla.
—Pero en nuestra precaria situación, hermana, el marrón es el color más sensato —la consoló Octavia sin conseguirlo.
—¡Por una sola vez —dijo Drusilla con ferocidad, mientras clavaba la aguja en el carrete de hilo y doblaba la funda de almohada remendada con gran perfección, poniendo en ello más pasión de la que se le había conocido en toda su vida—, preferiría ser alocada antes que sensata! Y como mañana es sábado, tendré que escuchar a Aurelia vacilando interminablemente entre un satén color de rubí y un terciopelo color de zafiro para su traje de boda, preguntándome mi opinión al menos una docena de veces, y a mí…, a mí me entrarán ganas de matarla.
Missy tenía su propia habitación, revestida de madera y tan marrón como el resto de la casa. El suelo estaba cubierto de un linóleo marrón jaspeado; sobre la cama había una colcha marrón tostado, y en la ventana, un postigo holandés también de color marrón. Había además un escritorio viejo y feo y un armario más viejo y más feo: ni espejo, ni silla, ni alfombra. Pero en las paredes había tres cuadros. Uno era un daguerrotipo descolorido y manchado del primer sir William, muy envejecido y arrugado, hecho durante la guerra de Secesión; otro era una muestra de bordado (la primera tentativa de Missy, y muy conseguida) en la que se leía que «El diablo hace el trabajo de las manos ociosas»; y el último era un retrato enmarcado de la reina Alejandra, rígida y seria, pero aun así muy bella a los poco exigentes ojos de Missy.
En verano, la habitación era un horno, porque estaba orientada al sudoeste, y en invierno era un congelador, pues sufría de lleno el impacto de los vientos predominantes. El hecho de que Missy ocupase aquella habitación en particular no había sido fruto de una deliberada crueldad; sencillamente, era la más joven y le había tocado la pajita más corta. De todas formas, ninguna de las habitaciones de Missalonghi era en verdad confortable. Amoratada de frío, se sacó el vestido marrón, la enagua de franela, las medias de lana, el corpiño y los calzones, y dobló todo con sumo cuidado antes de colocar la ropa interior en un cajón y el vestido en un gancho que colgaba del techo del armario. Lo único que estaba bien colgado era su vestido de lino marrón de los domingos, pues las perchas eran un artículo muy precioso. El depósito de agua de Missalonghi tenía sólo una capacidad de unos dos mil litros, lo que hacía de ella el elemento más preciado de todos; el cuerpo se lavaba a diario, para lo cual las tres mujeres de Missalonghi compartían la misma escasa agua, pero la ropa interior tenía que durar dos días.
Su camisón era de áspera franela gris, cerrado hasta el cuello y con mangas largas; lo arrastraba por el suelo porque lo había heredado de Drusilla. Pero la cama estaba caliente. En el trigésimo aniversario de Missy, su madre le anunció que podía utilizar un ladrillo caliente durante la época de frío, pues ya no estaba en la flor de la juventud. Y cuando esto sucedió, por más que fue bien recibido, Missy abandonó para siempre toda esperanza de poder organizar algún día su vida fuera de los confines de Missalonghi.
Conciliaba el sueño con facilidad, pues llevaba una vida físicamente activa, por estéril que fuese a nivel emocional. Pero los breves momentos que se sucedían entre el tumbarse en aquel bendito calor y el inicio de la inconsciencia representaban su único rato de libertad absoluta, de modo que Missy siempre luchaba con todas sus fuerzas para que no la venciese el sueño.
Empezaba preguntándose qué aspecto tendría. En la casa sólo había un espejo en el cuarto de baño y estaba prohibido colocarse delante y contemplar la propia imagen. Por ello, las impresiones que Missy tenía de sí misma venían acompañadas de un sentimiento de culpa por haber estado mirando tal vez demasiado rato. Oh, sabía que era bastante alta, que era demasiado delgada, que tenía el cabello lacio y oscuro, los ojos negros y la nariz tristemente deformada debido a un golpe sufrido cuando era niña. Sabía que la comisura izquierda de su boca estaba caída y que la derecha se torcía hacia arriba, pero ignoraba que aquello hacía que sus escasas sonrisas fueran fascinantes, y su habitual expresión solemne, una tragicomedia de arlequín. La vida le había enseñado a considerarse una persona muy vulgar, pero algo en ella se negaba a creerlo del todo hasta que una cantidad suficiente de pruebas la convencieran. Así que cada noche se imaginaba qué aspecto tendría.
Soñaba en tener un gatito. Tío Percival, propietario de la tienda de dulces y de tabaco y, con mucho, el más agradable de todos los Hurlingford, le había regalado un travieso gatito negro al cumplir once años. Pero su madre se lo había quitado de inmediato y se lo había dado a un hombre para que lo ahogase, explicándole a Missy con irrefutable razón que no podía permitirse el lujo de otra boca que alimentar, por pequeña que fuese. No lo hizo sin compasión hacia los sentimientos de su hija, ni sin sentirlo, pero de todos modos lo hizo. Missy no había protestado. Tampoco había llorado, ni siquiera en la cama. De alguna manera, el gatito no había llegado a ser lo suficientemente real para desencadenar un dolor desesperado. Pero, después de todos aquellos largos y vacíos años, sus manos todavía podían recordar el tacto de su piel sedosa y su vibrante ronroneo de placer cuando lo acariciaban. Sólo sus manos recordaban; todas las demás partes de ella habían conseguido olvidar.
Soñaba que la dejaban ir a caminar por el bosque, en el valle situado enfrente de Missalonghi, y de este ensueño consciente pasaba tranquilamente a los sueños inconscientes que nunca conseguía recordar. Si iba vestida, la ropa no le estorbaba, ni se mojaba al vadear arroyos con cascadas, ni se ensuciaba cuando rozaba las rocas cubiertas de musgo; y su ropa nunca, nunca era de color marrón. Los tordos cantaban revoloteando por encima de su cabeza, las mariposas de vistosos colores desaparecían por entre las cúpulas de los helechos gigantes que hacían que el cielo pareciese de encaje sobre un fondo de satén; había paz por todas partes, sin un solo ser humano que la turbase.
Últimamente había empezado a pensar en la muerte, que se le aparecía como una consumación deseada cada vez con más fervor. La muerte estaba en todas partes y visitaba a jóvenes, personas de mediana edad y a ancianos. Tuberculosis, epilepsia, garrotillo, difteria, tumores, neumonías, envenenamiento, apoplejía, problemas de corazón, ataques. ¿Por qué, entonces, no iba ella a estar al alcance de su mano? La muerte no se le presentaba en absoluto como una perspectiva indeseada; nunca lo es para aquellos que, más que vivir, existen.
Pero aquella noche seguía desvelada —una vez agotada la gama de temas que se iniciaba con el aspecto personal, el gatito y los paseos por el bosque, y terminaba con la muerte— a pesar de un profundo cansancio, resultado de aquella carrera hasta casa y de la dolorosa punzada en su costado izquierdo que parecía ir de mal en peor. Porque Missy se había reservado un poco de tiempo para dedicarlo al robusto e impetuoso forastero llamado John Smith, que había comprado su valle según le había dicho Una. Vientos de cambio, una nueva fuerza en Byron. Creía que Una estaba en lo cierto, que él tenía la intención de instalarse a vivir en el valle. Ya no era su valle; ahora era de él. Con los párpados casi cerrados, intentó evocar su imagen: alto, fornido y fuerte, con aquel abundante y precioso cabello cobrizo oscuro y esos dos sorprendentes mechones blancos en la barba. Imposible adivinar su edad, porque tenía el rostro curtido por la intemperie, aunque parecía de unos cuarenta largos. Tenía los ojos del color del agua que ha pasado por un lecho de hojas marchitas: transparentes como el cristal, pero de un color marrón ámbar. ¡Oh, qué hombre más encantador!
Y cuando fue una vez más a pasear por el bosque, para redondear su peregrinaje nocturno, él caminó a su lado durante todo el trayecto hasta que se quedó dormida.
La pobreza que reinaba en Missalonghi con inflexible crueldad era culpa del primer sir William, que había engendrado siete hijos y nueve hijas, la mayoría de los cuales había sobrevivido para seguir procreando. La política de sir William había sido distribuir sus bienes terrenales sólo entre sus hijos, y dejar a sus hijas una dote consistente en una casa con cinco acres de buena tierra. A primera vista, parecía una buena política, que disuadía a los cazafortunas al mismo tiempo que garantizaba a las chicas el estatus de terratenientes así como una cierta independencia. Sin ningún remordimiento (pues significaba más dinero para ellos) sus hijos habían perpetuado aquella política, y también los hijos de éstos. Sólo que a medida que pasaban las décadas, las casas fueron siendo menos cómodas, menos sólidamente construidas, y los cinco acres de buena tierra acabaron siendo cinco acres de no tan buena.
El resultado, transcurridas dos generaciones, era que el clan de los Hurlingford se hallaba dividido en varias categorías muy diferenciadas entre sí: los varones, todos ellos ricos, las mujeres ricas debido a matrimonios provechosos y un grupo de mujeres a las que, o bien les habían arrebatado sus tierras con engaños, o las habían obligado a venderlas por un precio inferior a su valor real, o bien seguían luchado por vivir en ellas, que era el caso de Drusilla Hurlingford Wright.
Había contraído matrimonio con un tal Eustace Wright, heredero tísico de una gran empresa contable de Sidney que además poseía muchos intereses en algunas manufacturas; naturalmente, en el momento del matrimonio ni ella ni él sospechaban la enfermedad. Pero después de su muerte, acaecida dos años más tarde, el padre de Eustace, todavía vivo, había decidido dejar la totalidad de sus bienes a su segundo hijo sin destinar parte de ellos a una viuda cuya única heredera era una niña de aspecto enfermizo. Así que lo que se había iniciado como una prometedora perspectiva matrimonial, concluyó de manera funesta en todos los aspectos. El viejo Wright había considerado que Drusilla tenía casa y cinco acres y procedía de un clan muy adinerado que se sentiría obligado a hacerse cargo de ella, aunque sólo fuera por guardar las apariencias. Lo que no tuvo en cuenta el viejo Wright fue la indiferencia que sentía el clan Hurlingford hacia sus miembros de sexo femenino, solos y carentes de poder.
Drusilla subsistía a duras penas. Había acogido en su casa a Octavia, una hermana solterona, que vendió la suya junto con los cinco acres de terreno a su hermano Herbert para aportar líquido a la economía de Drusilla. Aquél era el problema: era inconcebible vender a alguien que no fuese de la familia, pero los varones se aprovechaban todo lo que podían de esa tradición. La miserable cantidad que Herbert ofreció a Octavia a cambio de su tierra fue de inmediato invertida por él a nombre de su hermana y, como solía ocurrir con las magistrales inversiones gestionadas por Herbert, ésta no produjo absolutamente ningún dividendo. Las pocas y tímidas preguntas que le había dirigido Octavia habían sido esquivadas por su hermano con accesos de violenta cólera e indignación.
Por supuesto, de la misma manera que era inconcebible que cualquier Hurlingford de sexo femenino transfiriese su propiedad a un extraño, también era impensable que estas mujeres deshonrasen al clan trabajando fuera de casa, salvo que encontraran trabajo en el seno de la familia directa. De ahí que Drusilla, Octavia y Missy se quedasen en casa, ya que su absoluta falta de capital les negaba la posibilidad de un trabajo salvador como propietarias de un negocio, y su total falta de talentos de alguna utilidad las volvía ineptas para el trabajo a los ojos de la familia directa.
Cualquier ilusión que pudiera haber abrigado Drusilla de que cuando Missy creciese las arrancaría de la penuria mediante un espectacular matrimonio, se disipó antes de que Missy cumpliese los diez años. Era de facciones ordinarias y poco atractiva. Cuando cumplió los veinte, su madre y su tía se habían resignado ya a soportar aquella situación de estrechez hasta la muerte. A su debido tiempo, Missy heredaría la casa y los cinco acres de su madre, pero no tendría nada propio que añadir, pues era una Hurlingford de la rama femenina y, por lo tanto, no contaba.
Desde luego, conseguían vivir. Tenían una vaca de Jersey que daba una leche maravillosamente rica y cremosa, terneras espléndidas —una de ellas todavía sin cruzar porque era superlativa—, media docena de corderos, tres docenas de gallinas rojas de Rhode Island, una docena de patos y ocas de distintas clases y dos rechonchas cerdas blancas que parían los mejores cochinillos de toda la comarca, porque les permitían pastar en el campo, en lugar de encerrarlas en la pocilga, y comían los desperdicios del salón de té de tía Julia, además de los de la mesa y del huerto de Missalonghi. El huerto, que era el terreno de Missy, todo el año producía algo; Missy se daba maña con las plantas. Había también un modesto plantel de árboles: diez manzanos de varias clases, un melocotonero, un cerezo, un ciruelo, un albaricoquero y cuatro perales. No tenían ningún cítrico porque el invierno en Byron era demasiado frío. Vendían su fruta, mantequilla y huevos a Maxwell Hurlingford a un precio muy inferior del que les hubieran ofrecido en cualquier otro lado, pero era inconcebible que vendiesen sus productos a alguien que no fuera un Hurlingford.
Comida no les faltaba, era la falta de dinero lo que las tenía en la miseria. Sin la posibilidad de ganar un salario y engañadas por aquellos que por derecho natural deberían haber sido su mayor apoyo, dependían del dinero para pagar la ropa, utensilios, medicinas y otros gastos —como el tejado nuevo—, dinero que obtenían de la venta de un cordero o una ternera o de una camada de cochinillos, y que no permitía relajación alguna en su eterna vigilancia económica. De una sola manera se hacía patente el tierno amor que sentían por Missy: le dejaban gastar en el préstamo de libros el dinero que ganaba con los excedentes de mantequilla y huevos.
Para llenar sus días vacíos, las mujeres de Missalonghi hacían media, encaje y ganchillo y cosían interminablemente. Agradecían los regalos de lanas, hilos y telas que llegaban cada Navidad y cumpleaños, devolviendo, a su vez, como regalos, algunos resultados finales, y amontonaban muchos más en una habitación.
El hecho de que se doblegaran con tanta docilidad a un régimen y a un código impuestos por personas que no tenían ni idea de la soledad y el amargo sufrimiento que su respetable pobreza les acarreaba, era una prueba de falta de carácter o de valor por su parte. Simplemente, habían nacido y vivido antes de que las grandes guerras concluyeran la revolución industrial, es decir, en una época en la que el trabajo remunerado y su secuela de comodidades significaba una traición a sus conceptos de vida, de familia y de femineidad.
A Drusilla Wright, su respetable pobreza nunca se le hacía tan mortificante como los sábados por la mañana, día en que iba a pie hasta Byron y lo atravesaba hasta llegar a donde se alzaban las mansiones más elegantes de los Hurlingford, en las laderas de las magníficas colinas que se elevaban entre el pueblo y un brazo del Valle Jamieson. Iba a tomar el té matinal con su hermana Aurelia y, mientras caminaba fatigosamente, no dejaba de recordar que, cuando de jóvenes se habían prometido en matrimonio, había sido ella, Drusilla, quien había conseguido el que entonces parecía el mejor candidato del mercado matrimonial. Realizaba aquella peregrinación a solas, pues Octavia estaba demasiado achacosa para caminar los once kilómetros y el contraste entre Missy y Alicia, la hija de Aurelia, era demasiado doloroso. Mantener un caballo estaba fuera de sus posibilidades, ya que habría acabado con los pastos, y, en Missalonghi, los cinco acres debían ser protegidos día y noche contra la sequía. Si no podían ir andando, las mujeres de Missalonghi se tenían que quedar en casa.
Aurelia también se había casado con una persona ajena a la familia, pero con mucho más tino, según quedó demostrado después. Edmun Marshall era el gerente de la planta embotelladora, y tenía el talento práctico necesario para la administración del que carecían todos los Hurlingford. Aurelia vivía, pues, en una mansión de veinte habitaciones, construida imitando el estilo Tudor y situada en medio de cuatro acres de jardín en el que crecían ciruelos y rododendros, azaleas y cerezos japoneses que transformaban el lugar en un país de hadas cuando llegaba la primavera. Aurelia poseía criados, caballos, carruajes e incluso un coche. Sus hijos, Randolph y Ted, aprendían de su padre cómo dirigir la planta embotelladora y parecían ser grandes promesas, Ted en el ámbito de la contabilidad y Randolph como supervisor.
Aurelia tenía también una hija, una hija que era todo lo que no era la de Drusilla. Ambas poseían tan sólo una cosa en común: eran solteronas de treinta y tres años. Pero mientras que Missy era lo que era porque a nadie se le había ocurrido proponerle que cambiase su estado civil, Alicia seguía soltera por el más romántico y conmovedor de los motivos. El prometido que había aceptado a sus diecinueve años había recibido un colmillazo mortal de un elefante de trabajo enloquecido, pocas semanas antes de la boda, y Alicia se había tomado su tiempo para recuperarse del golpe. Montgomery Massey había sido el hijo único de una conocida familia de plantadores de té de Ceilán, y muy, muy rica. Alicia lo había llorado tal como su importancia social merecía.
Se vistió de negro durante todo un año, y luego de gris y lila pálidos durante dos años más, pues eran los colores considerados «de medio luto»; a los veintidós años anunció que su período de retiro había terminado y abrió una sombrerería de damas. Su padre compró la antigua camisería que el tiempo y la tienda de ropa de Herbert Hurlingford habían dejado obsoleta, y Alicia dedicó su único talento genuino a hacer fructificar el negocio. La tienda de sombreros, denominada Chez Chapeau Alicia, fue un éxito rotundo desde el día en que abrió sus puertas, y atraía clientes de lugares tan lejanos como Sidney, hasta tal punto eran deliciosamente atractivas, favorecedoras y modernas las confecciones de Alicia en paja, tul y seda. Tenía empleadas en el taller a dos mujeres sin tierras ni dote, y a su tía solterona Cornelia como su aristocrática dependienta, mientas que su participación en la empresa se limitaba a diseñar los modelos y embolsarse las ganancias.
Y, cuando todo el mundo daba por sentado que Alicia iba a llevar luto por Montgomery Massey hasta su propia muerte, anunció su compromiso con William Hurlingford, hijo y heredero del tercer sir William. Ella tenía treinta y dos años, y su futuro marido apenas diecinueve. La boda se fijó para el primer día del próximo mes de octubre, cuando las flores primaverales harían obligatoria la recepción en el jardín; la larga espera habría llegado a su fin. Su demora había que achacarla a lady Billy, la esposa de sir William, quien, al enterarse de la noticia, había intentado azotar a Alicia con una fusta de caballo. El tercer sir William se había visto forzado a prohibir el matrimonio de la pareja hasta que el novio cumpliese los veintiuno.
Así las cosas, ni un asomo de alegría en el ánimo de Drusilla mientras recorría el sendero de gravilla bien rastrillada de Mon Repos y llamaba a la puerta de la casa de su hermana con un vigor que era una mezcla de frustración y envidia. El mayordomo abrió, informó a Drusilla con toda distinción que la señora Marshall estaba en la sala pequeña y la condujo allá con expresión imperturbable.
El interior de Mon Repos era tan encantadoramente acertado como la fachada y los jardines; paredes revestidas de maderas pálidas importadas y de papeles de seda y terciopelo, cortinas de encaje, alfombras de Axminster, mobiliario estilo Regencia, todo ello dispuesto a la perfección para destacar al máximo las gratas dimensiones de las habitaciones. Allí, donde era tan patente que no reinaban ni el ahorro ni la moderación, no había necesidad de emplear pintura marrón.
Las hermanas se besaron en las mejillas. En conjunto, eran más parecidas entre sí que cualquiera de ellas a Octavia, a Julia, a Cornelia, a Augusta o a Antonia, pues ambas poseían un cierto sello de arrogante frialdad e idénticas sonrisas. A pesar del contraste entre sus respectivas situaciones sociales, también se tenían más cariño que el que profesaban a cualquiera de las demás; y sólo el implacable orgullo de Drusilla impedía que Aurelia la ayudase económicamente.
Finalizados los saludos, se instalaron en sillas tapizadas en terciopelo, alrededor de una mesita de marquetería, y esperaron a que la doncella les sirviera el té chino con docenas de pasteles glaseados, antes de ir al grano.
—Escucha, Drusilla: ser orgullosa no sirve para nada. Sé con qué urgencia necesitas el dinero, y ¿podrías darme una sola razón por la que todas esas cosas preciosas tengan que ir amontonándose en una habitación de tu casa en lugar de pasar al ajuar de Alicia? No me digas que las estás guardando para el ajuar de Missy, pues ambas sabemos que Missy rezó sus últimas oraciones hace años. Alicia quiere comprarte la lencería y yo estoy completamente de acuerdo —dijo Aurelia con firmeza.
—Desde luego, me siento halagada —dijo Drusilla muy rígida—, pero no puedo vendértelas, Aurelia. Alicia puede llevarse todo lo que desee, pero como regalo nuestro.
—¡Tonterías! —replicó la señora de la casa—. Cien libras y la dejas escoger lo que quiera.
—Será un placer que elija lo que quiera, pero como regalo nuestro.
—Cien libras o tendrá que gastarse cien veces más comprando su ajuar en Mark Foy’s, porque no permitiré que se lleve la cantidad de cosas que necesita en concepto de regalo.
La discusión se prolongó un buen rato, pero por fin la pobre Drusilla se vio obligada a ceder, con lo que su orgullo herido se enfrentó a un secreto alivio, tan grande que al final derrotó al orgullo. Y, después de beber tres tazas de té Lapsang Souchong y de haber engullido casi toda la bandeja de pasteles, perfectamente glaseados de rosa y blanco, como si jamás hubiese comido, ella y su hermana pasaron de la incomodidad de su desigualdad social a la intimidad de su consanguinidad.
—Billy dice que ese hombre es un presidiario —dijo Aurelia.
—¿En Byron? Dios mío, ¿cómo ha permitido Billy que esto suceda?
—No pudo hacer nada para impedirlo, hermana. Sabes tan bien como yo que es un mito que los Hurlingford sean propietarios de cada acre de terreno entre Leura y Lawson. Si el hombre podía comprar el valle, lo cual parece que ha hecho, y si ha pagado su deuda a la sociedad, lo cual también parece ser cierto, no hay nada que Billy o cualquier otra persona puedan hacer para echarlo.
—¿Cuándo ha ocurrido todo esto?
—Según Billy, la semana pasada. El valle nunca ha sido tierra de los Hurlingford, por supuesto. Billy suponía que era terreno de la Corona, una creencia errónea que se remonta, según parece, al primer sir William y que lamentablemente a nadie de la familia se le ocurrió verificar. Si lo hubiésemos sabido, un Hurlingford lo habría comprado hace mucho tiempo. De hecho, el terreno ha sido objeto de un largo proceso judicial durante muchísimos años y ahora este tipo lo ha comprado en una subasta celebrada en Sidney la semana pasada, sin que nos enteráramos siquiera de que estuviese en venta. ¡Todo el valle, por favor, y por una miseria! ¿Te das cuenta? A Billy se le ensombreció la cara cuando lo supo.
—¿Cómo os enterasteis? —preguntó Drusilla.
—El tipo llegó a la tienda de Maxwell a la hora de cerrar. Parece ser que Missy también estaba allí.
El rostro de Drusilla se iluminó.
—¡Así que es aquél!
—Sí.
—Seguro que Maxwell lo averiguó todo, ¿no? Podría obtener información de un sordomudo.
—Sí. Oh, el tipo no era nada reticente; habló de ello con toda franqueza…, con demasiada franqueza, a juicio de Maxwell. Pero ya conoces a Maxwell, piensa que todo el que anuncia su negocio está loco.
—¡Lo que no alcanzo a comprender es cómo alguien que no es un Hurlingford puede desear comprar el valle! Me refiero a que poseer el valle tendría significado para un Hurlingford porque está en Byron. Pero no puede cultivarlo. Tardaría diez años en limpiarlo lo suficiente para poder emplear el arado, y hay tanta humedad allá abajo que no podría mantenerlo limpio nunca. No puede talar la madera porque el transporte por la carretera es demasiado peligroso. ¿Por qué entonces?
—Según Maxwell, dijo que únicamente quería vivir solo en el bosque y escuchar el silencio. Bueno, si después de todo no es un presidiario, tendrá que admitir que es un poco excéntrico.
—¿Qué le hace pensar a Billy que sea un presidiario?
—Maxwell telefoneó a Billy tan pronto como el tipo hubo cargado su carro y se hubo marchado. Y Billy se puso a hacer pesquisas de inmediato. El tipo se hace llamar John Smith, ¡no te digo! —dijo Aurelia con expresión burlesca y suspicaz—. Ahora yo te pregunto, Drusilla, ¿crees que alguien se haría llamar John Smith si no tuviera algo que ocultar?
—Podría ser su auténtico nombre —dijo Drusilla con justicia.
—¡Bah! Uno siempre está leyendo cosas que suceden a Johns Smith, pero ¿has llegado a conocer a alguno? Billy piensa que este John Smith es un… un… ¿cómo lo llaman los americanos?
—No tengo ni la menor idea.
—Bueno, qué más da, esto no es América. De cualquier forma, un nombre falso. Las investigaciones de Billy han revelado que el hombre no está inscrito en ningún organismo oficial. Pagó el valle en oro, y esto es todo lo que se ha podido averiguar.
—Tal vez sea un minero afortunado de Sofala o Bendigo.
—No. Según Billy, todas las minas de oro de Australia están en manos de compañías desde hace años y no se han producido grandes hallazgos por parte de individuos.
—¡Qué extraordinario! —dijo Drusilla, y alargó el brazo con aire distraído para coger el penúltimo pastel—. ¿Añadieron algo más Billy o Maxwell?
—Bueno, John Smith compró una gran cantidad de comida y pagó en oro que guardaba en un monedero dentro de la camisa. ¡Y no llevaba nada debajo! Por fortuna en aquel momento Missy se había marchado ya, pues Maxwell jura que el tipo de todas maneras se habría levantado la camisa. ¡Blasfemó delante de Missy y dijo algo que insinuaba que Missy no era una dama! ¡Y sin existir provocación, te lo aseguro!
—Lo creo —dijo Drusilla con aspereza, cogiendo el último pastel de la bandeja.
En aquel momento, Alicia Marshall entró en la habitación. Su madre la miró con orgullo y su tía sonrió un poco forzada.
¿Por qué, oh, por qué Missy no podría haber sido como Alicia?
Una criatura verdaderamente exquisita, Alicia Marshall. Muy alta y de líneas voluptuosas aunque disciplinadas, tenía un cutis claro y angelical, al igual que sus ojos y su cabello, unas manos y pies preciosos y un cuello de cisne. Como siempre, iba vestida con mucho gusto, con un traje de seda azul pálido (escote bordado, la sobrefalda más corta en punta, a la última moda) que llevaba con estilo y una clase incomparables. Uno de sus propios sombreros, con un ramo desordenado de rosas de tul azul pálido y seda de color verde, adornaba su abundante cabello dorado. ¡Era milagroso que sus cejas y pestañas fueran de un precioso tono marrón! Porque, naturalmente, Alicia no revelaba que se las teñía como hacía Una.
—Tu tía Drusilla se alegrará de proporcionarte la lencería Alicia —anunció Aurelia triunfante.
Alicia se quitó el sombrero y se sacó los guantes de cabritilla de color azul pálido con mucho cuidado, incapaz de contestar mientras se concentraba en aquellas tareas tan importantes. Sólo cuando hubo colocado aquellos artículos en un lugar seguro y se sentó junto a ellas, dejó oír su voz, decepcionantemente monótona y poco musical.
—¡Qué amable de tu parte, tía! —dijo.
—No es una cuestión de amabilidad, mi querida sobrina, puesto que tu madre se ha empeñado en pagarme —dijo Drusilla muy tensa—. Será mejor que vengáis a Missalonghi el sábado que viene por la mañana y elijáis todo lo que deseéis. Os ofreceré un té.
—Gracias, tía.
—¿Quieres que te pida un poco de té? —preguntó Aurelia a Alicia con ansiedad; le asustaba un poco aquella hija suya, mayor, capaz, ambiciosa y dominante.
—No, gracias, madre. En realidad he venido a ver si has descubierto algo más de ese forastero que está entre nosotros, tal como Willie insiste en llamarlo —dijo, torciendo su precioso labio.
Volvieron a comentar el tema, tras lo cual Drusilla se levantó para marcharse.
—El sábado que viene por la mañana en Missalonghi —convocó a sus parientas mientras se entregaba a la custodia del mayordomo.
Durante todo el trayecto a casa, clasificó mentalmente el contenido de la habitación y de varios armarios, aterrorizada ante la posibilidad de que la cantidad y variedad no fueran suficientes para la generosa cantidad de cien libras. ¡Cien libras! ¡Qué estupendo golpe de suerte! Por supuesto, no había que gastarlo. Había que ingresarlo en el banco para que empezara a producir sus minúsculos intereses y dejarlo allí hasta que sucediera alguna desgracia. Qué desgracia sería, Drusilla lo ignoraba, pero en el camino de la vida, cada curva cerrada ocultaba una desgracia: enfermedades, daños a la propiedad y reparaciones, aumento de contribuciones y de impuestos, muertos. Parte de aquella cantidad debería destinarse a pagar el tejado nuevo, desde luego; pero, al menos, no tendrían que vender la ternera de Jersey para costearlo. La ternera de Jersey valía mucho más de cincuenta libras para las mujeres de Missalonghi, pues tenía por delante un largo futuro con numerosos, si bien aún no concebidos, retoños a su favor. Percival Hurlingford, un buen hombre casado con una buena mujer, siempre les había permitido utilizar los servicios de su valioso toro sin cobrarles por ello, y además había sido el responsable del regalo de su primera vaca de Jersey.
Sí, ¡era de lo más satisfactorio! Tal vez Alicia, consumada creadora de modas, iniciaría una moda entre las muchachas de la familia Hurlingford; tal vez de ahora en adelante otras futuras novias irían a casa de las mujeres de Missalonghi a comprar la lencería. Aquello se toleraría como una forma femenina aceptable de llevar un negocio, mientras que la confección de vestidos no sería tolerada, porque ello las expondría a los caprichos de cualquiera y de todos, y no sólo a los de la familia.
—Así pues, Octavia —dijo Drusilla a su incapacitada hermana aquella noche, una vez instaladas para hacer sus acostumbradas labores, mientras Missy se sumergía en un libro—, sería mejor que la semana que viene acabemos todo lo que estamos haciendo. Missy, tendrás que ocuparte tú sola de la casa, el jardín y los animales, y, como eres la que se da más maña para amasar, tendrás que hacer los pastelillos para el té. Haremos bollitos con mermelada y nata, un bizcocho, algunos pasteles y una tarta de manzanas ácidas y clavo.
Resuelto este asunto a gusto de Drusilla, pasaron a un tema más divertido: la llegada de John Smith. Por primera vez, Missy se sentía más atraída por la conversación que por su libro, aunque fingió que continuaba leyendo y, cuando se fue a la cama, se llevó consigo aquella información adicional para integrarla y relacionarla con lo que Una le había contado en la biblioteca.
¿Por qué no iba a ser John Smith su auténtico nombre? Estaba claro que el motivo real para tal grado de desconfianza y sospechas por parte de los Hurlingford era que hubiese comprado el valle. ¡Bien hecho, John Smith!, pensó Missy. Ya era hora de que alguien sacudiera a los Hurlingford. Se durmió sonriendo.
El alboroto de los preparativos que precedieron a la visita de las dos señoras Marshall fue más bien inútil, de lo cual eran conscientes las tres mujeres de Missalonghi. Sin embargo, a ninguna de ellas le molestó el cambio de ritmo porque tenía las virtudes de la novedad y el desorden. Sólo Missy se acongojó por el confinamiento en casa, congoja originada en una mezcla de tedio por la falta de lectura y el temor de que Una pensara que había dejado de pagar la novela que se había llevado el viernes anterior.
Las delicadezas en cuya preparación Missy había puesto tanto empeño no fueron probadas por las damas a las que iban destinadas; Alicia «cuidaba la línea», como ella decía, y aquellos días su madre también, pues quería ofrecer una imagen a la última moda en la boda de su hija. No obstante, los dulces no se echaron a perder, pues Drusilla y Octavia acabaron con ellos después. Aunque a ambas les entusiasmaban raramente los comían porque representaban un gasto adicional.
La cantidad de ropa que enseñaron a Aurelia y a Alicia las dejó perplejas y, después de pasar una agradable hora discutiendo las elecciones definitivas, Aurelia depositó no cien sino doscientas libras en la mano reticente de Drusilla.
—¡No quiero discusiones, por favor! —dijo con toda su autoridad—. Alicia se lleva una ganga.
—Creo, Octavia —dijo Drusilla más tarde, cuando las visitantes se habían marchado en su coche con chofer—, que ahora todas podremos lucir vestidos nuevos en la boda de Alicia. Un crêpe de color lila para mí, con borlitas en el corpiño y alrededor de la sobrefalda… ¡precisamente tengo las borlitas que necesito! ¿Te acuerdas de aquellas que nuestra madre compró para coserlas en su vestido de medio luto de los domingos poco antes de fallecer? ¡Ideales! Y creo que tú podrías comprarte la seda de color azul pastel que tanto te gustó del departamento de telas de Herbert, ¿no? Missy podría hacer unos encajes para el cuello y las mangas… ¡muy elegante! —Drusilla se detuvo a pensar, con el entrecejo fruncido, mirando a su morena hija—. Tú eres la verdaderamente problemática, Missy. Eres demasiado morena para llevar colores pálidos, así que creo que tendrá que ser…
¡Oh, no, que no sea marrón!, rezó Missy. ¡Quiero un vestido escarlata! Un vestido de encaje de ese rojo que hace llorar los ojos cuando lo mira, ¡eso es lo que quiero!
—… marrón —dijo Drusilla por fin, suspirando—. Comprendo lo decepcionante que es para ti, pero la verdad, Missy, es que ningún otro color te favorece tanto como el marrón. Los colores pastel te dan un aspecto enfermizo, el negro te da un color cetrino, en azul marino estás a las puertas de la muerte y los colores otoñales te convierten en un piel roja.
Missy no dijo una sola palabra, puesto que aquella lógica era indiscutible, sin saber que aquella docilidad hacía sufrir a su madre, a la que le hubiera gustado al menos una sugerencia, aunque desde luego, el rojo no hubiese sido tolerado bajo ningún concepto. Era el color de busconas y prostitutas, de la misma manera en que el marrón era el de los pobres respetables.
Con todo, aquella noche nada podía deprimir por mucho rato el estado de ánimo de Drusilla, así que pronto se animó.
—De hecho —dijo con alegría—, creo que también podemos comprarnos unas botas nuevas. ¡Oh, vamos a causar sensación en la boda!
—Zapatos —dijo Missy inesperadamente.
Drusilla se quedó sin expresión.
—¿Zapatos?
—¡Botas no, madre, por favor! Comprémonos zapatos, unos bonitos zapatos finos con tacones estilo Louis y lazos delante.
Es posible que Drusilla hubiera considerado la idea, pero aquella súplica que a Missy le salió del alma fue de inmediato ahogada por Octavia, que, a su modo desvalido, llevaba muchas veces los pantalones en la casa llamada Missalonghi.
—¿Viviendo en la otra punta de Gordon Road? —gruñó Octavia—. ¡No estás en tus cabales, chica! Piensa, ¿cuánto durarían los zapatos entre el polvo y el fango? Lo que necesitamos son botas, buenas recias con unos buenos cordones recios y buenos tacones recios. Las botas duran Los zapatos no son para los que tienen que ir en el coche de San Fernando.
Y así se zanjó la cuestión.
El lunes siguiente a la visita de Aurelia y Alicia Marshall, la vida en Missalonghi había reanudado su curso normal y a Missy se le permitió dar su paseo habitual hasta la biblioteca de Byron. Desde luego, no era tan sólo un placer egoísta; se fue cargando dos enormes cestas, una en cada mano para equilibrar el peso, con el encargo de efectuar la compra de la semana.
Después del descanso que le había deparado la semana en casa, la punzada volvió a aparecer en toda su intensidad. ¡Qué extraño que sólo le molestase en las largas caminatas! Y era doloroso, ¡doloroso en extremo!
Aquel día su propio monedero se había unido al de su madre, desacostumbradamente lleno, pues le habían encomendado a Missy que comprase el crêpe lila, la seda azul y su propio satén marrón en el bazar de ropa de Herbert Hurlingford.
De todas las tiendas de Byron, la que más odiaba Missy era la de tío Herbert, porque todos sus empleados eran muchachos jóvenes, hijos o nietos, claro; incluso para comprar corsés o calzones, había que sufrir ser atendida por un sinvergüenza que se reía disimuladamente, a quien la tarea le resultaba de lo más divertida y que hacía de su cliente el sufrido blanco de sus bromas. No obstante, no se dispensaba este trato a todo el mundo, sino solo a aquellas personas cuyos recursos eran lo bastante escasos para que les estuviera vedado ir a comprar a Katoomba o —¡Dios no lo quiera!— a Sydney; también estaba reservado principalmente a aquellas mujeres Hurlingford que carecían de hombres a quienes exigir un desagravio. Se consideraba candidatas ideales a las viejas solteronas y las viudas indigentes del clan.
Mientras observaba cómo James Hurlingford bajaba los rollos que ella le había indicado, Missy se preguntaba cómo hubiera reaccionado éste si, en lugar de satén marrón, le hubiera pedido encaje escarlata. Y no porque el bazar de telas vendiese esa clase de género; los únicos rojos que ofrecía eran sedas artificiales baratas y ordinarias para las residentes de Caroline Lamb Place. Así pues, junto con el crêpe lila y la seda azul pastel, Missy compró un corte muy bonito de satén deslustrado en un tono tabaco. Si el tejido hubiera sido de cualquier otro color le habría encantado, pero como era marrón, tanto le daba que hubiera sido arpillera. Todos los vestidos que Missy había tenido habían sido marrones; era un color muy práctico. Nunca se veía la suciedad, nunca estaba de moda o pasado de moda, nunca perdía el color, nunca se veía barato o vulgar o chabacano.
—¿Vestidos nuevos para la boda? —preguntó James con aire socarrón.
—Sí —respondió Missy, preguntándose por qué sería que James la hacía sentirse siempre tan incómoda; ¿sería tal vez su porte exageradamente femenino?
—Veamos —farfulló James—. ¿Qué te parece un jueguecito de adivinanzas? El crêpe es para tía Drusi, la seda para tía Octi y el satén, el satén marrón, ¡será por fuerza para la morena de la primita Missy!
En la mente de esta última debía de seguir presente la imagen de aquel inalcanzable vestido de encaje escarlata, pues, de forma bastante repentina, Missy no vio nada más que color rojo y, de un rincón de su memoria, extrajo la única expresión insultante que sabía:
—¡Oh, muérdete el trasero, James! —dijo bruscamente.
Éste no se habría quedado más pasmado si el maniquí de madera hubiera despertado a la vida y le hubiera estampado un beso. Se puso a medir y a cortar con una presteza desconocida hasta la fecha, por lo que le dio casi un metro extra de cada tela, sin ver el momento en que Missy se marchase de la tienda. La lástima era que sabía que no podía confiar su horrible experiencia a ninguno de sus hermanos o sobrinos, porque lo más probable era que repitieran las palabras de Missy, ¡los muy bastardos!
Como la biblioteca estaba a tan sólo dos casas de distancia, cuando Missy entró ondeaban todavía en sus mejillas las señales de su enfado, y cerró de un portazo. Una levantó la vista sobresaltada y se puso a reír.
—¡Querida, tienes un aspecto espléndido! Estás en un acceso de cólera. ¿Me equivoco?
Missy respiró profundamente un par de veces para calmarse.
—Oh, es sólo mi primo James Hurlingford. Le he dicho que se muerda el trasero.
—¡Bravo! Y era hora de que alguien se lo dijera. —Una se rió a hurtadillas—. Aunque supongo que le gustará más que se lo muerda otro, con preferencia alguien masculino.
A Missy se le pasó por alto el comentario, pero la explosión de alborozo de Una surtió su efecto y Missy se encontró también riendo.
—¡Madre mía! NO he estado muy femenina, ¿verdad? —preguntó más sorprendida que horrorizada—. ¡No sé qué me ha pasado!
De repente, el rostro radiante que la miraba adoptó una expresión artificiosa, que nada tenía que ver con falta de honradez, sino que era el halo sobrenatural de alguien extraño, del mundo de las hadas.
—Pajas y camellos —entonó Una con voz cantarina—, ojos de agujas y días de perros, gusanos serpenteantes y remolinos bien maduros. Hay muchas cosas en ti, Missy Wright, que ni siquiera sospechas que están ahí. —Se echó hacia atrás y cantó como un niño travieso regocijado—. Pero ahora se han puesto en marcha, y no podrán ser detenidas.
Le explicó la historia del vestido de encaje color escarlata, el profundo deseo de vestir de un color que no fuera el marrón, el fracaso de tener que admitir que ningún otro color le sentaba bien, hasta el punto de que el día en que por fin había podido pagarse un vestido de cualquier otro color, había tenido que ser marrón. Una la escuchaba con comprensión, con su halo sobrenatural muy difuminado, y cuando Missy terminó de desahogarse, la miró deliberadamente de arriba abajo.
—El color escarlata te sentaría de maravilla —dijo—. ¡Oh, qué lástima! Pero, no importa, no importa. —Y cambió de tema—. Te he reservado otra novela nueva… Después de leer dos páginas, te aseguro que no te acordarás ni de tu vestido rojo. Se trata de una pobre chica muy pisoteada por su familia, hasta el día en que descubre que está mortalmente enferma del corazón. Hay un tipo del que siempre ha estado enamorada, sólo que está prometido a otra. Ella le lleva la carta del especialista en la que dice que se va a morir del corazón y le ruega que se case con ella y no con la otra chica, porque sólo le quedan seis meses de vida y cuando se muera podrá casarse de todos modos con su prometida. Él es un poco vago, pero está esperando que alguien lo reforme, aunque no es consciente de ello, claro. En cualquier caso, accede a casarse con ella. Y viven juntos seis idílicos meses. Él descubre que, bajo la apariencia vulgar de la muchacha, hay una persona fascinante, y el amor de ella lo reforma por completo. Y un día en que el sol brilla y los pájaros cantan, ella muere en sus brazos. (Me encantan los libros en los que unos se mueren en brazos de otros, ¿a ti no?). Y su antigua novia va a visitarlo después del funeral porque ha recibido una carta de la difunta esposa en la que le explica por qué él la dejó plantada. Y su novia le dice que lo perdona y que se casará con él en cuanto deje el luto. Pero él da un brinco y, destrozado de dolor, se precipita al río pronunciando el nombre de su esposa. Y luego su antigua novia también se tira al río pronunciando el nombre de él. ¡Oh, Missy, es tan triste! Estuve llorando varios días.
—Me lo llevo —dijo Missy al instante.
Luego pagó sus deudas, lo que hizo que se sintiese mucho mejor, y metió Problemas de corazón el fondo de una de las cestas de la compra.
—Hasta el lunes que viene —dijo Una, y fue a la puerta, donde se quedó agitando la mano hasta que la perdió de vista.
Cuando los recorría a solas, los ocho kilómetros de distancia que separaban las tiendas de Byron de Missalonghi no le parecían ni la mitad de lo que eran. Porque, mientras caminaba, soñaba; se imaginaba interpretando personajes y viviendo acontecimientos completamente fuera de su realidad. Hasta que Una había llegado a la biblioteca, estos personajes eran todos como Alicia, y las vicisitudes en las que se veían mezclados se desarrollaban en tiendas de sombreros o de vestidos, o en salones de té de una elegancia imponente, y los hombres que entraban en sus vidas eran una mezcla del ideal de galán Hurlingford: Sigfridos con botas, sombrero de bombín y traje de tres piezas. En aquel momento, su imaginación tenía más materia prima con la que trabajar, y cualquiera de los personajes y aventuras que imaginaba guardaba mayor parecido con la última novela que Una le había pasado a escondidas que con algún aspecto de la vida de Byron.
Así, en la primera parte del trayecto, Missy se transformaba en una rubia de extraordinaria belleza con ojos de un verde asombroso; tenía dos hombres enamorados de ella, un duque (rubio y apuesto) y un príncipe hindú (moreno y apuesto). Con esa apariencia, cazaba tigres sin ayuda de nadie montaba en elefantes ricamente enjaezados, conducía sin ayuda de nadie un ejército de súbditos de su marido contra los saqueadores musulmanes, construía sin ayuda escuelas, hospitales e instituciones maternales, mientras sus dos amantes se movían vagamente en segundo plano, como los pequeños consortes masculinos de la araña a quienes no se les permite la entrada en la sala de su mujer.
Pero, a mitad de camino a casa, en el punto donde Gordon Road se desviaba del gran ensanchamiento de Noel Street, empezaba su valle. En aquel punto, Missy siempre dejaba de soñar despierta y miraba a su alrededor. Era un bonito día de invierno, como puede llegar a serlo en las Montañas Azules al final de la estación cuando el viento se toma un descanso. Su respuesta al atractivo del valle fue cruzar al otro lado de Gordon Road y elevar su rostro al cielo en llamas, dilatando las ventanas de la nariz para aspirar el olor embriagador del bosque.
Nadie le había dado nunca nombre al valle, aunque a partir de aquel momento sería muy propio de la gente de Byron bautizarlo como el Valle de John Smith. Comparado con el Valle Jamieson, o el Grase o incluso el Megalong, no era muy grande, pero era perfecto: un cuenco a unos cuatrocientos cincuenta metros por debajo de la cordillera de novecientos metros de altura sobre la que se asentaban Byron y todos los demás pueblos de las Montañas Azules. Tenía forma de óvalo simétrico, uno de cuyos extremos se hallaba un poco más allá del lugar donde Gordon Road se acababa, y el otro extremo a unos ocho kilómetros hacia el este, donde su ininterrumpida pared quedaba espectacularmente quebrada por un abismo por el que discurría un río sin nombre, de camino hacia el sistema Nepean-Hawkesbury de la llanura costera. A lo largo de todo el borde había un magnífico declive formado por un precipicio de piedra arenisca de color anaranjado que caía unos trescientos metros, y, debajo de este escarpado precipicio, una falda cubierta de árboles cuyas piedras habían sido redondeadas por el curso del río que, años atrás, había dado origen al valle. Y, mirando hacia el valle, éste aparecía cubierto de un frondoso bosque natural, un océano azul de eucaliptos que suspiraban y susurraban sin cesar.
En las mañanas de invierno, una brillante nube blanca se asentaba en el valle, como un remolino de leche, por debajo de las cimas del barranco y, de repente, cuando aumentaba el calor del sol, se elevaba en un instante y se esfumaba. A veces, la nube llegaba desde arriba y tanteaba con sus dedos las copas de los árboles, que se hallaban mucho más abajo, hasta que conseguía ocultarlos bajo un manto espectral. Y cuando se acercaba la puesta de sol, en invierno y en verano, el barranco empezaba a adquirir un color más profundo, más rico, de un resplandor rosado rojizo, luego carmín y por fin un tono púrpura que iba diluyéndose en el misterioso añil de la noche. Lo más maravilloso de todo era la nieve, poco frecuente, que destacaba en blanco todos los peñascos y salientes del barranco; y los árboles cubiertos de hojas se sacudían el polvo de aquella helada humedad en cuanto se posaba sobre ellos, negándose a aceptar una caricia tan extraña.
El único camino para bajar al valle era una senda espantosamente inclinada, con una anchura suficiente para un carro grande, una senda que ascendía hasta lo alto del borde, un poco más allá del final de Gordon Road. Alguien había abierto la senda cincuenta años atrás, para saquear el bosque tropical que se hallaba al fondo, lleno de enormes cedros y trementinas; pero el expolio cesó de un modo brusco cuando una yunta de ochenta bueyes, el conductor, dos leñadores y un carretón cargado con un tronco de árbol inmenso se cayeron por el barranco. Había otros bosques donde la tala era más fácil. Y, con el tiempo, la senda fue quedando en el olvido, al igual que el valle; los visitantes preferían ir hacia el sur, al Valle Jamieson, en lugar de dirigirse hacia el norte, a aquel primo menos importante, y además desprovisto de quioscos y de miradores debidamente acondicionados.
Missy volvió a sentir aquella dichosa punzada, justo cuando daba la vuelta a la esquina, cerca de Missalonghi, y diez segundos después el dolor le llegó al pecho como si le hubieran asestado un hachazo. Dio un traspié y se le cayeron sus cargadas cestas; intentó arrancarse con las manos aquella aterradora agonía; en aquel momento vio el claro seto de Missalonghi a través de su terror y echó a correr en dirección a la casa, justo cuando John Smith aparecía por la otra esquina, a grandes zancadas y con la cabeza gacha, cavilando.
A menos de diez metros de la verja del seto, Missy se desplomó hacia delante. Las moradoras de Missalonghi no la vieron, porque eran cerca de las cinco, y los vibrantes acordes del órgano de Drusilla irrumpían en el aire exterior como una sofocante lluvia de cenizas volcánicas.
Pero John Smith la vio y corrió hacia ella. Su primer pensamiento fue que la extraña criaturita había tropezado al intentar esquivarlo, pero, cuando se arrodilló y le alzó el rostro, un vistazo al color ceniciento de su piel y a su cabello empapado de sudor le hizo cambiar de parecer. La incorporó apoyándola en su muslo y le frotó la espalda por hacer algo, mientras trataba de imaginar alguna forma de meterle aire en los pulmones. Sólo sabía que no debía tumbarla del todo, pero sus conocimientos no iban más allá de eso. Ella alzó las manos y se agarró del brazo sobre el que descansaba ligeramente su hombro; todo su cuerpo jadeaba en su lucha por respirar, con los ojos dirigidos a él, suplicándole en silencio una ayuda que era incapaz de ofrecerle. Medio hipnotizado al ver la extraordinaria procesión de horror interno, aturdimiento y dolor que aquella mirada reflejaba, él imaginó que la joven estaba a punto de morir.
Entonces, con una rapidez asombrosa, el color gris fue desapareciendo; su piel fue adquiriendo un tono más cálido, más rosado, y las manos que le agarraban el brazo se relajaron.
—¡Por favor! —consiguió articular ella, luchando por levantarse.
Él se puso en pie al instante, deslizó un brazo por debajo de sus piernas y la levantó. Aunque no tenía ni idea de dónde vivía, seguramente podrían socorrerlos en la destartalada casa de detrás del seto, de modo que atravesó la verja con ella en brazos y recorrió el sendero de entrada pidiendo ayuda a voz en grito, rezando para que lo oyesen a pesar de los bramidos del órgano.
Por lo visto lo hicieron, pues al punto salieron dos señoras, ambas desconocidas para él. No se anduvieron con remilgos, lo cual agradeció de verdad; una señaló la puerta de la casa sin decir palabra, mientras la otra se apresuraba delante de él y lo conducía a la sala con su carga.
—Coñac —dijo Drusilla secamente, inclinándose para aflojarle la ropa a su hija.
Missy no llevaba corsé, por no necesitarlo, pero llevaba un vestido muy ajustado en la cintura y alto hasta el cuello.
—¿Tienen teléfono? —preguntó John Smith.
—Me temo que no.
—En ese caso, si me indica dónde, iré a buscar al doctor ahora mismo.
—La esquina de Byron y Noel, el doctor Neville Hurlingford —dijo Drusilla—. Dígale que es Missy…, es mi hija.
Se marchó al instante, dejando a Drusilla y a Octavia que administraran el coñac que toda familia precavida guarda en el armario de las bebidas para el caso de posibles problemas de corazón.
Para cuando llegó el doctor Neville Hurlingford, cerca de sesenta minutos después, Missy estaba casi por completo repuesta. John Smith no regresó con él.
—Muy desconcertante —dijo el doctor Hurlingford a Drusilla en la cocina.
Octavia estaba ayudando a Missy a acostarse.
La experiencia había afectado mucho a Drusilla, acostumbrada a suponer que todo el mundo gozaba de la misma salud de roble que ella —los huesos de Octavia eran viejos conocidos que ya no contaban—. Así que se dispuso a preparar con serenidad un poco de té, y se bebió su taza con más gratitud que el doctor Hurlingford la suya.
—¿Te ha contado el señor Smith lo que ha ocurrido? —preguntó ella.
—Debo decir, Drusilla, que, a pesar de las historias que corren hoy en día, el señor Smith me parece una buena persona…, un hombre sensato y práctico. Según él, Missy se llevó las manos crispadas al pecho, corrió por la carretera presa del pánico, y se desplomó. Estaba gris, sudaba y le costaba mucho respirar. El ataque duró unos dos minutos y su restablecimiento fue bastante rápido. Le volvieron el color y la respiración, creo que cuando el señor Smith la traía hacia aquí. Hace un minuto no he podido encontrarle nada, pero puede que vea algo más cuando la examine mejor en la cama.
—Como sabrás, no hay antecedentes de enfermedades del corazón en nuestra rama de la familia —dijo Drusilla, con la sensación de haber sido traicionada.
—Se parece a su padre en el resto de su constitución física, Drusilla, así que también puede haber heredado un corazón débil por ese lado. ¿No ha tenido otro ataque como éste?
—No, que nosotras sepamos —dijo Drusilla, sintiéndose reprendida con razón—. ¿Es el corazón?
—Francamente, yo no lo sé. Es posible. —Pero parecía dudarlo—: Creo que voy a verla otra vez ahora.
Missy estaba acostada en su cama pequeña y estrecha con los ojos cerrados, pero en el momento en que oyó los pasos desconocidos del doctor Hurlingford los abrió para mirar, tras lo cual pareció quedar decepcionada.
—Bueno, Missy —dijo, sentándose con precaución a su lado—. Dime ¿qué ha pasado?
Drusilla y Octavia revoloteaban por detrás; al doctor le hubiera gustado poder despacharlas, pues notaba que su presencia cohibía a Missy, pero la decencia y las convecciones sociales lo prohibían. En toda la vida de Missy la había visto solamente dos o tres veces, así que sabía de ella lo poco que sabía todo el mundo: era la única Hurlingford de cabello moreno de toda la historia y se había visto condenada a la soltería antes de entrar en la adolescencia.
—No sé lo que ha pasado —mintió Missy.
—Vamos, tienes que acordarte de algo.
—Supongo que se me cortó la respiración y me desmayé.
—Eso no es lo que dice el señor Smith.
—Entonces el señor Smith está equivocado. ¿Dónde está? ¿Está aquí?
—¿Has notado algún dolor? —insistió el doctor Hurlingford, insatisfecho y sin molestarse en contestar a la pregunta de Missy.
Missy tuvo una aterradora visión de sí misma reducida al estado de inválida crónica en Missalonghi: la terrible carga económica adicional que representaría, el sentimiento de culpabilidad que experimentaría cada día de su vida confinada al lecho, la imposibilidad de salir a caminar a solas hasta Byron pasando por el valle y de ir a la biblioteca… ¡No, no lo podía soportar!
—No he tenido ningún dolor —repitió.
El doctor Hurlingford la miró con aire incrédulo, pero, para ser un Hurlingford, era bastante perceptivo, y también él sabía el tipo de vida que Missy llevaría desde el momento en que le diagnosticaran una dolencia cardiaca. Así, que desistió de agobiar más a la pobre muchacha y se limitó a sacar su estetoscopio pasado de moda y en forma de embudo y a escuchar su corazón, que latía con toda normalidad, y sus pulmones, que estaban limpios.
—Hoy es lunes. Será mejor que vengas a verme el viernes —dijo levantándose.
Le dio unas palmaditas cariñosas en la cabeza y salió al pasillo, donde Drusilla lo esperaba llena de ansiedad.
—No le encuentro nada —le dijo—. Dios sabe lo que debe de haber pasado. Yo no. Pero que venga a verme el viernes y, si mientras tanto sucede algo, que me avisen de inmediato.
—¿Ninguna medicina?
—Mi querida Drusilla, ¿cómo voy a recetar una medicina para una enfermedad misteriosa? Está tan flaca como una vaca con lombrices, pero parece estar sana. Dejadla sola, que duerma, y dadle comidas nutritivas.
—¿Tiene que guardar cama hasta el viernes?
—Creo que no. Que se quede hoy en la cama, pero que mañana se levante. Siempre que se limite a hacer tareas ligeras, no veo nada malo en que lleve una vida normal y activa.
Con esto, Drusilla tuvo que darse por satisfecha. Acompañó a su tío el doctor hasta la puerta, atravesó el pasillo de puntillas hasta la habitación de Missy y echó un vistazo, viendo que Missy estaba dormida. Luego se retiró a la cocina, donde Octavia estaba sentada a la mesa apurando los restos del té.
Lo cierto es que Octavia parecía estar muy afectada; las dos manos que necesitaba para llevarse la taza a los labios le temblaban mucho.
—Tío Neville no cree que sea nada serio —dijo Drusilla dejándose caer en la silla—. Missy tiene que quedarse en la cama el resto de la tarde, pero mañana puede levantarse y moverse, aunque sólo puede hacer tareas ligeras hasta que el tío la vuelva a ver el viernes.
—¡Oh, no! —Por la pálida mejilla de Octavia rodó una gruesa lágrima, mientras miraba sus dedos deformes—. Intentaré ayudar en el huerto, Drusilla, pero ¡no puedo ordeñar la vaca!
—Ordeñaré yo —dijo Drusilla. Se llevó la mano a la cabeza y suspiró—. No te preocupes, hermana, ya nos las arreglaremos de algún modo.
¡Qué desastre! Drusilla vio sus preciosas doscientas libras desaparecer en una serie de doctores, hospitales y tratamientos, en los cuales no iba a escatimar ni una; lo que la deprimía era la desaparición del dinero cuando ya creía tenerlo cogido por el rabo. Si no hubiese cortado ya el crêpe lila, la seda azul pastel y el satén marrón tabaco, por la mañana los habría devuelto al bazar de Herbert. ¿Lo habría hecho?
A la hora de la cena, Drusilla le llevó a Missy un enorme cuenco de sopa de cebada con caldo de buey y se sentó junto a la cama hasta que Missy consiguió terminarlo; pero, después de aquello, por fortuna la dejaron sola. El prolongado sueño en que se había sumido a la última hora de la tarde la había desvelado, así que se puso a pensar. En el dolor y lo que podía significar. En John Smith. En el futuro. Entre el dolor y el futuro, dos desiertos de insoportable aridez, John Smith se erigía iluminado y esplendoroso. Abandonó, pues, todo pensamiento relativo al dolor o al futuro y se concentró en John Smith.
¡Qué hombre más encantador! Y también interesante. Con qué facilidad la había levantado del suelo y la había llevado adentro en brazos. La reciente avalancha de conocimientos de segunda mano que las novelas clandestinas de Una había volcado en ella de pronto le resultó verdaderamente útil: Missy comprendió que por fin estaba enamorada. Pero no había cabida para la esperanza en esta dulce y risueña cadena de pensamientos desatada por la conciencia de amar. Las Alicias de este mundo podían urdir tretas y maquinaciones para conseguir sus objetivos, pero las Missys no. Las Missys no conocían bastante a los hombres, y lo poco que sabían de ellos pertenecía al terreno de las generalidades. Todos los hombres eran intocables, hasta los presidiarios. Todos los hombres podían elegir. Todos los hombres tenían poder. Todos los hombres eran libres. Todos los hombres eran privilegiados. Y los presidiarios debían de serlo aún más que los hombres como el pobre Pequeño Willie Hurlingford, al que habían protegido siempre de cualquier viento adverso que pudiera haberlo endurecido. No es que ella creyera que John Smith fuera un presidiario; Una lo había conocido en su época de Sidney y, probablemente, eso significaba que se había movido por lo menos en la periferia de lo mejor de la sociedad…, a no ser, claro, que, a pesar de su amistad con el marido de Una, resultase ser el repartidor de hielo, del pan o del carbón.
¡Oh, pero qué amable había sido con ella! Con una nimiedad como Missy Wright. Aun en medio de aquel dolor espantoso y aterrador ella había sido consciente de su presencia, había sentido una corriente de energía de él hacia ella, que —imaginaba ella— había hecho a un lado la muerte como si se tratase de un papel.
John Smith —pensaba Missy—: si yo fuese joven y guapa, no tendrías más oportunidades de librarte de mí que las que tuvo el pobre Pequeño Willie frente a Alicia. Te perseguiría implacablemente hasta alcanzarte. Adondequiera que fueses, allí estaría yo utilizando lo mejor de mí misma para hacerte caer. Y, una vez en mis redes, te amaría tanto y tan bien que nunca, nunca más desearías separarte de mí.
Al día siguiente, el propio John Smith fue a preguntar cómo estaba Missy, pero Drusilla habló con él en la puerta y no le permitió ni ver ni oír a Missy. No era más que una visita de cortesía, como Drusilla comprendió perfectamente, así que le dio las gracias con amabilidad, pero sin exagerar, y se quedó observándolo mientras él recorría el sendero hasta la verja a grandes zancadas y con los brazos danzando a ambos lados, silbando una canción atrevida.
—¡Mira por dónde! —dijo Octavia, saliendo de la sala donde se había escondido para observar a John Smith por detrás de una cortina—. ¿Vas a decirle a Missy que ha venido?
—¿Por qué? —dijo Drusilla sorprendida.
—Pues, bueno…
—¡Mi querida Octavia, parece que hubieras estado leyendo esas horribles novelitas rosas que Missy ha estado trayendo de la biblioteca últimamente!
—¿Ha hecho eso?
Drusilla se rió.
—¿Sabes? Hasta que advertí lo nerviosa que se ponía intentado ocultar las tapas de los libros, me había olvidado de nuestra antigua norma sobre la clase de lecturas que podía leer. Después de todo, ¡eso era hace quince años! Y pensé, ¿por qué no va a poder leer novelas la pobre desgraciada si lo desea? ¿Qué otra cosa tiene ella para disfrutar como yo disfruto con mi música?
Con toda gentileza, Drusilla omitió añadir que Octavia disfrutaba con su reuma, y Octavia, que en otras circunstancias se habría quejado en voz alta de su carencia de fuentes de disfrute, tuvo la prudencia de dejar de lado este tema.
—¿Vas a decirle que puede leer novelas rosas? —se limitó a preguntar.
—¡Por supuesto que no! Si lo hiciese la privaría de lo mejor, ¿comprendes? La absoluta libertad de leerlas le daría la suficiente objetividad para percatarse de lo horrorosas que son. —Drusilla frunció el entrecejo—. Lo que me intriga es cómo se las ha arreglado Missy para convencer nada más y nada menos que a Livilla para que se las preste. Pero no puedo preguntarle a Livilla sin que se descubra todo, y por nada del mundo estropearía la diversión de Missy. Lo veo un poco como una provocación por su parte, y ello me da esperanzas de que Missy puede tener algo de carácter en la sangre, después de todo.
—¡No me parece nada loable un tipo de provocación que necesita que se convierta en una hipócrita!
A Drusilla se le escapó de los labios un sonido, entre gruñido y bufido, pero luego sonrió, se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.
El viernes por la mañana, Drusilla acompañó a Missy al doctor. Salieron temprano, con ropa —marrón, naturalmente— de abrigo.
La sala de espera de la consulta, poco iluminada y anticuada, estaba vacía. La señora Hurlingford, que hacía las veces de enfermera de su marido, las acomodó, dedicando unas palabras amables a Drusilla y una mirada por completo inexpresiva a Missy. Un instante después, el doctor asomó la cabeza por la puerta de su despacho.
—Entra, Missy. No, Drusilla, tú puedes quedarte ahí y charlar con tu tía.
Missy entró, se sentó y esperó, cautelosa y en guardia.
Él empezó con un ataque frontal.
—No creo que simplemente se te cortase la respiración —dijo—. Tuvo que ir acompañado de dolor y quiero que me lo cuentes todo, y sin tonterías.
Missy se rindió. Le contó lo de la punzada en el costado izquierdo, que sólo le molestaba en las largas caminatas si iba deprisa, y cómo aquel día había desembocado en un repentino y espantoso acceso de agudo dolor y falta de aire.
Él la volvió a examinar y después suspiró.
—No te encuentro nada en absoluto —dijo—. Cuando te visité el lunes pasado no había indicio residual alguno que apuntase a un fallo cardiaco, y hoy, exactamente lo mismo. No obstante, por lo que me dijo el señor Smith, no cabe duda de que tuviste un auténtico ataque. Así que, para quedarnos tranquilos, te voy a enviar a un especialista en Sidney. Si puedo concertar una visita, ¿estarías de acuerdo en ir con Alicia el martes, en su viaje semanal a la ciudad? Le ahorrarías a tu madre el tener que ir.
¿Hubo un destello de comprensión en sus ojos? Missy no estaba segura, pero lo miró agradecida de todas formas.
—Gracias, me gustaría ir con Alicia.
De hecho, el viernes fue un gran día, pues, por la tarde, Una fue a Missalonghi en la calesa de Livilla y le llevó media docena de novelas discretamente envueltas en simple papel de estraza.
—Ni siquiera sabía que estabas enferma hasta que la esposa del doctor Neville Hurlingford me lo ha dicho esta mañana en la biblioteca —dijo, sentándose en la sala de visitas a la que Octavia la había conducido, asombrada por su elegancia y compostura.
Ni Drusilla ni Octavia hicieron ademán de retirarse para dejar a las dos jóvenes tranquilas, no porque intentaran ser un par de aguafiestas, sino porque siempre andaban faltas de compañía y agradecían sobre todo un rostro completamente nuevo. ¡Y qué bello además! No era hermosa como Alicia; sin embargo, por desleal que fuera el pensamiento, les pareció que Una era tal vez la más atractiva de las dos. Su llegada complació en especial a Drusilla, pues dio respuesta a la embarazosa cuestión de cómo se las estaba arreglando Missy para conseguir ahora aquellas novelas.
—Gracias por los libros —dijo Missy sonriendo a su amiga—. El que traje el lunes pasado casi lo he acabado.
—¿Te gustó? —preguntó Una.
—¡Oh, muchísimo!
En efecto, le había gustado; la protagonista que muere a causa de un problema de corazón no podía haber llegado en momento más oportuno. La verdad es que la protagonista había conseguido morirse en brazos de su amado, pero ella, Missy, había tenido la suerte de casi morirse en los brazos de su amado.
Los modales de Una eran perfectos. Después de haber tomado una taza de té y algunas galletas simples hechas en casa, se había ganado por completo las simpatías de Drusilla y Octavia. Les resultaba humillante no tener nada más que ofrecerle, pero los honores que les hizo Una convirtieron a las despreciadas galletas en un inspirado acierto de lo que a la invitada le gustaba y apetecía.
—¡Oh, acabo tan cansada de pastelitos de nata y canapés de espárragos! —exclamó con una sonrisa que encandiló a sus anfitrionas—. ¡Qué buena idea, y qué consideradas! Estas galletas son deliciosas ¡y mucho más digestivas! La mayoría de las señoras de Byron la ahogan a una en océanos de mermelada y nata, y, claro, como invitada no puedes rechazar lo que te ofrecen sin ofender.
—Qué persona más encantadora —dijo Drusilla cuando Una se hubo marchado.
—Deliciosa —corroboró Octavia.
—Puede volver otra vez —dijo Drusilla a Missy.
—Siempre que quiera —dijo Octavia, que había hecho las galletas.
El domingo, después del almuerzo, Missy anunció que no le apetecía leer y que se iba a pasear por el bosque. Su tono era tan tranquilo y decidido que por un instante su madre se quedó mirándola, sin saber qué decir.
—¿A pasear? —preguntó por fin—. ¿Por el bosque? ¡Desde luego que no! No sabes con quién podrías tropezar.
—No me tropezaré con nadie —dijo Missy pacientemente—. En Byron no ha habido jamás obsesos ni perseguidores de mujeres.
Octavia saltó.
—¿Cómo sabes que nunca los ha habido, señorita? ¡Puedes haberlos evitado por tener dos dedos de precaución, y no lo olvides nunca! Si hay un tipo merodeando por aquí, nunca encuentra a nadie a quien molestar, porque nosotros, los Hurlingford, guardamos a las muchachas a salvo en casa, que es donde tendrías que estar tú.
—Si te empeñas, supongo que tendré que acompañarte —dijo Drusilla con voz de mártir.
Missy se rió.
—¡Oh, madre! ¿Acompañarme ahora que estás tan concentrada con tus borlitas? No, me voy sola y no se hable más.
Salió de la casa sin abrigo ni bufanda que la protegieran del viento.
Drusilla y Octavia se miraron.
—Espero que no le haya afectado al cerebro —dijo Octavia con tristeza.
Drusilla deseó lo mismo en su interior, pero dijo en voz alta y con convicción.
—Por lo menos no podrás decir que este desafío tiene algo de hipócrita.
Mientras tanto, Missy había atravesado la verja y había girado a la izquierda en lugar de a la derecha, hacia donde Gordon Road se convertía en dos vagas roderas de carro que serpenteaban hasta el corazón del bosque. Echó un vistazo detrás de ella para comprobar que nadie la seguía; allá quedaba Missalonghi, fea y agazapada, con su puerta principal cerrada a cal y canto.
Había aún mucha claridad y el sol calentaba mucho, incluso cuando se filtraba a través de los árboles. Allá arriba, al borde del barranco, el bosque todavía no era espeso: el terreno era tan pobre que lo poco que crecía tenía que escarbar para agarrarse a duras penas al substrato de piedra arenisca. De ahí que los eucaliptos y otros pocos árboles fueran bajos y enanos y la maleza muy escasa. Había llegado la primavera; incluso en lo alto de las Montañas Azules llegaba pronto, y dos o tres días cálidos eran suficientes para que las primeras mimosas reventaran en una esplendorosa lluvia de diminutas bolitas amarillas y esponjosas.
A través de los árboles vio el valle que continuaba a su derecha. ¿Dónde estaría la casa de John Smith, si la tenía? La visita realizada por su madre el sábado por la mañana a casa de Aurelia no había revelado más información sobre John Smith, excepto un rumor infundado de que había contratado a una empresa constructora de Sidney para que hiciera una mansión enorme al fondo del acantilado, con piedra arenisca extraída del propio terreno. Pero Missalonghi, que se hallaba situada justo en medio del trayecto que tendrían que recorrer dichos constructores, no podía ofrecer ninguna prueba de ello. Además, tía Aurelia tenía, al parecer, cosas más importantes que John Smith por las que preocuparse: en las más altas esferas de la Compañía Embotelladora de Byron estaban muy alarmados debido a unos misteriosos movimientos de acciones.
Missy no tenía ninguna esperanza de tropezarse con John Smith en lo alto del barranco, porque era domingo, por lo que decidió averiguar adónde llevaba el sendero que nacía en el borde de su valle. Cuando finalmente dio con él, comprendió por qué habían elegido ese lugar para abrirlo: un gigantesco desprendimiento de tierras había esparcido peñascos y rocas y formado una especie de rampa desde lo alto hasta el fondo del barranco, disminuyendo así la perpendicularidad de la caída. De pie al inicio del sendero, sólo podía vislumbrar cómo se retorcía, avanzando y retrocediendo por el derrumbamiento en una serie de zigzags; era una pendiente peligrosa, sí, pero no imposible para alguien con un carro como el de John Smith.
Sin embargo, era demasiado tímida para aventurarse a descender; no por temor a caerse, sino a tropezarse con la guarida de John Smith. En lugar de eso, se metió en el bosque que se alzaba en la cima del barranco, internándose por un estrecho sendero que debían de haber abierto los animales para ir a beber. Y, tal como esperaba, a medida que avanzaba el sonido del fluir del agua iba dominando progresivamente el murmullo omnipresente de los eucaliptos en los días tranquilos, cuando puede oírselos conversar en un tono débil, quejumbroso y cansado. El ruido del agua se hacía cada vez más fuerte, hasta que se convirtió en un rugido estremecedor; pero, cuando llegó al arroyo, no encontró lo que imaginaba, ya que, aunque era bastante profundo y ancho, discurría en calma por entre sus orillas cubiertas de helechos. Y, con todo, presentía el estruendo del correr del agua.
Giró a la derecha y siguió el curso del río, inmersa en su sueño de encantamiento. El sol se reflejaba en la superficie del agua pintando miles y miles de estrellas de luz, y de los helechos se desprendían minúsculas gotitas. Sobre el agua sobrevolaban las libélulas de alas de arco iris, y unos loros relucientes volaban en círculos pasando de los árboles de una orilla del río a los de la otra.
De repente, el río desapareció. Simplemente, se precipitaba en el vacío por un borde apenas curvo. Con la respiración entrecortada, Missy se retiró rápidamente, comprendiendo el estruendo. Había llegado al principio del valle, y el arroyo que lo cortaba entraba en él de la única forma posible: descendiendo abajo, abajo, abajo. Avanzando con cautela por el borde durante unos cuatrocientos metros, llegó a un lugar en el que un gran peñasco pendía sobre el barranco. Y allá, en el mismo extremo, se sentó con las piernas colgando en el vacío, para contemplar maravillada la cascada. No podía ver su fondo; sólo la desordenada confusión de su caída azotada por el viento y un arco iris sobre la pared del barranco llena de musgo. Al precipitarse, la cascada exhalaba una humedad fresca, como un grito de socorro.
Las horas fluyeron con la misma facilidad que el agua. Cuando el sol abandonó aquella parte del peñasco, Missy empezó a tiritar; hora de volver a casa, a Missalonghi.
Y entonces, en el punto en que su sendero confluía con el que bajaba hasta el valle de John Smith, se encontró con éste en persona, que venía en carro desde Byron. Vio con sorpresa que estaba cargado de herramientas y cajas de madera, sacos y maquinaria de hierro. ¡Había alguna tienda que abría en domingo! Él detuvo los caballos al instante y saltó a tierra con una gran sonrisa en el rostro.
—¡Hola! —le dijo—. ¿Se encuentra mejor?
—Sí, gracias.
—Me alegro de pillarla de esta manera, porque estaba empezando a preguntarme si todavía estaba en el mundo de los vivos. Su madre me aseguró que sí, cuando fui a visitarla, pero no me permitió verlo con mis propios ojos.
—¿Fue a ver cómo estaba?
—Sí, el martes pasado.
—¡Oh, gracias! —dijo ella con fervor.
Él levantó las cejas, pero sin expresión burlona. Por el contrario, dejó su carro donde estaba y fue caminando con ella en dirección a Missalonghi.
—Supongo que no sería nada serio… —comenzó después de algunos minutos durante los cuales caminaron lado a lado en silencio.
—No lo sé —dijo Missy, percibiendo las emanaciones de compasión y lástima que surgían de él, a todas luces con una salud de hierro—. Tengo que ir a un doctor de Sidney con bastante urgencia. Un especialista del corazón, creo.
¿Por qué lo diría de aquella manera?
—Oh… —exclamó él sin saber qué decir.
—¿Dónde vive usted exactamente, señor Smith? —le preguntó ella para cambiar de tema.
—Bueno, un poco más allá, en la dirección de donde acaba de venir usted, hay una cascada —dijo sin rodeos, y en un tono de voz que le decía a Missy que, ya fuese a causa de su enfermedad o tal vez porque la encontraba por competo inofensiva, había decidido considerarla como una amiga—. Hay una vieja cabaña de leñador cerca del fondo de la cascada y, de momento, estoy instalado en ella provisionalmente. Pero estoy empezando a construir una casa más cerca de la propia cascada, con bloques de arenisca que yo mismo excavaré. Acabo de venir de Sidney, donde he recogido un motor para accionar una gran sierra. De esta manera podré cortar los bloques mucho más de prisa y mejor, y también la madera.
Ella cerró los ojos y exhaló un largo e inconsciente suspiro.
—¡Oh, cómo lo envidio!
La miró con curiosidad.
—Es un extraño comentario en boca de una mujer.
Missy abrió los ojos.
—¿Ah, sí?
—Por lo general, a las mujeres no les gusta que las separen de las tiendas, de su casa y de las demás mujeres.
Su tono era severo.
—Seguramente tiene razón en cuanto a la mayoría —dijo ella pensativa—, pero en ese aspecto no me parezco a las demás mujeres, o sea que le envidio la paz, la libertad, el aislamiento… ¡Sueño con ellos!
Llegaron al final del sendero, y apareció a la vista el tejado de hierro acanalado de Missalonghi, de un rojo desvaído.
—¿Hace todas sus compras en Sydney? —preguntó, por decir algo, arrepintiéndose de inmediato por hacer preguntas tontas, ¿acaso no lo había visto por primera vez en la tienda de tío Maxwell?
—Cuando puedo —dijo él. Era evidente que no la relacionaba con la tienda de tío Maxwell—. Pero es un buen trecho hasta las Montañas cuando se va cargado hasta los topes, y sólo tengo estos caballos. Aun así, prefiero mil veces comprar en Sidney que en Byron. En mi vida había estado en un sitio con tanta gente entrometida.
Missy hizo una mueca.
—No les haga mucho caso, señor Smith. No sólo es usted una novedad, sino que además les ha robado lo que durante años habían considerado una propiedad exclusiva, aunque nunca se acordaran de ella ni la desearan.
Él soltó una carcajada, evidentemente complacido de que ella hubiera tocado el tema.
—¿Se refiere a mi valle? Podrían haberlo comprado: la venta no era secreta. Estaba anunciada en todos los periódicos de Sidney y en el de Katoomba. Lo que ocurre es que no son tan listos como se creen, eso es todo.
—Debe de sentirse como un rey allá abajo.
—Así me siento, señorita Wright.
Dicho lo cual, le sonrió, la saludó tocándose ligeramente su gastado sombrero de leñador, se dio media vuelta y se alejó caminando.
Durante el resto del trayecto, Missy fue flotando, y llegó justo a la hora de ordeñar a la vaca. Ni Drusilla ni Octavia hicieron ningún comentario sobre su paseo por el bosque; Drusilla porque aquel alarde de independencia le había gustado más de lo que le podían preocupar sus consecuencias, y Octavia porque se había convencido de que los procesos cerebrales de Missy estaban un poco afectados por el mal que la aquejaba.
De hecho, cuando dieron las cuatro y Missy no había dado señales de vida, las dos mujeres que se habían quedado en Missalonghi tuvieron un pequeño altercado. Octavia pensaba que había que avisar a la policía.
—¡No, no y no! —dijo Drusilla con bastante violencia.
—Pero tenemos que hacerlo, Drusilla. Tiene el cerebro afectado, lo sé. ¿Cuándo se había comportado así?
—Desde que Missy tuvo el ataque, he estado pensando, hermana, y no me avergüenza decir que cuando el señor Smith entró con ella en brazos, me aterroricé. La idea de perderla de forma tan inesperada, tan injusta… Nunca había estado tan contenta como cuando tío Neville me dijo que no creía que fuese nada serio. Y luego empecé a pensar qué habría sido de Missy si me hubiera ocurrido a mí. Octavia, ¡debemos animar a Missy a que sea independiente de nosotras! No es culpa suya que Dios no le concediera la belleza de Alicia, o mi carácter enérgico. Ahora me doy cuenta de que toda una vida sometida a mi carácter no ha sido bueno para Missy. Yo tomo las decisiones con respecto a todo, y ella por naturaleza las acepta sin rechistar. He estado tomando sus decisiones durante demasiado tiempo. Ya no lo haré más.
—¡Bobadas! —replicó Octavia—. ¡La chica no tiene sentido común! ¡Zapatos en lugar de botas! ¡Paseos por el bosque!, en mi opinión, de ahora en adelante deberías ser más severa con ella, no más indulgente.
Drusilla suspiró.
—Cuando éramos jóvenes, Octavia, llevábamos zapatos. Nuestro padre eran un hombre muy cariñoso y nunca nos faltaba nada. Íbamos en carruaje y teníamos todo el dinero que pudiéramos necesitar para nuestros gastos. Y desde aquellos días, por dura que se haya vuelto la vida, por lo menos tú y yo podemos mirar atrás y recordar el placer de los zapatos y de los vestidos bonitos, las fiestas, la alegría. Mientras que Missy jamás ha tenido unos zapatos bonitos o un vestido. No me culpo por ello, porque no es mi culpa, pero cuando pienso que podría morirse…, bueno, he decidido que le daré todo lo que desee mientras pueda permitírmelo. Los zapatos no puedo, especialmente si van a llegar facturas elevadas del doctor. Pero si desea pasear por el bosque o leer novelas…, que lo haga.
—¡Bobadas, bobadas, bobadas! Tienes que continuar siendo como antes. Missy necesita mano dura.
Y Drusilla no pudo moverla de allí.
Ajena al examen de conciencia de su madre, Missy decidió no empezar a leer una de las novelas después de cenar y en su lugar eligió hacer encaje.
—Tía Octavia —dijo mientras sus dedos aleteaban—, ¿qué cantidad de encaje has pensado poner en tu vestido nuevo? ¿Crees que será suficiente? Puedo hacer mucho más sin ningún esfuerzo, pero necesitaría saberlo ahora.
Octavia extendió su mano nudosa y Missy depositó en ella el encaje hecho un ovillo, dejando que su tía extendiese cada pieza en su regazo.
—¡Oh, Missy, es precioso! —suspiró Octavia con respeto y admiración—. ¡Drusilla, mira!
Drusilla cogió un pedazo del regazo de su hermana y lo levantó para acercarlo a la débil luz.
—Sí, es precioso. Debo decirte que estás mejorando día tras día, Missy.
—Ah —dijo Missy con expresión seria—. Es porque por fin he encontrado la clave para deshacer el ovillo de las preocupaciones.
Las dos mujeres de más edad se miraron un instante con cara de circunstancias; luego, Octavia le lanzó una mirada significativa a Drusilla y sacudió la cabeza de modo casi imperceptible. Pero Drusilla no le prestó atención.
—Eso es —dijo majestuosamente.
Pero ganó la batalla la preocupación por causar sensación en la boda de Alicia; Octavia apartó de su mente la tormenta de ideas sobre Missy.
—¿Será suficiente encaje, Drusilla? —le preguntó ansiosa.
—Bueno, es suficiente para lo que había planeado en un principio, pero he tenido una idea mejor. ¡Me gustaría añadir el mismo encaje alrededor de todo el dobladillo de la sobrefalda…! ¡Está tan de moda! Missy, ¿no te importará hacer tanto trabajo extra? Dilo sinceramente.
Ahora Missy se quedó perpleja: en toda su vida su madre no le había consultado nada, ni se había parado a pensar si lo que le pedía era excesivo. ¡Claro! ¡Era el problema del corazón! ¡Qué asombroso!
—No me importa en lo más mínimo —dijo con rapidez.
A Octavia se le iluminó la cara.
—¡Oh, gracias! —Frunció la frente—. Ojalá pudiera ayudarte a coser, Drusilla. Es tanto trabajo para ti…
Drusilla miró el montón de crêpe de color lila que reposaba encima de su falda y suspiró.
—No te preocupes, Octavia. Missy hace todas las partes más trabajosas, como los ojales, dobladillos y aberturas. Pero tengo que admitir que sería maravilloso tener una máquina de coser Singer.
Naturalmente, aquello era imposible; las mujeres de Missalonghi confeccionaban su ropa a la antigua: cada centímetro de cada costura se cosía a mano. Drusilla se ocupaba del corte y de las costuras básicas. Missy de las partes más laboriosas; Octavia no era capaz de sujetar un instrumento tan fino como una aguja de coser.
—Siento tanto que tu vestido tenga que ser marrón, Missy —dijo Drusilla mirando a su hija suplicante—. Pero es una tela preciosa y te caerá muy bien, ya verás. ¿Te gustaría que le pusiera algunas borlas?
—¿Y estropear el corte? Madre, tú cortas los patrones de manera soberbia y el corte se basta así mismo, sin ningún adorno —dijo Missy.
Aquella noche en la cama y a oscuras, Missy recordó los detalles de la tarde más bonita de toda su vida. Porque, no sólo él la había saludado, sino que había decidido claramente acompañarla a pie, charlando con ella como si fuera una amiga y no un miembro de aquel aburrido clan llamado Hurlingford. Qué guapo estaba. Sencillo, pero guapo. Y no olía a sudor, como muchos de los hombres Hurlingford tan respetables, sino a jabón perfumado y caro; lo había reconocido de inmediato porque, en las pocas ocasiones en que las mujeres de Missalonghi recibían aquel jabón como regalo, no lo consumían en sus cuerpos (el Sunlight era suficientemente bueno para aquel menester) sino que lo intercalaban entre los pliegues de su ropa en los cajones. Y sus manos podían estar curtidas por el trabajo duro, pero estaban limpias, incluso las uñas. También su cabello estaba inmaculado; sin señal alguna de pomada o aceite; sólo el brillo sano que puede verse en el pelaje de un gato recién aseado. John Smith, un hombre orgulloso y escrupuloso.
Lo que más le gustaban eran sus ojos, de aquel color de miel transparente y tan alegres. Ella no podía creer, no creería las historias que hablaban de deshonestidad o mezquindad. Por el contrario, habría apostado su vida por su integridad intrínseca y su sentido ético defendido con ferocidad. Podía imaginarse a un hombre así cometiendo un asesinato, tal vez, si lo espoleaban más de lo que un hombre puede resistir, pero no se lo imaginaba robando o engañando.
¡Oh, John Smith, cómo te quiero! Y te agradezco desde el fondo de mi corazón que volvieses a Missalonghi a preguntar cómo estaba.
A tan sólo un mes de su boda, Alicia Marshall se acercaba día a día a la manifestación más perfecta de su largo y glorioso florecimiento, y estaba dispuesta a disfrutar al máximo incluso de ese último y vertiginoso mes. La fecha había sido fijada dieciocho meses antes y no se le había ocurrido poner en duda lo favorable del tiempo o de la estación del año. Como había esperado, aunque de vez en cuando en las Montañas Azules las primaveras pueden ser tardías o lluviosas o azotadas por el viento, aquélla, la de aquel año, obedeciendo a los deseos de Alicia, llegaba con el feliz ensueño del paraíso.
—Y que no se atreva a ser de otro modo —dijo Aurelia a Drusilla, con un retintín en la voz que hacía pensar que, por una vez en la vida, la madre de Alicia podía desear que los planes de su hija se desbarataran.
La cita de Missy con el doctor de Sidney había sido concertada, pero una semana después de lo previsto; lo que fue una suerte para Missy, porque el martes que el doctor Hurlingford había pensado enviarla al especialista, Alicia no hizo su habitual viaje a la ciudad. Es que el jueves de esa misma semana iba a celebrar su despedida de soltera, cuya preparación no le permitía pensar en nada más, ni siquiera en la tienda de sombreros. La despedida de soltera no era una fiesta sin importancia en la que se hacen modestos regalitos y se habla de tonterías. Por el contrario, era una recepción formal para los parientes de Alicia de sexo femenino de todas las edades; una ocasión en la que todo el mundo tendría la oportunidad de ver y oír lo que se esperaba de cada una de ellas en el Gran Día. En el curso del festejo, Alicia anunciaría los nombres de sus damas de honor y mostraría los modelos y las telas con las que se engalanarían el séquito nupcial y la iglesia.
La única nota discordante la pusieron el padre y los hermanos de Alicia, que se la sacudieron de encima con una brusca impaciencia, desconocida hasta la fecha, cuando ella intentó conseguir su ayuda.
—¡Oh, por el amor de Dios, Alicia, lárgate! —exclamó su padre, con más ímpetu en su voz de lo que ella podía recordar—. ¡Haz tu dichosa fiesta de despedida como sea, pero déjanos en paz! ¡A veces los asuntos femeninos son una molestia incordiante, y ésta es una de ellas!
—¡Bien! —resopló Alicia, al tiempo que los cordones del corsé crujían peligrosamente, y se fue a quejar a su madre.
—Me temo que debemos andarnos con mucho tiento en este momento, querida —dijo Aurelia con expresión preocupada.
—¿Qué demonios pasa?
—No lo sé con precisión, pero tiene que ver con las acciones de la Compañía Embotelladora. Están desapareciendo.
—¡Tonterías! —dijo Alicia—. Las acciones no desaparecen.
—¿Saliendo de la familia, entonces? Quizá sea eso lo que dijo —rectificó Aurelia de un modo vago—. Oh, no entiendo nada, mi cabeza no está hecha para los negocios.
—Willie no me ha dicho nada.
—Puede que Willie no lo sepa todavía, querida. No tiene mucho que ver con la Compañía ¿no? Al fin y al cabo, acaba de salir de la universidad.
Alicia hizo tabla rasa del odioso asunto con un gruñido y se fue a dar instrucciones al mayordomo para que en la fiesta sólo apareciesen criadas, puesto que se trataba de una fiesta exclusivamente para damas.
Como era natural, Drusilla fue, y Missy con ella; la pobre Octavia, que se moría de ganas de ir, se vio obligada a quedarse en el último momento, cuando ya estaba vestida con las mejores galas, porque Alicia olvidó enviar el carruaje que había prometido. Drusilla se había puesto su vestido de gorgorán marrón, contenta de no repetir vestido el día de la fiesta. Y Missy llevaba su vestido marrón de lino y el anticuado sombrero marinero que se había tenido que poner cada vez que la ocasión lo exigía durante los últimos quince años, incluidos todos los domingos para ir a la iglesia. Para la boda tendrían sombreros nuevos, pero no de Chez Chapeau Alicia; ya que habían comprado el material en la tienda del tío Herbert y los adornos finales se realizarían en Missalonghi.
Alicia estaba bellísima. Llevaba un vestido de crêpe de un suave color de albaricoque con bordados de color lavanda y un enorme ramillete de flores de seda del mismo color en un hombro. ¡Oh, pensó Missy, sólo por una vez me encantaría poder llevar un vestido como ése! Y podría soportar ese color de albaricoque, ¡estoy segura de que podría! Y también podría resistir ese tono de azul: está dentro de las tonalidades que se acercan al púrpura pálido.
Más de un centenar de mujeres habían sido invitadas a la fiesta. Deambulaban por la casa en pequeños grupos, reconociéndose las caras y poniéndose al día en cotilleos. Luego, a las cuatro, se instalaron como gallinas en la sala de baile, donde disfrutaron de una magnífica merienda de bollos con mermelada y nata, almendrados, canapés de pepino, conos de espárragos, lionesas, bollos de crema y milhojas deliciosamente pringosas. ¡Hasta se podía elegir entre té Darjeeling, Earl Grey, Lapsang Souchong o de jazmín!
Las mujeres Hurlingford eran por tradición rubias, altas e incapaces de hablar con franqueza. Mientras contemplaba la reunión y escuchaba su charla, Missy se percató por sí misma de la verdad de estas afirmaciones. Era la primera vez en su vida que la habían invitado, probablemente porque habría sido de muy mala educación no hacerlo cuando asistían tantas mujeres de parentesco más remoto al suyo. La imponente presencia de Hurlingfords del sexo femenino en masa que solía ver los domingos en la iglesia, quedaba diluida en cierto modo por un número más o menos igual de Hurlingfords del sexo contrario. Pero en la sala de baile de tía Aurelia, la especie estaba sin diluir y resultaba apabullante.
El ambiente estaba atestado de participios colocados con exactitud e infinitivos exquisitamente relacionados, así como una larga serie de delicadezas verbales pasadas de moda hacía unos cincuenta años. Bajo el esplendor y la generosidad del techo de Aurelia nadie se atrevía a emplear expresiones vulgares. Y Missy observó que era de hecho la única mujer de cabello moreno de todas ellas. Oh, había algunas castañas fronterizas que destacaban un poco (los grises y blancos ni siquiera se veían), pero su cabello negro azabache era como un pedazo de carbón en una extensión de nieve; comprendió entonces por qué su madre le había ordenado que no se quitase el sombrero en toda la fiesta. Era evidente que, incluso cuando un hombre o una mujer Hurlingford se casaba con una persona ajena a la familia, elegía un consorte rubio. De hecho, el propio padre de Missy había sido muy rubio, pero, según Drusilla, su abuelo había sido tan moreno como un gitano, empleando el término sin ánimos de ofender.
—Queridísimas Augusta y Antonia: es nuestra ascendencia sajona —explicó Drusilla en un tono afectado a las hermanas con las que menos se relacionaba.
Aurelia se dedicaba casi con exclusividad a lady Billy, amputada de su caballo por una tarde, no sin enfurecidas protestas por su parte. Y lady Billy estaba sentada sin ningún tipo de expresión en la cara, pues carecía tanto de hijas como de interés por las mujeres. Así, en grupo, la asustaban y la ponían de mal humor, y el gran disgusto de su vida había sido la adquisición de Alicia Marshall como futura nuera. Sin desanimarse por el hecho de luchar a solas, lady Billy se había opuesto con firmeza al compromiso del Pequeño Willie con su prima segunda Alicia, afirmando que nunca se llevarían bien y que tendrían una descendencia muy desmejorada. No obstante, sir William (Billy para los amigos) actuó sin hacerle el menor caso, cosa que hacía siempre y con todo el mundo; personalmente siempre había tenido debilidad por Alicia y estaba encantado ante la perspectiva de ver todas las noches su precioso rostro y su cabello rubio reluciente en el otro extremo de la mesa. Pues se había decidido que los recién casados residieran en Hurlingford Lodge con sir William y su esposa, durante unos meses por lo menos; el regalo de boda de sir William había sido un terreno de primera, diez acres, pero la casa que había que construir estaba apenas comenzada.
Abandonada a sus propios recursos, Missy buscaba a Una. Vio a tía Livilla, pero a Una no. ¡Qué extraño!
—No veo a Una por aquí —dijo Missy a Alicia cuando aquella cautivadora criatura pasó por su lado con una sonrisa radiante y maravillosamente condescendiente.
—¿Quién? —le preguntó Alicia deteniéndose.
—Una, la prima de tía Livilla, la que trabaja en la biblioteca.
—Boba, no hay ninguna Hurlingford en Byron que responda a ese nombre —dijo Alicia, a quien nadie había visto coger un libro en su vida.
Dicho esto se marchó para repartir su esplendorosa presencia por la superficie de aquella reunión, con la misma mezquindad que se extiende una capa de mermelada en el bizcocho de un internado.
En aquel momento, cayó en la cuenta. ¡Claro! ¡Una estaba divorciada! ¡Un pecado inaudito! Tía Livilla podía haberse conmovido hasta el punto de ofrecer un techo a su prima, pero sus instintos humanitarios nunca llegarían tan lejos como para permitir que dicha prima —aquella prima divorciada— se introdujera en la sociedad de Byron. Al parecer, pues, tía Livilla había decidido no decir nada a Una. Ahora que caía, Una misma era quien había hecho su propia presentación; desde su llegada, en las pocas ocasiones en que Missy había encontrado a tía Livilla en la biblioteca, ésta nunca le había nombrado a Una, y Missy, que le tenía miedo, tampoco la había mencionado.
Drusilla se le acercó deprisa, seguida por su hermana Cronelia.
—Oh, ¿no es esto espléndido? —dijo, cuidando la construcción gramatical.
—Muy espléndido —dijo Missy, haciéndoles sitio en el sofá que había encontrado detrás de un enorme grupo de macetas de kentias.
Drusilla y Cornelia se sentaron, tras probar por lo menos un espécimen de cada clase de delicadeza ofrecida en la mesa.
—¡Tan amable! ¡Tan considerada! ¡Querida Alicia! —disparató Cornelia, que se consideraba muy privilegiada de poder trabajar por una miseria al frente de la tienda de Alicia, y que no tenía ni idea de qué modo tan cínico retribuía ésta su gratitud y devoción.
Hasta que Chez Chapeau Alicia abrió sus puertas, Cornelia había trabajado para su hermano Herbert en su taller de modistería, lo que explicaba sus ilusorias opiniones: Herbert era tan mezquino que a su lado Alicia parecía dadivosa. De la misma forma que Octavia y con los mismo resultados, Cornelia había vendido a Herbert su casa y sus cinco acres, con la diferencia de que ello lo había hecho para ayudar a su hermana Julia a pagar su salón de té cuando esta última se lo había comprado a Herbert.
—¡Sssssst! ¡Sssssst! —ordenó Drusilla—. Alicia va a hablar.
Alicia habló, con las mejillas resplandecientes y los ojos brillantes como aguamarinas. Los nombres de las diez damas de honor fueron acogidos con chillidos y aplausos; la primera dama se cayó redonda al oír el honor que se le encomendaba y la tuvieron que reanimar con sales. Como Alicia explicó, los vestidos de sus damas se agruparían por parejas en cinco tonos de rosado, del más pálido al color del ciclamen oscuro, de forma que, en el altar, la novia vestida de blanco estaría flanqueada por cinco damas a cada lado, cuyos tonos de vestido irían aumentando gradualmente: el rosa más pálido junto a la novia y el más intenso en el extremo más alejado de ella.
—Somos casi todas de la misma altura, y muy rubias, y tenemos una figura parecida —añadió Alicia—. Creo que el efecto será notable.
—¿No es una idea brillante? —susurró Cornelia, que había gozado del privilegio de participar en los preparativos preliminares de toda la boda—. ¡La cola de Alicia será de encaje de Alençon, tendrá seis metros de largo y estará cortada en círculo!
—Magnífico —suspiró Drusilla, recordando que la cola de su traje de novia había sido de encaje y más larga, pero decidiendo no decirlo.
—Veo que Alicia ha elegido sólo vírgenes —dijo Missy, a quien la punzada había comenzado a molestarle otra vez a causa de los once kilómetros recorridos desde Missalonghi, y que iba de mal en peor. Era imposible abandonar la sala, pero tampoco podía permanecer callada y quieta ni un momento más; para no pensar en el dolor, empezó a hablar—. Muy ortodoxa —prosiguió—, pero no cabe duda de que yo soy virgen y no me ha elegido.
—¡Ssssssh! —repitió Drusilla.
—Querida Missy, eres demasiado baja y demasiado morena —murmuró Cornelia, compadeciendo mucho a su sobrina.
—Mido uno setenta descalza —dijo Missy sin hacer esfuerzos para bajar la voz—. ¡Sólo en medio de una colección de Hurlingfords esto se considera ser baja!
—¡Ssssssh! —volvió a susurrar Drusilla.
Entretanto, Alicia había pasado al tema de las flores y hacía saber a la embelesada audiencia que cada ramo consistía en docenas de orquídeas de color rosado que vendrían en tren desde Brisbane en cajas refrigeradas.
—¡Orquídeas! ¡Qué ostentosa vulgaridad! —dijo Missy en voz alta.
—¡Ssssssh! —soltó Drusilla desesperada.
En aquel momento Alicia se calló, al no tener ya nada más que decir.
—Os preguntaréis por qué está tan contenta de revelar el espectáculo con tanta antelación —dijo Missy sin dirigirse a nadie en particular—, pero supongo que pensará que, si no lo hace así, la mitad de los detalles de los que está tan orgullosa pasarían inadvertidos.
En ese instante, Alicia se dirigía hacia ella riendo, radiante, sintiéndose el centro de la atención, y con un montón de bocetos de vestidos y muestras de tela en la mano.
—Es una lástima que seas tan baja y tan morena, Missy —dijo con mucha distinción—. Me hubiera gustado incluirte, pero tienes que comprender que no encajarías como dama de honor.
—Bueno, creo que es una lástima que tú no seas morena y baja —dijo Missy con la misma distinción—. Rodeada de damas de tu misma altura y tonalidad, y con toda esa gradación de rosados, vas a quedar diluida en el decorado.
Alicia se quedó de piedra. Drusilla se quedó de piedra. Cornelia se quedó de piedra.
Missy se levantó con gesto pausado y trató de sacudir las arrugas de su falda de lino marrón.
—Ahora creo que me voy —dijo animadamente—. Bonita fiesta, Alicia, pero demasiado vulgar. ¿Por qué todo el mundo se empeña en servir la misma comida? Para variar, hubiera agradecido un buen bocadillo de huevos al curry.
Antes de que su audiencia lograse recuperarse del asombro, se había marchado; cuando se repusieron, Drusilla tuvo que contener una sonrisa y se hizo la sorda deliberadamente cuando Alicia le exigió que fuera a buscar a Missy para que se disculpase. ¡Alicia se lo tenía merecido! ¿Por qué no había sido amable por una vez aunque hubiera estropeado su séquito nupcial con la presencia de Missy? ¡Qué asombroso! El análisis de Missy había dado en el clavo: en efecto, Alicia quedaría diluida en el decorado, o, más bien, en medio de los ramos y ramilletes y telas de colores rosados y blancos con las que pretendía cubrir la iglesia.
Fuera de la puerta principal de Mon Repos, Missy tuvo otra vez un acceso de dolor acompañado de la dificultad para respirar. Decidiendo que prefería morir en decente soledad, Missy se alejó del sendero de gravilla y se precipitó como una flecha a un costado de la casa. Por supuesto, en la idea de jardín de Aurelia Marshall no cabía ni un solo rincón de espesura, por lo que había muy pocos lugares donde Missy pudiera agazapase sin que la vieran. El más cercano era un enorme arbusto de rododendros, situado debajo de una de las ventanas de las planta baja, y hasta allá se arrastró Missy, para tumbarse después semiapoyada en la pared de ladrillo rojo, detrás del arbusto. El dolor era insoportable, pero tenía que soportarlo. Cerró los ojos y deseó no morir hasta que pudiera hacerlo en brazos de John Smith, como la protagonista de Problemas de corazón. ¡Qué sitio más deprimente para que la encontraran dura y rígida, las matas de rododendros de tía Aurelia!
No se murió. Al cabo de un rato, el dolor empezó a disminuir y pudo empezar a moverse. Se oían voces cerca y, como los rododendros estaban muy pelados a consecuencia de la poda de otoño, si aquella gente daba la vuelta a la esquina la iban a ver, cosa que no deseaba. Así que se puso de rodillas e intentó levantarse. En aquel instante se dio cuenta de que las voces procedían de la ventana, justo encima de ella.
—¿Habías visto alguna vez un sombrero más monstruoso? —preguntaba una voz en la que Missy reconoció a Lavinia, la hija menor de tía Augusta; por supuesto, Lavinia era dama de honor.
—Con demasiada frecuencia. Todos los domingos en la iglesia, para ser exactos —dijo la voz aguda y monótona de Alicia—. Aunque pienso que la persona que lo lleva es mucho más monstruosa.
—Es tan vulgar —soltó una tercera voz, perteneciente a Marcia, la primera dama e hija de tía Antonia—. A decir verdad, Alicia, le estás concediendo demasiada importancia al llamarla monstruosa. Nimia es una palabra mucho más adecuada para describir a Missy Wright, aunque el sombrero, reconozco que es una auténtica monstruosidad.
—Un punto para ti —concedió Alicia, a quien todavía le escocía el inesperado toque de la observación de Missy acerca de quedar diluida en el decorado.
¡Por supuesto que estaba equivocada! Pero aun así, Alicia sabía que el esplendor visual de su boda no volvería a convencerla como antes: Missy le había clavado su irónica espina con más destreza de la que pensaba.
—¿Acaso nos importa Missy Wright? —preguntó una prima lejana llamada Portia.
—Debido a que su madre es la hermana preferida de mi madre, Portia, me temo que tiene que importarme —declaró Alicia con un retintín—. No sé por qué mamá insiste en compadecer tanto a tía Drusie, pero ya he dejado de creer que se lo podría sacar de la cabeza. Oh, me atrevería a decir que la caridad de mamá es loable, pero puedo deciros que trato de no estar en casa los sábados por la mañana, cuando tía Drusie viene a hartarse de pasteles a casa. ¡Lo que puede llegar a comer! Mamá dice a la cocinera que haga dos docenas de pastelillos glaseados y, para cuando tía Drusie se marcha, han desaparecido todos los pasteles, hasta la última miga. —Alicia soltó una carcajada forzada—. En casa se ríe todo el mundo, incluso los criados.
—Bueno, son espantosamente pobres, ¿verdad? —preguntó Lavinia, que en la escuela había destacado en historia y se dio aires de superioridad añadiendo—: Nunca he entendido por qué la chusma francesa guillotinó a María Antonieta, sólo por decir que si no tenían pan, debían comer pasteles. Me parece a mí que cualquier persona en la miseria estaría encantada de comer un pastel para variar…, quiero decir… ¡Mira tía Drusie!
—Claro que son pobres —dijo Alicia—, y me temo que lo seguirán siendo si su única esperanza está puesta en Missy.
Aquello suscitó una carcajada general.
—Es una lástima que no se pueda confiscar a una persona, de la misma manera en que se confisca una casa —dijo otra voz, una prima en cuarto o quinto grado, de nombre Junia; la decepción por no haber sido elegida dama de honor había concentrado todo su veneno natural en una o dos gotas mortales.
—En esta época somos demasiado buenos para hacer esas cosas, Junia —dijo Alicia—. En consecuencia, tenemos que continuar aguantando a tía Drusie y tía Octie y a la prima Missy y a tía Julie y a tía Cornie y al resto de la brigada de viudas-solteronas. Mira mi boda. ¡La van a estropear! Pero mamá dice con razón que tenemos que invitarlas, y, desde luego, vendrán las primeras y serán las últimas en marcharse. ¿Os habéis dado cuenta de que los granos y las espinillas aparecen cuando menos apetece? Sin embargo, mamá tuvo una idea genial que nos librará de esos horribles trajes marrones. Compró mi ajuar a tía Drusie por doscientas libras. Y reconozco que hacen un trabajo de lo más fino y delicado, es decir, que mamá no malgastó su dinero, gracias a Dios. Fundas de almohada bordadas abrochadas con botoncitos forrados y con un diminuto capullo de rosa bordado en cada uno de ellos. ¡Muy bonito! En cualquier caso, el plan de mamá funcionó, porque tío Herbert le pasó la noticia de que Missy había ido a comprar tres cortes de vestido: lila para tía Drusie y azul para tía Octie. ¿Alguien adivina de qué color para la prima Missy?
—Marrón —dijeron todas a coro y luego hubo una lluvia de carcajadas.
—¡Tengo una idea! —dijo Lavinia cuando cesó el alboroto—. ¿Por qué no le das a Missy uno de tus trajes viejos en un tono que le vaya bien?
—Antes me muero —dijo Alicia con desdén—. ¿Ver uno de mis bonitos vestidos en esa bolsa de basura con cara sucia? Si te gusta tanto esa idea, mi querida Lavinia, ¿por qué no le regalas uno de los tuyos?
—No estoy en tu holgada posición económica, Alicia —dijo Lavinia en tono cortante—. ¡Por eso no puedo hacerlo! Piensa en ello, si te irrita tanto su apariencia. Tú te vistes mucho en colores ámbar, ocres y de albaricoque. Me imagino que cualquier cosa de esta gama de colores le sentaría bien a Missy.
En aquel punto de la conversación, Missy consiguió ponerse de rodillas apoyándose en las manos y salir de los rododendros en dirección al camino. Se arrastró a cuatro patas hasta que estuvo fuera del campo visual de la ventana. Luego se levantó y se puso a correr. Tenía el rostro cubierto de lágrimas, pero no estaba en condiciones de detenerse a limpiárselas, y sí demasiado enojada y avergonzada para que le importase que alguien la viera.
Siempre había supuesto que nada de lo que pudieran decir sobre ella podría herirla, pues montones de veces había clasificado mentalmente todas las cosas compasivas o despreciativas que podrían comentar. Y, en realidad, no la habían herido. Lo que tenía clavado en lo más íntimo eran las cosas horribles que habían dicho Alicia y compañía acerca de su madre y de todas aquellas pobres tías solteronas, tan decentes, admirables y trabajadoras, tan agradecidas por cualquier detalle, pero tan orgullosas que no aceptarían nada que sospecharan pudiera ser caridad. ¿Cómo se atrevía Alicia a hablar de aquellas mujeres infinitamente más admirables que ella, en aquel tono mordaz y cruel? Le hubiera gustado ver cómo se las arreglaba Alicia si se llegaba a ver en su precaria situación.
Mientras atravesaba Byron a toda prisa, con la punzada ardiéndole en el costado, Missy se sorprendió rezando para que la biblioteca estuviera abierta, pues estaría Una. ¡Oh, cómo necesitaba a Una aquella noche! Pero el local estaba oscuro y el cartel de la puerta decía sólo «CERRADO».
Octavia estaba sentada en la cocina de Missalonghi, de nuevo con su vestido de diario, y ya había puesto al fuego una olla con su frugal cena: estofado. Sus manos deformes manejaban las agujas de tejer, produciendo como por arte de magia un mantón de noche de lo más delicado y fino; su regalo de boda para la ingrata Alicia.
—¡Ah! —dijo, dejando a un lado la labor cuando Missy entró—. ¿Lo has pasado bien, querida? ¿Has venido con tu madre?
—Lo he pasado pésimo, así que me he marchado antes que madre —dijo Missy de un modo cortante.
Luego agarró el cubo de ordeñar y salió de la casa.
La vaca estaba esperando pacientemente que la llevaran al establo; Missy alargó el brazo para acariciar su morro oscuro y aterciopelado y miró al fondo de aquellos dulces ojos marrones.
—Buttercup, tú eres mucho mejor que Alicia, así que no entiendo por qué es un insulto imperdonable llamar vaca a una mujer. Desde hoy llamaré Alicia a las mujeres a las que otras llaman vacas —le dijo mientras la llevaba al establo, donde el animal se colocó por sí sola en el lugar donde la ordeñaba. Buttercup era una vaca muy fácil de ordeñar; se dejaba hacer sin oponer resistencia, sin quejarse nunca cuando Missy tenía las manos frías, lo que sucedía a menudo. Lo cual, por supuesto, era la razón por la que su leche era tan buena: las vacas buenas siempre daban buena leche.
Cuando Missy volvió, Drusilla había llegada a casa. Tenían la costumbre de poner la mayor parte de la leche en unos grandes recipientes que se almacenaban a la sombra en el porche trasero; mientras lo hacía, pudo oír a su madre deleitando con entusiasmo a su tía con una descripción detallada de la fiesta de Alicia.
—Oh, me alegro de que al menos una de vosotras lo haya pasado bien —dijo Octavia—. Lo único que he podido sacarle a Missy es que lo ha pasado pésimo Supongo que su problema es la falta de amistades.
—Cierto, y nadie lo siente tanto como yo. Pero la muerte de mi querido Eustace eliminó toda oportunidad de darle hermanos a Missy, y esta casa está tan lejos de Byron que nadie desea venir a vernos con regularidad.
Missy esperaba que se divulgaran sus pecados, pero su madre no hizo ninguna referencia a ellos. Armándose de valor, entró. Desde que había empezado la historia del problema cardiaco le había resultado más fácil autoafirmarse y, al parecer, también su madre parecía aceptar aquellas muestras de independencia con mayor facilidad. Sólo que, en realidad, no era el fallo de corazón lo que había producido el cambio. Era Una. Sí, todo se remontaba a la llegada de Una; la franqueza de Una, la sinceridad de Una, su intolerancia a que alguien le pasase por encima. Una le habría dicho a un arrogante desgraciado como James Hurlingford que se mordiese el trasero, Una le habría dado a Alicia una réplica verbal digna de ser recordada, Una siempre se habría asegurado de que la gente la tratara con respeto. Y, de alguna manera, todo aquello había hecho mella en una alumna tan poco prometedora como Missy.
Cuando Missy entró, Drusilla se levantó de un brinco, radiante.
—¡Missy, no lo adivinarías nunca! —gritó, alargando la mano y cogiendo un enorme paquete que había puesto en el suelo detrás de la silla donde se había sentado—. Cuando me marchaba de la fiesta, Alicia se acercó y me dio esto para que te lo pusieras en su boda. Me aseguró que el color te sentaría divinamente, aunque confieso que jamás lo habría pensado. ¡Pero mira!
Missy se había quedado de piedra, mientras su madre escarbaba en la caja para desenterrar un fardo de organdí rígido y arrugado, y procedía a sacudirlo y sostenerlo en alto para que Missy lo examinara aturdida. Un vestido de ensueño de un tono caramelo, ni tostado ni amarillento, ni tirando a ámbar; las entendidas habrían visto que los volantes de la falda y el escote habían pasado de moda hacía unos cinco o seis años, pero aun así era un vestido precioso y, con unos cuantos arreglos le iría a Missy a las mil maravillas.
—¡Y el sombrero, mira el sombrero! —dijo Drusilla excitada, arrancando de la caja una enorme pamela de paja del mismo color y tratando de estirar el montón de tela de organdí que la adornaba—. ¿Habías visto alguna vez un sombrero más bonito? ¡Oh, querida Missy, tendrás tus zapatos, por poco prácticos que sean!
Por fin Missy pudo liberarse de la piedra que la atenazaba; dio un paso al frente con los brazos extendidos para recibir el regalo de Alicia, y de inmediato su madre depositó sobre ellos el vestido y el sombrero.
—¡Me pondré el traje nuevo de satén marrón y mi sombrero de fabricación casera y unas buenas botas sólidas! —dijo Missy apretando los dientes. Y, dándose media vuelta, salió por la puerta trasera, con las tiras de organdí inflándose a su alrededor como las faldas de una holoturia marina.
Todavía no había oscurecido del todo; mientras salía disparada hacia el establo, podía oír los gritos frenéticos de su madre y su tía a sus espaldas, pero cuando la alcanzaron, era demasiado tarde. El vestido y el sombrero yacían pisoteados sin posibilidad de arreglo en el estiércol de la caseta de ordeñar, y Missy, con una pala en la mano, iba echando todas las boñigas de vaca que encontraba encima del generoso gesto de Alicia.
Drusilla estaba herida de un modo indecible.
—¿Cómo has podido? ¡Oh! ¿Cómo has podido, Missy? Precisamente una vez en la vida que tenías la oportunidad de aparecer y sentirte como una belleza.
Missy apoyó la pala contra la pared del establo y se sacudió las manos con gran satisfacción.
—Tú, más que nadie, deberías comprender cómo he podido, madre —dijo—. No existe orgullo más inquebrantable que el tuyo, no conozco a nadie que interprete tan rápidamente como tú el regalo más sincero como una caridad disfrazada. ¿Por qué lo has aceptado por mí? ¿Crees con honradez que Alicia lo ha hecho para complacerme? ¡Claro que no! Alicia está decidida a que su boda sea perfecta, incluido el último de los invitados, y yo ¡se la estropeaba! Así que decidió hacer un bolso de seda de Missy Wright, el trozo de arpillera. Bueno, pues muchas gracias, pero prefiero ser mi propia arpillera en toda su natural sencillez que cualquier bolso de seda de Alicia. ¡Y así mismo se lo diré!
Y por cierto que lo hizo, el mismísimo día siguiente. Aunque Drusilla se había escabullido por la noche armada de un farolillo, el vestido y el sombrero habían desaparecido de su vil lugar de descanso, y nunca más volvió a verlos; ni tampoco descubrió nunca cuál fue su fin, pues los demás acontecimientos acaecidos en la residencia de los Marshall aquel memorable viernes por la mañana fueron tan escandalosos, que las personas que lo supieron no se acordaron de contárselo.
Missy llegó a la puerta de Mon Repos hacia las diez, cargada con un enorme paquete escrupulosamente envuelto que llevaba con mucho cuidado agarrándolo de un cordel. Si el mayordomo hubiera tenido una ligera idea de la consternación que ya reinaba en la sala pequeña, es poco probable que Missy hubiera podido pasar de la entrada, pero, por fortuna, el mayordomo no tenía ni idea y pudo así poner su granito de arena a la atmósfera general de desastre.
La sala pequeña, que no lo era, estaba sin embargo bastante llena de gente cuando Missy entró furtivamente con su paquete colgando de la cuerda. Estaban allí tía Aurelia y tío Edmund, Alicia, Ted y Randolph, el tercer sir William y su hijo y heredero, el Pequeño Willie; lady Billy estaba ausente, ayudando a parir a una yegua.
—¡No lo entiendo! —estaba diciendo Edmund Marshall, mientras Missy sonreía al mayordomo y le hacía un gesto indicando que se anunciaría ella misma enseguida—. ¡Simplemente no lo entiendo! ¿Cómo se nos han podido escapar tantas acciones? ¿Cómo? ¿Y quién demonios las ha comprado y quién demonios las ha vendido?
—Según han podido averiguar mis agentes —dijo el tercer sir William—, todas las acciones cuyos titulares no eran de la familia Hurlingford fueron compradas por una cantidad muy superior a su valor real, y luego el misterioso comprador ha empezado a hacer incursiones en las acciones que son propiedad de los Hurlingford. Cómo, cuándo o por qué, no lo sé, pero ha conseguido descubrir a todos los Hurlingford con problemas de dinero y a todos los que no están vinculados a Byron, haciéndoles ofertas que nadie ha podido rechazar.
—¡Es ridículo! —grito Ted—. Por la cantidad de dinero que ha estado pagando no hay ni una sola manera de que recupere esa inversión. Quiero decir, que la Compañía Embotelladora de Byron es una pequeña empresa que está muy bien, ¡pero no estamos sacando oro de la tierra, ni tampoco el elixir de la vida! Y, en cambio, el tipo de precios que ha venido pagando son los que un especulador podría pagar después de tener la certeza de que un terreno es de oro macizo.
—Estoy de acuerdo con todo esto —dijo sir William—, pero no puedo darte una respuesta porque no la tengo.
—¿Nos hemos convertido en socios minoritarios, tío Billy, es esto lo que estás tratando de decir? —preguntó Alicia, que estaba totalmente al corriente de las prácticas y de la terminología del mundo de los negocios… y era además una accionista nada despreciable de la Compañía Embotelladora, desde que Chez Chapeau Alicia había puesto capital en sus manos y su naturaleza adquisitiva se había dejado seducir por los dominios más seguros de la especulación.
—¡No, por Dios, todavía no! —exclamó sir William; luego, con menos aplomo, añadió—: Sin embargo, admito que tal situación podría llegar de un momento a otro, a menos que podamos poner freno a la corriente de acciones que estamos perdiendo o comprar más.
—¿No hay algún pequeño accionista suelto en Byron al que pudiéramos dirigirnos primero? —preguntó Randolph.
—Algunos; la mayor parte de ellos son Hurlingfords de sexo femenino, y dos o tres solteronas que heredaron por casualidad algunas acciones que en realidad no les correspondían. Por supuesto, nunca se les ha pagado dividendos.
—¿Cómo te las has arreglado para lograrlo, tío Billy? Preguntó Randolph.
Sir William se rió con desdén.
—¿Qué saben de acciones las viejas chismosas como Cornelia, Julia u Octavia? No quería que pensasen que podían confiar en algo de valor, así que, además de no pagarles nunca dividendos, les dije que las acciones carecían de valor porque pertenecían por derecho a Maxwell y a Herbert. No obstante, en lugar de darle demasiada importancia, me limité a decirles que la mejor manera de enmendar el error era legar las acciones a los hijos de Maxwell y Herbert a su muerte.
—¡Muy astuto! —dijo Alicia con admiración.
Sir William le lanzó una de sus ardientes miradas libidinosas; ella estaba empezando a preguntarse en su interior cuánto le iba a costar mantener a tío Billy a distancia una vez casada y viviendo en Hurlingford Lodge…, pero cada cosa a su tiempo.
—Ahora tendremos que comprar las acciones de las viejas solteronas —dijo Edmund Marshall con expresión muy afligida—. Aunque, Billy, tengo que serte franco y confesar que no sé de dónde voy a sacar dinero líquido. Tendría que reducir gastos drásticamente, lo cual sería muy desagradable para mi familia…; ya sabes, la boda de Alicia.
—Estoy en el mismo barco, viejo amigo —dijo sir William, atragantándosele la frase en la garganta—, por culpa de todo ese alboroto por la supuesta gran guerra en Europa, ¡demonios! ¡No son más que habladurías!
—¿Por qué comprar las acciones? —preguntó Alicia, dejando entrever en su tono de voz un mínimo deje de desdén por su estupidez—. No tenéis más que ir a tía Cornie, tía Julie y tía Octie y pedírselas. ¡Os las entregarán sin rechistar!
—De acuerdo, podemos hacerlo con aquellas tres y también con Drusilla, me imagino ¿Qué mosca le picó a Malcolm Hurlingford para que dejara acciones a sus hijas, pregunto yo? Siempre fue muy blando con sus niñas, aunque, gracias a Dios, Maxwell y Herbert no se parecen a su padre en este aspecto. —Sir William suspiró impaciente—. ¡Nos hallamos en un buen aprieto! Incluso si, como dice Alicia, las viejas chismosas nos entregan sus acciones sin rechistar, aún nos quedará enfrentarnos con los diversos pelagatos y medio Hurlingfords que con casi absoluta seguridad no querrán deshacerse de las acciones a cambio de nada. Oh, saldremos de ésta, no tengo la menor duda, siempre que no se enteren de la existencia del comprador misterioso. Porque no podemos igualar sus precios.
—¿Qué podemos vender de inmediato para recaudar dinero? —preguntó Alicia con dureza.
Todos volvieron los ojos a ella, y Missy, que seguía inadvertida, cambió su puesto en la puerta (junto a la cual su vestido marrón y su persona no destacaban lo más mínimo) por uno más seguro detrás de una maceta de kentias de las que tía Aurelia había hecho colocar por todos lados en el interior de su preciosa casa.
—Para empezar, están los dichosos caballos de lady Billy —dijo sir William con deleite.
—Mis joyas —dijo Aurelia con gran resolución.
—Y mis joyas —dijo Alicia, lanzando una mirada enojada a su madre por cogerle la delantera.
—El caso es —dijo Edmund— que este comprador misterioso, quienquiera que sea, o sean, parece saber mejor que nosotros quién es titular de acciones de la Compañía Embotelladora Byron, ¡y nosotros somos el consejo de administración! Cuando consulté nuestra lista de accionistas descubrí que en la mayoría de los casos las acciones habían pasado de la persona que figuraba en la lista a otras manos, por lo general hijos o sobrinos, desde luego, pero de todos modos personas extrañas. ¡Nunca se me ocurrió que un Hurlingford pudiera renunciar en vida a algo suyo por nacimiento!
—Los tiempos cambian —suspiró Aurelia—. Cuando era joven, el sentimiento de clan de los Hurlingford era legendario. Hoy en día, parece que a algunos de los jóvenes Hurlingford la familia les importa un bledo.
—Los han malcriado —dijo sir William. Se aclaró la garganta, se golpeó los muslos con las manos y dijo con gran decisión—: De acuerdo. Sugiero que dejemos las cosas como están hasta que pase el fin de semana, y luego, el lunes, nos ponemos a recaudar dinero contante y sonante.
—¿Quién va a dirigirse a las tías? —preguntó Ted.
—Alicia —dijo sir William al instante—. Pero creo que es mejor esperar a que la boda esté un poco más cerca. De esta forma, podrá convencerlas de que le están haciendo un regalo de boda.
—¿No llegará antes que nosotros el comprador misterioso? —preguntó Ted, que siempre se preocupaba por todo, por lo que la contabilidad le iba como anillo al dedo.
—Si de algo puedes estar absolutamente seguro, Ted, es de que ninguna de esas gallinas tontas se atreverá a desprenderse de algo de la familia Hurlingford para que pase a manos de un extraño sin antes preguntarnos a mí o a Herbert. El comprador podría ofrecerles una fortuna, y aun así se empeñarían en consultármelo a mí o a Herbert antes de aceptar. —Tan seguro estaba sir William de lo fundamentado de esta afirmación que se sonrió mientras lo decía.
Aprovechando la confusión general y la perturbación de todos, que intentaban encontrar una manera correcta de poner fin a su reunión, Missy se deslizó por la puerta y volvió a entrar haciendo mucho ruido. Y todos se percataron de su presencia al instante, aunque ninguno de ellos pareció complacido de verla.
—¿Qué quieres? —dijo Alicia con brusquedad.
—He venido a mostrarte lo que me inspira tu caridad, Alicia, y a decirte que me alegra ir a tu boda vestida de un precioso color marrón —dijo Missy, atravesando solemnemente la habitación y descargando su paquete en una mesita situada frente a Alicia—. ¡Aquí tienes! Gracias, pero no te lo agradezco.
Alicia la miró de la misma manera en que podría haber mirado un excremento de perro que hubiera estado a punto de pisar.
—¡Tú misma!
—Eso pretendo ser de ahora en adelante. —Alzó los ojos para mirar a Alicia, que era mucho más alta (decía medir uno setenta y siete, pero de hecho alcanzaba los uno ochenta y cinco), con una sonrisa maliciosa—. ¡Adelante, Alicia, ábrelo! Lo he teñido de marrón especialmente para ti.
—¿Has qué?
Alicia empezó a manipular los nudos del cordel, y Randolph acudió en su ayuda con su navaja de bolsillo. Una vez cortado el cordel, el envoltorio se abrió con facilidad, y allá estaba el precioso vestido de organdí y el cautivador sombrero, inefablemente manchados de algo que parecía y olía… a estiércol de vaca y de cerdo, reciente, blando y auténtico.
Alicia soltó un grito de horror que fue in crescendo, hinchándose hasta que se convirtió en un largo y fino chillido, y se apartó de la mesa de un brinco, al tiempo que su madre, su padre, sus hermanos, tío y prometido se agolpaban alrededor para ver.
—¡Tú… tú… perra asquerosa! —dijo con un gruñido a la radiante Missy.
—¡Oh, no, no lo soy! —dijo Missy muy digna.
—Eres peor que una fulana y te puedes considerar afortunada porque soy una auténtica dama y no te diré con exactitud lo que eres —resopló Alicia, sin saber si la había desconcertado más la acción o su autora.
—Entonces, te puedes considerar desafortunada de que yo no sea tan dama como tú y pueda decirte lo que pienso que eres, Alicia. Soy tan sólo tres días mayor que tú, lo que te sitúa mucho más cerca de los treinta y cuatro que de los treinta y tres. Y sin embargo, aquí estás, carnero disfrazado de cordero, latón disfrazado de bronce, ¡a punto de casarte con un muchacho que apenas supera la mitad de tus años! ¡La edad de su padre sería más adecuada! ¡Y esto te convierte en una perseguidora de menores con mucha sangre fría! Cuando Montgomery Massey falleció antes de que pudieras arrastrarlo al altar —librándose así de un destino peor que la muerte—, no pudiste ver en tu horizonte una presa que valiese una décima parte de lo que valía él. Y entonces acechaste al pobre Pequeño Willie, todavía con rizos infantiles y jugando con el aro vestido de marinerito, y decidiste llegar a ser un día lady Willie. No me cabe la menor duda de que, si las circunstancias hubieran sido otras, te habría dado igual convertirte en lady Billy, en lugar de en lady Willie; o tal vez te hubiese gustado más, porque el título aún está ahí. Admiro tu osadía, Alicia, pero no a ti. Y siento mucha lástima por el pobre Pequeño Willie, que va a llevar una vida miserable, como un hueso entre su esposa y su madre.
El objeto de su compasión estaba de pie con el resto de sus familiares, mirando a Missy boquiabierto, como si ésta hubiera salido de pronto de un pastel gigante completamente desnuda y se hubiera puesto a bailar el cancán. Aurelia había sido presa de un misericordioso ataque de histeria, pero los restantes oyentes de Missy estaban tan hipnotizados que no se habían percatado de ello.
Sir William fue el primero en reaccionar.
—¡Fuera de esta casa!
—Estoy en ello —dijo Missy con expresión muy complacida.
—¡Nunca te lo perdonaré! —gritó Alicia—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?
—¡Oh, muérdete el trasero! —dijo Missy riendo—. Es lo suficientemente grande —añadió.
Y, dicho esto, se marchó.
Aquélla fue la última y proverbial gota; Alicia se fue poniendo tensa hasta quedar totalmente rígida, emitió un sonido entre un gemido, gorgoteo y chillido, y se desplomó con estruendo, pasando así a hacer compañía a su madre.
¡Oh, qué satisfacción le había producido! Pero, a medida que descendía la progresiva pendiente de George Street que desembocaba en la avenida principal de Byron, la exaltación de Missy fue desapareciendo. Comparado con el tema que estaban discutiendo cuando ella estaba en la sala sin que nadie se enterase, la exhibición del vestido ultrajado de Alicia era una fruslería. ¡Aquellas pobres mujeres! Missy sabía tan poco como su madre y su tía del mundo de los negocios, pero era lo bastante inteligente para haber captado el sentido de las palabras de sir William. Incluso conocía la existencia de las acciones, porque Drusilla guardaba las suyas y las de Octavia en una cajita de latón de su armario que contenía además las escrituras de la casa y de los cinco acres de tierra. Diez acciones cada una, veinte en total. Lo que significaba que, probablemente, también tía Cornelia y tía Julia tendrían diez acciones cada una. Dividendos. Aquello debía de ser una especie de pago periódico, una participación en los beneficios de la compañía.
¡Qué despreciables eran la mayoría de sus parientes de sexo masculino! Sir William, empeñado en mantener aquella desastrosa política del primer sir William, haciendo que las desventuradas mujeres de la familia que vivían entre estrecheces y apuros en agobiante —si bien respetable— pobreza no gozaban de ninguno de los frutos derivados de la planta embotelladora, y de lo que era, en fin de cuentas, un don de Dios, más que de los Hurlingford. Tío Maxwell, un ladrón de la peor especie, pues, aun teniendo recursos propios que lo hacían inmensamente rico, robaba los huevos, mantequilla y verduras a sus parientes pobres, haciéndoles creer que vendérselos a otro sería un acto de deslealtad imperdonable. Tío Herbert había comprado muchas de aquellas casas con sus cinco acres en su tiempo, siempre por una cantidad muy inferior a su valor real, y era tan abusador como su hermano Maxwell. O aún peor, porque se volvía a quedar con lo poco que pagaba a sus víctimas, diciéndoles que habían fracasado los planes de inversión destinados a hacer que aquel poquito que les había pagado por sus propiedades se convirtiera en un poquito más.
No sólo los parientes varones eran despreciables, se corrigió Missy, con ánimo de repartir las críticas con justicia. Si las Aurelias y Augustas y Antonias, que se habían casado con las fortunas del clan, hubieran presionado, podrían haber conseguido cambiar las cosas, porque hasta el peor abusador de estos hombres era susceptible de ser dominado por su mujer.
Bueno, había que hacer algo. Pero ¿qué? Missy consideró la posibilidad de contar aquella historia en casa, pero luego decidió que no la creerían cierta o que, si la creían, su madre y sus tías seguirían dejándose despojar de lo que les correspondía. Tenía que hacer algo y hacerlo con rapidez, antes de que Alicia fuera a embaucarlas para asegurarse las acciones, lo cual haría sin lugar a dudas.
La biblioteca estaba abierta; Missy atisbó a través del cristal esperando ver la figura severa de tía Livilla detrás del mostrador, pero en su lugar vio a Una. Aflojó el paso, dio media vuelta y volvió sobre sus pisadas.
—¡Missy! ¡Qué regalo! No esperaba verte hoy, querida —dijo Una, sonriendo como si en verdad considerase un regalo el ver a la sucia perra de la familia.
—¡Estoy tan enfadada…! —gritó Missy, y se sentó en la dura silla destinada a los que deseaban hojear algún libro, abanicándose con una mano.
—¿Qué sucede?
Dándose cuenta de repente de que no le sería posible explicar aquel pequeño entramado de relaciones de parentesco cercano ni conseguir infundirle desprecio hacia ellos a una persona tan remotamente conectada con la rama del clan afincada en Byron, se conformó con un poco convincente:
—Oh, nada.
Una no intentó indagar. Se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír y aquel agradable halo que emanaba de su piel, de su cabello y de sus uñas consiguió sutilmente suavizar su irritación.
—¿Qué te parece una taza de té antes del largo camino a casa? —le preguntó levantándose.
La taza de té adoptó las proporciones de un elixir de la vida.
—¡Sí, por favor! —dijo Missy con fervor.
Una desapareció por la última de las librerías del fondo de la sala, donde había un pequeño cubículo con lo necesario para hacer té; no había lavabos, lo que constituía una norma en las tiendas de Byron, porque se suponía que todo el mundo debía hacer uso de los Baños Termales de Byron, y además sin demorarse.
A Missy le pareció una buena idea investigar las novelas mientras esperaba. Se fue al fondo de la sala y empezó a recorrer paso a paso la librería que llegaba casi hasta el mostrador de tía Livilla. Y cuando, al llegar al mostrador, volvió los ojos para seguir mirando la librería que continuaba al otro lado, le llamó la atención un montón de papeles que le era familiar: un paquete de certificados de acciones de la Compañía Embotelladora de Byron.
En aquel momento apareció Una.
—Ya he puesto el agua a calentar, pero tarda en hervir en un hornillo de alcohol. —Su mirada siguió a la de Missy y luego fue a posarse de nuevo en el rostro de ésta—. ¿No es fantástico? —preguntó.
—¿El qué?
—¡Qué iba a ser! Las cantidades que están ofreciendo por las acciones de la Compañía Embotelladora. ¡Diez libras cada una! ¡Inaudito! Wallace tenía algunas acciones mías, ¿sabes?, y cuando nos separamos me las devolvió; dijo que no quería nada que le recordase a los Hurlingford. Sólo tengo diez acciones, pero desde luego podría dar buen uso a esas cien libras en este mismo momento, querida. Y, entre tú y yo, tía Livilla también está un poco justa de dinero, así que la he convencido de que me dé sus veinte acciones para venderlas cuando venda las mías.
—¿Y cómo consiguió tía Livilla adquirir esas acciones?
—Richard se las dio cuando no podía devolverle al contado lo que le pidió prestado una vez que necesitaba dinero con urgencia. ¡Pobre Richard! Nunca apuesta por los caballos que ganan. Y ella es un tanto estricta para la devolución de los préstamos, incluso cuando se trata de su único y amado hijo. Así que le cedió algunas de sus acciones en la Compañía Embotelladora y aquello la hizo callar.
—¿Tiene más?
—Naturalmente. Recuerda que es un Hurlingford de sexo masculino, querida. Pero tengo motivos para creer que las ha vendido todas, porque fue Richard quien me puso sobre la pista de este comprador del cielo.
—¿Cómo puedes vender las acciones de otra persona?
—Con unos poderes legales. ¿Ves? —Una le mostró un rígido formulario de papel oficial—. Lo compras en la papelería, como un formulario de testamento. Lo rellenas con los datos y lo firmas, y la persona que te autoriza a actuar en su nombre también lo firma, y luego alguien firma como testigo.
—Ya veo —dijo Missy, olvidándose de sus novelas. Se volvió a sentar—. Una, ¿tienes la dirección del que está comprando las acciones de la Embotelladora?
—Aquí mismo, querida, aunque yo el lunes me voy a llevar todo el tinglado a Sydney en persona para vender las acciones. Es más seguro. Por eso estoy a cargo de la biblioteca hoy, así puedo tomarme el lunes libre.
Se levantó y fue a preparar el té.
Missy se quedó cavilando. ¿Por qué no podía ella, Missy, intentar hacerse con los certificados de las tías antes de que Alicia fuera a pedírselos? ¿Por qué iba Alicia a infligirle una derrota, cuando en su primero y único encuentro, recién concluido, Alicia había salido perdiendo?
Cuando Una llegó con la bandeja del té, Missy se había decidido.
—Oh, gracias —dijo cogiendo su taza con gratitud—. Una, ¿es obligatorio que vayas a Sydney el lunes? ¿No lo podrías cambiar al martes?
—No veo por qué no.
—El martes que viene por la mañana tengo que ir a un especialista de Sydney, en Macquarie Street —explicó Missy meticulosamente—. Iba a ir con Alicia, pero… bueno, no creo que le apetezca ir conmigo. Es posible que tenga algunas acciones para vender, y si pudiese ir contigo me resultaría más fácil. Sólo he estado en Sydney un par de veces cuando era pequeña, así que no conozco el lugar.
—¡Oh, qué divertido! El martes. —Una casi relucía, de tan brillante que se había hecho su luz.
—Me temo que tendré que pedirte otro favor.
—Desde luego, querida. ¿Cuál?
—¿Te importaría ir a la papelería de aquí al lado y comprarme cuatro de estos formularios de poder? Es que si voy yo, tío Septimus querrá saber para qué los necesito y a continuación se lo comentará a tío Billy o a tío Maxwell, o a tío Herbert, y…, bueno, prefiero que mis asuntos se queden en casa.
—Iré en cuanto acabe la taza de té, mientras te quedas a vigilar la tienda.
Y así quedó planeado, incluida una visita de Una a Missalonghi el domingo por la tarde a las cinco para firmar como testigo de los poderes. Por fortuna, aquella vez Missy llevaba el monedero encima y, por fortuna también, contenía dos chelines; los formularios eran caros, a tres peniques cada uno.
—Gracias —dijo Missy, guardando en su cesta de la compra los formularios enrollados.
Había decidido llevarse algunos libros.
—¡Dios mío! —exclamó Una al echar un vistazo a los títulos—. ¿Estás segura de que quieres llevarte Problemas de corazón? Creía que habías dicho que lo leíste hasta hartarte la semana pasada.
—Sí, pero quiero volver a leerlo otra vez. —Y Problemas de corazón ocupó su sitio en la cesta junto a los formularios.
—Nos veremos en Missalonghi el domingo por la tarde, y no te preocupes: tía Livi no tiene ningún inconveniente en dejarme su caballo y su calesa —dijo Una, acompañando a Missy hasta la puerta y estampando un suave beso en la poco acostumbrada mejilla de Missy—. Arriba ese ánimo, mujer, tú puedes hacerlo —dijo sacándola a la calle con un pequeño empujón.
—Madre —dijo Missy aquella noche, sentada al calor de la cocina con Drusilla y Octavia—, ¿sigues teniendo aquellas acciones de la Compañía Embotelladora que el abuelo os dejó a ti y a tía Octavia en su testamento?
Drusilla apartó los ojos de la costura con suspicacia; aunque la modificación de la jerarquía había sido cosa suya, seguía costándole un poco aceptar el hecho de que ya no era la jefa. Y había aprendido muy deprisa a detectar el estilo de Missy, más sutil e indirecto, por lo que en aquel momento se dio cuenta de que algo se traía entre manos.
—Sí, todavía las tengo —dijo.
Missy dejó su ganchillo en la falda y miró de frente a su madre, con mucha seriedad.
—Madre, ¿confías en mí?
Drusilla parpadeó.
—¡Claro que sí!
—¿Cuánto cuesta una máquina de coser nueva Singer?
—La verdad es que no lo sé, pero me imagino que unas veinte o treinta libras, tal vez mucho más.
—Si tuvieras cien libras más, aparte de las doscientas que te pagó tía Aurelia por la ropa de Alicia, ¿te comprarías una máquina de coser Singer?
—Desde luego, estaría tentada de hacerlo.
—Entonces dame tus acciones de la Embotelladora y deja que te las venda. En Sydney puedo conseguir diez libras por cada acción.
Tanto Drusilla como Octavia habían interrumpido sus labores.
—Missy, querida, no tienen ningún valor —dijo Octavia con amabilidad.
—Sí lo tienen —dijo Missy—. Tío Billy, tío Herbert y los demás os han engañado, eso es todo. Os tendrían que haber pagado con regularidad lo que se llama un dividendo por cada una de ellas, porque la Compañía Embotelladora es un negocio sumamente próspero.
—¡No, estás equivocada! —insistió Octavia, sacudiendo la cabeza.
—Estoy en lo cierto. Si tú, tía Cornelia y tía Julia os hubierais dirigido a un abogado desinteresado de Sydney hace algunos años, ahora seríais mucho más ricas de lo que sois, y ésta es la pura verdad.
—Nunca podríamos hacer algo a escondidas de los hombres de la familia, Missy —dijo Octavia—. Significaría un quebrantamiento de la fe y la confianza en ellos. Ellos saben más que nosotras, y por eso se hacen cargo de nosotras y nos vigilan. ¡Y son de la familia!
—¿Acaso no lo sé? —gritó Missy apretando los dientes—. Octavia, ¡los hombres de la familia se han estado aprovechando del hecho de que son de la familia desde que empezaron a existir los Hurlingford! ¡Os utilizan! ¡Os explotan! ¿Cuándo hemos obtenido un precio justo por los productos que hemos vendido a tío Maxwell? ¿En verdad tragáis todas sus conmovedoras historias de que se arruina en los mercados, y no puede pagarnos más? ¡Es tan rico como Creso! ¿Y cuándo habéis visto alguna prueba de que tío Herbert realmente perdiera vuestro dinero en una inversión fallida? ¡Es más rico que Creso! ¿Y no fue el propio tío Billy quien os dijo que estas acciones no tenían ningún valor?
La atenta y muda mirada de Drusilla había pasado de la sorpresa a la duda, de la renuncia a escuchar a un claro deseo de oír más. Y al final de aquel discurso apasionado, hasta Octavia vacilaba visiblemente. Quizá si hubiera sido la antigua Missy la que, ahí sentada, destruía el viejo orden, habrían descartado sin remordimiento alguno lo que decía; pero esta nueva Missy poseía una autoridad que daba a sus palabras el sonido de la verdad inequívoca.
—Mirad —continuó Missy más calmada—, puedo vender vuestras acciones de la Compañía Embotelladora por diez libras cada una, y sé que esta clase de oportunidades es tan poco frecuente como un diente en una gallina, porque yo estaba allí cuando tío Billy y tío Edmund estaban hablando de ello, y esto es lo que decían. No sabían que yo escuchaba; de lo contrario, no hubieran dicho una sola palabra. Hablaron de vosotras tal como piensan de vosotras: con profundo desprecio. Creedme, no estoy malinterpretando lo que he oído y no estoy exagerando. Y he decidido que había que poner fin a todo ello, que iba a ocuparme de que tú, tía Cornelia y tía Julia os adelantéis a ellos por una vez. Así que dadme vuestras acciones y dejadme que las venda, porque conseguiré diez libras por cada una. Pero si se las ofrecéis a tío Billy, a tío Herbert o a tío Maxwell, os obligarán a que se las cedáis a cambio de nada.
Drusilla suspiró.
—Ojalá no te creyera, Missy, pero te creo. Y lo que dices no me sorprende, sinceramente.
Octavia, que podría haber luchado por ciega lealtad, decidió por el contrario cambiar de alianza; de algún modo, tenía algo de niña y necesitaba una firme autoridad.
—Piensa qué distinto sería con una máquina de coser Singer, Drusilla —dijo.
—Me encantaría —admitió Drusilla.
—Y yo debo confesar que me encantaría tener cien libras en el banco solo mías. Me sentiría menos una carga.
Drusilla capituló.
—Muy bien, Missy, puedes vender nuestras acciones.
—¡Quiero también las de tía Cornelia y tía Julia!
—Ya veo.
—Puedo vender sus acciones por la misma cantidad de dinero, diez libras cada una. Pero, como vosotras, tendrían que estar dispuestas a entregarme sus acciones sin decir palabra a tío Billy o a alguno de los otros. ¡Ni una sola palabra!
—Desde luego, a Cornelia le iría muy bien el dinero, Drusilla —dijo Octavia, animándose por momentos y relegando a un lado a sus parientes varones, ya que le resultaba mejor aquello que lamentarse de su perfidia y sangrar por las heridas recibidas de ellos—. Podría operarse los pies con aquel médico alemán de Sydney especialista en huesos. ¡Está tanto rato de pie! Y ya sabes lo desesperada que es la situación de Julia, ahora que han hecho una sala más en la parte posterior del Olimpus Café, con mesas de mármol y un pianista todas las tardes. Si Julia tuviera cien libras extras podría conseguir que su salón de té fuera todavía más elegante que el Olimpus Café.
—Haré todo lo que pueda por convencerlas —dijo Drusilla.
—Bien, si las convences tendrán que venir a Missalonghi el domingo por la tarde, a las cinco, con sus acciones. Todas vosotras tendréis que firmar unos poderes.
—¿Qué es eso?
—Un papel que me autoriza a actuar en nombre vuestro.
—¿Por qué el domingo a las cinco? —preguntó Octavia.
—Porque ese día vendrá mi amiga Una para actuar de testigo de la firma de los documentos.
—¡Oh, qué bien! —Octavia tuvo una inspiración—. Entonces aprovecharé para hacerle una hornada de mis galletas.
Missy hizo una mueca.
—Por una vez en nuestra vida, tía Octavia, creo que podremos regalarnos una merienda especial de domingo. Podemos tener galletas caseras para Una, por supuesto, pero tendremos también pasteles glaseados, hojaldres y buñuelos de nata cubiertos de caramelo, y… ¡lamingtons!
Ninguna de las dos puso objeciones a aquel menú.